La inmortalidad es una enfermedad miserable

Posted: jueves, diciembre 11, 2008 by Godeloz in
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(un regreso con Robots... en la banda sonora)

En menos de cien días he decidido que prefiero a los hombres lobo por encima de los zombis, y a éstos por encima de los vampiros, a quienes les tengo más bien lástima. Desde Drácula supe que ser el amo de la noche significa ser perseguido, acorralado, estar siempre hambriento y que cada año de vida significa siglos de deterioro y toneladas de polvo en las venas. Ser un vampiro es envejecer a un ritmo menos acelerado que el mundo y los demás, y no conozco un modo más miserable de ser derrotado: la piel pegada de los huesos sin músculos de por medio. La dependencia de convertirse en humo o en murciélago para desplazarse por los corredores del castillo o para perpetrar las habitaciones del alimento. La voz carrasposa de tenor alcoholizado. El hipnotismo como único chance de ligarse a una chica… todas las ventajas que el cine y la literatura hacen parecer atributos asombrosos no son más que síntomas de decrepitud y decadencia que con el tiempo no pueden camuflarse ni en la palidez glamurosa ni en el smoking recién planchado ni en una capa para hacerse invisible.

Esa clase de inmortalidad es insufrible, detestable y me aterra. En cambio, un hombre lobo, llamado en inglés werewolf, dicho de una forma elegante Licántropo, es una criatura fascinante. Como el vampirismo, la licantropía es una enfermedad contagiosa transmitida por alguna bestia que vagabundea por la noche despachando mordiscos a quien se le atraviese y de una manera tan abrupta que la mayoría de las veces las víctimas no quedan contagiadas sino desmembradas en detalle. Pasa la noche y el hombre lobo despierta, se viste para ir a la oficina y no se ha dado cuenta de nada. Lo presiente, sí, por una naturaleza salvaje que se apodera de él, por una vitalidad primaria que le ha cambiado el semblante durante los últimos días, que lo ha hecho migrar del pobre ser humano acomplejado y cargado de fracasos que le teme al jefe, al macho alfa sin represiones que empieza a acaparar a todas las chicas, haciéndolas aullar cuando no hay luna llena y puede salir de juerga, lo presiente pero no hay ni un asomo de culpa.

Ni en cine ni en libros he visto a un licántropo envejecer. La mayoría muere en su ley: los cazan, los abalean o los decapitan. Pero algunos se salen con la suya. Jack Nicholson por ejemplo, que se muda al bosque a esperar a su dama; o Romasanta, que es perdonado hasta por la Reina de España, pues qué amenaza puede representar para el mundo un gentil licántropo que hace jabones. Si no hubiera muerto por razones desconocidas en su celda, este Romasanta habría regresado a su hábitat natural en lo que hubiera sido tal vez la primera liberación de fauna silvestre de la historia.

¡Cómo me gustaría despertar una mañana convertido en licántropo! Quitando los problemas inherentes a la condición, como ese asunto de tener que comerse a todo el mundo a deshoras, o esa otra cuestión de ser alérgico a la plata, ser un hombre lobo podría resultar satisfactorio, pues esa comunión con el origen salvaje de los seres vivos, esa rebeldía imparable, borraría de un soplo el miedo, la incertidumbre y la obsolescencia que se va instalando como Pedro por su casa en la vida.

Hasta zombi por un día me gustaría ser. Estoy seguro que muchas revistas comprarían la historia. Describir la dificultad de salir de una tumba es ya de por sí un gran reto para cualquier periodista de inmersión. Además, los zombis, a pesar de su mal olor y su aspecto desaliñado, son envidiables pues ya se murieron y siguen saliéndose con la suya: son numerosos, contagiosos, no carecen de sentido del humor y si les viene en gana pueden convertir una pequeña convención de muertos vivientes en todo un apocalipsis. En una de estas me da por pensar que el miedo a morir es realmente el miedo a no regresar para cobrar venganza. Se me hace agua la boca si el día de mi muerte soy capaz de cumplir mi promesa de jalarle los pies a mi hermana. Tan sólo con eso aceptaría después desaparecer para siempre.

No quisiera padecer esa inmortalidad agónica de los vampiros, con la que llevo conviviendo de cerca hace más de cien días. Mi abuelo de 98 años dice que no se muere porque lo están haciendo pagar en vida las batallas que ganó cuando era joven. Dice que ve en las noches -aunque hace más de nueve años que no puede ver- las sombras de los liberales que mutiló en los enfrentamientos a machete. Lo asedian, le murmuran, lo señalan, no lo dejan dormir, y así y todo su cuerpo sigue resistiendo. La piel y los huesos ya no tienen carne de por medio y hasta hace unos cien días podía caminar de su habitación oscura hasta el balcón para tomar el sol, y podía tender la cama, elegir la ropa del día, abrir y cerrar la puerta del baño, subir y bajar su cremallera. Todo a ciegas y en silencio, pero de una forma trágica, porque esa muerte que espera no se digna a pasar por mi casa. Hace cerca de cien días mi abuelo cayó derrotado. Lo encontramos desnudo en el baño esperando ayuda para levantarse. Desde entonces no es capaz de sostenerse más. Estuvo en el hospital un tiempo y ni siquiera allá la muerte fue a visitarlo. Se llevó a los desahuciados de al lado y a él si mucho lo miró por encima del hombro. Mi abuelo no se muere, y sufre, y yo creo que ya es hora de que al menos pueda salir de su cuarto, veloz en cuatro patas y transformado en el joven licántropo que fue siempre para que en nombre de todos se desquite de quien le ha estado haciendo esto por tanto tiempo.