El crepúsculo de la pornografía

Posted: miércoles, noviembre 01, 2006 by Godeloz in
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Las viejas salas de cine de la ciudad son ahora templos de oración llamados Centros de Ayuda Espiritual. Lo que exhibían algunas de estas salas, como el teatro Capitol, el Odeón o el Capri; contrasta con lo que se puede ver hoy en día. El espasmo fue reemplazado por la liturgia.

Sobre esta pared, donde antes se proyectaban las sombras y siluetas de las divas más voluptuosas, sensuales, arrojadas, estridentes, de la pornografía italiana, pende hoy una enorme cruz de madera y una sentencia: "Jesús es mi señor".

Las sombras que envolvían pantalla, escenario y silletería fueron reemplazadas. La penumbra ya no existe, no existen más esas sombras cargadas de humores íntimos y gemidos entrecortados que se hacían más rápidos y constantes a medida que los planos generales se convertían en el primer plano del coito y los actores de las películas se acercaban al estallido del orgasmo.

El público que asiste hoy al Capitol es muy diferente, no es el rebaño de mujeres y hombres solos que derrochaban el día en las funciones continuas de la sala x buscando la convulsión placentera del amor momentáneo. Ni el proxeneta o el dealer que, enmascarado en una oscuridad intermitente de 24 cuadros por segundo, movía en secreto los hilos clandestinos de su negocio. Tampoco entran ya los hombres metamorfoseados en voluptuosas mujeres para amancebarse con los anónimos espectadores ni los niños de la vida real que sufrían las vejaciones proyectadas desde la vida imaginaria. Quienes ocupan ahora las butacas no son los correligionarios del hedonismo ni los seguidores epicúreos de la libertad del cuerpo sino los miembros de otro culto que en sus inicios se reunía en lóbregas catacumbas y perdía adeptos en las mandíbulas de los leones: los cristianos. Ese discreto encanto de la pornografía, cargado también de una sincera crueldad, desapareció hace meses del Cine Capitol, hoy convertida en templo de oración o Centro de Ayuda Espiritual.

Las antiguas salas de cine de la ciudad, algunas de ellas por años especializadas en pornografía, están siendo ocupadas por estas iglesias cristianas que encuentran en los amplios locales un lugar propicio para congregar a los fieles. Sucedió con el teatro Odeón y con el Capri, también con el Capitol. Cuando el cine dejó de ser buen negocio, los viejos proyectores tuvieron que ser vendidos o archivados. Era común ver a la entrada de los teatros las butacas menos deterioradas, las menos rotas, las menos trajinadas, disponibles para la venta. Los afiches más clásicos del cine (El Mártir del Calvario, Marcelino Pan y Vino, La Profesora Sado, Tarzan de las Monas, la versión nudista de Por Siempre Cenicienta) fueron igualmente puestos en el cadalso de la compra venta. Cuando no hubo más que vender ni rifar ni cambiar, la única forma de sacarle partido a las salas en decadencia fue alquilándolas a los nuevos evangelizadores, pastores errabundos que viajan de país en país erigiendo templos y divulgando su mensaje en periódicos, programas radiales y series de televisión donde los devotos rinden testimonio de los innumerables milagros acaecidos por obra y gracia de la oración rigurosa y la devoción ciega.

Tocados por Dios

Pare de sufrir es el mensaje de la iglesia y es como si se prolongara en un pare de llorar, de estar desempleado, de padecer el dolor del cuerpo, el dolor del alma, de padecer cualquier dolor. Como si extendiera una invitación que dice venga, escuche esta historia, presencie esta otra, ponga el dedo en la llaga para que compruebe que no es burla. Vea que esta señora de Barranquilla iba a perder su casa pero después de llegar al Centro de Ayuda Espiritual su revolcada vida volvió a revolcarse, esta vez para bien. Sus acreedores le devolvieron el inmueble perdido y de la nada se vio con casa, carro y moto. Vea que a esta mujer, que sufrió toda la vida de nerviosismo, miedo, pesadillas, que fue atormentada por visiones extrañas y voces que la hostigaban en soledad, que se desmayaba constantemente, que era propensa a un soplo del corazón, que estuvo a punto de verse obligada a tomar drogas de por vida, a esta mujer el Centro de Ayuda Espiritual le cambió la vida, participó en una cadena de liberación y su semblante cambió, una sola palabra la hizo entender –por fin— que no estaba predestinada para el sufrimiento. Y vea que a este otro hombre que sufría de picadas en el corazón, este otro que navegaba en el alcoholismo, esta mujer, este niño, este anciano, todos fueron sanados, redimidos, regocijados en el Centro de Ayuda Espiritual.

Y entonces, ante esa aglomeración de voces, de historias reales, cómo no creerlo si tantos lo han vivido, si tantos dicen que realmente una mano divina les acarició la cabeza, cómo no acercarse al Capitol o al Odeón o al Capri para comprobarlo.

Oración fuerte

Es martes, son las 5 de la tarde y el primer encuentro del día acaba de finalizar. El antiguo teatro Odeón está desocupado a excepción de algunos cuantos fieles que perseveran en su fe y leen las escrituras desperdigados aquí y allá. Unos, de rodillas, con los ojos cerrados, fruncen el seño como tratando de liberarse de un gran dolor. Otros anidan en las sillas buscando una posición cómoda para esperar la última ceremonia a las 7 de la noche. Los empleados del lugar, vestidos con uniformes oscuros asean el altar, los pasillos, el vestíbulo. Antes de entrar una mujer me pregunta si voy a participar. Le digo sí y pregunto por el pastor. Señala a un hombre que habla con una mujer en las primeras bancas y me dice bien pueda, entre y espere al pastor G. Entonces, tomo asiento cerca de los dos interlocutores para escuchar la conversación. Por lo que puedo oír, ella acaba de participar en la sesión de oración y está muy inquieta. Es la primera vez que viene y no entiende por qué la gente gritaba y lloraba y se retorcía y se desplomaba. Me impresiona que la gente grite y diga que salga el diablo, dice. El pastor G dice que hay espíritus que quieren hacer sufrir. Sabemos que hay un espíritu adentro cuando las personas se sienten mal al orar fuerte, dice. Es una guerra espiritual entre ángeles y demonios, dice. La mujer empieza a decir que no cree en los líderes de las iglesias. Para mí son más malos que el resto de la gente y como la ignorancia puede más entonces la gente cree, sentencia. Sí, dice el pastor G, hay iglesias que buscan la plata pero aquí cuando la gente da es porque ha recibido. La conversación se prolonga durante varios minutos, la mujer interroga al pastor G y éste le da las respuestas, dice lo que Dios pide, lo que da, lo que quita. La mujer, al despedirse, promete que regresará. Pero es tan difícil cumplir tantas cosas que Dios nos pide ¡es tan difícil! Suspira.

Miro alrededor y fuera de ver la nueva iglesia, intento ver el viejo teatro donde tantas veces vine en mi niñez a ver las películas de karatekas que llegaban en ese entonces. Siempre venía con papá y luego empecé a venir solo hasta un día en que una niña de doce años se sentó a mi lado y me ofreció su cuerpo o su boca por unos cuantos pesos. Indignado salí del teatro y no volví de nuevo hasta hoy que espero al pastor G para someterlo al interrogatorio de rigor. Sin embargo, cuando sabe que soy periodista hace todo lo posible por no contestar. Bueno, debo prepararme para la oración, dice y me acompaña a la puerta donde una mujer le da un apretón de manos. Pastor, hoy vengo con tanta fe, yo creo que hoy sí se me va a cumplir. La mujer, con su blanca cabellera casi a ras del suelo, dispara una sonrisa cuando le habla al pastor y continúa caminando. Me pregunto qué enfermedad la aqueja, cuánto dolor han soportado estas personas para encontrar sosiego en el ritual de la oración.
6:30, salgo del Odeón, son las 6:30 de la noche y me dirijo al Capitol donde una particular ceremonia está a punto de empezar.

Algarabía de fe

Cuando estaba en el Odeón y vi la piscina inflable, pensé que allí se hacían bautizos pero en el Capitol, al preguntar por la piscina inflable del altar, el pastor K me dijo que era agua del estanque de Sinoé. La trajo el Obispo que estuvo en un viaje por Tierra Santa. Quédese en la ceremonia y participa. Hoy es martes de sanación pero también puede venir los sábados de casos imposibles, la gente va a poder tocar el manto que el Obispo consagró en la tumba del señor, dice el pastor K.

Las personas empiezan a llegar, puntuales. Vienen con sus pequeños hijos que apenas sueltan las manos de los mayores inician ese eterno recreo en el que viven. Gritan y ríen, apabullantes, sin hacer caso de las amonestaciones adultas. Cada vez son más numerosos los feligreses y cuando el pastor toma el micrófono para dar inició a la ceremonia, todos, como anonadados, se ponen atentos. Entonces, después de las primeras palabras, el pastor invita a hacer una fila para tocar el agua sagrada de Sinoé y empezar con la sanación. Se acerca al primer feligrés. Introduce sus manos en la piscina inflable, sujeta a su segador de la cabeza y ¡sal demonio del dolor! Dice, grita, ruge: ¡sal demonio de la inflamación! ¡Sal enfermedad! Y el devoto con su frente abrazada por las manos y el ímpetu del pastor se sumerge sin remedio en un trance de convulsiones.

El pastor, deposita al obnubilado feligrés en las manos de sus ayudantes para que éstos terminen con el rito y así, cada uno, va pasando por un tipo de exorcismo. Sal demonio de todos los demonios es lo único que se escucha en la antigua sala x donde la convulsión persiste, una convulsión hipnótica que hace a aquella mujer agitar sus manos y aquel hombre desmayarse sostenido por tres y hasta por cuatro ayudantes mientras el pastor sigue ordenándole al demonio del dolor, de la inflamación, de la purulencia, de la deformidad, de la terquedad, del vicio, que abandoné los cuerpos de los que ya decidieron dejar de sufrir y para hacerlo gritan, oran, se convulsionan. Estremecidos, toman asiento los ya exorcizados y algunos sosteniendo su cabeza con el pilar de sus brazos rezan en un bisbiseo apurado mientras el pastor continúa con su invocación y las personas que faltan chapotean en el agua de Sinoé de la piscina inflable.

En la entrada lateral del teatro, algunos curiosos se han aglomerado para ver el ritual. En sus rostros veo los rasgos de la curiosidad, el gesto de la burla, ese ademán inconfundible de la envidia, veo incrédulos, escépticos, creyentes con aprensión de dejarse zarandear de esa forma y otros creyentes que definitivamente prefieren la misa de los domingos. Cuando el ensordecedor ritual finaliza hay un silencio que parece el primer silencio de la tierra. Pausadamente el rumor de la calle se toma el interior del Capitol, un rumor que no ha cambiado en los últimos años. El traqueteo de las carretas de los vendedores ambulantes, un tac tac de tacones altos, de notas musicales manando de los bares de salsa, de automóviles a toda velocidad y a toda lentitud, los afanados y los que pasean con paciencia de astrónomo escogiendo las estrellas para su noche enloquecida. En la fachada del capitol ya no están escrito el nombre de Eva Henyer, el de Stephanía Sartori, el de Nikita Doll, esas divas del libertinaje, sino que un enorme letrero: Cine Capitol Centro de Ayuda Espiritual es el encabezado que gobierna esta calle Barbacoas en la que avanza una noche inexorable de algarabía y sexualidades ambiguas que se ofrecen recostadas en las puertas cerradas del templo.