El día más triste

Posted: domingo, abril 25, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“Un revelador vacío, una tristeza de la saciedad sigue a todos los deseos satisfechos (Goethe y Proust son los despiadados exploradores de esta accidia). El célebre abatimiento post coitum, el anhelo del cigarrillo después del orgasmo, son precisamente las cosas que miden el vacío que existe entre la expectativa y la sustancia, entre la imagen fabulosa y el suceso empírico. El eros humano es pariente cercano de una tristeza hasta la muerte”.
George Steiner. Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento

Tratando de recordar cuál ha sido el día más triste de mi vida me pierdo. No soy capaz de elegir porque hasta el momento todavía ningún día ha sido marcado por una melancolía indestructible (unzerstörliche Melancholie*).

Soy muy joven, pienso. Aún no ha ocurrido, pienso. Está por venir, pienso.

Tratando de imaginar cuál será el día más triste de mi vida doy con tardes y noches y mañanas en que la muerte es una línea invariable de hechos inmunes a la mala memoria. Me atemorizan esas tardes y noches y mañanas que están por venir. Me atemorizan los domingos futuros. Veo en sucesivos pantallazos a Ian Curtis colgando en su cocina, a David Foster Wallace también colgando del cuello, veo a Hemingway oprimiendo el gatillo con el dedo gordo del pie, a Virginia Woolf entregándose a las aguas, a Alfonsina en su último gesto submarino, veo la cabeza de Silvia encajando con perfección en el horno de gas, veo el delirium tremens con el que ultratumba reclamó a su dios, Edgar Allan Poe; veo los reveses mentales de Phillip K. Dick y las múltiples dimensiones que lo consumieron; veo a Walser como un fardo que se desploma en la nieve y al desahuciado Bolaño intentando expresar en el último suspiro la eternidad y el amor por sus hijos al mismo tiempo. Veo todo aquello como un álbum que se abre por voluntad propia justo en el día más triste de las personas que me han dado los días más felices y se me ocurre pensar que ese día tan triste que me espera en el futuro -así como probablemente en el futuro también espere mi asesino- será de un modo simultáneo insoportable y exquisito, como un pinchazo intravenoso que en vez de contener heroína o anestesia, contiene bocas lúbricas y diminutas cuyas dentelladas carcomen y dan sosiego.

Y aunque es tan difícil imaginar el día más triste, las cosas se facilitan cuando conocemos las noticas que envían otros exploradores. No dejo por ejemplo de repetir la frase de un poema bukowskiano en el que Chinaski tiene una tristeza tan grande que es capaz de escucharla en su reloj. Emulando esa experiencia extrasensorial afino mis oídos para adivinar dónde podría escucharse mi tristeza. No tengo reloj y a veces me sorprende que la respuesta “no tengo tiempo” sea tan recurrente y trivial. En esa frase sí que se escucha mi tristeza pero nada más, no la escucho en ningún otro artilugio de los que me rodean que, viéndolo bien, son pocos. Hago el experimento  de encender la aspiradora con la que aseo mis libros hasta que la batería se agota y solo reconozco dolor o éxtasis en ese aullido mecánico, pero no tristeza. Incluso escribiendo trato de percibir los chasquidos del teclado como un balbuceo primigenio de la tristeza pero mientras van apareciendo las líneas de los caracteres asocio el chasquido a celosías parpadeantes que me dejan asomar al origen del placer y surge entonces un fluido vertiginoso distinto a lo que estaba buscando.    

En los silencios de mi madre he escuchado algunas veces la tristeza y me aterra tanto… y tengo la corazonada de que escucharé su repugnante grito en las canciones de mi padre, cuando él ya no pueda cantar.

Me parece que es importante prepararse para el día más triste. Ir levantando un cerco de defensas morales. Tener un escudo que soporte el aliento corrosivo del día más triste. Un blindaje protector que por lo menos nos haga permanecer de una sola pieza.
Me pregunto qué pasaría si el día más triste fuera congruente en todas las personas. Que, así como un día soleado puede bañar al unísono las calles de una ciudad, el día más triste tuviera esa propiedad colectiva e incluso estuviera definido con antelación en el calendario. ¿Contaríamos ansiosos los días como hacen los niños que esperan la Navidad o evitaríamos con cualquier medio posible acercarnos tan siquiera a la víspera? Entre un disparo, una cuerda, un salto al vacío o un coctel de sedantes ¿cuál será la mejor manera de recibir ese día?

Ya he visto a mi amigo en ese día. Y a mis amantes les he propinado acercamientos.

He estado pensando en el día más triste durante las últimas tres semanas y ayer que volví a ver La cinta blanca –telúrica- me sentí en una excursión trepidante hacia ese abismo.  A decir verdad, el día entero hizo parte de esa excursión. Mientras me reponía del encuentro magnético que tuve con un vacío semejante al mío vi la representación gráfica más cercana que se ha podido crear de una supernova y aprendí que en el fondo de algunos lagos, a lo largo del mundo, existen sofisticadas trampas para atrapar neutrinos, partículas subatómicas que durante mucho tiempo no habían dado prueba de su existencia, como Dios. Entonces fue que al ver de nuevo La cinta blanca –brutal- la consideré una prueba digna de la existencia de un dios que justamente se manifiesta dividido en partículas, acumulándose como el moho o la nieve que derriba techos. Esta película -sus personajes, sus niños, su blanco y negro, sus lágrimas, sus atrocidades, su infinito misterio, sus ilimitados recursos de tortura, su belleza infantil, su tenebrosa apariencia, su enigma- es como un mensaje enviado desde ese día gris que aguarda en el futuro. Haneke y su obra maestra ofician como oráculo y presagio, espiando entre sombras una vida aldeana arcaica que empieza a sustentarse en la maldad y la sospecha.  Si Haneke elige mostrar el día más triste de sus personajes, si le imprime al narrador una voz gemela de la angustia, si permite que abandonemos la sala de cine un poco más oscuros de espíritu, si Haneke nos deja al final suspendidos entre la duda y la desazón no es por martirizarnos, es simplemente porque quiere denunciar los inagotables modos en que la tristeza –la tragedia- puede chuparnos la vida.

Coda: No creo que el escudo con el que supuestamente me defenderé de la corrosión de la tristeza esté blindado contra esta película, La cinta blanca es infalible cuando de abatir defensas morales se trata.

*Término usado por Steiner en el que reconozco un inquietante poder

Al diablo el Ragnarok

Posted: lunes, abril 19, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Los que se dedican a escribir guías turísticas podrían aprender mucho de la película Cómo entrenar a tu dragón. Un estudio juicioso del tono en que Hiccup describe su adorable villa podría generar en cualquiera la elocuencia necesaria para hacer ver como un destino idílico los incontables, tenebrosos, escarpados y gélidos infiernillos de la mitología. Las opiniones de este lánguido personaje, que en la jerarquía de su aldea ocupa el último lugar, menospreciado por sus fornidos compañeros y sus bárbaros tutores, lo convierten en un outsider prometedor del tamaño –guardando las debidas proporciones- de un Rimbaud o un Kafka. 

Imaginen que Kafka no hubiera nacido en la tremebunda Praga sino en la peligrosa Escandinavia, que en lugar de levita y corbatín estuviera sujeto a usar una indumentaria de malla y cornamenta. Imaginen que su arte no está en la filigrana de la narración sino en la pericia de esquivar nada más y nada menos que a dragones hambrientos y piromaniacos; pongan a un tipo como el Kafka que conocemos en este escenario, cúrtanlo con la misma melancolía,  cambien algunos detalles, dejen los fundamentales, como la incurable sombra del padre o los titubeos románticos con guapas vecinas y obtenemos algo más o menos parecido a lo que se ve en esta película. Ojalá no hubiera que pensar en los niños, pero como ellos están ahí y gozan, y más tarde pueden convertirse en kafkas más oscuros, mientras se amargan hay que darles esporádicos divertimentos y por eso es que el personaje de la película es un chico básicamente alegre pero, uno, que ya está más crecidito y un poco amargado, no se la cree del todo. Ese tal Hiccup, que no puede matar dragones, que no puede matar ni moscas, tiene el potencial para ser alguien distinto, un bárbaro marginado, solo y voraz en una variante de la historia que sucede fuera de pantalla cuando se abandona la sala y se consideran los caminos por los que puede discurrir su vida adulta. En la película, ante un camino de cuatro bocas, donde tres de ellas tienen umbrales de violencia, barbarie y destierro, Hiccup opta por la cuarta con un aparente umbral de ostracismo pero que es solo el disfraz para la aventura, una de las tremendas: la amistad que entabla con el misterioso dragón –uno que no aparece en los libros- hace rebosar al filme de tensión y humor. Es como una versión de E.T. en la que el chaparro extraterrestre de dedos lumínicos fue reemplazado por Depredador. Sus viajes a lomo de dragón por arrecifes mortales inunda las arterias del celuloide  con pura adrenalina, el enfrentamiento con un dragón que de haber existido hubiera sido un digno rival para los meteoritos es uno de los mejores clímax de acción vistos este año en pantalla y la curiosa universidad estilo circo romano en la que los jóvenes vikingos se profesionalizan en la masacre de dragones supera al alma mater de Harry Potter. Pero atrás sigue la violencia y la barbarie y el ostracismo y por delante queda el tiempo. El ejercicio de completar las historia con una imaginación sombría hace parte del deleite de ver esta clase de películas, pues para los antihéroes los finales felices tienen la duración de un relámpago.

Hiccup, además, tiene un aire de Leonardo Davinci que hace sentir nostalgia por el tiempo remoto en el que casi nada estaba inventado, los libros hablaban de ciencia y magia con el mismo rigor y misterio, y los ciudadanos tenían un sentido del apocalipsis permanente: ahí está el caso de los antiguos escandinavos afanados en mantener siempre las uñas cortas por el temor que suscitaba la amenaza de los gigantes que en el otro mundo construían naves con las uñas de muertos desaliñados para zarpar algún día y masacrar a sangre fría a los dioses y a cualquiera que se les pareciera. Como se supone que ese Ragnarok ocurrió hace miles o millones de años es probable que en el grueso de la masacre hubieran caído los dragones y los cazadores de dragones y los domadores de dragones como Hiccup, sin dejar alguna huella; y como se supone que la mitología verdadera es la de Jesusito y sus secuaces la única huella que nos queda de ese imaginario antiquísimo es la que se recrea en el cine, pero como también se supone que el regalo que nos dio el papá de Jesusito, osea Dios, es el libre albedrío, esto otorga la licencia de dar por hechos otras mitologías. A lo mejor en algún sustrato recóndito del suelo estén ocultos los fósiles de criaturas supremas o permanezca el rastro dejado por los cadáveres de los dioses en fosas comunes que revelarán la verdadera magnitud de todo aquello que ha escapado a la imaginación logrando lo que nadie ha podido lograr: torcer el sentido de realidad que nos ha rodeado hasta el sol de hoy (aunque el cine en ocasiones se acerca peligrosamente a lograrlo).

Boca de sapo

Posted: lunes, abril 05, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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"Ante el dolor no hay héroes, ningún héroe"
George Orwell


El trabajo de un director se reduce a tomar decisiones. Buenas o malas, ése es su trabajo. Tiene tras de sí un racimo de personas que lo apoyan pero él tiene la última palabra y por fortuna, tiene la primera. Del compromiso que asuma en cada camino elegido depende la elocuencia de la película a la hora de comunicar el mundo que contiene. Ese compromiso no debe estar condicionado, debe ser un salto al vacío. Con suerte pero con más talento que suerte ese salto arrastrará a un público numeroso. Hunger tiene ese peso. Tan solo su pronunciación en el idioma original tiene un vacío sonoro que puede succionar cualquier torrente de la imaginación a un lugar oscuro y estridente, creado a partir de todas las ideas sobre el infierno que se suman durante la juventud y se comprueban en el camino hacia la ancianidad. La traducción al español reduce su potencia pero conserva la cualidad de sufrimiento y nulidad: Hambre. 

La película es del año 2008. Fue comentada, premiada, distribuida y aplaudida mundialmente pero en nuestro hemisferio subtropical fue prácticamente ignorada. Si pudiera culparse a su tono incendiario o a la naturalidad furiosa con que los personajes asumen sus roles o a la leve exhortación al mundo subversivo, uno podría darse por satisfecho y sentir que verla, dos años después de su estreno, es un pase de entrada a una militancia sin concesiones en la resistencia del arte y la expresión. Sin embargo, estas no fueron las razones por las que la película no llegó a ciudades como Medellín. Simplemente, Hunger a lo sumo garantizaría una o dos personas en nuestras salas de cine pero ese par de seres humanos estarían participando de momentos sublimes e inspiradores, capaces de insuflar la más fina conciencia crítica que cualquier ciudadano puede agradecer. 

Sí, después de ver Hunger uno quisiera tomar una decisión drástica, resistirse a algo, protestar por algo, cambiar el curso de un río, detener el flujo del tiempo, derrocar algún estado malévolo, disolver la maldad con una burla ingeniosa, escupirle en la cara al poder y escupirle en la cara al poder detrás del poder. Después de ver esta película uno quisiera abrir los ojos si es que de algún modo los ha mantenido cerrados y por lo menos aprender a tomar decisiones tan buenas como las que el director Steve McQueen tomó cuando rodó la película o decisiones tan firmes como la que llevó a Boby Sands, el protagonista, a ejecutar un ataque suicida que no dejó muertos pero sí muchas conciencias maltrechas.

Cuando filmó su opera prima, McQueen estaba por cumplir los 40 años. Un hombre joven chapuceando en las vidas de un montón de hombres jóvenes que en la década de los ochenta habían encontrado una manera de ejercer la resistencia con pequeños actos cotidianos, fisiológicos, íntimos y simbólicos que generaban las respuestas más violentas. Hunger narra las intensas protestas que los prisioneros del I.R.A. realizaron para que el gobierno inglés reconociera su estatus político y por encima de cualquier cosa, para que les respetaran los derechos primordiales. La narración de un tema que involucra esta idea de la dignidad humana podría depender del contexto y justificarse exponiendo –maximizando-  los devaneos diplomáticos pero aquí no se pierde el tiempo en ese panorama nacional del momento o en la explicación de los medios de la insurgencia para alcanzar sus fines colectivos. No hay bombas ni escenas de marchas grandilocuentes atestando las calles de Belfast. El primerísimo primer plano de un cacerolazo y un sutil asesinato en un ancianato son suficientes para presentar la gravedad del problema. En cambio, sí depende esta narración de los fines individuales y los medios al alcance de esos individuos confinados a una escala de miseria que rebasa los límites de la barbarie. Ellos solo cuentan con sus cuerpos. En su desnudez, en la soledad de sus pequeñas celdas, en su fragilidad frente a las golpizas de los guardias tienen armas tan poderosas como la camaradería, la imaginación y el hambre, un hambre capaz de incomodar al imperio y desestabilizar los cimientos del supuesto mundo civilizado que representa. Pero eso lo vemos fuera de campo porque lo que muestra la cámara evidencia las sabias decisiones del director: seguir el ritmo de la historia como igualando el ritmo de la vida que aparenta ir despacio pero se dilapida en un suspiro, buscar la estética de las imágenes insulsas (el plano de un hombre que limpia orina en un pasillo interminable o la extensa conversación entre un reo y un cura alcanzan para elevar esta obra al pedestal donde Kubrick dejó reposando sus huesos), mostrar en tono documental la violencia que sirve de contrapunto y dividir la historia en dos actos. 

Un primer acto describe las vejaciones sufridas por los prisioneros y se detiene sobre distintos personajes sin darle a ninguno preponderancia. Está el guardia en el que parquedad y miedo son terreno fecundo para la atrocidad, están los prisioneros que viven juntos en la misma celda, pintando sus paredes con excremento, preparando argamasa con el bolo alimenticio para arrojar a sus adversarios inundaciones de orina; están las familias que en libertad padecen el mismo encierro por lo que también ejercen alguna clase de resistencia y está ese líder camuflado que poco a poco se convertirá en el eje central del segundo acto. Esta primera parte la cuenta McQueen con una composición visual discreta: una cámara que se toma el tiempo para averiguar lo que traman sus personajes como si esos actos ocultos no estuvieran en el guión y fuera necesario aguardar para conocerlos y luego encubrirlos. Una resistencia así no da tregua, una resistencia así no deja sin explicación el giro que degrada los acontecimientos hasta el hambre. 

Lo que hace el líder Boby Sands en el segundo acto es inmolarse convirtiéndose en un artista de la inanición, por decirlo de algún modo, ya que aguantar 66 días sin comer un bocado requiere la tozudez que sólo un artista es capaz de imponerle a su obra. El Boby Sands de la vida real murió y tras él murieron otros nueve prisioneros que lo acompañaron en su huelga. Michael Fassbender –el mismo que vimos hace poco como cinéfilo erudito en Inglorious Basterds- , el Boby Sands de la película, no murió pero lo disimula muy bien al entregar con abnegación sadomasoquista su carne, sus costillas y sus vertebras a este sacrificio humano oficiado ante las cámaras. Para contarlo Steve McQueen encuentra un punto de vista distante, como el de un clérigo que aguarda para dar los santos óleos, y logra un efecto contradictorio: es verdad que la cámara muestra que no es bello cuando el cuerpo se devora a sí mismo, cuando la piel se rasga en múltiples úlceras purulentas, cuando los huesos parecen arrojados al azar en un saco de carne, cuando la boca, los ojos, los dientes y todo lo demás tienen un rigor mortis ascendente que borra cualquier esperanza, y en medio de esta oscuridad, en medio de esta boca de sapo que se abre hasta tragarse al sapo, la cámara también muestra  que cualquier acto de resistencia es bello, más bello aún si están en juego las tripas.