Peripecias de la amargura

Posted: domingo, junio 13, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
0

“Hay una cantidad infinita de esperanza pero no es para nosotros.”
Franz Kafka

Había pospuesto sin razón el momento de ver esta película. Estuvo arrumada en la estantería durante meses. El almacén donde la compré ya no existe. Me mudé de casa. Estuvo guardada en una caja un par de semanas y fue a parar al suelo de mi habitación donde establecí un orden preliminar a mis cosas. Siempre pensaba: “Llegaré a casa y veré por fin La Strada”. Y en ese pensamiento todo era mágico y alegre, Fellini desnudaba su cine ante mí y yo memorizaba con facilidad los nombres de los personajes, de los lugares, de los actores y todo lo que decían. Sin embargo, otras cosas se interponían y no me era posible comprobar si mi imaginación era precisa. 


El día que vi por segunda vez 8 ½ (entendiendo o por lo menos creyendo entender lo que pretendía decir la película) estuve emocionado porque ese cine me había contagiado una especie de lucidez embriagadora, la tristeza contenida en esas imágenes tenía la cualidad de iluminar el pozo de la cabeza y salí de la sala de cine deseando quemar mis ojos con los relámpagos de una pantalla sobre la que se proyectan las miradas, los gestos, el vagabundeo, el transcurrir azaroso de estos hijos del mediterráneo nativos en el cine de ese monstruo italiano llamado Federico. En el autobús, mirando las calles de una ciudad prematuramente muerta, veía mis manos en la acción de introducir La Strada en el reproductor y me desdoblaba para ver mi cuerpo arrellanado en un mueble, tan quieto como si se estuviera ocultando de un perseguidor o de algún peligro. Pero ese día tampoco vi La Strada. Si hubiera sabido lo que ahora sé, después de verla, a lo mejor la hubiera pospuesto un poco más. A lo mejor habría vuelto a mi rutina de preferir ante cualquier opción un cine más frívolo. Ese cine que a veces nos salva la vida los domingos, cuando cambiamos las explosiones y los desgarramientos que suceden por dentro, por las explosiones y los desgarramientos típicos de películas donde aparece Bruce Willis o donde hay un fantasma infernal que invade los sueños. 


Vi La Strada y quedé contagiado de algo, al igual que cuando vi  8 ½. Pero esta vez no era la emoción y la alegría del cine. Esta vez era su amargura, tan profunda y tan espinosa. Me aprendí los nombres de los personajes, aprendí los nombres de los actores. El de Zampano era muy fácil porque Anthony Queen es toda una leyenda. El de Gelsomina no lo era tanto pero era más hermoso. Su nombre es Giulietta Masina, todo un mantra de erotismo y, por las imágenes impresas en la caja de la película, un géiser de gracia y jocosidad. 


Esto es lo que supe después de ver la película: la gracia compartía la mitad de esa mujer con algo cercano a la oscuridad, algo  como el delirio, la locura, la muerte o el peor de los olvidos. Porque esa carretera (que Gelsomina recorre con el bárbaro Zampano, ansiando conocer lo bello que hay en el misterio del mundo, llevando su destartalado circo ambulante a cuestas, presentando un acto maltrecho que no produce ni risa ni miedo ni repulsión -solamente una lástima superficial que termina por congelarse a medida que el acto se hace cada vez más repetitivo.) actúa sobre Gelsomina como una planta carnívora que pacientemente digiere a una mosca. Y uno piensa al principio que Zampano es el cómplice de la carnicería, pero él también yace clavado a los colmillos de esa carretera que parece infinita, que promete la mejor fortuna a expensas de velocidad, placer y estimulante peligro para disfrazar el abismo que hay al final. Este abismo, Zampano lo encuentra cuando han pasado años y la soledad es más irrevocable. Gelsomina se ha perdido de vista, en la última imagen que Fellini deja de ella, está dormida en una construcción ruinosa al lado de la carretera, una imagen repleta de vileza y de abandono en la que quise quedarme para hacerle un poco de contrapeso a la desgracia, pero Zampano me arrastró con él en su silenciosa huída. Parecía que en él no había culpa, parecía que su codicia lo hacía inmune al sufrimiento, parecía que la fuerza que le permitía romper cadenas con una pequeña aspiración de aire también le daba el poder para evadir el dolor, incluso para evadir el amor, pero esa apariencia también era engañosa porque un día, ya viejo, tendría que mirar atrás sobre un camino con infinitos fantasmas entonando al  unísono una canción con nombre propio: Gelsomina, otra forma definitiva de llamar a la muerte. Esta canción es el combustible que arrastra finalmente al ebrio Zampano a una playa sobre la que llora toda la amargura atesorada durante los años fatales de su insignificante vida. En esta imagen también quise quedarme a vivir pero Fellini es muy sabio y decidió empujarme para que le hiciera compañía a Zampano en su ineludible caída. El abismo, que en La Strada es el mar apareado con la negra noche, no vaciló para abrirnos las piernas.