Últimos días de arrabal

Posted: martes, septiembre 26, 2006 by Godeloz in
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En Medellín, el tango es una fiebre que aumentó con la muerte de Carlos Gardel, el hombre que todos los días canta mejor. A 70 años del accidente que consumió la vida del Zorzal Criollo en el Aeródromo Las Playas, la pasión por la música del arrabal empieza a salir de un prolongado letargo.

En aquellos días, muy lejanos ya, Gardel había muerto envuelto en una llamarada como sólo los grandes saben morir. Buenos Aires quedó conmocionada, el fuego que se llevó al Zorzal Criollo se extendió como una mancha de aceite en los corazones de los porteños y, enfebrecidos, empezaron a llorar para siempre la partida del más grande. Pasaban los años y era como si no hubiera transcurrido un día, el tiempo se congeló para los tangueros de alma. Se volvió ingrávido, como la secuencia de una pareja que baila tango congelada en una gota de ámbar, trazando los firuletes propicios y necesarios para una seducción sin palabras: sólo la pierna de la mina rasgando el aire en forma de látigo, azotando la entrepierna del guapo enjailaifado. Buenos Aires era un móvil daguerrotipo de músicas y azares y luces que parpadean: un rincón arrabalero bajo un toldo de estrellas.

Luis Pérez no tenía ni idea de lo que era un tango, una milonga, un bandoneón. Pero por coincidencia o predestinación, le llegó a sus manos la música adorada de obreros y ferroviarios, de matarifes y malandrines, esa melodía de los orilleros, marinos y cuarteadores del Río de la Plata. Le llegó la música en forma de bandoneón. A su madre se le ocurrió la idea de comprarle ese instrumento que más parecía la elefantiasis de una oruga.

De improviso, aunque al parecer fue un evento premeditado, se vio sumido en un aprendizaje solitario idéntico al aprendizaje del amante. Aprendió a estirar el fuelle y a comprimirlo para arrancarle gemidos que eran tango, que eran calle y arrabal. Sobre sus piernas, el instrumento se arqueaba como un cuerpo de mujer, aunque definitivamente las lengüetas y botones nunca podrían superar las curvaturas enajenantes de las garúas de los boliches de San Telmo.

Así llegó el bandoneón a su vida, de una manera similar a como llegó a Buenos Aires o como dicen que llegó a Buenos Aires: Muchos años antes de mil ocho ochenta, en un barco alemán con un marinero que bajó a los bares del puerto buscando una borrachera y tal vez un amor. Cuentan que lo primero sí que lo encontró, se embriagó en cualquier peringundín de Palermo o La Recoleta, tal vez en uno de tantos sitios prostibularios de La Boca, y a la hora de salir, se encontró sin dinero para pagar la cuenta, sólo tenía una cosa en la qué caerse muerto: su bandoneón. "Total", puede que se haya dicho (aunque en Alemán), "más vale regresar a bordo, solo como he desembarcado, que perder la vida en un lupanar". Y dejó el bandoneón en prenda. Si hizo la promesa de regresar después por él, quizá regresó muy tarde cuando el instrumento ya había desplazado a la flauta de los conjuntos, cuando ya había pasado por muchas manos, cuando ya era un árbol en medio del bosque porque otros bandoneones llegaron al puerto para llenarlo no sólo de polkas, habaneras, valses y mazurcas sino de la música del hombre de ciudad, aunque una ciudad que era tal en las orillas: tango, palabra que designaba en un comienzo a los lugares donde los negros se reunían para bailar y hacer llorar sus tambores.


El tango a cuestas

A la par que crecía la leyenda de Gardel, creció Luis con el tango a cuestas. Primero tocando en una orquestita del barrio, después en el centro y después, a los 24 años, en el mundo entero. Salió de Buenos Aires para recorrer América. Faltarían dedos para contar sus viajes pero sobrarían bastantes para hacer un recuento de sus regresos.

Su gira, enrolado en la orquesta de una estrella, duró casi 15 años. Cantando en todas las ciudades desde La Patagonia hasta las Rocallosas, la orquesta del cantor Raúl Iriarte fue y volvió tres veces. Cada gira les llevaba 5 años, un viaje que arribaba a todos los puertos: Santiago, Lima, Quito, Caracas, Bogotá. Asunción, La Paz, Río, Medellín. La Habana, Panamá, México, Managua. Cada viaje, ya sea en tren, barco, bus, los demoraba una eternidad, más tiempo del que cualquier marino pasara en el mar sin volver a casa. Hasta que ya no había ciudad donde no los hubiesen escuchado y quisieron, Raúl y Luis, anclar por fin, volver a tierra firme. La Itaca de ellos fue Bogotá. Entre los dos, pues los demás músicos regresaron al Buenos Aires querido, montaron el “Restaurante y salón de té Raúl Iriarte”. En ese año muere el némesis de Al Capone, Elliot Ness; se estrena la película de James Bond Desde Rusia con Amor, se crea en Viena la Agencia Internacional de Energía Atómica y Silvia Plath conoce a su mejor amiga, es 1957. El Restaurante es todo un éxito, el tango es el delirio de los solitarios, que en ese entonces eran muchos (como ahora, como siempre), otros artistas reconocidos como Iriarte debutan en el escenario y los discos de Gardel son reclamados por alicorados seguidores.

Llegaron a Colombia pero el tango ya había llegado desde muchos antes aunque su aparición no quedó registrada en ningún documento de aduana. Su llegada a Colombia es, como todo lo que suene a tango, rodeada por un hálito ambiguo de fluctuación. Las versiones van de una anécdota a otra sin que se compruebe ninguna. Tan fácil como pudo llegar con el cine mudo, acompañando los impresionantes bailes de Rodolfo Valentino, pudo llegar con alguna orquesta venida a menos: músicos trashumantes buscando fortuna en las ciudades provincianas de la América del Sur. Sin embargo, la versión más aceptada es la que embarca una carga de discos de 78 revoluciones desde Argentina hasta Colombia. Por una de las caras los discos tenían las canciones de los músicos locales y por la otra los tangos que para aquella época eran desconocidos. Así fue expandiéndose el tango en Colombia, cargas de discos transportadas a lomo de mula y luego en barcos de vapor, que subían de puerto en puerto por el Río Magdalena y de estación en estación en la panza del ferrocarril.

En todas las ciudades que encontraban a su paso el tango ya era el dueño y el señor. En Medellín no fue distinto. Los trescientos mil habitantes que encontró el tango a su llegada, para la década del 50, se habían más que duplicado. Igual que Buenos Aires creció por los inmigrantes italianos y portugueses y sajones y judíos, Medellín se había poblado por los inmigrantes del campo que llegaban en el tren, así como llegaron a Buenos Aires, encerrados en el vientre de los buques, los primeros hablantes del lunfardo esa lengua de chachavaces, poligriyos, rantifusos, chamuyadores y escrushantes.

Los alrededores de la Estación Medellín estaban invadidos por un sarpullido de boliches y cafetines que rodeaban la plaza de mercado El Pedrero, donde Luis y sus compañeros músicos encontraron esos hombres de vida peligrosa que también se deslizaban en su ciudad natal: Compadritos, Guapos y Varones, aunque aquí se les llamaba diferente, se movían, con un contoneo de alacrán, de bar en bar por Guayaquil.

La orquesta de Raúl Iriarte, dirigida por Luis, tocó en la mayoría de los bares de guayaco, pero a ellos nunca les pasó nada porque eran los tangueros. Con sus trajes elegantes y sus instrumentos afinados, pasaron por los escenarios más importantes: Los bares Armenonville, La Bayadera, el Málaga, el Triana, La Gayola. En todos ellos tocaron revestidos de una gloria que no los dejó cuando la orquesta se fragmentó, ni siquiera cuando el Restaurante que abrieron en Bogotá cerró sus puertas y Luis se quiso ir para Caracas a trabajar de hotelero durante 15 años, dejando el Bandoneón para sus horas de vigilia, para sus horas solitarias. Pero el tango se lleva en las venas como una fiebre, una lengua de llamas, y con la convicción de que el tango nunca muere y nunca morirá, Luis volvió a su instrumento, tocando de nuevo en todas las ciudades. Viviendo en Bogotá sin regresar a Buenos Aires regresó a su bandoneón como se vuelve al primer amor.

A la sombra de la ciudad desaparecida

Posted: lunes, septiembre 25, 2006 by Godeloz in
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Buena parte de los sobrevivientes de Armero se establecieron en Guayabal, Tolima, una población que creció a raíz de la tragedia y que ahora lucha por sobrevivir a una crisis económica con un doloroso recuerdo a cuestas.

Todavía, cuando pasa por las ruinas de la antigua ciudad, que ahora no es más que muros envejeciendo sin remedio entre una maraña de monte, José Rubio siente una terrible depresión que lo hace llorar. Piensa en los hijos que desaparecieron en Armero y el cansancio de los primeros meses vuelve a cernirse en su cuerpo como si nunca hubiese dejado de buscar, como si hubiera pasado cada día de estos 20 años caminando por las ciudades, en los asentamientos de damnificados, tocando en cada puerta y escrutando cada rostro con el afán de reconocer a la familia perdida una noche en la que él estaba lejos.

Aún guarda las fotografías de sus hijos en la billetera, junto a su carné de damnificado. Viejas fotografías de hace 20 años que ahora están amarillentas, roídas en los bordes, borrosas, veladas con luces y sombras que recubren los rostros de un aire irreparable de mortandad. Incluso, su propia fotografía tiene esa especie de velo de tristeza. Veinte años atrás José Rubio envejeció de golpe. Desde que escuchó por radio la noticia de la avalancha, entró en un decaimiento que se reflejó en los surcos que aparecían en su cara, en las canas que se multiplicaban en su cabeza, en las ojeras que crecían bajo sus tristes ojos. La piel se pegó más a los huesos. La espalda se curvó hacia delante. La mirada cayó en picada hacia una opacidad que lo aisló del mundo, confinándolo en una realidad de ilusiones donde él permanecía al lado de los suyos, acompañándolos en el último momento, muriendo con ellos. Aunque no perdió la esperanza de encontrar un día a alguno de sus 4 hijos con vida.

Desde que salió de Barranquilla, ese jueves 14 de noviembre de 1985, la única idea que tenía en la cabeza era la de buscar sin dar tregua.

Llegó a Honda, Tolima, después de viajar durante 18 horas. El caos vial que produjo la avalancha hacía imposible transportarse hasta Guayabal y tuvo que recorrer los últimos kilómetros caminando junto a una masa de peregrinos cuya esperanza común era la de encontrar sobrevivientes. Llegaron a Guayabal al atardecer, desesperados, sedientos. José no estaba preparado para encontrar las montañas de cadáveres que los cuerpos de socorro arrumaron en el parque central, que para ese entonces era apenas un pedazo de tierra amarilla donde los fines de semana peleaban los gallos.

Haciendo de tripas corazón, José Rubio inició su búsqueda entre los muertos. Intentaba reconocer a su familia entre los cuerpos, que uno tras otro, sin parar, descargaban los helicópteros. Hasta que la necesidad de ir al sitio del desastre se le hizo inaplazable y abordó uno de esos enormes moscardones que sobrevolaron la ciudad desaparecida. Tampoco estaba preparado para ver a su pueblo convertido en una mancha gris, en una playa. Una imagen que nunca, en lo que le queda de vida, se apartará de su memoria aunque con todas sus fuerzas sí quisiera olvidar.

Ese día José no encontró a nadie y los días que siguieron tampoco. Buscó en todos los pueblos vecinos durante semanas y llegó a Bogotá para seguir buscando. Sabía que una gran cantidad de damnificados habían sido trasladados a la capital, donde se erigieron varios asentamientos, y los recorrió uno por uno, desplazándose a pie de un lugar a otro porque creía que si tomaba un bus perdía la oportunidad de toparse en la calle casualmente con un hijo. Visitó cada clínica de la ciudad. Si se enteraba que en determinado sitio la Cruz Roja repartía mercados o ropa a los damnificados, José aparecía preguntando por los suyos sin acordarse de que él también lo había perdido todo y necesitaba de las ayudas. No encontró a nadie en Bogotá ni en los demás pueblos adonde se habían desplazado los damnificados. Lérida, Líbano, Ibagué… En cada lugar la búsqueda era infructuosa y entre una decepción y otra José envejeció de golpe porque no le quedaba remedio, porque el tiempo transcurría para él con doble fuerza, sentía un día como un año en el que la nostalgia se aproximaba demasiado a la locura y después a la más horrible desesperanza. Y decidió que no era capaz de aguantar más, que no seguiría buscando, que ya era suficiente. Lo decidió a la media noche mientras el bus en el que viajaba descendía por la carretera en el cañón del Chicamocha. Se dirigía hacia la Costa en la vía que conduce de Bogotá a Bucaramanga. Contemplando por la ventanilla la absoluta oscuridad tomó la decisión inalterable de no buscar más y arrojarse para siempre en el abismo, donde las nubes que impedían divisar el fondo se le hicieron semejantes al desierto de lodo en el que quedó convertida Armero. Detuvo el bus e intentó bajarse pero tal vez la expresión de su cara era demasiado evidente como para alarmar al conductor.

-Aquí no hay nada que buscar, esto es solamente un abismo- , dijo entonces el conductor y cerró la puerta adivinando las intenciones nefastas de José, que siguió recorriendo todas las ciudades, buscando en los barrios de damnificados, aproximándose sólo una vez a lo que desde hacía tiempo esperaba.

Alguien le dijo que había visto con vida a uno de sus hijos: “Está muy grave en el hospital pero está vivo”. Más tardaron en decirlo que él en llegar a la clínica. Hasta ese momento no sabía lo que significaba la alegría. En efecto, en la clínica había un paciente llamado José William Rubio, como su hijo de 23 años. No volvió a sentir desde ese día una emoción tan grande. Encontrar un hijo que creía perdido en una avalancha, que consumió la vida de 26 mil personas, era para José una gracia divina. Pero del mismo tamaño de su alegría fue el tamaño de su desencanto cuando supo que el paciente hospitalizado era un homónimo al que le faltaba el segundo apellido para ser su hijo sin discusión. Así le ocurrió muchas veces, se topaba con personas que decían haber visto a uno de sus hijos en una clínica, en un asentamiento o en un barrio y a todos los lugares llegaba José ignorando de todas formas las sospechas de nuevas decepciones.

Le costó mucho trabajo hacerse a la realidad y empezar a reconstruir su vida. El tiempo dedicado a buscar no le dio espacio para anotarse en los planes de vivienda que se desarrollaron en Armero-Guayabal y en los municipios circundantes. Así que por su propia cuenta, trabajando en lo que podía, José sobrellevó todos estos años al lado de su nueva familia.

Borrados del mapa

A sus 74 años José siente que es mucho más joven que en esa época de caminar sin rumbo, solo, sin que el azar lo premiara. Ahora trabaja, desde las 6 de la mañana, en una pequeña caseta situada en el parque de Armero-Guayabal frente a la iglesia, viendo transcurrir los días monótonos y calurosos de esta región del Tolima, y extrañando un mejor tiempo que, igual que Armero, quedó borrado del mapa.
“En Armero sí había trabajo, era una ciudad de tanto ambiente que a lo que uno se dedicara eso le daba de comer. Ahora este pueblo parece el cumplimiento de una profecía que dice que en los últimos tiempos la gente correrá de aquí para allá buscando un sitio mejor sin encontrarlo, volviendo siempre al mismo punto”.

La caseta donde vende refrescos y comida la cierra a las 6 de la tarde, cuando empieza a oscurecer. Aunque a esa hora, la luz y el calor parecen resistirse al ocaso. Incluso los pájaros, desde las ramas de los árboles, irrumpen con un canto de muchedumbre que hace parecer como si apenas amaneciera.

Armero-Guayabal, entonces, se puebla de motos y bicicletas que suben y bajan por las calles pavimentadas elevando sin embargo una muy leve nube de polvo.
El pueblo tiene la forma de un caparazón irregular de armadillo: ovalado con puntas que sobresalen en una perfección geométrica determinada por los nuevos barrios que se construyeron después del desastre.

Antes, cuando su nombre era uno sólo, Guayabal hacía parte de Armero, era la antigua Inspección de Policía y su vida giraba en torno a la ciudad blanca y en torno a la carretera. Los fines de semana los armeritas visitaban el pequeño caserío buscando el placer del trago, los gallos y las prostitutas.

Desenterrando a los vivos

Después de la erupción del Nevado del Ruiz, cuando la segunda ciudad del Tolima quedó sepultada bajo 6 metros de lodo, lava, escombros y cenizas, Guayabal se convirtió en uno de los principales centros de operaciones donde se ubicaban campamentos y se arrumaban los cadáveres como leña. Así lo recuerda José Rubio y lo comenta desde su caseta mientras los esposos Hernando Prada y Amanda Santos de Prada, quienes cada noviembre viajan desde Bogotá a Armero-Guayabal, recuerdan cómo vivieron el desastre.

“Estábamos en Bogotá y sabíamos que algo había pasado, no alcanzábamos a imaginarnos qué. Empezamos a llamar a todo el mundo a las 6 de la mañana de ese jueves y nadie contestaba, cuando escuchamos por radio al capitán Rivera, el piloto del avión de fumigación, diciendo que Armero había desaparecido, que no se veía ni la cúpula de la iglesia. Fue terrible imaginarse así al pueblo. También recordamos que pasaron una grabación del alcalde Ramón Rodríguez diciendo que se había entrado el agua al pueblo. A él se lo llevó la avalancha mientras alertaba con un megáfono a la gente, pero ya era demasiado tarde.

“En las noticias advertían que nadie podía viajar, que las carreteras estaban cerradas, pero se nos presentó la posibilidad de viajar en un helicóptero de la Presidencia. Viajamos el viernes hasta Honda. Cuando llegamos a Guayabal vimos que el tren salía con sobrevivientes, gente cubierta de lodo, como figuritas de cerámica. Fue la última vez que vimos el tren, después se llevaron los rieles.

“Era impresionante ver en el parque los cadáveres acostados, todos desnudos. La avalancha les arrancaba la ropa y después la piel, era horrible. Hasta los sobrevivientes quedaban desnudos. Los socorristas limpiaban los cadáveres con una manguera y otro grupo de hombres les tomaban la carta dental. Les abrían la boca, les sacaban las piezas de oro y las metían en una bolsa. En ese momento no había luz ni autoridad.
Nosotros elegimos un grupo de hombres para que fuera caminando hasta Armero a buscar familiares sobrevivientes. Como la carretera estaba invadida de lodo, nos fuimos por el campo y llegamos por la parte alta del pueblo. ¡Era verdad lo que había dicho el piloto! No se veía ni la cúpula de la iglesia, todo estaba arrasado, Armero era un playón. Se escuchaban los lamentos de la gente y en el sector del cementerio se escuchaban perros y gatos ladrando y maullando. Encontramos a un señor embarrado que nos dijo: ‘Caminen me ayudan a sacar a mi papá’. Era un señor que estaba atrapado como Omaira y los hijos intentaban sacarlo cavando a los lados. Es que Omaira fue un símbolo pero mucha gente quedó atrapada como ella.

“Mi tía, Lucía Fernández, (dice Hernando Prada) también quedó atrapada hasta el cuello. Unas varillas le aprisionaron las piernas. Ella sobrevivió y nos contaba que cuando estaba enterrada en el lodo veía gente caminando en el lodo y arrancando las joyas a los cadáveres. Eran saqueadores que se aprovecharon de la situación. Sin embargo ella, tratando de ocultar las orejas para que no le arrancaran los aretes de oro, los llamó para que la auxiliaran.

“Después de ayudar a rescatar al señor atrapado caminamos por el cementerio donde había gente refugiada porque hasta ese lugar no alcanzó a llegar la avalancha. Se escuchaban lamentos por todos lados. Nos causó mucha curiosidad un hombre extendido en medio del cementerio, como si estuviera dormido. Estaba muerto pero limpio. No se sabe de qué murió. Cuando llegamos al barrio donde vivíamos, todo estaba destrozado, las puertas de las casas abiertas y las calles vacías. Ya habían rescatado a mi mamá y a una sobrina y entonces regresamos. Ellas estaban ya en Bogotá y salimos de Guayabal, lo más triste de todo era ver la cantidad de sobrevivientes saliendo de Armero con sus cositas al hombro sin tener un lugar dónde llegar”.

Una sombra de 20 años

Pero sí tenían dónde llegar: Guayabal, uno de los lugares donde más concentración de sobrevivientes hubo. Aunque es como si no hubieran llegado a ningún lado. Esa es la sensación general de los sobrevivientes que se establecieron en este municipio, que después de la tragedia adquirió un doble nombre, una doble identidad caracterizada por la dificultad económica predominante y el recuerdo de una ciudad que ya no existe pero que todavía ejerce una presencia evidente en la añoranza de quienes la conocieron calle por calle.

En Armero el comercio y la actividad agrícola eran una fuente de empleo para los pocos habitantes del viejo Guayabal. Tabernas, supermercados, joyerías, ferreterías, entidades bancarias, cooperativas, y otros establecimientos la convertían en la segunda población más importante del Tolima después de Ibagué. Aunque como en todas las poblaciones había problemas de pobreza, su prosperidad se extendía en la región haciendo llegar esquirlas de ese progreso a los pueblos más cercanos.

Marina Ospina vivía en Guayabal y trabajaba en la Tesorería del Municipio de Armero. El 13 de noviembre de 1985 estaba descansando en su casa cuando desapareció el pueblo que le daba sustento a su familia. Se quedó sin trabajo. “Armero era hasta una bendición para las familias pobres. Los sábados las calles se llenaban de niños de Guayabal que madrugaban desde las 4 de la mañana para vender tamales de puerta en puerta. Trabajaban todo el día y casi siempre lo vendían todo, yo me quedé sin trabajo pero me he sostenido gracias a Dios, ahora estoy dizque censando”.

La sombra trágica que cubrió a Colombia hace 20 años parece oprimir con más intensidad a personas como Marina, porque 1985 fue el año de un cataclismo imposible de olvidar, más aún cuando el crecimiento de Guayabal ha sido a medias. Su población se triplicó después del desastre. Su nombre cambió a Armero-Guayabal. Su división territorial pasó de Inspección de Policía a Municipio. El número de barrios aumentó por esa oleada de caridad extranjera que le brindó techo y cobijo a los sobrevivientes.

Alrededor del viejo Guayabal creció uno nuevo, paralelo, simétrico. Conjuntos de casas agrupadas bajo los nombres de las fundaciones que los construyeron. Barrio Cruz Roja Bavara, Barrio Suizo, Barrio Minuto de Dios, Barrio Pastoral Social, Barrio Visión Mundial, Barrio Ayudémonos, etc. Tantos nombres de organizaciones extranjeras parecen el testimonio innegable de la torpeza de las entidades nacionales, que no estaban preparadas para distribuir las donaciones que llegaban del exterior, y de la corrupción que se tragó una buena parte de las ayudas.

Alto riesgo

Luego de la erupción del Nevado del Ruiz, los sobrevivientes buscaron un sitio para erigir de nuevo el municipio. Algunas haciendas de la región fueron candidatas pero se encontraban en una zona donde podían ocurrir calamidades si se presentaba otra erupción. Cuando parte de la población empezó a trasladarse a Guayabal, Ingeominas determinó que no se encontraba en zona de alto riesgo y nació el municipio. Aunque no como el antiguo, pues la población se dispersó por ciudades como Ibagué, Bogotá, Armenia, Líbano y Lérida.

El actual secretario de Planeción de Armero-Guayabal, Octavio García Barón, un sobreviviente de Armero, dice que el municipio se ha desarrollado en la parte física pero el estigma de la tragedia ahuyenta a los inversionistas. “Antes, el agua se cargaba en burro, ahora hay acueducto, sin embargo la economía está frenada, hay mucho desempleo”.

Y esta situación se hace evidente dando un paseo por las calles del Pueblo. Sobre la calle principal, una larga avenida de dos carriles por donde niños, adultos y ancianos se movilizan en bicicleta, se ven personas que esperan a que pase el día sentados en sus sillas mecedores, viendo la televisión desde el zaguán de sus casas, intentando recibir aire fresco, que es un aire inmóvil y seco.

Los pocos locales comerciales son restaurantes, panaderías o tiendas, alguna farmacia, algún hospedaje adonde nunca van a parar los viajeros porque en el pueblo no hay nada que ver, ni siquiera el lugar del desastre que ahora pretenden convertir en atracción turística. La economía familiar, en muchos casos, tiene que completarse con rifas que casi nadie compra porque el premio, la mayoría de las veces, es un celular que ya nadie necesita.
Sobre esta avenida está el único semáforo del pueblo, colgado de cables como un condenado a muerte. No funciona y es otro fantasma porque es un semáforo rescatado de entre los escombros de Armero.

La gente, además, se está yendo para mejores parajes. A pesar de que la actividad agraria de Armero-Guayabal es una fuente de empleo, la mano de obra que se necesita no basta para la cantidad de desempleados, la maquinaria hace casi todo el trabajo y pueblos como Mariquita, Honda o Lérida, ofrecen más oportunidades. El riesgo está entonces en que la cantidad de habitantes no sea suficiente para conservar la condición de Municipio. Los funcionarios del Dane, que actualmente adelantan el censo nacional, estiman que la población de Armero-Guayabal es de 16 mil habitantes, cifra que haría entrar al municipio en ley 550, convirtiéndolo en corregimiento.

La dejadez se hace notar a pesar de los esfuerzos de la Administración Municipal. Hasta el cementerio es una faceta del abandono que habla de cierto sino trágico que, como una mancha de alquitrán, no se despega de la vida del pueblo: la maleza borra los senderos, el agua de los floreros acumula legiones de mosquitos y las tumbas desaparecen tras un maquillaje de musgo, moho y telarañas. Casi no hay flores para los muertos y las fosas comunes donde fueron enterrados los armeritas que no pudieron ser identificados permanecen olvidadas en la parte posterior del cementerio. Algunos epitafios hacen el intento de recordar el desastre, tratan de rendir un homenaje a los miles de desaparecidos sin nombre que yacen todavía bajo el lodo endurecido, pero el tiempo fue borrándolos con la misma furia de la naturaleza que anuló al pueblo de un tajo definitivo sin dejar un solo chance para la reconstrucción.

Intento de una ciudad invisible

Posted: viernes, septiembre 22, 2006 by Godeloz in
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La ampliación de una congestionada avenida en Medellín generó la demolición de algunas viviendas, pero sobre las ruinas han aparecido algunas presencias inquietantes y conmovedoras.

Así son las cosas, tras 42 años de habitar la misma casa, todo resultó inútil a la hora de intentar frenarle el paso a esa fuerza de la naturaleza humana llamada progreso. Francisco Bedoya, con sus hijos, tuvo que recoger sus cosas y marcharse. Dice que sin tristeza. Dice que al final lo único importante es la familia. Dice que sólo lamenta esa especie de sentimiento desolado que se le incrusta entre pecho y espalda de vez en cuando. Tal vez cuando camina sobre las ruinas de lo que era su viejo vecindario.

Extinción masiva

Testigos de la demolición que aconteció sobre la carrera 65, en el barrio Castilla, fuimos todos. Un proceso tan parecido a la descomposición de un cadáver, que asusta. Primero, el éxodo humano que abandonaba los hogares, como cuando escapa del cuerpo el último aliento. Después sobrevino un deterioro consecutivo que, conforme iban pasando los días con sus noches, se transformaba: Habitaciones vacías expulsando sombras a través de las ventanas, fachadas cayéndose a pedazos, vidrios rotos, puertas arrancadas de sus bisagras, muros que iban sucumbiendo a la depredación, suelos desmantelados, azulejos finamente extirpados de las paredes, grifos hurtados en medio de la noche, paredes que finalmente fueron reducidas a escombros por hombres que madrugaban a martillar y cincelar las junturas de cemento… Como aquello que se supone debe pasar en las guerras o en una explosión nuclear o en una extinción masiva.

Esos esqueletos de viviendas no tuvieron chance de persistir en el tiempo, así no son las cosas en las ciudades. En las ciudades todo cambia, siempre, sin pausas, sin nostalgia; ninguna esquina, edificio, calle, permanece sin alteraciones. Cada estructura aguarda sobre sus cimientos el momento de la demolición y también el de la reconstrucción. Quizás la memoria sea el único lugar del tiempo y el espacio donde persistan los lugares, aunque ya sabemos que allí las sombras también urden el cambio.

Escena de fantasmas

Donde antes habitaba la familia de Francisco, pasarán a toda marcha, muy pronto, automóviles, buses, motocicletas, enormes camiones.

Sólo queda una pared con el rastro de la presencia humana. Al ser demolida toda esta cuadra, sobre las paredes laterales de las casas contiguas sobreviven las huellas de lo que antes era un baño, una sala, una cocina, las escaleras para subir a una habitación o el zaguán que conducía a un patio. Esos lugares alguna vez habitados son hoy apenas un reducido escenario para los fantasmas.

Los artistas secretos


Cuenta Francisco que una tarde, cuando los obreros que trabajan en darle forma a la gran avenida ya no estaba, llegaron dos jóvenes artistas. Cazadores en esta selva urbana de presencias, de espectros. Llegaron para librar la batalla que de antemano todos llevamos perdida, esa que es contra el olvido. Aunque ellos, de nombres desconocidos hasta ahora, pueden cantar una breve victoria porque recuperaron la presencia (al menos la forma) de los antiguos moradores del lugar.

Plagaron la pared de dibujos que inquietan. La silueta de una mujer lava la ropa (de su marido). Una sombra del tamaño de un niño toma una ducha para toda la eternidad. Un perro persigue a su amo, no mueve la cola, no ladra, no jadea. Otro perro –¿tal vez el mismo?- espera acurrucado, su posición refleja una tristeza infinita. Sobre un mueble, no se sabe a ciencia cierta si dando la espalda o mirando de frente, otra figura humana escucha una radio pintada sobre el mesón de una cocina. En un patio la ropa cuelga pero el viento es incapaz de mecerla. Una olla a presión permanece en silencio junto a una puerta (lo único real en la escena) que no conduce a ningún lado.

Todas estas figuras, rústicas, enigmáticas, conmovedoras, hacen parte de una intervención secreta. Desde el anonimato, los artistas dejaron entrever los rasgos de una ciudad que por lo general se oculta, la ciudad que ha sido, que fue, que no será: una ciudad invisible, siempre inacabada.

La reconstrucción de un pueblo fantasma

Posted: jueves, septiembre 21, 2006 by Godeloz in



Las heridas que dejó la tragedia de Armero siguen abiertas: familias separadas y destruidas, un pueblo que desapareció y el dolor de saber que miles de muertes pudieron evitarse.

Las fotografías de prensa, las imágenes de televisión y los relatos radiofónicos de los reporteros, mostraron a todos los colombianos el horror que se vivió en Armero. Era una de las mayores tragedias que se habían presentado en Colombia cuando el país todavía estaba conmocionado por el holocausto del Palacio de Justicia.

Sin embargo, ninguna imagen, ninguna crónica periodística, ningún cubrimiento especial, superó el drama que fue para los armeritas ser arrasados por miles de toneladas de lodo en medio de la oscuridad.

Todavía hoy se pueden ver las cicatrices del desastre. Después de atravesar el puente sobre el río Lagunilla, el curso de agua que dirigió la avalancha hasta la población, un tramo largo de la carretera no deja adivinar que en ese lugar alguna vez hubo un pueblo. Pero luego aparecen las ruinas tétricas del Hospital San Lorenzo sucedidas por las casas y edificaciones que no desaparecieron en el desastre.

El lodo las averió, las medio enterró, sacudió sus cimientos, derrumbó tejados y puertas, arrancó los azulejos de los baños, removió las tuberías y destruyó el pavimento de las calles. Convirtió el sector aledaño al cementerio en un pueblo fantasma, donde a lo largo de dos décadas la selva fue reclamando territorio. Entre las ruinas, donde todavía se distinguen los nombres de ferreterías y bares pintados en las fachadas, pululan las serpientes y los roedores.

Durante mucho tiempo, también, como si la violencia del país no respetara un lugar en el que ya murieron demasiados, el lugar fue un vaciadero de cadáveres. Por eso la gente de los pueblos cercanos todavía le teme a Armero. Lo sienten como un lugar peligroso donde asaltan buses y atracan turistas. Los años posteriores a la avalancha, los visitantes nacionales y extranjeros que buscaban el lugar donde había muerto la niña Omaira, eran guiados hasta lugares, monte adentro, donde eran despojados de sus pertenencias. Al viajero siempre le recomiendan no viajar muy tarde en la noche y cuando los habitantes de Armero-Guayabal se dan cuenta que alguien visitará las ruinas, le advierten que se cuide, que no vaya solo. Sin embargo, esta situación ha cambiado en los últimos años.

Con la construcción del Parque de la Vida la presencia del Municipio le ha dado seguridad al lugar. Alrededor de la cruz donde el Papa Juan Pablo II se arrodilló para rezar, se construyó un parque para recordar la antigua plaza central de Armero. La construcción del parque está por terminarse debido a la inminente visita del Presidente de la República, de manera que el lugar antes abandonado ahora no permanece solo. Jardineros cuidan de los senderos e intentan convertir los terrenos de maleza en zonas verdes.

El monumento central del parque consiste en 4 pilares unidos por un arco. En cada pilar hay una reproducción en alto relieve de Armero: los cuatro puntos cardinales del pueblo: cada una de las calles, cada esquina, cada lugar arrasado por la avalancha.

José Ramírez deja de vez en cuando el azadón y se detiene a explicarles a los turistas dónde quedaba el Bar Hawai, en cuál esquina estaba la Joyería Ónix, cómo se llegaba al restaurante Chino. Señala con el dedo la línea de las calles que desembocaban en el cementerio, en el barrio Santander, en uno de los 5 bancos que había en el pueblo. De pilar en pilar, contando lo que la gente hacía a diario en Armero, José va acercándose a su barrio que también desapareció por la avalancha. “Aquí en este cerro me salvé con mi señora y mis 2 hijos”, y se queda mirando la colina en la que pasó esa fría noche de noviembre, soportando el frío pero sobre todo soportando el miedo.

La reproducción en alto relieve está fabricada en un material ocre. Las casas pequeñitas se ven aglutinadas como si presintieran los 350 millones de milímetros cúbicos de agua, piedra y lodo que las sepultaron a 300 kilómetros por hora. Al fondo de una de las reproducciones se ve, amenazante, el Nevado del Ruiz, llamado “El León Dormido”.
Alrededor del parque hay amontonados monumentos conmemorativos que los sobrevivientes dejaron para recordar a los familiares desaparecidos. Al caminar de un lugar a otro, los calvarios marcan el lugar donde quedaba una casa o donde alguien desapareció bajo esa cortina oscura que cubrió el pueblo antes de la medianoche.

¡Pudo prevenirse!

Todos los caminos están rodeados de estos monumentos funerarios: el que conduce hacia la tumba de la niña Omaira, a diario recibe peregrinos devotos que la creen santa; el que termina en el cementerio cuyas tumbas guardan huesos, momias y huevos de aves enormes de plumas blancas y negras; el que lleva hacia el monumento erigido para no olvidar los nombres de los 33 policías muertos esa noche en la estación. Junto a este lugar, una piedra gigantesca de 200 toneladas fue arrastrada por la corriente 45 kilómetros desde el cañón del río Lagunilla. Todos la ven como la causante del represamiento que contribuyó a darle la magnitud colosal a la avalancha.

Hoy, la piedra también es un monumento que recuerda la negligencia de los gobernantes de entonces que pudieron prevenir la tragedia. Porque esa es la imagen más viva y recalcitrante que tienen los armeritas, que todo pudo evitarse con anticipación. Y la culpa cae a veces sobre el alcalde que advirtió demasiado tarde el peligro inminente, el gobernador del Tolima que no dinamitó la piedra, la defensa civil que distribuyó tranquilidad a través de volantes y megáfonos o el párroco que luego de advertir que no había de qué preocuparse, salió del pueblo.

Quizá por saber que por una vez sí pudo evitarse lo inevitable, quienes vivieron en Armero hablan del día de la tragedia con una enorme melancolía arremolinada en la garganta. Y en ocasiones, creen con fervor que la leyenda de la maldición era cierta, que de una u otra forma, en Armero, no iba a quedar piedra sobre piedra.

Maldición de cura…

Armero, para muchos, era un pueblo maldito. José Luis Rivera, actual párroco de Armero-Guayabal, estaba en el seminario cuando sus compañeros empezaron a llamarlo matacuras, un apodo inmerecido al que José Luis se acostumbró; hasta le causaba risa. Cada vez que lo llamaban matacuras volvía al día en que el apelativo y la maldición cayeron sobre el pueblo.

Fue el 10 de abril de 1948. Un día antes Gaitán había muerto en Bogotá, pero fue como si hubiera muerto en todos lados porque “El Bogotazo” se reprodujo instantáneamente en cada pueblo. En Armero, una turba de liberales se tomó las calles y los conservadores tuvieron que ocultarse. Julio Rivera, el padre de José Luis, fue uno de los más buscados.

“Nosotros teníamos una tienda en el centro de Armero y lo que tengo más claro de la película es cuado se entraron los liberales a la tienda y la saquearon. Recuerdo ver cómo volaba pan para todas partes, cucas, galletas, botellas. A mi mamá y a mí no nos hicieron nada porque alcanzamos a meternos para la casa. A mi papá lo tuvieron escondido y a mí me sacaron mis padrinos también para esconderme, porque yo era el hijo de Julio Rivera. Tenía 6 años y el pueblo era una turba aterradora que fue hasta la iglesia y sacó al padre. Él era un hombre muy recio que en unas elecciones fue de los pocos conservadores que votó. Lo mataron a machete y cayó a unos metros de donde ahora está la cruz del Papa. Yo lo único que recuerdo es una multitud y me parece verlo entre la gente”.

El cadáver del padre Pedro María Ramírez, fue llevado hasta la puerta del cementerio en una volqueta del Municipio. Lo dejaron tirado a la entrada del panteón, al lado de la carrilera del tren, y la osadía de recogerlo, limpiarlo, alumbrarlo con 4 velas y rezar por su alma, es crédito de las prostitutas. Días después, una comisión de La Plata, Huila, su pueblo natal, arribó para llevárselo.

Las represalias vinieron de parte del Obispo de Ibagué. Impuso una sanción llamada el entredicho que consistía en despojar a la población de cualquier servicio religioso. No se celebró misa en Armero durante mucho tiempo y ese fue el inicio de la leyenda de la maldición.

Algunos creen recordar que en la entrada del templo que desapareció tras la avalancha, como si se tratara de un sortilegio irrevocable, había una placa con la siguiente inscripción: “Aquí cayó el padre Pedro María Ramírez, víctima de los vituperios y atropellos del pueblo y aquí no quedará piedra sobre piedra”.

Recorriendo Pompeya

El padre José Luis Rivera no volvió a su pueblo desde que desapareció del mapa. No volvió a recorrer las ruinas ni la tierra desolada. Pero siempre vuelve en su memoria, aunque nunca de una forma tan vívida como lo hizo el día que recorrió la ciudad romana de Pompeya.

“No se parecía en nada a Armero pero yo pensé en mi pueblo todo el día mientras caminaba por esas hermosas casas de estilo romano que tenían piscinas a la entrada y dibujos de dioses en las paredes. Las casas estaban enteritas, como si las hubieran sepultado con cuidado. Me acuerdo de todo, del acueducto, de las panaderías, de la gente, todo quedó en su sitio. En Pompeya murieron, creo, por envenenamiento. Todos quedaron enteritos, como petrificados, se pueden ver esqueletos que por la posición dejan adivinar que estaban haciendo el amor en el momento de la erupción. En cambio Armero fue barrido por completo, no quedó nada”.

Las horas del terror

Para el 13 de noviembre de 1985, José Luis era párroco en Palo Cabildo, un pueblo de la cordillera cercano al río Gualí, afluente del Magdalena. Estaba de pie confesando a la gente, en una vereda cercana al río, cuando vio a lo lejos una nube oscura que se acercaba. Y escuchaba distantes los pecados de sus feligreses porque la nube negra le robó la atención. Eran alrededor de las 3 de la tarde. Por un momento, José Luis desvió su mirada y notó que el alba que lucía estaba minada de lunares grises que caían de algún lado. Después miró que las materas del piso estaban llenas de la misma materia, que no era otra cosa que ceniza que venía del nevado.

Luis Carlos Bravo ya estaba dominado por la embriaguez cuando la ceniza anegó a Armero, creyó que eran moscas que le atacaban los ojos. Ese día había recibido una jugosa propina de uno de sus clientes. Era uno de los chanceros del pueblo. Al llegar a su casa, su esposa, furibunda, extendiendo sábanas y ropa en el patio, se quejaba porque a alguien se le había ocurrido quemar basura en algún lado y ahora la ceniza le manchaba lo que había acabado de lavar. Luis Carlos ignoró también a su esposa y se fue a tomar aguardiente en el Café Colombia donde una multitud observaba el clásico entre Millonarios y Cali, que transmitían ese día.

A pesar de la lluvia de ceniza, la gente del pueblo ignoró la preocupación y asistió puntual a una misa que se celebraba por el descanso de los magistrados del Palacio de Justicia.

La misa finalizó a las 6:30 de la tarde y, al salir, el Juez Alfonso Reyes vio que el pueblo estaba gris, como en blanco y negro. La gente seguía en sus asuntos pero silenciosa, preocupada a pesar del mensaje que sonaba por el megáfono del Templo. Una voz recorría el pueblo diciendo que no había ninguna clase de peligro, que el remedio era taparse la cara con un pañuelo impregnado de agua o alcohol.

Una lluvia de agua se sumó a la lluvia de ceniza, diluyéndola, convirtiéndola en una pintura gris que bañó las fachadas y manchó la ropa.

Luego todo estuvo otra vez seco. Raúl Bocanegra no se había percatado del extraño fenómeno hasta que llegó a su casa a las 10 de la noche. Había trabajado todo el día y en lo único que pensaba era en descansar. Su esposa le contó de la ceniza, pero él sólo quería descansar cuando otra vez la lluvia repiqueteó con fuerza sobre las tejas de zinc. Al abrir la puerta para ver el aguacero se encontró con un pueblo convertido en un desierto. ¡Estaba lloviendo arena! Piedras diminutas que caían de una nube negra. La preocupación era ineludible.

Luis Carlos Bravo insistió en que le siguieran vendiendo más cerveza antes de que cerraran el Café Colombia. “¡Pero si está lloviendo arena!”, dijo don Alberto, el dueño. “Véndame otra cerveza o no le pago”, respondió Luis. Se la vendieron y la bebió presuroso. “Mire, está lloviendo arena”, dijo don Alberto, “nos vamos a morir esta noche”. “Ah, el cuento de que nos vamos a morir no me lo como”, Luis Carlos salió trastabillando del bar después de ayudar a cerrarlo.

El juez Alfonso Reyes viajaba cada miércoles al Líbano, a buscar ropa para el resto de la semana. Ese 13 de noviembre se le estaba haciendo tarde y cuando el aguacero de arena se desató sobre Armero buscó una salida a como diera lugar. No había transporte en Rápido Tolima, sólo un taxi negro estacionado en el parque. Le tocó la ventanilla al conductor que dormía tranquilo. “Lléveme al Líbano”, dijo. “¿Cuántos van?”, respondió el conductor. “Voy solo”. “Con menos de tres no lo llevo”. “Yo le pago el expreso”. “Siendo así, vámonos”. El taxi abandonó el pueblo y llegando a Padilla se escuchó el eco de un fragor lejano. No había energía eléctrica y la luz que se desprendía de las ventanas era luz de vela.

El padre José Luis Rivera estaba muy preocupado por lo que estaba pasando. Antes de acostarse escuchó en el noticiero que había estallado el Nevado del Ruiz. A las 10 de la noche lo despertaron unos golpes en su puerta. Eran los policías del pueblo que lo buscaban para que regresara a la vereda del río Gualí a darle la extremaunción a un viejo moribundo. Estaban los policías blancos del susto. No quisieron decirle que llovía arena. Ya no había luz en el pueblo. Salieron encapuchados para protegerse de la arena seca y al llegar a la vereda, el río traía un estruendo que lo hizo pensar en el diluvio. El viejo no estaba tan moribundo y lo único que quería era salir acompañado con su familia. “Nos va a llevar el río, padre”, dijo. “Pues caminen para la casa cural y ahí duermen en una salita, lleven cobijas”. Después de dejar a los viejos instalados salió a caminar por el pueblo, la gente se reunió a escuchar la radio y el padre caminó de un lado para otro buscando noticias, esa noche no pudo dormir.

Llevados por el lodo


Luis Carlos Bravo dejó de beber ante el peligro inminente. Subía por la calle 12 intentando llegar a su casa, torció por la 13 y una ambulancia pasó a su lado a toda marcha: “¿Me llevan?”, preguntó. El conductor lo ignoró. Media cuadra después se detuvo y la tripulación abandonó la ambulancia, despavorida. Luis corrió detrás de los paramédicos huyendo de la avalancha que ya estaba sobre el pueblo. Vio que el lodo llevaba carros, escombros, techos de casas, gritos de gente. Lo alcanzó pero no lo envolvió, lo empujó hasta un barrio que se salvó de milagro.

Raúl Bocanegra gritó a su esposa que huyeran. “Mi papá está dormido”, dijo ella. Raúl corrió a despertarlo. “Viejo, póngase pilas que se vino Lagunilla”. Todo el mundo esperaba una inundación como en los 40 cuando el río se llevó los puentes. “Ah”, respondió el viejo, “yo a esa muérgana no le corro”, y siguió dormido. Raúl lo dejó y salió con su esposa y su hija Luz Adela. Los nervios no lo dejaron ponerle los tenis a la niña. Quería correr hasta una colina ubicada a 300 metros de la casa pero apenas llevaban recorridos 100 la luz de su linterna se topó con una casa que estalló en mil pedazos.

La bola de lodo, una masa oscura, los envolvió. Raúl sintió que la mano de su hija ya no estaba en su mano. La avalancha lo arrastró zambulléndolo y llevándolo a flote, jugando con él, golpeándolo. A lo lejos escuchaba la voz de su hija que gritaba: “¡Papi, papi, ayúdeme!”. Ya no supo nada más, sólo de la masa ardiente que lo arrastraba. En ningún momento perdió el sentido. La avalancha dejó de arrastrarlo, estaba vivo. El susto no lo había dejado sentir su rodilla dislocada, se la acomodó como un experto pues su abuelo era sobandero. El silencio circundante era único. Se arrastraba hacia lo seco cuando otra arremetida de la avalancha se lo tragó para arrastrarlo y mostrarle la cara de la muerte, que era un incendio. Los cilindros de gas estallaban y el fulgor de la bomba de gasolina incendiada alumbraba una parte del cielo. Raúl estaba casi desnudo cuando por fin todo se detuvo. Sintió cerca de él a un hombre joven gritando, preguntando por su familia, llorando. Luego, escuchó el grito de muchos hombres, muchas mujeres y muchos niños. La oscuridad no lo dejaba ver ni sus propias manos hasta que amaneció y un aguacero torrencial limpió los cuerpos que había en la superficie. A lo lejos, distinguió el cuerpo sin vida de su esposa, los colores de su ropa.

Al día siguiente, el padre José Luis Rivera escuchó que un aviador decía “Armero ya no existe, no se ve ni la torre de la iglesia”. Tembló, se arrodilló, rezó y le contó a su madre, sin rodeos, la tragedia: “Mamá, andan diciendo en las noticias que se acabó Armero”. “Qué va, ésos son chismes”, dijo su madre.
Un año después, José Luis Rivera, llegó a ser el párroco de Armero-Guayabal. En su antiguo pueblo piensa mucho. Cuando vio la nueva ciudad de Pompeya, reconstruida a un lado de la vieja, pensó que no era tan vana la ilusión de reconstruir Armero, pero dice que ese no es su trabajo. “Me parece que el objetivo tiene que ser reconstruir a la gente, las heridas, muchos hogares quedaron partidos, la separación de esa noche fue muy violenta, todavía quedan vacíos brutales”.

Las tumbas de Carlitos Gardel

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Gardel ocupó una tumba en Medellín pero apenas fue una estación para su movimiento migratorio. Después fue trasladado a Buenos Aires haciendo escalas en Nueva York, Río de Janeiro y Montevideo.

Estoy en la ciudad de los muertos, en el imperio que conquista al hombre desde el día de su nacimiento.

Recorro laberintos de bóvedas donde los huesos y la carne se hacen polvo.

Es extraña la paz de los cementerios, a primera vista todo es inmovilidad. Uno creería que es posible el silencio, que el movimiento del cielo es falsificado, que los cortejos fúnebres, envueltos en llanto, desfilan tras los ataúdes con la misma rigidez de las estatuas. Pero basta caminar una tarde para salir del engaño. Para ver que es extraña la paz de los cementerios, que hay bullicio, movimiento, que la ciudad de los muertos está cubierta por un cielo verdadero, por días que transcurren envejeciendo los mármoles.

Camino rodeado de tumbas, de nombres, de fechas, de fotografías rasgadas, de flores frescas y flores marchitas, de nubes de mosquitos. En los cipreses, que apuntan al cielo contoneándose como una flama negra, los pájaros aletean, y de vez en cuando, emiten un breve canto. Breve como la vida que los dueños de estos nombres dejaron atrás. Recuerdo que alguna vez leí en un poema que eso era la vida, posarse como un ave migratoria sobre una ventana, tomar agua y cantar, luego desaparecer. Algunos sólo toman el agua y se van. No cantan. Otros, ni beben ni cantan, como aves de mal agüero –cuervos tal vez- irrumpen con su negra presencia y dejan una huella perturbadora. En cambio otros se dedican sólo a cantar, a llenar las mañanas y las noches con una balada que a veces duele: son aves migratorias y deben dejar la ventana, desaparecer.

Alguna vez, en una de las tumbas de este cementerio San Pedro, estuvo el cuerpo de un hombre que a pesar de haberse ido, nunca dejó de cantar: Gardel, Carlitos, “El Mudo”, “El Morocho del Abasto”.

Tumba Prestada

En la bóveda número 2 del local 34 yacen hoy los restos de Zoraida Valencia, mujer que falleció en noviembre del 36. Más de un año había pasado desde que el Aeródromo Las Playas fuera el escenario de una colisión que se extendió por todo el mundo resquebrajando un millón de corazones.

La inscripción de su lápida sólo nos dice su nombre y la fecha en que murió: Zoraida Valencia de Salazar, 7 de noviembre de 1936. Sólo eso y la sombra de un santo robado y la fotografía rasgada de Carlos Gardel, todo lo demás te pertenece, Zoraida, el día de tu nacimiento, el día de tu boda si es que te casaste. Cuánto quisiste a tu primer hijo, cuánto lloraste a tu primer amor. También te llevaste a la tumba las razones de tu préstamo. Por qué decidiste prestarle la tumba al cuerpo de ese cantor de tango que murió en tu ciudad y estuvo seis meses en la oscuridad en la que ahora están suspendidos tus huesos, tal vez ya ni tus huesos.

Sí, en esta misma tumba, me digo, estuviste sepultado, hace ya 70 años, Gardel. Un día como este, 25 de junio, el sepulturero Francisco Echavarría y su compañero José Londoño, en medio de una multitud que lloraba y cantaba, te dieron sepultura, pero no sería el fin de tu migración.

La noche de tu entierro en Medellín tus canciones no dejaron de sonar en todo el mundo. La radiodifusora Schenectady, de Nueva York, reprodujo una y otra vez las canciones de tu última película, Tango Bar. Fuiste velado en la casa de un presbítero pero tus dolientes te iban a llorar en el vestíbulo del Teatro Junín. Al día siguiente, después de una noche eterna de tristeza en el mundo, llegaste a La Candelaria perseguido por cien automóviles de flores, entraste a la iglesia en los hombros de cuatro comediantes españoles de la compañía de Marina Uguetty, que en esos días se presentaba en la ciudad, y después te llevaron para el cementerio San Pedro, donde te esperaba la bóveda de Zoraida Valencia.

Mal hadada noticia

El día de tu muerte tu amigo Razzano se estaba afeitando cuando recibió la noticia de un joven que la pregonaba en el barrio. No lo pudo creer y pese a las violentas sacudidas que recibió, el mensajero no desmintió lo ya dicho: Tú, Gardel, habías muerto en Medellín.

Tu madre, en Toulouse, iba a sintonizar la estación de radio en la que todos los días escuchaba tus canciones. Encontró el aparato descompuesto y a tu viejo tío Jean silencioso y abrumado. Almorzó tranquila sintiendo la ausencia de tu voz. La última vez que te vio fue en septiembre del 34, hacía más de un año que no la visitabas en Francia. Qué ironía, alguna vez le dijiste a ella lo que no te cansabas de repetir: “Jamás subiré a un avión”. Pero en mayo le escribiste una carta diciéndole que viajarías a Colombia y que después la buscarías para llevarla definitivamente a vivir contigo en Buenos Aires, donde podría verte cantar en vivo como aquella tarde del 33, cuando actuaste en el Cine Soleil, y le robaste como siempre unos entrecortados suspiros al cantarle “Mano a mano”, la última canción que escuchó de tus labios vivos.

Después de almorzar, tu tío Jean no soportaba más el peso de la noticia y se lo dijo, le dijo que habías muerto en Medellín. Apenas se supo en el vecindario, la entrada de la casa de tu madre se llenó de la misma multitud que pasaba cada día a pedir que pusiera tus canciones en la vitrola.

Esa gente de Toulouse que te quería le daba voz de aliento pero no era suficiente para evitar que se quedara sola. Ya no contaba con muchas personas en el mundo. Apenas tu viejo tío Jean que se desesperaba por consolarla sin poder siquiera con sus propias dolencias de viejo, las que lo llevaron a la muerte 15 días después.

Ave migratoria

Tu madre se quedó entonces sola y el consuelo de sepultarte lo tuvo 8 meses después, cuando llegaste a Buenos Aires, el 5 de febrero del 36. Habías sido exhumado en diciembre, tu cuerpo se despidió de esta tumba de Medellín y partió hacia una gira más, la última. Lo llevaron en ferrocarril hasta La Pintada. En Lomo de Mula continuó el camino, a veces lo acarreaban en hombros por las trochas difíciles. Iba de incógnito. Cuando los curiosos preguntaban, les decían que tu cuerpo no era el cuerpo de Gardel, pero en Río Sucio lo sabían y le rindieron homenaje a ese cuerpo en su ataúd.

En camión llegó hasta Armenia y de nuevo en tren lo llevaron hasta Buenaventura, donde se embarcó hasta Panamá. Recibió el año nuevo en el mar y el 7 de enero llegó a Nueva York. En el barrio latino tus admiradores le hicieron homenaje durante una semana y el 17, tu amigo Defino se embarcó de nuevo con tus restos mortales. Hizo una escala en Río donde ocurrió otro homenaje y el 4 de febrero, en Montevideo, bajaron el ataúd al puerto donde tu madre lo esperaba.

Faltaba un día para llegar a Buenos Aires. Tu madre viajó contigo en el buque “Campana” hasta la ciudad Porteña donde cantaste por primera vez. Una ciudad que te recibió con 6.000 prostíbulos, donde a los 15 años eras de arrabal y el mercado del Abasto era el territorio de tus excesos, allí conociste la belleza de las mujeres y supongo que allí también, incontables veces, te rompieron el corazón. Hiciste amigos como el matón Ruggerito o como José Razzano con quien cantaste a dúo en el Armenonville. Tu madre, Bertha, se enteraba de tus correrías, de que fuiste relojero, tipógrafo, cartonero y hasta utilero teatral. Pero de lo mejor se enteró por tu propia boca el día en que llegaste y le avisaste: “¡Mamá! Desde hoy no trabajás más, el que trabaja soy yo”.

El buque atracó con tu cuerpo el 5 de febrero y una muchedumbre de 30 mil almas te esperaba para llevarte al Luna Park, donde te hicieron una ceremonia de gritos, de llantos y desmayos, de oraciones y de una sola canción: una orquesta dirigida por Francisco Canaro empezó a tocar un tango. Esa canción que habías entonado en tus propios conciertos, terminaba diciendo “Silencio en la noche, Silencio en las almas”, pero no era un día para minutos de mudez, el día de tu entierro todo el mundo cantó llorando.

La actriz Rosita Moreno envió una carta desde Hollywood que fue leída por la cantante Azucena Maizani. Cuando te sacaron del Luna Park en esa carroza arrastrada por 8 caballos -esos lentos caballos de los que eras víctima y enamorado, igual que de las mujeres ligeras-, en cada esquina de Corrientes pequeñas orquestas coreaban tus canciones. Eran más de 40 mil dolientes los que desataron sobre tu carroza una lluvia de flores. Algunos desataron los caballos para arrastrar ellos mismos el carruaje que te conducía hasta La Chacarita.

La gente se trepó en los árboles, en los techos de las casas, los monumentos y las otras tumbas para verte entrar al cementerio. Como es de suponerse, algunos se cayeron de su improvisado pedestal sufriendo contusiones y fracturas. Otros, se desmayaban sofocados por la muchedumbre y las secuelas de la tarde calurosa. Los funcionarios de la Asistencia Pública atendieron 25 desvanecimientos, una persona con fractura de pierna y tres casos de mujeres sumidas en profundas crisis nerviosas. El ataúd, con tu cuerpo, entró al cementerio custodiado por un ejército de 15 soldados de caballería, 25 agentes de policía y el grupo de gauchos a caballo que llevaban la corona que Alberto Vaccarezza, autor de teatro, te dedicó. Antes de decirte adiós por última vez, de dejarte en el lugar donde tu cuerpo pasaría el resto de las noches al lado de Perón y Alfonsina, el lugar donde se erigió después una estatua con tu figura de último Dandy, siguieron los discursos de tus amigos cercanos: En nombre de Dios y de todos los pájaros cantores que saludan a Dios todas las mañanas, dijo Vaccarezza, Zorzal Criollo, has volado tan alto que el fuego del sol quemó tus alas y ¿de qué muerte mejor pudo morir aquel que vivió cantando?

Junio de 2005

Tres años a bordo de Palinuro

Posted: miércoles, septiembre 20, 2006 by Godeloz in


Esta librería se ha convertido en un sitio donde los buenos lectores pueden encontrar los títulos que nunca pasarán de moda.

Los anaqueles coloreados de lomos centenarios le dan a la librería Palinuro el aire de una biblioteca imposible; como si de una colección ficticia se tratara. Pero una vez más, la realidad supera a la ficción y los 6.500 títulos que descansan de su viaje migratorio en esta librería podrían superar incluso a los tomos que Don Quijote muy celosamente guardaba y que terminaron por sumergirlo en su ensoñación de caballero.

Ya son tres años los que han pasado desde que los cuatro quijotes que timonean este barco decidieron hacerse a la mar.

Tener una librería de viejo era el delirio de embriaguez del caricaturista Elkin Obregón. Una obsesión que terminó por contagiar al humorista Sergio Valencia, al administrador Luis Alberto Arango y al escritor Héctor Abad Faciolince.

Valencia fue el segundo a bordo. Varias veces había escuchado de la obsesión de su amigo pero únicamente sentirse cerca de la muerte, a causa de un robo a mano armada, que afortunadamente fracasó, lo hizo “pararle las cañas” para montar la librería. Luego, estando ya reunidos, faltaba encontrar un nombre propicio para el barco. Querían uno que remitiera al maestro León de Greiff pero en el cúmulo de sus poemas no hallaban ninguno, hasta que Luis Alberto Arango propuso bautizar la librería con el nombre de un héroe literario.

Palinuro es el piloto de Eneas a quien el sueño arrojó al mar, pero también es el protagonista de una novela de Fernando del Paso que se arrojaba, con sueño o sin él, al naufragio de un amor sin convenciones, excesivamente lúbrico.

La novela Palinuro de México sumió a Luis Alberto Arango en el hipnotismo, por allá en los años 80. “Me daban las 5 de la mañana leyendo este libro y tomando aguardiente”. Y de ella tomó el nombre prestado para bautizar la librería. Una semana después de bautizado el lugar, descubrieron, como si el destino les diera el visto bueno, que León de Greiff había escrito un poema que empieza con la pregunta “¿Dónde está Palinuro?”.

Libros leídos

Así empezó esta aventura de vender libros leídos, término inventado por el maestro Obregón.
Inicialmente, el inventario de libros llegaba a los 1.500 pero la familia creció y no de cualquier manera. Hay libros que datan de 1.600 y otros no tan antiguos pero tan valiosos como eslabones perdidos. Hay rarezas de gran tamaño como la primera edición de “El oro de los tigres” y “El libro de los seres imaginarios” de Jorge Luis Borges.

Pero también están los libros de combate como los llama Luis Alberto, aquellos que siempre serán buscados por los buenos lectores. “Hay generaciones que se desprenden de unos títulos pero llegan las nuevas generaciones y los toman. Los libros que jamás pasan de moda nos sorprenden. Kafka, Dostoievski, Herman Hesse, García Márquez… Autores que siempre se van a leer y en el fondo son los que sostienen la librería. ¡Cuántas ediciones del Quijote no hemos vendido! Muchísimas”.

Pero el tiempo les mostró que no sólo había que darle espacio a la literatura. Porque también llegaban los lectores de otros temas con sus inquietudes. “Nosotros nos hemos especializado en literatura pero vimos que también debíamos conseguir ensayos de filosofía, sociopolítica, lingüística, historia colombiana y universal, el área de biología, arte, teatro… Eso te da un espectro porque confirma que hay lectores para muchos temas. De hecho, si hemos estado tres años aquí tratando de hacer una labor quijotesca es porque los lectores nos han permitido hacer un punto de equilibrio”, comenta Luis Alberto Arango.

La pasión de leer

Parece que los clientes que van llegando a hojear los libros no sólo le dan a Luis Alberto la intuición de una venta sino que confirma algo que lo alegra. Que en la ciudad hay personas de todas las edades, de todas las profesiones y tendencias que comparten esa pasión por la lectura y la literatura.
“Los tres años nos han dado enormes sorpresas que lo reconcilian a uno con la ciudad porque uno sigue viendo lectores, así sean nichos muy pequeños de lectores pero están ahí. La queja de que la gente no lee es permanente, pero si haces una abstracción y piensas en un año de actividad de la librería te das cuenta de la cantidad de libros que salen y de la cantidad de gente que está leyendo”.

Asimismo, este trabajo en la librería le ha confirmado a Luis Alberto dos cosas muy importantes que todo lector debe saber. “Que cuando uno es amante de estos objetos se da cuenta que no ha leído nada en la vida, podría vivir uno 1.500 años y no alcanzaría a leerse siquiera los autores viejos. Lo otro es que uno aquí nunca se aburre porque llegan amigos y conocidos a hablar sobre libros. Es una profesión el ejercicio de estar leyendo, no por la cantidad de libros sino por el gusto, esas son cosas que impactan”.

Amor, amistad y otros daños colaterales

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La persona que escribió que es imposible vivir sin amor estaba equivocada, al contrario, el amor es el camino más rápido para dejar de tener vida.

Pocas palabras como ésta involucra tantas otras que son la principal causa de la miseria humana: dolor, soledad, crimen, locura, suicidio, adicción y en el peor de los casos (o tal vez sea el mejor de ellos), la muerte. Esos momentos efímeros de felicidad y placer que se ganan con la relación amorosa, son un dique tras el cual hay contenido todo un caudal de angustia. La historia se ha encargado de demostrarlo.

Las parejas más ilustres deben su fama precisamente a los desenlaces trágicos a los que las ha llevado el amor. Abelardo y Eloisa fueron un par de desgraciados que nunca pudieron estar juntos, Tristán e Isolda casi desmoronan un imperio por su pasión, Romeo y Julieta tuvieron que aniquilarse ellos mismos, Efraín y María sólo encontraron el camino de la enfermedad y la distancia; por darle rienda suelta a su amor Paris, al raptar a Helena, provocó una guerra que duró 10 años. Y si los ejemplos célebres son tan numerosos ¿Cuántos miles de amores desgraciados no habrán nacido y muerto en el total anonimato?

La ruina del cuerpo

El amor desde su forma más primitiva, es decir, desde esa primera atracción cuyo único objetivo es llevar al otro a la cama, empieza a causar estragos. Los sentidos se alteran por una suerte de farmacodependencia que, bajo las condiciones adecuadas, lleva a los seres hasta el más total y patético delirio. Todo queda fuera de control, hasta la razón, que no encontrando otra explicación se engaña creyendo que todo aquello son mariposas en el estómago.

Pero no son mariposas en el estómago, son drogas, drogas y más drogas secretadas por el verdadero corazón que no está en el pecho sino en el cerebro: el hipotálamo, que produce endorfinas, encefalinas y feniletilaminas, sustancias similares al opio, la morfina y las anfetas. Esa es la explicación para que durante el enamoramiento nada duela y nada importe: la persona enamorada no duerme, no come, no razona y no piensa en otra cosa que no sea el objeto de su amor. Aquí hay una contradicción porque durante la ruptura ocurre en primer lugar exactamente lo mismo y después todo lo contrario: primero, por la decepción, nada importa, la persona no come, no duerme, no razona, no piensa en otra cosa que no sea el objeto de su amor y después todo le duele come como un cerdo, duerme como un lirón y piensa en un montón de barbaridades sobre el objeto de su amor. La razón en este caso es muy sencilla de identificar: el amor nos ha vuelto adictos. Tal vez sea más correcto decir, cuando se enfrenta el abandono, que “nos han roto el hipotálamo” en lugar de la ya vieja expresión de “nos han roto el corazón”.

Legión de solitarios

El amor, como diría Ribeyro, nos expulsa del festín de la vida. Las cárceles, los hospitales, los manicomios y las cantinas están llenos de una legión de hombres y mujeres que llevan en sus rostros, en la languidez de su cuerpo y en su profunda melancolía, la inconfundible insignia de los solitarios.

Tras ese cuerpo derrumbado por las copas yace una historia de amor, entre los delirios que se escuchan en los pasillos de los sanatorios subyacen amores perdidos, olvidados, reprimidos o nunca sentidos; ese rostro que busca las sombras del patio carcelario quizá muestra los ademanes del remordimiento o la satisfacción.
Porque nada raro es que el amor nos lleve a cometer las peores atrocidades. Cada año en Colombia ocurren miles de crímenes pasionales. Y aunque en la mayoría de crímenes las víctimas son mujeres, cerca de 1.800 por año, los hombres también llegan a ser ahogados, golpeados o degollados por sus amantes.

Acorralados

En pocas palabras, el amor nos somete y nos acorrala. Lo sabía la hermosa actriz de cine de los años 40, Joan Crawford, al afirmar, con todo el glamour y el ingenio de una diva de su talla, que “El amor es fuego. Pero nunca puedes saber si te va a calentar el corazón o a quemar la casa”.

Pero no hay que preocuparse tanto, porque si bien no hay enemigo pequeño todo gigante tiene su talón de aquiles, y existe una solución para todo este embrollo.

Cuando las llamas consumen la relación amorosa, cuando las parejas se engañan creyendo que se va a explotar de amor y que no se puede estar ni un minuto lejos de la otra persona, que se corre el riesgo incluso de perder el reflejo de respirar si llega a faltar el otro, entonces la salida para todo aquel desenfreno es el matrimonio.

En su Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce define de esta forma el amor: “Locura temporal que el matrimonio cura”.

Por su puesto, en un principio (acaso durante la luna de miel), la pasión es más intensa, se llega a un clímax nunca antes pensado y no se puede percibir nada que no sea a través de los sentidos del otro. Pero después, a las parejas les llega el antídoto para su intoxicación: el tedio.

Es injusto que a los homosexuales no les den la posibilidad de acabar con el amor que sienten. Les está vedado el matrimonio y tal vez esa sea la causa de que su vida se asocie tanto a los desmanes del libertinaje. En el fondo, lo único que piden no es seguridad social ni derechos patrimoniales sino la santa alternativa de apagar el fuego que los consume por dentro.

Y no se entiende que el proyecto de ley que buscaba convertir a los amantes en una especie de cónyuges secundarios haya recibido tantas burlas y críticas si ese hubiera sido el método perfecto para que los llamados tinieblos también tuvieran la posibilidad de aburrirse.

Frente al matrimonio alguien dijo alguna vez que es mejor morir de tedio que de soledad. Y no por nada el saber popular le comenta a los que quieren dar el paso definitivo en el altar que “casarse es matar el amor y dormir con él”, así después huela a podrido.Aunque no hay que olvidar a Calamaro cuando canta: “debería estar prohibido haber vivido sin haber amado”, ya que a fin de cuentas, es imposible vivir sin amor.