La pesadilla es dueña de las dos mitades

Posted: sábado, febrero 27, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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La voz que cuenta la historia de La cinta blanca (Das weisse Band - 2009) es la de un hombre que quiere tranquilizarnos porque al igual que nosotros él no comprendió lo que se dispone a contar. Los hechos que sucedieron en la pequeña aldea donde trabajó como maestro en su juventud son raros a un grado extraordinario y perturbador. El narrador no es tan invisible porque es fácil imaginarlo viejo, solo, triste, muy solo, recordando el horror que ha visto y deseando que la metáfora de los gusanos tuviera algo de veracidad para que de una vez se hicieran un festín con sus globos oculares.


Entiendo por qué la película de Haneke no ha pasado desapercibida en cuanto festival se exhibe: es incómoda. No porque sea larga. No por el puro blanco y negro de la imagen. No por el desasosiego que transmite cada plano. Es incómoda como la llaga que no dejas de tocarte con la lengua. Incómoda como el dolor en las rodillas cuando hace frío; como la sensación de desamparo que te asalta cuando, en una ciudad desconocida, te encuentras de golpe con la calle de la peor calaña, una sensación que a veces se te aparece con el capricho de dejarte sin billetera. 


Para qué hablar del aspecto técnico de La cinta blanca si de ante mano sabemos que Haneke lo domina como un niño virtuoso de la música que a sus siete años ya compuso una obra maestra. Aunque sabemos que el talento de Haneke lleva años cociéndose a fuego lento, el punto de vista con el que narra su película es pueril, no en el sentido de la inexperiencia sino en el sentido de la perversidad inocente. Haneke dice: miren esta criatura, tiene pocos días sobre la tierra, apenas empieza a recibir estímulos del mundo, con torpeza intenta decodificarlos y ante los ominosos hallazgos renuncia con sencillez y desdén a cualquier forma del entendimiento. Miren a esta criatura, elige la oscuridad porque viene de la oscuridad. Haneke dice todo esto y más con el empleo urticante del blanco y negro (cuando la imagen se descompone en granos muy gruesos dejo la película por un rato para asociar la pantalla gigante en que se proyecta con alguna corteza que es mejor no tocar. También, cuando la luz extermina las escalas de grises y sólo hay brillo, resplandores y desfiladeros de sombras, imagino a Haneke eligiendo en su repertorio de métodos radicales para hacer cine uno tan asombroso como las historias que cuenta, un método secreto, oculto en su cochera bajo una manta y que usa para viajar en el tiempo, para retroceder a una época sin luz eléctrica, sin ilustración, una época en que los principales paradigmas de iluminación eran dos solamente, la noche y el día y entre ellos una que otra puerta abriéndose sin obedecer las leyes de la física para acariciar apenas la última estela de algún movimiento).


Los crímenes que surgen en esta pequeña aldea parecen arrancados directamente de una mentalidad medieval como la que inmoló a Giordano Bruno por creer en la infinitud de los átomos. Y no se confíen porque Haneke en ésta, como en otras de sus películas, también tiene la intención de mostrar una atrocidad, pero primero la acechará cauteloso, le cerrará las salidas, la dejará acorralada en un meandro lúgubre del filme y, a punto de aniquilarla por sofocamiento, la dejará por fin respirar en un primer plano corto pero letal con inmensidad: no olvidarás esa imagen porque Haneke no quiere dejarte ir ileso, por eso tampoco te cuenta el secreto que al principio te dijo que te iba a contar, mordiste el anzuelo. Él no está para señalar criminales, por lo tanto tampoco está para culparlos, menos cuando te atreves a desconfiar de las pequeñas y maleables (inocentes) criaturas que en un contexto naturalista pueden ser consideradas bestias.


Los que saben y hablan de La cinta blanca ven en ella un retrato de la semilla de la que brotó la pesadilla que cubrió a Europa durante la primera mitad del siglo XX. La misma pesadilla que durante la segunda mitad de ese siglo se mudó a otras tierras prometidas. Y sí, si uno quiere puede identificar los dogmas asesinos y la imbécil ilusión de una raza pura. Si uno quiere, y más le vale a uno querer, puede percatarse de la vacuidad del colonialismo y la violencia soterrada (pero animal) de los sistemas feudales. Si uno quiere, también, puede aprender que es la sospecha y no el odio el único sentimiento recíproco que puede vivir para siempre entre dos, tres o más personas. Si uno quiere puede entender alegremente (una alegría amarga) que el mal es un invento que sigue entre nosotros y que no hay nada que podamos hacerle porque la pesadilla hace tiempo es dueña de las dos mitades y tenemos la paternidad irrenunciable sobre ese invento. Por eso es que al final uno, simplemente, no quiere.

De la ciudad no hay huella

Posted: viernes, febrero 26, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Si la primera película proyectada en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias hubiera carecido de las inevitables imágenes de postal (atardeceres escarlatas, cúpulas resplandecientes, la arquitectura colonial retratada con el ojo de un modista de quinceañeras) hubiera resultado una buena historia contada en una ciudad invisible.


El título de esta producción es explícito: Cartagena, pero en francés tiene uno tal vez más sugerente, más apegado a la historia que el realizador quería contar: L'homme de chevet. Apegados a este título la película tiene una historia íntima, muy real: Una mujer cuadrapléjica y caprichosa (Sophie Marceau); una criada heroinómana y bilingüe (Margarita Rosa de Francisco); un sosías de Bukowski exboxeador y alcohólico (Highlander o lo que es lo mismo Christopher Lambert), y una puta que en sus ratos libres juega a ser imbatible boxeadora (Linett Hernández Valdéz). Entre ellos las vicisitudes del dolor. Entre ellos el erotismo reprimido. Entre ellos la literatura, el carnaval de los sentidos. Ellos y sólo ellos eran suficientes para llenar los noventa y dos minutos de película pero el director Alain Monne decidió asumir también un rol de decorador de interiores y pintó los metros que tenía de celuloide con imágenes que van a encender el espíritu colombiano porque la gran Cartagena ha salido otra vez en una película con sus calles, con sus parques, con sus carretas arrastradas por famélicos caballos y sus humildes pescadores y sus hoteluchos de mala muerte y sus casonas aristocráticas. Nada nuevo se ve de la ciudad en esta película. Aunque la fotografía es cuidada -los colores que se ofrecen al turismo están bien capturados por el cinematografista-, el montaje es árido en sorpresas y la exploración del bajo mundo de la ciudad tiene una apariencia profunda la película bien podría llamarse Venecia, Alejandría, Dubai o Cuzco.


Para que una ciudad deje su huella en el cine hay que hacerla invisible. Como supo hacerlo Wim Wenders en Alicia en las ciudades o Woody Allen en Manhattan. En una ciudad invisible tienen más poder las historias que hay tras las paredes. Se vuelve verosímil una bella francesa paralizada bajo un mosquitero, se vuelve verosímil una biblioteca en la que el azar siempre dirige su magnetismo hacia las páginas de Bukowski o hacia tres filosos versos de Rimbaud, en una ciudad invisible, incluso, se vuelve verosímil el mar en un final de hambrientas olas.


De todos modos es divertido ver a Christopher Lambert (¿dónde se había metido nuestro inmortal favorito?) surgir entre la muchedumbre caribeña con la cara de un náufrago pisoteado, y no deja de ser delirante hasta el espasmo encontrar repetidas imágenes de Sophie Marceau tendida en la cama, indefensa, lúbrica, triste y –todo hay que decirlo- ganosa.

El abrazo del lobo

Posted: domingo, febrero 21, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Cuando Penélope Cruz dice “Llévame lo más lejos de aquí, por favor” hay que hacerle caso. Sacarla del planeta si es posible. Llevarla hasta la Luna o hasta el fin del mundo, donde se pueda estar asolas con ella para degustar cada gesto, cada palabra, cada mirada suya, que es una mirada sedante, una mirada honesta e incitadora, capaz de domar a los lobos. Almodóvar en Los abrazos rotos obedece todos los mandatos de sus ojos y de su cuerpo y la entrega completa, desnuda y maravillosa para que seamos partícipes del sacrificio y nos la comamos viva.

En el universo vibrante de Penélope Cruz no hay espacio para algunas palabras, pudor y vergüenza, por ejemplo, y tampoco hay espacio para la palabra miedo: ella sabe caminar sin titubear sobre la cuerda floja, trastabilla para que nosotros suframos un poco pero luego nos seduce con su impresionante poder y nos inyecta todas aquellas palabras que no tienen cabida en su mundo; así que después de Los abrazos rotos el mundo que conoces tiene por añadidura palabras como tristeza, furia, desconsuelo y ceguera. Es Penélope Cruz quien te ha llevado muy lejos, a un lugar del cine al que siempre será grato regresar. Un lugar con una buena historia, en el que es fácil declararle un violento amor al cine pero con la condición de que la presencia de Penélope sea siempre una garantía, un lugar en el que además es excelente la música. Claro, cuando a Penélope Cruz la acompaña Cat Power es imposible no enamorarse del aire de ese nuevo planeta en el que hemos aterrizado. Un planeta con cráteres negros y uniformes, un planeta de arenas negras y mares grises y vientos helados que obliga a los amantes a perpetuarse en los abrazos aunque después el mundo se les caiga encima.



Me gusta que las huellas de esa huída de Magdalena y Mateo en Los abrazos rotos sean cubiertas por una canción de Cat Power. Una canción triste sobre hombres lobo. Una canción que se confabula con los amantes para que puedan fugarse. Escuchar Werewolf durante ese viaje es un alivio pero también le da a la historia un opresivo sentido trágico que opera como el dique que contiene una devastadora inundación. No hubiera querido ver roto ese dique. La próxima vez que vea la película espero tener el valor de detenerla cuando la canción acabe, pensar en un perfecto final en el que Penélope encuentra su jardín del edén abrazada a su adorado director de cine, evitar el aterrizaje forzoso que Almodóvar planeó para sembrarnos en la cruda realidad y creer que para que florezca el amor hay que refugiarse en un raro paisaje donde el viento puede soplar simultáneamente en todas las direcciones.

Últimas huellas en el polvo lunar

Posted: lunes, febrero 15, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Moon es una película que te hace polvo. Así que ten cuidado al acercarte. Primero porque puedes estar rodeado de cien personas, de mil personas, de una enloquecida muchedumbre y a pesar de ello se te contagia la poderosa soledad del personaje. Segundo, porque es una ficción futurista que se balancea entre la utopía y la infamia. Sí, en el futuro de Moon la humanidad ha resuelto sus problemas, el calentamiento global fue derrotado por una nueva fuente de energía extraída de las piedras lunares; todo el sol que las ha bañado durante miles de años permanece en ellas y puede exprimírseles como el jugo a las naranjas; así que hay una mina y un minero y un robot que ayuda al minero. Un robot que recuerda al Hall 9000 de 2001 Odisea del espacio pero que no está loco, todo lo contrario, es un robot bueno, como el que todos quisiéramos tener en casa, ésta es la utopía. Y hay un precio que se debe pagar, ésta es la infamia.

Uno se pregunta cómo una película con tan pocos personajes (dos. Uno si se excluye al robot por su falta de humanidad –aunque a fin de cuentas resulta siendo muy humano-) puede desarrollar un conflicto, mantener el interés, producir sobresaltos. El caso es que Moon está muy bien pensada y produce un tremendo mareo cuando la historia llega a su giro principal, cuando de verdad, transcurridos unos minutos, empieza la película. Sam, el personaje, y Sam el actor, Sam Rockwell, se ven frágiles, solitarios y tristes. Duermen solos pero sueñan que no duermen solos. Sueñan con una mujer, sueñan jugueteando con esa mujer bajo las sábanas. La tocan, despiertan, corren a buscar su imagen en los monitores, se ahogan en la nostalgia y se impacientan porque falta tan poco para regresar. Después de vivir tres años solos en la Luna es justo regresar y cuantos menos días faltan para la partida más se ahogan en un flujo de saudade* incontrolable que les muestra cosas que no están, que los reduce a lo mismo en que puedes quedar reducido al ver esta película: a polvo. El deterioro de Sam, el personaje, es evidente. Sam, el actor, es capaz de lucir la decadencia de su cordura haciéndola ver tan pesada como el traje de astronauta con el que suele caminar por la inhóspita Luna. Es un desencanto acumulado, una amargura desastrosa colgando en la barba poblada, los labios siempre contraídos y el ceño rotundamente acurrucado en la displicencia que surge cuando el entorno carece de significado. Y esto es tan asombroso en una película de ciencia ficción que en ningún momento necesitarás rayos láser, batallas intergalácticas o monstruos alienígenas carnívoros para sentir la inminencia de un futuro que bien podría aterrar o llenar de optimismo. Esta película tiene un secreto. No lo guarda por mucho tiempo. No te lo voy a revelar todavía. Si te lo contara no sería yo sino mi clon siniestro. Sólo diré que Sam llega a encontrarse consigo mismo. Que seguirá siendo el último hombre sobre la Luna para siempre. Que la espera no se concreta. Que la soledad nos derrota por Knockout a todos. Que la ausencia de violencia no es una condición para que uno no considere el final algo violento o muy violento.

Moon es una película valiosa; lo demuestra el hecho de que haya sido ignorada por los que planifican nuestra pobre cartelera, y hay que tener cuidado al acercársele básicamente porque quedas convencido de que es importante no estar solo y eso te martilla todo el tiempo, sobre todo cuando estás solo.


*Saudade. ¡Qué buena palabra para hablar de la Luna!

El Alma al diablo

Posted: domingo, febrero 07, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Las fábulas pueden ser macabras. De hecho, la mayoría de las fábulas clásicas son macabras. En esa dimensión todo es una trampa, los lobos, las reinas, los bosques, las manzanas. Lo más pequeño puede contener algo terrible y mortal. La belleza es un disfraz para el hambre. Si me preguntan quién protagoniza las fábulas clásicas no hablaría de cerditos, princesas o hadas, hablaría de voracidad y eso es tan atractivo que siempre produce nostalgia pensar en los cuentos que nos leían antes de irnos a la cama; sin ellos el mundo en el que vivimos los primeros años carecería de interés: sin monstruos en el armario, fantasmas bajo las camas, manzanas envenenadas y bestias salvajes esperando coincidir con nuestro destino la vida simplemente sería una aventura sosa. El terror. ¡Qué buena pedagogía!

Esta pequeña obra maestra es una fábula y es macabra. Y es triste y se ve tan real que produce un susto de muerte. Pero no un susto inmediato, efectista, de los que sobresaltan al instante y luego se olvidan. Es un susto que se incuba en el interior, como le pasa a los astronautas de El octavo pasajero. Vas tan tranquilo, saludando a tus compañeros, te sientas a cenar y sin previo aviso el susto aflora en tu pecho, te desgarra, te hace atragantar, te asfixia y acaba con todo tu mundo. Es decir, es un susto de los que valen la pena. Te cambia. Y es tan simple esta pequeña obra maestra. Una historia completa, completísima, narrada en menos de cinco minutos. Como en las buenas historias cada imagen es un aforismo, preciso y con un lenguaje oculto esperando hacer eclosión en tu pecho y en las palabras que escuchas cuando no estás pensando en nada y sólo reverberas en imágenes parásitas que viven en tu cabeza contagiadas por el cine. Un lenguaje cifrado que consiste en el silencio, consiste en el ruido y consiste en la música.
El sonido, préstenle atención al sonido de Alma. Primero a la voz de esa ciudad en invierno: hay un aire invasivo fustigando los tejados y los pájaros envían su canto desde ultratumba. Irrumpe una música que podría dar sosiego pero, cuidado, hace parte de la trampa, la trampa en la que caerá esta pequeña niña, tan anacrónica, tan colorida para una ciudad que bien podría ser la ciudad de Nosferatu o la ciudad de Lovecraft o la ciudad en la que Jack el destripador creció aprendiendo su arte. Los pasos de Alma retumban solitarios en ese callejón del que no saldrá más pero en el que dejará escrito su nombre, frente a una juguetería que tiene rostro, un rostro hambriento. Sí, este cortometraje animado también tiene que ver con juguetes pero no al modo de Toy Story, más bien al modo de un cuento de Hoffman o al modo de una película vieja del expresionismo alemán en la que alguien quisiera vendérsele al diablo, sólo que el diablo de Alma no ofrece nada a cambio, rapta con alevosía, depreda mecánicamente, arranca de la vida a pequeñas criaturas de las que sólo quedan unos ojos inquietos, muy vivos, pero confundidos en una agonía de proporciones difíciles de imaginar y además perpetua.

El cortometraje animado es dirigido por un tal Rodrigo Blaas, aprendiz de brujo de Pixar que se lanzó en solitario a montar esta fábula para decirles a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y a los hijos de los hijos de hijos de próximas generaciones que el terror y el misterio son importantes, muy importantes para educar a los niños, para educarnos en general.