Tontos y abismales

Posted: martes, marzo 30, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , , ,
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Un rápido vistazo al futuro basta para saber que nuestra especie se esfumará en algún momento. De alguna loca manera llegaremos a un final que, por cómo van las cosas, lo tendrá todo de nauseabundo y salvaje. Faltan algunos cientos de años o quizás miles de años o a lo mejor no falte tanto y a la vuelta de pocas décadas podamos atestiguar desde la primera fila un apocalipsis que sí merezca una marcha de antorchas en la que hordas enardecidas puedan incendiarlo todo y no tengan que regresar avergonzadas a sus casas porque resulta que el juicio final era otro día.

Mientras se acerca el momento, el cine nos deja asomar a ese abismo del porvenir. Nos permite imaginar el colapso de un planeta partido por sus estertores subterráneos y asolado por un clima que tiene el mismo humor de un insecto que se almuerza a su amante al mismo tiempo que se aparea (2012). El cine y también la literatura nos dejan considerar un regreso a la antropofagia en un mundo en el que es justificable devorar cualquier cosa viva si puedes atraparla con el inconveniente de que esa cosa viva en la mayoría de los casos sueles ser tú (The road). Gracias al cine, en resumen, gracias al arte, las variables del horror no se agotan y podemos deleitarnos con la idea de que huiremos en una nave espacial antes de que esta esfera sui generis explote (Pandorum) e incluso, tenemos licencia para elegir una posteridad sedentaria a bordo de un crucero galáctico (Wall-E). La ficción nos regala ese derecho, incluso el derecho de creer que en una vida postcataclismo seremos los últimos hombres sobre la tierra con la misión de buscar a las últimas mujeres para poblar otra vez el mundo (28 Days Later) a costa de una endogamia que generaría seres un poco más cavernarios (The time machine) y caníbales.

Ser pesimista sobre ese asunto del futuro, además, es más rentable y divertido que militar en el bando contrario. Los que piensen que el futuro nos depara una vida de alegrías y problemas resueltos que se dediquen a la ingeniería o a los sistemas porque las historias del cine necesitan mentes ligeramente perturbadas que puedan ensamblar imágenes donde la armonía surja de hibridaciones estimulantes y distópicas: sufrimiento y paisaje, heroísmo y mala suerte, inercia y fatalidad, tecnología y misticismo, bestialidad y delicadeza. Una película como 9 cumple con esos requisitos y contiene ingredientes adicionales que la hacen destacarse entre otras películas de animación estrenadas en los últimos años. Como Los increíbles, Wall-E, Monsters Inc. y Up, 9 es una película que busca llegar a un gran público sin sacrificar los valores del argumento así que no pretende agradar con chistes flojos ni incorpora el arsenal de clichés con que algunas películas suelen arrasar en la taquilla. 9 es fiel a una estética particularmente sombría y triste: la de un futuro sin huellas de la humanidad. Las ruinas se extienden hasta donde alcanza la vista, los cadáveres de las últimas personas están momificados en alguna oscura habitación o en los automóviles donde la muerte sorprendió a madres aferrándose a sus hijos. Los únicos que tienen alguna facultad parecida a la vida son estos extraños monigotes de tela que parecen una mezcla de robótica y vudú, y unas máquinas hambrientas y filosas.

En la tradición de Terminator, 9 plantea un posible desenlace para la guerra entre máquinas y seres humanos: al concebir una inteligencia superior pero mecánica creamos un abismo de vacío que nos succionó literalmente. Esa guerra sepultó entre el polvo el origen del mal pero así como quedó algo del alma humana, quedaron vestigios de la bestia y el encuentro entre esas dos energías reinicia la batalla, sólo que esta vez ya no hay humanos sino insignificantes muñecos de trapo obligados a medir fuerzas con el impresionante animalario metálico que la máquina madre es capaz de construir.

Shane Acker parte del corto que le dio prestigio en 2005 para realizar este largometraje apadrinado por Tim Burton. La historia se amplía no solo en tiempo –lo que antes supo contar en once minutos lo cuenta ahora en ochenta- sino que en personajes, escenarios y escenas de acción logra redondear su ingeniosa idea sobre un futuro cercano –características como  ambientación y vestuario se aproximan sugestivamente a la estética de los años 40- en el que por un lado se valorizan los ingredientes de fantasía y misterio que subyacen en el lado intangible de la vida y por otro lado se muestra lo fácil que es desatar el infierno con una tontería. Y si actualmente es obvio que las máquinas no podrían tramar un golpe de estado, también es obvio que el ansia de poder nos convierte en una especie tonta y abismal, así ha sido en el pasado, es en el presente y seguirá siendo en el futuro.


(Esta película me recordó una animación soviética basada en un cuento de Ray Bradbury que carece de violencia pero es infinitamente más perturbadora. Aquí se las dejo.)




A puerta cerrada

Posted: lunes, marzo 08, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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El tiempo juega contra nosotros, no la muerte, ella se limita a esperar el final para recoger las sobras; las sobras de la monótona querella que cualquier individuo libra contra los días, contra los años, contra el tiempo que pasa con indiferencia sobre cualquiera de nosotros o incluso a nuestro lado, tocándonos apenas con sus extremos espinosos, muchos de los cuáles se desprenden para adherirse como parásitos a nuestra memoria, dándole origen al dolor. 

Hay dolor cuando se visitan las sombras de los días. Uno va tranquilo por un recuerdo jovial (el rostro de una amante que perdimos o alguna rutina adictiva que solía ejecutarse junto a los amigos como ir a los bares sin dinero, reírse durante horas hablando sobre nada o lanzarse a ciegas en un viaje de carretera) y de pronto tropiezas con una espina que te hace sangrar a mares, por la que se desborda tu vida, la pasada, la presente y la que ya no tendrás en el futuro a no ser que te apresures a evaporar esa espina de tu pasado para siempre. 

La puerta de la memoria debería tener en un lugar visible un aviso de advertencia que dé cuenta de todo lo que se perderá si fracasamos en el juego y también de aquello que se ganará, si es que lo hubiere, si los dados caen a favor. Benjamín Esposito, el protagonista de El secreto de sus ojos, atraviesa este portal sin leer el aviso, aunque no se le puede culpar: ya estaba muy cerca de caer desangrado. Se nota en la soledad hecha penumbras de su apartamento, en la mirada atrincherada tras párpados inseguros, en el gesto de su boca que titubea entre la sonrisa y alguna clase de remordimiento, en las páginas descartadas cuando el principio de la historia que se dispone a contar es apenas tan sólido y tan frío como una fina capa de hielo. Así de estable es el suelo que pisaremos durante toda la historia: oiremos el crujido, los ecos de las profundidades, intuiremos la oscuridad que abre su boca allá abajo, sentiremos su aliento, uno de tristeza, de melancolía, de furia, un aliento de dulce venganza, incluso de rebeldía, pues deseamos que más adelante en el camino esa superficie que tiene el color de las calles de Buenos Aires en los años 70 sea cada vez más delgada, incapaz de sostenernos. Queremos, y es verdad, caer en los líquidos hediondos arremolinados en el estómago de la bestia que se esconde detrás de esta película.     

Los padres de esa bestia son el director Juan José Campanella y el escritor Eduardo Sacheri. Sacheri escribió la novela y Campenalla secuestró de su imaginación las bellas imágenes que conforman la película: cometió un crimen perfecto, facultado con planos idénticos a los que cualquiera desearía para ilustrar sus malos sueños. Benjamín Esposito recorre en esos planos un camino diferente a los de cualquier héroe. Un héroe por ejemplo baja al infierno y aprende un montón de cosas, luego sale victorioso, asciende y se instala en su gloria hasta una muerte prematura o hasta la vejez. Benjamín Esposito no. Él bajó al infierno y huyó de él horrorizado, pero, veinticinco años después, cuando tranquilamente hubiera podido dedicarse a la jardinería mientras le llegaba la muerte, decide descender otra vez  y permitir que las llamas le propinen quemaduras sobre las cicatrices de las anteriores:  la espina que lo hace sangrar tiene la forma de un crimen horrendo, tiene el cuerpo de una hermosa muchacha violada y asesinada, el hedor de un delincuente fanático con talento para la impunidad, esa espina tiene el rostro –un rostro que llora- de su colega y amigo Sandoval, tiene la enfermiza paciencia de Ricardo, el esposo de la ultimada, y tiene los labios de Irene que son dulces pero que son los que hacen sangrar más. Así que es el intento de Benjamín por sacarse esa espina (resolver el crimen, encontrar por segunda vez el paradero del asesino, cumplirle la promesa al amigo que se sacrificó en su lugar y quedarse con la chica) el que se tragará toda la energía de la película, el que le entregará, de hecho, toda la energía a la película: una energía estática cuando Benjamín contempla a través de la escritura pantallazos borrosos del pasado y dinámica cuando se desliza por sus escarpados detalles (no hay otra palabra para describir el plano secuencia mejor logrado que se ha rodado en Latinoamérica. La cámara aérea que se acerca lentamente al estadio del Racing sencillamente se DESLIZA, quién sabe si como un fantasma o un ángel, hasta mezclarse con las afiebradas barras, seguir como un sabueso la búsqueda de Esposito y Sandoval, ver por un rabillo al asesino y a continuación perseguirlo frenéticamente, ya no como un ángel o un fantasma, sino como un muerto viviente que se quiere alimentar). 

También es una energía que podría ser familiar de la materia oscura, no la que todavía es un enigma para los astrónomos, sino de la materia oscura que ha servido para fecundar las imágenes del arte que nos aterrarán hoy y nos seguirán aterrando mañana: ver el final de El secreto de sus ojos –descubrir ese secreto- es una experiencia perfectamente igualable a leer las últimas frases de una historia de Edgar Allan Poe. Ni por un segundo adivinarán el tamaño y la fealdad de ese gato negro que les saltará en la cara, confórmense con saber que de haber un final feliz, éste sucederá a puerta cerrada.

Cuentos de la selva

Posted: lunes, marzo 01, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Las probabilidades son curiosas. Por ejemplo, cuáles son las probabilidades de que un misil lanzado con la mayor precisión que permite la tecnología detone sobre un cuerpo inocente –pongamos por caso el de una niña o el de alguien que conduce un camión lleno de gallinas- y no sobre el infame cuerpo de un militante del bando contrario, llámese sirio, árabe, palestino o, para resumir –según han resumido los que mucho saben de política, guerra y esas cosas- terrorista. Apegados a los documentos oficiales, la estricta planeación de los ejércitos y las declaraciones de los inteligentísimos generales en los que recae la responsabilidad y el deber de decir “está bien, no hay más opciones, DISPAREN”, no hay ninguna probabilidad y si llega a suceder, que de hecho sucede y mucho, se trata simplemente de un hecho aislado, un daño colateral o un pequeño error que no se volverá a repetir.


Pero las posibilidades son mucho más curiosas que las probabilidades. Por ejemplo, ¿existe la posibilidad de que un director de cine pueda meter a todo su equipo de producción en el interior de un tanque de guerra y filmar la historia de cinco personajes que viajan en él por un Líbano devastado digno de los sueños orgásmicos de George W. Bush? Y si a eso además se suma la posibilidad de que en ese reducido espacio del tanque de guerra tengan cabida cientos de personas que ni siquiera caben en la ropa por el entusiasmo, asombro, agonía o claustrofobia que  este inusitado viaje les pueda causar a lo largo de noventa y tres minutos cargados de imágenes y ruidos, colores y música, palabras y atrocidades, las posibilidades serían tan ínfimas como las probabilidades de que esa guerra desalmada que se libra entre el mundo árabe y el mundo judío encuentre solución. Pero si en un caso las ínfimas posibilidades tuvieron chance de nacer en el mundo de los hechos gracias al director Samuel Maoz; en el otro caso, un poco de esperanza no se le podría reprochar a nadie.


Líbano (2009) es una proeza técnica. Toda la película transcurre en el interior de un tanque de guerra, todas las imágenes, excepto dos*, parten de ese punto de vista descabellado, un punto de vista que a veces parece un espejismo, otras parece el mundo percibido por un robot primitivo y la mayoría del tiempo parece el punto de vista de un depredador que persigue, mata y se alimenta, y al que persiguen y quieren matar para servir en la cena.


¿Y cómo es el mundo en el interior de este caparazón de acero? Es oscuro, lúgubre, estridente. Es helado aunque los personajes sudan a mares por las altas temperaturas. Si uno despertara de un profundo coma que ha durado doscientos años y viera la película, creería que se trata de un viaje subterráneo que pretende descubrir si existe o no el infierno. Inmediatamente el comatoso pediría un sedante o la eutanasia porque el mundo observado a través del periscopio de este rinoceronte mecánico –los soldados apodan Rhino a su maquinita- ofrece suficientes evidencias de que el infierno es probable, porque es un mundo insoportable, crudo, injusto y real. Un mundo que día a día se sumerge muy profundo en las sombras del deterioro y los que se atreven a compartir por azar, compromiso o autoflagelación, aunque sea por pocos minutos, este punto de vista, pueden presenciar de primera mano cómo es que se desmorona la realidad entre las fisuras de nuestras manos.



El periscopio de la máquina es el único ojo para esta experiencia de visión colectiva. Un ojo que se va malogrando, fragmentando, que va perdiendo sus propiedades ópticas, un ojo que enmudece. Detrás es ese ojo están los personajes representando todo lo que tiene de reprochable la guerra: que la juventud se vaya por un caño, que la presencia del otro (en este caso un prisionero Sirio que viaja encadenado en el interior) y  su diferencia puedan desatar una carnicería que ambas partes justifiquen a su manera, que en medio de unos y otros caigan –en todas direcciones, despedazados- los que menos tienen que ver, que la muerte nos amenace y atemorice cuando debería ser una compañera de viaje silenciosa que al hablar genera sosiego y no horror.


Con esta película, Samuel Maoz lanza un grito contra el vacío. Como sabía que su blanco era el vacío, aplicó toda la precisión que le brindó la tecnología para que su misil diera en el blanco y no causara ningún daño colateral sino que fulminara a los que de verdad tiene que fulminar. Y se cargó de un arsenal delicado por lo explosivo.


Su primer arma es el lenguaje: los diálogos irónicos, la diversidad de lenguas y la manera en que son nombradas las cosas, le dan al filme el ambiente propio de un zoológico con orangutanes iletrados, aves de rapiña que rompen el cielo a la velocidad del sonido y moscardones que extienden sus probóscides hacia los muertos.


El montaje de le película es un proyectil frenético, intenso, lleno de esquirlas y fogonazos que alcanzan diferentes puntos de ebullición, como en la escena del primer tiroteo –pobre del señor de las gallinas, tan mutiladito que quedó; pobres de las gallinas, tan desplumaditas ellas-, o la secuencia de la persecución final en la que los rostros de los tripulantes, saturados de espanto, son más ruidosos que las ráfagas de metralleta que impactan en la dura piel de Rhino.


El sonido, por otro lado, es la pieza más explosiva de este arsenal. Un amigo me hizo notar que acostumbramos ver a los tanques de guerra en las películas bélicas como máquinas sutiles que se deslizan en silencio sobre cadáveres y ruinas, infalibles a pesar de su torpeza y lentitud. Como si se condujeran solos, pocas veces había imaginado a los que tiran de las palancas, presionan los botones, apuntan y disparan. Cuando los imaginaba, era para verlos acabados porque usar tanques no es cosa de los buenos, es cosa de los malos y como cosa de malos tiene que parar. Pero Líbano no solamente nos hace imaginar a los seres humanos en el interior de la máquina, hace que nos convirtamos en ellos y sintamos el ruido del metal retorciéndose sobre sí mismo: aturde la entropía acústica de los estallidos, se oyen las voces del interior como inflexiones secas y las del exterior como susurros corrosivos, los mensajes que llegan de la radio llegan con el tono reverberante del vacío y la música opera como una carretera de hielo seco que hace crujir el acero y, de manera invisible, los huesos (si ven la película y no opinan lo mismo, escuchen después alguna canción de Einstuerzende Neubauten y sabrán de lo que hablo).


Líbano nos muestra que en el corazón de la máquina hay un corazón humano y que cuando un corazón llevado a circunstancias tan salvajes se detiene lo hace salpicando a todos los que encuentra alrededor.


*SPOILER: Las dos únicas imágenes que se ven en un punto de vista diferente están ubicadas al principio y al final. La primera es un campo de girasoles sacudidos por un viento tímido. La segunda es el mismo campo de girasoles: el viento tímido fue capaz de rescatar a un enorme tanque de guerra del infierno y transportarlo hasta ese pequeño cielo en la tierra.