Esperando a los bárbaros

Posted: jueves, julio 29, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“Nuestras noches ya no vibran de terror o de éxtasis; sin embargo vivimos, pasamos por la vida sin alegría y sin misterio, el tiempo nos parece breve.”
Michel Houellebecq. La posibilidad de una isla

Tomo esta imagen de Henri Rousseau, la despojo de todo color, la cubro con un cielo relampagueante y la envuelvo en ruidos estruendosos de criaturas (animales, insectos, incluso espectros) que ululan, rugen, aúllan, chillan, vociferan y croan ocultas en la espesura y lo que obtengo es una réplica exacta del espíritu umbroso de la película Independencia. Son almas gemelas estas dos obras de arte, de eso estoy seguro. Una es espejo de la otra y probablemente al director Raya Martin ni se le cruzó por la cabeza esta pintura de 1910, aunque el marco temporal de ambas es tan cercano, así como son parientes los miedos que se intuyen todo el tiempo tras el impenetrable telón de árboles y maleza.

También las une el desconcierto progresivo que ambas despiertan. A lo largo de años he vuelto a El Sueño de Rousseau repetidas veces. No intento descifrar su mensaje, entender su técnica, descubrir los motivos del artista o comprender, en fin, la esencia de los personajes en relación con los colores que les dan forma, simplemente hay una fascinación impresa a fuego en la memoria, un encanto que gotea con mesura sobre mis gustos y obsesiones. Ese encanto que permite asociar libros con pinturas, pinturas con canciones, canciones con poemas, poemas con películas, películas con pinturas, y todo aquello con asuntos tan inabarcables como la vida, el terror, la alegría, el amor, la crueldad, el erotismo, las mujeres, el mar, los sueños, el sexo, la muerte.

El encanto que genera Independencia no llega por gotas sino a raudales. Será porque el director virtuosamente compone el argumento con un violento vaivén de dicotomías que luchan por anularse. Lo mítico intentando sobrevivir a lo histórico, lo terrenal maquillado en lo divino, lo salvaje en pugna con lo artificial y lo humano guareciéndose en los límites de cada confrontación para burlar las infalibles amenazas de lo bárbaro.

Este embrujo que reconozco en Independencia está basado en una incertidumbre profunda: si desconociéramos la historia por un momento, ignorando que a principios del siglo XX los norteamericanos se apropiaban de cualquier reducto de dignidad en Filipinas y olvidando además los remanentes que quedaban de la colonización española, esos personajes que aparecen sin nombre, casi sin pasado y sin un porvenir claro son tan extraños como cualquier anomalía evolutiva que hubiera sobrevivido durante milenios en alguna inhóspita caverna. Pero la rareza de esos personajes, del hijo, de la madre, de la extraña, de un nuevo hijo que llega, gira hacia la familiaridad rápidamente: ellos y nosotros, despojados del contacto con el mundo -ellos en la selva, nosotros en la sala de cine- compartimos dos cosas: primero, un punto de vista cuyo principal filtro son las sombras y segundo, una precognición perdurable de amenazas secretas. Y estas concepciones tan difusas son moldeadas visualmente en el contraste de la luz y la oscuridad, en la artificialidad de un escenario supuestamente virgen, en la quietud de una cámara que en cada escena pareciera esperar apenas el movimiento del aire, en actuaciones solemnes que debieron beber de la ingenuidad de un pueblo o de su rabia, en las miniaturas de ironía con las que el guión revela la magnitud de una tragedia: no son posibles las fugas a perpetuidad y los sueños pueden ser el lastre que terminará por arrastrarnos hasta el fondo de un pozo.

El final: seguimos perdidos en la jungla, apabullados por la orquesta estridente de la naturaleza, asediados por truenos, relámpagos y una lluvia que cae a dentelladas. Al padre con sus atavíos de caza se le va nublando la vista; a la madre que de repente en la tormenta se sintió sola la intercepta un insólito fantasma; al pequeño hijo, abandonado a su suerte por el azar de la muerte, lo encuentran los bárbaros, lo que deja solo una escapatoria: arrojarse sin duda en el vacío y escuchar en la caída la verdadera música de los ángeles.