Fragmentos de un beso

Posted: lunes, diciembre 27, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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"¿Sabes? Siempre nos llevamos un pedazo de las cosas, de los lugares, de la gente. Son fragmentos, jirones de seres que se nos quedan incrustados dentro, como esquirlas. Y a veces duele, a veces duele mucho..."
Eduardo Lago. Llámame Brooklin

"La chica tenía novio y religión, una combinación infernal."
Neeli Cherkovski. Hank



Nace una tristeza inefable cuando aquello que debería ser recordado del modo más vívido se desvanece en la memoria y en el tiempo con una facilidad abrumadora. El rostro de las madres muertas se vuelve líquido en la memoria del niño que va madurando, se convierte en una presencia transparente que a veces envía una proyección de su voz o de sus distintos perfumes sin proporcionar un recuerdo concreto, un momento específico, haciendo imposible adivinar si esas palabras o humores pertenecían a la persona que fue en realidad o constituyen nuestro vano esfuerzo de llenar los vacíos. Sí, esas presencias se van llenando de vacíos, como los besos. El tiempo o la muerte tienen parte de la culpa pero con el azar y la espontaneidad también germinan esas lagunas que nos mortifican.

Los besos son portadores de esta gran contradicción. ¿Hay algo que pueda desearse con tanta fiereza como el primer beso de una mujer a la que empezamos a amar? Antes de tan siquiera rozarle una mano pienso en sus labios con una intensidad metódica encaminada a descubrir las rutinas de su versatilidad, es decir, memorizar las formas exactas que corresponden a cada gesto: por ejemplo, ver en ellos, cuando sonríen, a un valiente caballito marino pariendo de su rotunda barriga a un infinito ejército de sonrisas diminutas enfrentadas con inocencia a la voracidad del mar; también, cuando de súbito se contraen en una forma provocadoramente circular, los puedo asociar con planetas que chocan con otros planetas o con burbujas de jabón que ascienden temblorosas en el aire hasta que hacen pum o plop. La esperanza de verlas renacer es embriagadora y de cuando en cuando esos labios me han premiado con nuevas e interminables explosiones. En mis intentos por encontrar palabras que describan el resplandor único de estos labios he llegado a considerar la idea de que en nosotros existen rasgos que delatan nuestros vínculos furtivos con mundos inasibles. Así que, a veces, cuando los labios que deseo besar bailan articulando las palabras de una conversación, por breves momentos cualquier alocución deja de ser audible y se convierten en dos traviesos diablillos que entrechocan sus elásticas piernas para seducir a los dioses y llevarlos a la perdición. En una ocasión creí ver en la piel de estos labios una entramada red de canales, pasillos y corredores que se extendían desde el oriente hasta el occidente de la boca mostrándome la miniatura de una ciudad iluminada por lunas gemelas, bañada por el mar más impetuoso y azotada por huracanes de profundo olor a cardamomo. Así he intentado llevar un catálogo minucioso de sus formas y es agotador, especialmente cuando la imaginación no encuentra más objetos o bestias en el repertorio de ninguna mitología que permitan una nueva asociación. Gran parte de la versatilidad de los labios que deseo besar permanece sin nombre, y me siento como los extranjeros que ignoran el idioma del país que visitan y deben comunicarse por señas, lo que hace más difícil aún mantener fiel en la memoria cualquier imagen de los labios deseados pues su flexibilidad sin antecedentes debe llamarse de otra forma, la suavidad que proyectan debe llamarse de otra forma, el poder que despliegan con cada gesto espontáneo -una risotada, un puchero, una contracción de oprobio, una risita irónica, un encogimiento de ira, un espasmo de placer- debe llamarse de otra forma. Por la espontaneidad y el azar que los gobierna es claro que hay una gran dificultad y por eso el esfuerzo debe ser metódico, calculado, se requiere fortaleza, se requiere perseverancia, se requiere un grado de abstracción que puede rayar en la locura. Se requiere del mismo embeleso que hundió al primo de Berenice en su inconsciencia profanadora. Y cuando se logra reunir todo aquello, cuando el sentido del riesgo nos da la valentía necesaria para saltar al vacío, cuando es insoportable la embriaguez del deseo, cuando esos labios nos llaman con un magnetismo ineludible, es curioso, contradictorio y trágico que el mayor logro se convierta en el agujero que terminará por desinflar nuestra memoria.

Si un primer beso no contiene la garantía del segundo y del tercero y de una cantidad que quisiéramos imaginar infinita, se convertirá en algo más liviano que los sueños porque en el intento de perpetuarlo, de mantener indeleble cada segundo y cada palpitación que nos recorrió mientras duraba, se estará marcando la ruta de todo lo que a continuación olvidaremos: ¿Juguetearon por un momento las lenguas sobre la hilera de los dientes? ¿Hasta qué grado estuvieron húmedas las inmediaciones de nuestras bocas? ¿Por momentos ella replegaba su lengua para que yo pudiera buscarla? ¿Y por qué fui tan cobarde y evité arrojarme al desfiladero de su paladar? ¿Jugamos a mordernos o simplemente fuimos torpes? ¿Fue mi mano la que se escurrió entre las telas de su ropa para acariciar su magnífica espalda? ¿Fue su pierna la que me envolvió como si intentara enseñarme algo acerca del origen del mundo? ¿Por qué temblaban mis manos si tocarla a ella era todo lo que necesitaban? ¿Por qué un calambre recorrió mis piernas si el éxtasis del momento debió mantenerlas blindadas? ¿Existía de verdad algún modo de que a ese grandioso fragmento de eternidad que fue nuestro beso no lo corroyera esta lepra desmemoriada? La escritura es solo un placebo con el que registro las preguntas y la lectura un modo de enfrentar la dureza de las respuestas. Unas cuantas palabras, unidas con genialidad y delirio, pueden ser murallas que nos hacen invencibles o acaso duros, impenetrables. Ahora mismo estoy atrincherado en una frase escrita por Montaigne hace más de cinco siglos: El amor no es más que el deseo furioso de algo que huye de nosotros. Una sola línea que resume una infinita tarea pues el amor será huidizo siempre y si pudiéramos resistir la ceguera implícita en su persecución no habría deseo, no habría furia, no habría nada: sin persecución estaría muerta la literatura.

Ángel exterminador

Posted: domingo, diciembre 19, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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"La premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre".
Michel de Montaigne


Vivo en un edificio de 18 pisos. Cuatro apartamentos por nivel. Dos o tres personas viviendo en cada uno. Es decir que por cada piso son aproximadamente doce personas separadas por paredes de escasos diez centímetros. Todo el mundo, lo he notado, suele dejar abierta la ventana de la cocina, supongo que para secar la ropa y dejar salir el humo que se produce al asar carne, freír papas o hervir huevos. Es un edificio silencioso además. Las fiestas no son ruidosas. En ocasiones se escuchan músicas lejanas, en ocasiones se escuchan murmullos de gente conversando, en una ocasión, mientras dormía, escuché a una mujer llorar y no lo hacía como cuando te rompen el corazón, cuando tu esposo te dice que ha conocido a alguien mejor o cuando las sucesivas frustraciones de la vida corriente necesitan cualquier agujero por donde fugarse, lo hacía como cuando perdemos irremediablemente, lloraba como si ante ella tuviera a la muerte. Creo que fue un domingo. Los domingos tengo problemas para dormir. Me quedo durante horas en la habitación oscura y escucho lo que pasa afuera: las llaves de la pareja de al lado que llega tarde a casa y sobre todo las alarmas de los automóviles estacionados en la calle que suenan constantemente como si tuvieran la facultad de mantener una conversación. Pero el día que escuché ese llanto todo estaba en silencio y entre los sollozos la mujer articulaba algunas palabras. Estoy seguro que estaba sola, por lo tanto hablaba consigo misma o con ese espectro avasallador que en ese momento solo ella podía ver. No entendía lo que decía pero parecía una súplica. Imploraba. Quizá deseaba con todo el corazón que el tiempo transcurriera en sentido inverso para que las cosas fueran distintas, para que las cosas fueran mejores, para ser un poco más feliz. Finalmente todos quisiéramos eso, tener el poder de retroceder en el tiempo y cambiar la historia para ser felices. Esa noche me levanté, me acerqué a la ventana y traté de escuchar lo que decía la mujer que lloraba. Primero intenté adivinar de cuál apartamento provenía el llanto. Imaginaba a la mujer asomada en la ventana pero también la imaginaba de pie en un balcón, mirando alternativamente hacia el edificio del frente y hacia la calle, 70 metros más abajo. ¿Contemplaba la posibilidad de arrojarse? En mi imaginación esta mujer no se lanzaría a una muerte segura sino que se lanzaría a volar o por lo menos flotaría como si estuviera inflada de gases misteriosos con propiedades similares a las del helio. Pero el sonido de este llanto era tan delicado que parecía provenir de todas las direcciones, incluso parecía estar muy cerca, como si procediera de una presencia invisible que siempre se las arregla para estar a mi espalda sin dejarse ver como en esa película de Kim Ki Duk que me gusta tanto. No sabría calcular cuánto tiempo duró la mujer llorando y tampoco podría decir si al terminar de llorar yo volví a mi cama o permanecí de pie junto a la ventana escuchando los ruidos de afuera. Lo más probable es que todo hubiera ocurrido en breves minutos pero en mi recuerdo ese momento es prolongado como la idea que tenemos de un viaje hacia lugares recónditos.

Durante los días siguientes me fijé muy bien en las personas con las que me topaba en el ascensor. Nadie parecía haber estado en presencia de la muerte. Las mujeres jóvenes que vi parecían conformes e incluso gozosas. Y las mujeres más viejas se veían fuertes y resignadas, a gusto con su tarea de pasear al perro, comprar la leche e intercambiar chismes con el portero. Luego dejé de buscar y sumé los acontecimientos de esa noche a la lista de misterios sin resolver de mi edificio.

Otro misterio por resolver es el de un vecino temible con el que me crucé dos o tres veces en el ascensor. Negro, pequeño, cojo. Siempre de anteojos oscuros. Caminaba con un bastón y no respondía cuando le decía buenas noches o buenos días. Me miraba de los pies a la cabeza como pensando por donde debería empezar a despedazarme. Por fortuna no lo volví a ver.

Otro misterio es el de las mariposas. La primera vez que ocurrió fue natural. La segunda vez lo consideré casual y no puedo denominar la tercera vez con algo menor a escalofriante o espantoso. No es por el miedo inexplicable que he albergado desde niño a esas mariposas negras que vuelan desbocadas en la noche; es porque me parece una señal siniestra que de todas las ventanas abiertas que hay en las cocinas de mi edificio justo sea mi ventana la que se esté convirtiendo en el refugio favorito de estos seres monstruosos. Se infiltran en la noche mientras estoy dormido. Lo descubrí una madrugada en la que repentinamente desperté. Sentí sed y quise ir a la cocina. Cuando abrí la puerta del cuarto una sombra más que negra pasó revoloteando en un vaivén aéreo neurótico que sobresaltó mi corazón y le dictó a mi mano la orden de cerrar la puerta con un violento reflejo instantáneo que produjo un ruido que debió perturbar el sueño de muchos. Estaba petrificado pensando en qué hacer. Volver a la cama no era una opción porque ella seguiría allí afuera y tarde o temprano tendría que enfrentarla. Así que tomé un periódico que había estado leyendo esa noche, lo enrollé y salí a concretar mi objetivo de expulsar a esa chapola negra que aleteaba ruidosamente en el espacio aéreo de mi sala. Al abrir de nuevo la puerta no la vi y fui hasta la cocina a encender la luz. Con el resplandor del bombillo de neón ella reaccionó y voló descontroladamente, casi choca con mi cabeza pero supe esquivarla. Empezó a aletear alrededor de la luz y comprendí que debía engañarla para ponerle punto final a su navegación invasora. Primero cerré las puertas de las habitaciones para reducir su campo de acción, abrí la puerta del balcón y puse una lámpara. El plan consistía en encenderla, atraer la mariposa hacia esa luz exterior y cerrar la puerta. Un engaño perfecto que casi fracasa porque al apagar la luz de la cocina y dejar encendida solo la de afuera la mariposa quedó desorientada y tardó demasiado en encontrar la ruta que yo deseaba. Mientras volaba chocando con las paredes, con el suelo, con el televisor, yo la azuzaba con el periódico pero esquivándola al mismo tiempo. Si algún habitante del edificio del frente hubiera visto la escena habría visto a un hombre semidesnudo moviéndose como un lamentable Spiderman o simulando un combate samurái sin ninguna gracia estética. Pero no me importó el qué dirán y finalmente pude sacar a ese monstruo de mi casa.

La segunda vez fue similar el procedimiento solo que yo no dormía sino que veía una película y una chapola negra, gigante, frenética y descontrolada paso justo frente a la pantalla.

La tercera vez era pleno día y emergió de pronto en la cocina, estaba oculta tras la lavadora pero ni siquiera me sometió a la penosa tarea de expulsarla sino que ella misma se salió por donde había entrado. Su presencia fue breve pero igual o más espantosa que las anteriores porque ya no vi en el incidente una jugarreta del azar sino una premonición abominable. Es como si el asedio de la criatura nocturna significara que, pronto, esa presencia inminente ante la que lloraba la mujer de la otra noche se materializará en mi vida con un poder que succionará de mí un murmullo suplicante que se expandirá en todas las direcciones y quizá alguien escuche tras una ventana mientras espera su turno.

La caza de un momento estelar

Posted: viernes, diciembre 10, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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El plano más triste de la historia del cine, según supimos de Godard, es el final de Un verano con Mónika. La mirada fija de esta muchacha cayó sobre los espectadores de aquella época convirtiéndolos en parte de la historia. Los ojos de la joven Harriett Anderson –dirigidos por Bergman- hicieron parte de las semillas que ayudaron a florecer este movimiento cinematográfico que seguirá vigente por los siglos de los siglos, lo cual no dejará de ser un motivo para brindar con una copa que haga perdurar el ardor que estos directores contagian con su obra. 

Lo que dijo Godard no hay forma de refutarlo. Los segundos que dura esa mirada son suficientes para echar abajo cualquier hegemonía. Un momento estelar de la historia del cine que vemos repetido en el último plano de Sin aliento cuando Jean Seberg, haciendo el papel de Patricia Franchini, mira directamente a la cámara después de escuchar las palabras del moribundo Michel Poiccard acusándola de ser asquerosa. Mira a la cámara y enriquece el diálogo que empezó Monika porque además de mirarme directamente a mí se toca los labios varias veces, se acaricia los labios, hace pensar que ni en un millón de años será asquerosa. Es un plano triste también pero uno quiere verlo como otra cosa, considerarlo un mensaje cifrado, hacer un gesto recíproco, devolverle la mirada y que por alguna magia universal Jean Seberg se la lleve como recuerdo. 

Cazar momentos estelares en un Festival de Cine es un asunto fácil. Las peripecias del alter ego de François Truffaut son una estampa indeleble, una invitación a una demencia con la cual uno baila, a solas, frente a un espejo, imitando el experimento de Doinel cuando repite una y mil veces los nombres de sus pasiones y miedos. Me gustaría decir Jean Seberg, Jean Seberg, Jean Seberg hasta que la enunciación de esas dos palabras pierdan sentido; reiterar en un murmuro Pauline, Pauline, Pauline, Pauline, hasta que la proyección de esa niña se convierta en un fantasma permanente rondando en nuestro cuarto; repetir Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, hasta que sea necesario lavarse la locura de la cara, redundar en el propio nombre como un mantra que cambia el horror por la alegría. 

Porque es imposible no atesorar el sentimiento gozoso que burbujea ante las películas de Romer, Godard, Rouch, Truffaut, Malle, Resnais. Es imposible no compartirlos. En el viaje al Festival sobre la Nouvelle Vague estos son los trofeos que me traigo:

El Festival Independiente de Cine Maldito que existió alguna vez y descubrí gracias a todas las cosas que sabe Eduardo Russo.

Esta Frase de André Bazin: “El cine es un velo de Verónica sobre el rostro del sufrimiento humano.”

Aceptar el hecho de que los ladrones roban, los asesinos asesinan y los amantes aman (Sin aliento).

Esta frase en la opera prima de Godard: En la encrucijada de los besos el tiempo pasa demasiado rápido.
Las chicas que se acuestan con todos menos con el único que las ama.

La pregunta por la felicidad en Crónica de un Verano y la respuesta de dos chicas que dicen “sí, porque somos jóvenes y hay sol”.

El hombre que responde “no porque soy viejo”.

La rodilla de Pauline y la boca de Pauline y los ojos de Pauline y todo lo que Pauline tenga contenido en su universo.

Dos grupos de palabras para regalar a cualquier mujer de la nueva ola: bella, brillante y bestial. Alegre, voluble y chiflada.

Pensar en que Méliès fue el primer curador de la cinemateca francesa cuando tenía más de ochenta y pico.

La distinción que se les ve a los dos prestidigitadores que hasta el momento han aparecido en pantalla, el de Besos robados, del director François Truffaut y el del cortometraje El truco de la directora Catalina Arroyave.

Esta frase de cocteau: “Hacer cine es filmar a la muerte trabajando”.

Y la convicción férrea de Godard que consideraba que escribir sobre cine y hacer cine son lo mismo.

Amar lo excepcional

Posted: jueves, diciembre 09, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Las mujeres altas tienen un problema. Atemorizan, intimidan, los hombres se alejan de ellas. Salir con una mujer alta es un acto de valentía, una audacia como pocas. Desde la cumbre de su soledad, ellas podrían hablar a fondo de las distintas clases de abandono. Aunque a hombres menudos como Antoine Doinel les sobran agallas y no se amedrentan ante la diferencia de estatura para tener la dichosa oportunidad de gozar la recompensa generosa que las mujeres altas suelen otorgar en privado. En general, con su actitud saltarina, Antoine Doinel demuestra agallas en cualquier circunstancia. Su fachada es la ingenuidad e inocencia, o más bien son los ingredientes de su carnada infalible. En la gracia de este personaje, en su franqueza, caen atrapadas las hermosas parisinas que se le atraviesan en Besos robados (Baisers volés, 1969).

La película es la tercera en la que Truffaut cuenta las aventuras pantagruélicas de Antoine Doinel, un nombre perfecto para el héroe tragicómico que cada ser humano debería tener como modelo de su vida. En Los 400 golpes ya se había visto su fuga de la adolescencia; luego, en 1962, aparece enamorado por primera vez en Antoine & Colette; y, siete años después, no ha perdido el desinterés con el que camufla su rebeldía. Besos robados abre con Doinel en una celda, vestido de soldado y comprometido a tiempo completo con la deserción. A lo largo de toda la película desertará de empleos, desistirá de amores, perseguirá incansablemente los ideales de belleza, prodigará la misma pasión a sus amores platónicos como a las prostitutas, y saldrá triunfante de cada nueva aventura: es lo más natural en hombres que, como él, son capaces de enviar 19 cartas de amor en una semana o de considerar válida la estretegia de caminar con una postura profesional junto a una mujer gigantesca: en resumen, Antoine Doinel es un hombre que ama lo excepcional hasta las últimas consecuencias. Así lo define la señora Tabard en la escena más envidiable. ¿Quién no desea la suerte de ese hombrecillo envuelto entre sábanas que recibe la visita inesperada de una rubia que proyecta la cadencia de su voz mientras desata su bufanda y suelta los botones de su camisa, exigiendo a su impávido interlocutor que la mire a los ojos?

Esa envidia común y corriente que brota cuando en las películas alguien vive la vida que uno quisiera vivir en este caso se debe al desfile de ángeles eróticos como Christine, que más tarde será la esposa de Doinel, o la mujer sorprendida con su amante en un cuarto de hotel y a quien agradeceremos siempre la falta de pudor con la que exhibe sus pechos erguidos como proyectiles. Además, quién no envidiaría la oportunidad de trabajar en una agencia de detectives. Yo pensaba mucho en que esta película merecería llamarse Los detectives salvajes, es un formidable título para definir a ese grupo de excéntricos cazadores que componen la nómina de la Agencia Blady, entre quienes está, como no, el mismísimo Truffaut cuya aparición me hace llegar a la conjetura de que no estaba simplemente ocupando un lugar del casting sino cumpliendo el anhelo que seguramente nacía en él mientras consumía compulsivamente el cine negro de los años 40: ser un detective de casos irresolubles y amantes esporádicas. Vivir en el peligro.

Las aventuras de Antoine Doinel no se agotan. Después de Besos robados lo veremos en dos películas más: Domicilio conyugal y Amor en fuga. Y hay que prestarle atención, no perderlo de vista así como nadie podría prescindir de las películas de Truffaut cuando de un modo u otro entran en la vida. Con este director excepcional habría que hacer un ejercicio de memorización sin precedentes. Repetir cada palabra de sus guiones e imaginar cómo debió reirse durante sus rodajes. Esta osadía es imposible pero vale la pena hacer un intento, así sea fallido. Por mi parte, quisiera aprender lo que el misterioso perseguidor de Christine le dice en la última escena de la película: 

Señorita. Sé que no le soy del todo desconocido. Hace tiempo que la vengo observando sin que se dé cuenta. Pero ya hace unos días que no intento ocultarme. Y ahora ha llegado el momento. Verá ……. Antes de conocerla a usted, nunca había amado a nadie. Odio lo provisional. Conozco bien la vida. Sé que todos traicionan a todos. Pero lo nuestro será diferente. Seremos un ejemplo. No nos separaremos ni una hora. Yo no trabajo, no tengo obligaciones en la vida. Usted será mi única preocupación. Comprendo … Comprendo que esto es demasiado súbito para que acepte inmediatamente, y que antes desea romper los lazos provisionales …. que la atan a personas provisionales. Yo soy definitivo…” Después de decir esto, me alejaría, abrazado a mi gabardina y miraría de nuevo a Christine para decirle que soy muy feliz.

Festival de verano

Posted: miércoles, diciembre 08, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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La Nueva Ola francesa está premiando al Festival de Cine con un verano espléndido. Inspira tranquilidad. Alegría de la que uno ve en las mujeres de Goddard o en las mujeres de Truffaut o en las mujeres que por esa época tenían la belleza y todos los demás requisitos indispensables para aparecer caminando junto a diablillos descarados como Jean-Paul Belmondo.

Una visión aérea del lugar sería un negocio redondo para quien lo ofreciera. Un cubo de rubik de cuadritos azules a la escala de un trasatlántico con personas hermosas nadando en ellos o recibiendo el sol tendidas a la orilla escuchándose reír unas a otras, recordando chistes o pensando en secreto en las imágenes proyectadas la noche anterior al aire libre como en un autocinema sin autos, sin palomitas de maíz y sin la indiferencia con la que la gente se sienta junto a desconocidos.

 Yo pensaría en La mujer de al lado. La película que pocas noches antes proyectaron en la única sala de cine que sobrevive en el centro. Pensaría en las canchas de tenis, en las mujeres que se arrojan de un cuarto piso porque las deja un amante, en una pareja haciendo el amor en el jardín porque la casa vecina está deshabitada, en los besos impulsivos que suelen robarse en los estacionamientos subterráneos,  en el deseo de aprender los secretos de la navegación a bordo de buques enanos, en los cuentos infantiles bien ilustrados, en los cambios grotescos que han bañado a Gerard Depardieu a lo largo del tiempo (porque en 1981, aun con su nariz reluciente, se veía feroz y atractivo); y nadaría, nadaría como en un juego, arrojando piedritas al agua y sumergiéndome para buscarlas, yendo muy despacio, sosteniendo aire en los pulmones el mayor tiempo posible, entreteniéndome con las luz oscilante que se proyecta en el fondo. Vería la oportunidad para filmar una película sencilla, breve,  rústica y pixelada que contagie el ardor de un festival de verano, una película que den ganas de pertenecer a un ala elegante de la mafia para vivir todo el día así: semidesnudo junto a un charco de agua y matando divinamente el tiempo mientras comienza la próxima película del Festival en curso (no detestaría decir por ejemplo Festival de Cannes, Sundance o Sitges).

Santa Fe de Antioquia también tiene glamour, sobre todo cuando lo pronuncia una boquita extranjera que habla como si sonriera, no cobran ticket de entrada porque las películas son en plena calle y uno puede bailar en el tramo empedrado que separa una proyección de otra, hay un día en que es posible abrir la Caja de Pandora junto a un cementerio, para la noche del viernes ya no es Festival de Cine sino mitin de amigos carnavalescos y en las mañanas puedes oír la conferencia de algún redactor de Cahiers du Cinema o asistir a conversatorios con celebridades que tienen una simpática resaca.  

Los cinco días del Festival conforman un poderoso paréntesis en el tiempo, como en todos los festivales de cine en que surge un deseo latente de congelar el tiempo, como si uno tuviera ese poder y como si vivir eternamente pudiera significar algo sospechosamente cercano a la dicha.

Carretera de invierno

Posted: jueves, diciembre 02, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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A toda velocidad la lluvia parece un mar fragmentado. No hay comparación con la profundidad oceánica. Pero mientras un descenso subacuático puede perforarte el oído, a ras del suelo el desplazamiento por el desolado paisaje corroe lentamente el alma en la soledad, como una yaga semejante a la lepra según dijo alguna vez el afligido Sadeq Hedayat en su Lechuza Ciega. La idea de que el mundo se desmorona sobre nosotros (desnudos, vulnerables) es una constante entre el sueño y la vigilia. Con los ojos abiertos, un territorio anegado succiona la coherencia de las imágenes que voy pensando y se desvanecen las referencias que me podrían permitir asociar lo que veo con fábulas sombrías en las que corre la sangre; al dormir, revivo terrores probables que mantengo dormidos para no exhibir todo el tiempo la verdadera naturaleza que, intuyo, vive paralelamente detrás de mi máscara. Cuando era niño creía posible experimentar en directo el fin de los tiempos. Pero la idea era absurda y mi imaginación dilató la experiencia condenando a los hijos de los hijos de mis hijos. Sin embargo, la idea no deja de ser seductora: ver el mundo caerse a pedazos mientras viajamos por una carretera en la que de todos modos, si no sucede lo primero, probablemente, de algún modo lento y doloroso, moriremos. Mientras viajaba a través de la inundación pensaba en una bella chica que conocí hace pocos años. Era una promesa. Escribía poesía, bailaba melodías orientales y aun vestida se movía como la criatura más desnuda. Cuando murió incinerada en un autobús que transportaba bidones de gasolina a través del desierto me invadió una pesadumbre insoportable que persistió durante meses, idéntica a la que brotó durante este viaje invernal que me recibió justamente regresando de mi primera excursión al fondo del océano donde vi tiburones, calamares con pieles explosivas como auroras boreales, cangrejos monstruosos, rayas, pulpos, camarones y un solitario caballito de mar que se aferraba a una esponja para combatir la poderosa corriente. Verlo fue un premio. Buzos experimentados comentaban que semejante encuentro sucede una vez en la vida y nada más. Algunos han visitado incontables mares sin ver ninguno en diez, quince años. “¡Qué formidable manera de soportar la tortura de estar solo!” Pensaba mientras el autobús avanzaba por la carretera. En más de una ocasión el destartalado vehículo se detuvo intempestivamente, supongo que el conductor oprimía a fondo el freno para eludir una coalición con camiones vueltos invisibles tras la capa de lluvia. Por cierto, el nombre del conductor era Ángel Gabriel… asociada al paisaje apocalíptico, la idea que sugería su nombre era temible.