La prehistoria de los Jedi

Posted: lunes, junio 16, 2008 by Godeloz in
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(She came from planet claire? Es probable, por lo menos escuche la banda sonora a cargo de B52)

Los que se preguntaban por el origen de la fuerza que convertía a los caballeros más ilustres de la galaxia en los más poderosos y místicos, pueden aventurarse a encontrar una posible respuesta en la última entrega de Indiana Jones. En el tiempo, las dos aventuras son muy lejanas. Indiana se tambalea en el borde de su senilidad en plenos años 50 de la guerra fría y los caballeros Jedi conquistan el Universo a muchos años luz de distancia en plena guerra planetaria, pero si al cine pudiera hallársele el ADN, estoy seguro que tanto Indiana como la estirpe de los Skywalker comparten genes en esa doble hélice de celuloide y no sólo es porque los dólares que se desembolsaron para la creación de ambas sagas hubiesen salido del mismo pantalón. Para nada es atrevido asegurar que el Reino de la Calavera de Cristal es un antecedente primitivo de La estrella de la muerte.

Un buen guionista tendría en sus manos el santo grial más taquillero de la historia si tan sólo ideara un salto entre las dos dimensiones que pudiera digerirse tan fácil como unas crocantes palomitas. Algunos lo han intentado con sagas que despiertan menos sentimientos pero que compensan con una buena dosis de vísceras. Alien y Depredador compartieron plató en el planeta tierra cansados de no escuchar los gritos de horror en el espacio, y Freddy Krueguer se fugó del ostracismo buscando la ayuda del anómalo slasher Jason para saciar su sed de sangre adolescente tan típica de los años ochenta, una bizarra década en la que morir o ver el fracaso de una última secuela era garantía de una publicitada resurrección en la no menos bizarra época del siglo XXI.

En el simple ejercicio de imaginar las escenas sería posible convertirse en un dios precursor de íconos cinematográficos y ser adorado por los próximos 100 años. Así como Spielberg se erigió en dios con su bicicletita voladora, yo podría bañarme de divinidad si consiguiera enfrentar en un duelo el látigo del arqueólogo más valiente del mundo con la espada láser de Darth Vader, o si llevara a una pandilla de gremlins de vacaciones a la playa para que fueran devorados por un voraz escualo. ¡Cuánto lamenté que la pareja de Freddy no hubiese sido el joven manos de tijeras! ¿Acaso no puedo soñar todavía con ver en una misma película la cara golpeada de Rocky a manos de un mercenario llamado Rambo o, mejor aún (para no perturbar el sueño eterno de Sillvester), soñar con disfrutar de una historia en la que el pusilánime C3PO –léase citripio- sea enviado al pasado para proteger a un adolescente que huye de Terminator?

Spielberg, en su madurez, se está dedicando a cumplir sin saber estos sueños. La cuarta aventura de Indiana Jones es el ábrete sésamo para este mundo de maravillas. En sus nuevas andanzas, el profesor Henry Jones Junior bajo su sombrero, se convierte en el auriga encargado de pilotear lo que buenamente serían los últimos minutos de vida del director Hollywoodense, ese momento en el que supuestamente casi todo pasa inalcanzable frente a los ojos. Si un acosador de los que violan cerraduras se preguntara qué carajos verá Spielberg antes de caminar por el valle de la muerte, no tendría que invertir su tiempo ni arriesgar su pellejo ni jugarse su libertad condicional merodeando una mansión de Malibú, el costo para saberlo solo sería el de un ticket del cine: allí adivinaría bajo la punta de un iceberg la mejor retrospectiva.

A Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal hay que verla como la fenomenal aventura de la que se trata. Sí, aunque el héroe esté pasado de años y aunque la chica ya no despierte las mismas pasiones que despertó cuando era toda una cazadora de arcas perdidas en la primera y aunque el final sea el menos verosímil: el matrimonio.

La película permite la pequeña licencia a quienes la observen con calma de considerarla un popurrí de anteriores obras cinematográficas.

Quienes no la han visto no deben creer en este punto que a Indiana Jones le encomiendan rescatar la calavera de cristal de las profundísimas entrañas de un parque jurásico ni que para descubrir su tesoro debe unirse a la tropa que rescató al soldado Ryan. Bastante demoró el matrimonio Lucas-Spielberg en elegir un argumento que se ajustara a su alta costura como para que hubiesen optado por un tejido de peripecias baratas.

Entre las persecuciones, trampas, traiciones, tiroteos, peleas a puño limpio y clases en la Universidad, Indiana tropieza con un misterio que lo había obsesionado en la juventud y que involucra al área 51, explosiones nucleares, civilizaciones perdidas en la jungla –cómo no-, acertijos indescifrables, esqueletos sobrenaturales, pirámides de piedra, hormigas asesinas, encuentros cercanos del tercer tipo, arenas movedizas, perritos de la pradera, un doble de Tarzán con chaqueta de cuero y platillos voladores. Si los fanáticos de Romero demandan de esta torta una tajada, se pueden dar por bien servidos, pues cortas imágenes de una secuencia hacen pensar en una noche Inca de muertos vivientes.

Por eso digo que de esta orgía pueden esperarse resultados que causen espasmos como el cuerpo de la princesa Leia. Un arqueólogo del séptimo arte excavaría hasta encontrar por ejemplo un eslabón perdido de la genealogía Skywalker. Que el carácter de la archivillana aficionada a los sables Cate Blanchet esté emparentado con lo paranormal, y que su cuerpo además tenga un aspecto de androide enfundado en estrecho-sexy-uniforme militar sugiere lejanamente a la primera tatarabuela Jedi que se hubiera dejado seducir por el lado oscuro.

En un mundo real tendrán que pasar cientos de miles de años para saber a ciencia cierta si el camino que tomará la línea evolutiva del profesor Jones desembocará en espadachines galácticos con poderes mentales. Pero en la dimensión desconocida de Hollywood la espera tal vez se prolongue hasta que, en la próxima huelga, un azar cambie en la mente de un guionista el paisaje amazónico por el entorno cósmico.