La maldad cojea con estilo

Posted: lunes, marzo 03, 2008 by Godeloz in
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(Ladytron se encarga de este soundtrack con "Destroy everything you touch)



‘No country for old men’ no es una película para débiles, eso es lo primero que se debe saber antes de ingresar a la oscura sala de cine, donde tampoco sabes si las personas que te rodean traman algo siniestro.

La primera frase que se va hilando en la cabeza cuando arranca el film es que Cormac McCarthy, el autor de esta novela y de muchas otras donde la moral más abyecta es la que se alza con el triunfo, está completamente loco. Bardem, por ejemplo, con el look freak que tiene en la película, es espeluznante; por su actuación merece el Oscar, pero su personaje desquiciado merece varias veces la silla eléctrica y que además su horrendo nombre sea borrado de todos los libros, que de él no quede memoria. Aunque inevitablemente queda y es de esos recuerdos que resurgen adheridos a las peores pesadillas…

Todo lo que sucede en ‘No country for old men” (¡Cuidado! Tal vez empiece a revelar muchos detalles) se confabula para que, tras la última línea de los créditos, sientas que te han arrebatado algo importante o que sabes algo que no deberías o que estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado: ese azar extraño que hace coincidir, por ejemplo, la trayectoria de una bala con la cabeza sin culpas de un niño; o para ser más claro, esa suerte de coincidencias infortunadas que se dan solo para recordarnos que somos menos que el polvo.

Sí, todo lo que vi en la película de los hermanos Coen me dejó con la sensación de que una parte muy importante de mi se quedó sentada en la butaca reclinable del teatro temblando de terror y no sé a ciencia cierta si fue la voracidad metódica de Bardem, la triste aceptación de la derrota de Tomee Lee Jones, la muerte repentina y salvaje de Josh Brolin (les dije que iba a empezar a revelar detalles), o las escenas finales donde la demencia reclama como suyo el territorio de la muerte y la ingenuidad de unos niños le dan la mano al que debería ser –bien merecido que lo tiene- el jinete más terrible del Apocalipsis.

Bardem se aleja por la calle de un suburbio normal de los Estados Unidos, lleva un brazo roto, un ojo inyectado de sangre, un peinado de mosca muerta y cojea con estilo: es la maldad que ronda el vecindario. McCarthy vuelve a poner el dedo en la yaga creando un personaje que, en el film, colma todos los espacios con una tensión que congela los nervios. Por eso fue inevitable que al salir del cine pensara que esa frontera donde la realidad baila con la ficción estaba deshecha –aplauso para Vila-Matas-; que de algún modo, una caja de Pandora había sido abierta y escaparon de ella los delirios más oscuros del alma humana. También pensé que podía aprovechar todo aquello para anotar mi propio hit creando una ficción de personajes macabros que en el futuro puedan ser interpretados por estupendos actores. Pero francamente me siento incapaz de trasladar tan si quiera la bitácora de esa maldad que ronda en los vecindarios de mi ciudad. Tendría que engendrar una obra coral gigantesca, unas memorias de ultratumba al estilo Chateaubriand, darle nombre a un sórdido Tristram Shandy del siglo XXI engendrado por la locura, que nace porque no quiere verse morir, como el original, pero que quiere vernos morir a todos de las peores formas posibles, así como uno quisiera ver morir a Anton Chigurg (Bardem) en ‘No country for old Men”.

Tanto en la película, como en la realidad, los héroes no ganan y entonces en esa obra, donde la maldad de mi vecindario también cojeará con el estilo inconfundible de un destripador obeso –sosias del hombre malvavisco de los Cazafantasmas- que se dirige a un juicio del que probablemente salga declarado inocente, tal vez deba hacer aparecer también a una bandada de oscuras aves rapaces que se posan en los cables de la noche esperando a los jóvenes noctámbulos para abalearlos con sus picos de AK 47; y a un Padrino leproso de la mafia con tal sed de venganza que la sangre de 100 mujeres asesinadas y desmembradas no calma; y a una pandilla de niñas temerosas de ser desolladas vivas por ejercer el elegante oficio de la prostitución; y a rufianes de rostro amordazado y sin nombre que, a bordo de lujosos automóviles de vidrios impenetrables, recorren la ciudad repartiendo tiros de gracia a los perros callejeros y a toda criatura viva que se les parezca… y puedo seguir enumerando personajes tan abominables como aquellos que habitan los libros de McCarthy y ahora también la filmografía de los Coen, pero sería una labor agotadora, quedaría asfixiado, y sencillamente no lo hago porque tengo pánico y cuando el pánico hace parte del reparto, el único epílogo deseable es que la persona que está teniendo este lúgubre sueño despierte y se lleve todos sus monstruos consigo.