Viaje literario alrededor del mundo

Posted: sábado, diciembre 31, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
0

"¿Por qué esperaba que seríamos felices en el extranjero? Porque un cambio de ambiente es la falacia tradicional en la que confían los amores -y los pulmones- condenados."
Vladimir Nabokov. Lolita.

Kristen Mcmenamy fotografiada por Steven Meisel en el Hotel Chelsea
Gracias a la literatura el mundo es un lugar colonizado por la imaginación. En las páginas de los libros perseguimos las huellas que autores y personajes dejaron en lugares que resisten el paso del tiempo convertidos en mecas de la mitología literaria.


En 1993 la Editorial Alfaguara publicó un libro con una insólita promoción. Escondido entre las 427 páginas del volumen había un cupón que le ofrecía a los lectores la promesa que muchos quisieran ver impresa en la mayoría de sus libros favoritos. El trozo de papel, azul celeste, tenía el estilo de los avisos que se suelen dejar en la puerta de las habitaciones de hotel para indicarles a las camareras que el huésped prefiere no ser perturbado y contenía en letras mayúsculas la siguiente inscripción: “ESTE LIBRO LE RESERVA UN FIN DE SEMANA DE NOVELA”.  A continuación, un breve párrafo profundizaba un poco más en las características del extraño juego: “Este libro le transporta a una serie de ambientes y estancias en los que vivieron, escribieron o amaron algunos de los escritores más sobresalientes de la literatura universal. Pero este libro le da, además, la oportunidad de disfrutar de algunas de esas estancias”. 

Todo lector quisiera que al abrir cualquiera de sus libros se escurriera de su interior un cupón similar que le entregue el poder a ir al aeropuerto y reclamar un tiquete aéreo hacia los fascinantes destinos descubiertos por sus escritores. Emular por ejemplo el recorrido que Bruce Chatwin realizó a lo largo de la Patagonia o seguir las huellas que Paul Bowles dejó desperdigadas por el misterioso norte de África; conocer los puertos de Nantucket que Herman Melville usó como escenario en los capítulos iniciales de su legendaria Moby Dick o participar de esa Bohemia parisina perpetuada en las palabras de Proust, Maupassant, Hemingway y Cortázar. De ser posibles, una travesía en el Orient Express de Agatha Christie o un viaje submarino a bordo del Nautilus imaginado por Verne, tendrían el mismo sentido de aventura que una visita guiada a la ciudad de Troya si aún estuviera en pie.

El libro de Alfaguara estaba atravesado por esta ambición secreta, consumada hasta sus últimas consecuencias por la periodista francesa Nathalie de Saint Phalle quien hace un recorrido en orden alfabético por los hoteles que alguna vez alojaron a los mayores genios de la literatura o fueron escenario de algunas de sus novelas. El título, Hoteles literarios, abarca sitios reales o inventados de 216 ciudades del mundo, desde Aden hasta Zurich pasando por poblaciones tan exóticas como Kuala Lumpur o Trebisonda, y por ciudades multitudinariamente deseadas como Buenos Aires, Nueva York o La Habana. Una lectura así hace agua la boca, especialmente con la tentación que provocaba su promoción adjunta, la cual llevaría a siete ganadores a pasar mágicas noches en alguno de los hoteles mencionados, aunque el deseo de la mayoría, seguramente, sería contar con tiempo y presupuesto para dormir en la totalidad de las suites. 

El lector que visite los lugares de este libro se preguntaría en la intimidad de su cabeza si su  estadía en los aposentos del Hotel Biltmore de Nueva York, si fuera el caso,  traería a la vida los primeros años de casados de Scott Fitzgerald y Zelda, esos eternos amantes;  o si una fiesta endiablada en las suites del ilustre Hotel Chelsea, refugio eterno de artistas y dandis,  perturbaría a los fantasmas de sus distinguidos huéspedes entre los que se contaron Tenesse Williams, Nabokov, Thomas Wolfe y  Mark Twain. Pero las inmediaciones de este libro no son exclusivas para el nacimiento del deseo de viajar; gracias a la literatura, el mundo es un lugar de confines colonizados por una inmensa mayoría, sea con la sucesión de imbricados itinerarios de viaje o con las jornadas, más frecuentes, de plácida imaginación.

Este viaje literario alrededor del mundo podría iniciar en cualquier continente. Bastaría con poner a girar un globo terráqueo y disparar a ojo cerrado el dedo índice para escoger el próximo viaje. Si el azar permitiera que el dedo aterrizara en La Habana estaría clara la jornada del día: el mejor mojito del mundo con el que Ernest Hemingway ahogaba su sed entre las jornadas de escritura en La Bodeguita del Medio, en una de cuyas paredes escribió con su pulso de titán la frase mil veces fotografiada: Mi mojito en La Bodeguita, mi daiquiri en El Floridita", haciendo alusión a otro destino obligado de la calle Monserrate, el bar Floridita, donde el escritor dilapidaba sus tardes.

Pero el azar podría ser más juguetón y proponer como próxima estación un vagabundeo bucólico entre los mismos molinos de La Mancha que se batieron en duelo, haciéndose pasar por gigantes, con el ingenioso hidalgo Don Quijote; o sugerir una aventura similar a la vivida por Robert Louis Stevenson en la lejana isla de Samoa, un viaje épico que Marcel Schwob imitó años después buscando la tumba del padre del Doctor Jekyll y Mister Hyde. 

Un sabio consejo para quien se encuentre en este recorrido es que también se tome su tiempo para descansar y no hay mejor lugar para relajar un día que el Café Tortoni de Buenos Aires. Allí podría ver, en una de las mesas del fondo, el departir alegre de Borges, Alfonsina Storni y Carlos Gardel, inmortalizados en figuras de cera que regresan a los días en que el café era frecuentado por los artistas argentinos destinados a hacer historia. 

Para rematar esta estadía porteña el lector viajero puede dejar que sus pasos lo conduzcan a lo largo del viejo San Telmo y desemboque al final en el laberíntico Parque Lezama donde puede esperar la muerte del sol bonaerense para espiar a los amantes que se roban besos al modo del personaje de Sobre héroes y tumbas, la novela del recién fallecido Ernesto Sábato.   
  
A este viaje también le hace falta el glamour inimitable de Manhattan, sus interminables recovecos, su romanticismo visible en las vitrinas, porque no es necesario entrar a la joyería Tiffany’s y comprar un diamante del tamaño de una aceituna, basta con imitar el gesto que Holly Colightly (o Audrey Hepburn, pues sus figuras son inseparables) hacía frente a los aparadores en esas mañanas de resaca desparpajada, descritas por Truman Capote en Desayuno en Tiffany´s, en las que el resplandor de la belleza femenina opacaba el brillo de las piedras preciosas. Y ya que el viajero se encuentra en Nueva York, qué tal si trepa a la cima del Empire State como las hormigas imprevistas que Gay Talese encontró en su jornada de hallazgos casuales o contempla durante horas la fachada del edificio Dakota, donde Polanski ubicó el nacimiento de El bebé de Rosemary y John Lennon pereció a manos de un hombre que malinterpretó lo que Salinger quería decir en El guardián entre el centeno. Antes de abandonar la capital del mundo, hay un itinerario obligado y es buscar en un Brooklyn lleno de contrastes las calles misteriosas que conforman la geografía literaria de Paul Auster, donde el destino suele dar giros de 180 grados.

Cuando todos los viajes se acercan a su fin no hay mejor antídoto para semejante ajetreo que el silencio y la serenidad; bien podría el lector curarse del severo trajín en las montañas de Davos, donde Thomas Mann ubicó su Montaña Mágica, y no temer porque el viaje se detenga, ya al regresar a su lugar de origen, pongamos de ejemplo a Colombia, no tendría que ir muy lejos para repetir su hazaña: La Cueva barranquillera donde García Márquez se emparrandaba con sus monumentales amigos promete estar siempre con sus puertas abiertas y Versalles, templo de operaciones de Gonzalo Arango y la camada irreverente de Nadaístas, ofrecerá a los sentidos el viaje más gozoso, el de un humeante café.

Álbum de olores de un viajero

Posted: jueves, diciembre 29, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , , , , , , ,
2

Viaja y encontrarás sustituto de lo que has dejado.
Y esfuérzate, porque en ello está el sabor de la vida.
Hay más deleite en las aguas que corren
que en las que se pudren estancadas.
 Poema árabe de Casida de Safi-Eddin Alhili (citado por Mohamed Chukri en Tiempo de errores)


A lo largo de un día, una persona inhala y exhala sin llevar la cuenta, de manera involuntaria, sin detenerse  y dejando pasar a través de sus fosas nasales, millones de olores que no tienen lo necesario para quedar adheridos a la memoria.

Haciendo la simple operación matemática de comparar el número de respiraciones con la cantidad de aromas que recordamos durante un día, la diferencia salta a la vista. En promedio, cada minuto completamos un ciclo de 12 a 20 respiraciones, lo que en 24 horas alcanza la suma aproximada de 28.800 respiraciones en un día tranquilo, es decir, sin sobresaltos, sin ejercicio, sin la taquicardia que produce un beso o la ansiedad que rodea el principio y el final de un viaje.

Sería agotador para la memoria almacenar los detalles odoríferos que succionamos en cada bocanada de aire. Intentar el ejercicio es una invitación a la locura y aunque el sentido del olfato no es tan selectivo como el de la vista, pues en el flujo de  la rutina nuestras vías respiratorias se enfrentan por igual a hedores inaguantables y a efluvios cargados de encanto, tiene una facultad especial para asociar los mejores momentos de la vida con las fragancias más sutiles y delicadas.

Esto no lo advertimos siempre, pero el sentido del olfato nos brinda una conexión directa con facetas misteriosas de la existencia.

Fácilmente recordamos el contorno de un cuerpo y las particularidades de un rostro. Al pensar en una melodía, esta resuena casi idéntica en la privacidad de la mente. Evocando los sabores de un plato determinado, la saliva se corta y pasa por las papilas gustativas para engañarlas y hacerlas sentir la dulzura, el picor o la acidez de esos bocados. Pero intentar recordar con fidelidad los detalles de una esencia siempre nos pone ante un desafío que el lenguaje suele perder. Las palabras quedan atascadas en la punta de la lengua porque no se atreven a configurar las verdaderas características de esas fragancias que intentamos recordar: el perfume específico de un amante o el vaho enigmático que envuelve a las ciudades hacen parte de una dimensión intangible de la memoria a la que solo podemos acceder con nuestro olfato, que opera como una clavija que activa una máquina del tiempo. De repente nos topamos por accidente con lánguidas emanaciones que se convierten en poderosos torrentes al atravesar las ventanas de la nariz y nos arrastran a viajes emprendidos años atrás. Vemos de nuevo las calles de las ciudades visitadas y a nuestros rostros vuelve el calor de esos vapores que invadieron nuestro aliento y se sumaron a ese álbum de olores que fuimos llenando a lo largo de nuestros recorridos.

Las ciudades tienen su arquitectura, su cultura y sus pobladores para dejar huella. También tienen su aire, cargado de millones de partículas a través de las cuáles podemos trazar un mapa singular de cada lugar visitado, pues las fotografías tomadas al azar y las fruslerías adquiridas en las tiendas de regalos pueden ser trofeos idénticos en las mochilas de cientos de turistas, pero la imagen de una ciudad a través de sus olores es irrepetible y cada viajero la atesora a su modo. 

Hay ciudades rodeadas por imponentes desiertos como Casablanca, en Marruecos, pero su aire no es seco sino que fluctúa entre la frescura salina que sopla el mar y  la brisa salpicada de polen que viene del Sahara, que le arranca un dulce tufillo de especias y miel a los naranjos, narcisos y violetas que florecen en los jardines.

También hay ciudades que parecen abrigadas todo el tiempo por el jadeo avasallador del mar que baña sus costas. Las calles de Lima y los canales de Venecia están en hemisferios distantes pero comparten una atmósfera en la que se mezclan las esencias combinadas de la salvaje vida marina con el añejamiento que siglos de historia ha depositado en sus cimientos. Hay quienes solo pueden ver en el cóctel de estos olores una humeante pestilencia pero una vez superada la primera impresión aparecen los silvestres bálsamos de un buen ceviche peruano o la glamurosa conjunción de inciensos que levitan en la Plaza de San Marcos durante el Carnaval de Venecia, donde hombres y mujeres enmascarados contonean sus vestidos de oro y plata como si estuvieran liberando esporas que contagian el ansia erótica de Giacomo Casanova.

Otras ciudades parecen ser más inabarcables que el propio océano que las circunda. Nueva York, madre de las junglas de concreto, acero y cristal, es el ombligo aglutinante de los olores del mundo que viajan como polizones en la ropa, los alimentos, las bebidas, las colonias y la transpiración de ese ciudadano universal que llega a la gran manzana desde otra populosa urbe o desde una recóndita aldea al otro extremo del planeta.

Es el olor de las salchichas asadas en esquinas a cielo abierto y de las nieblas repentinas desprendidas de los trenes subterráneos que fácilmente albergan en un solo vagón a un representante de cada nacionalidad con su respectiva esencia a cuestas: si un hombre con altivez parisina lleva un pan baguette bajo el brazo, podría despedir algo de esa nube edulcorada que ocupa las calles solitarias de una Paris donde apenas amanece, en la que el pan se hincha en los hornos y los crepes del Barrio Latino son bañados con chantilly, queso, nueces o Nutella.     

O si la elegancia de cierto pasajero presagia una fuerte llovizna podrían adivinarse en sus ademanes las brumas de olor a madera vieja o lana mojada que preceden las tormentas de la Londres nocturna. 

Porque las fragancias citadinas pueden tener origen en un dulce manjar, como el caramelo que en verano se prepara en las calles de Santiago; o de las piedras que acordonan el trazado de calles, como esas paredes que le dan a la Cartagena antigua un olor que sólo podría calificarse como el perfume de las murallas.   

Si en México D.F. es el del maíz el olor que intenta hacerle contrapeso a la nube de polución que la ciudad irradia, en el territorio de agua de Bariloche es el chocolate el vapor que predomina y establece con los efluvios del whisky y el vino una relación de amantes.

Río de Janeiro solo tiene carnaval durante cuatro días al año pero alcanzan para curtir los 361 días restantes del aroma que se desgaja del maquillaje, los penachos y aceites de las garotas endiosadas.

Y una ciudad más tranquila, como Córdoba, Argentina, donde predomina una atmósfera universitaria, puede ofrecer al viajero la aventura simple de sentir el aroma de unas pastas cociéndose a fuego lento mientras la desnudez de dos amantes forcejea en el cuarto de al lado, intentando perpetuar el momento para que, a pesar del transcurso de los años, los vapores únicos de ese viaje hiervan en la memoria con la misma intensidad y con la misma dulzura.

(Una versión corta de este texto fue publicada en la revista En Alza)


Barrio Triste Films: una historia a lomo de camello

Posted: lunes, noviembre 28, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
0

Foto: Diana Giraldo
Si los pasillos y habitaciones de la casa se extendieran en orden como una sábana, el área ocupada sería tan extensa como una cancha callejera de microfútbol, pero el azar quiso que los distintos espacios se enredaran entre sí con el orden que sólo saben dar los albañiles que trafican los secretos de su oficio entre un excepcional clan de maestros del remiendo y la improvisación.

Así que el zigzag de un corredor puede conectar todas las habitaciones del lugar y sin embargo dejar la impresión de que fluye a través de universos paralelos y opuestos. La misma impresión se robustece cuando las tinieblas del patio trasero son espantadas por el cañonazo de luz del proyector y al mismo tiempo alguien comenta que afuera debe estar lloviendo porque desde el otro patio llega el leve sonido de una llovizna repentina. Así, mientras en un patio llueve, en el otro transcurre una función secreta de cine y en el trayecto que los conecta a los dos pueden estar sucediendo escenas tan corrientes como la de un hombre que come arroz frente a las imágenes de la telenovela más burda o acontecimientos que serán recordados en la historia del cine local como la discusión entre un director y el protagonista de su ópera prima frente a una pared tapizada con el plan de rodaje que los mantendrá ocupados durante las próximas semanas.

Cada rincón de la casa donde Barrio Triste Films tiene su sede despierta la necesidad de someterlo a una paciente observación, pero cada quien encontrará su punto de enfoque. Por ejemplo, la pared que recibe al visitante: la primera imagen es la de un fondo blanco sobre el que crece un tupido matorral de garabatos que gradualmente, a medida que el visitante se acerca unos pasos, se convierte en una multitudinaria formación castrense de números y caracteres, para finalmente, cuando la cercanía permite tocar el papel cuadriculado sobre el que alguien derramó su escritura, tener la configuración de un plano cartesiano infinito sobre el que se ordenan historias encriptadas en escenas y secuencias.
Se leen nombres como Yulay y alias como Tatuaje. En una de las escenas mencionan hordas de cucarachitas, en otra es patente el predomino de lo sexual sobre lo violento. Líneas más abajo se menciona una cárcel y en el siguiente cuadrante del plano el escenario cambia por la habitación de un hotel o por la trastienda de un taller mecánico: universos paralelos de una misma historia en la que se cruzan las anécdotas brutales de personajes que en la habitación contigua comparten tranquilamente un trago.  

Las secuencias allí exhibidas sólo son una pequeña muestra de un guión que en su desglose original de 140 secuencias ocupa 265 cuartillas firmadas por Giovanny Patiño. Es el mismo Papá Giovanny que más de diez años atrás figuró en algunas escenas de La vendedora de rosas y que ahora está metido en la piel de guionista-director-productor del primer largometraje nacido directamente de las calles de Barrio Triste: Lola… drones.

Tras el documental Madres invisibles y el cortometraje Al rojo vivo, Papá Giovanny se embarcó en este proyecto de largo aliento impulsado por el ansia de contar las historias de las que ha sido testigo a lo largo de toda una vida en la calle. Ansia contagiada en parte por los directores de cine que en los últimos años han estado cerca de él como Víctor Gaviria o Barbet Schroeder. Cada experiencia acumulada en las inmediaciones de ese cine que se rodaba en las calles de Medellín fue almacenada por Giovanny: guardaba cada papelito que le entregaba algún director, leía al derecho y al revés los guiones de las películas y siempre, al ver la familiaridad de esas historias, se decía que él tenía mejores cuentos qué contar. No demoró en desahogar una de sus historias sobre el papel.

La historia de este guión es un relato de viajes. Con la historia de Lola picándole en las manos Giovanny se embarcaba en su motocicleta para salir de la ciudad. En Marinilla, El Peñol, Santa Fe de Antioquia o cualquier otro pueblo cercano buscaba lugares tranquilos para sentarse a escribir a mano el guión de su primer largometraje.

En ocasiones las escenas se negaban a fluir y debía regresar con el papel en blanco pero otras veces aparecían en el papel como si se hubieran escrito automáticamente o alguien más se las hubiera dictado al oído. Además de reconocer que tiene mala ortografía –“Yo soy un personaje que escribo mamá con hache”- y que es Aurora la que pule los errores del guión, Giovanny confiesa que tiene una segunda persona, un Giovanny distinto que lo acompaña cuando se encierra a escribir. “Es difícil, es escaso y de pronto no lo encuentro siempre pero yo a ese man lo amo porque me ayuda con el cine, y siento el eco y me pongo hiperactivo.” 

Según Giovanny, a la hora de armar una secuencia vive una intensa película en la que se emociona, ríe, llora, grita. “Gozo, me emborracho y se la leo a todo el mundo y me dicen: este marica está loco”. Pero es como si dijeran que todos comparten la misma locura porque los personajes, las situaciones y los escenarios son vínculos que los enlazan a todos. Unos actúan las historias que otros vivieron.

En el guión de Lola… drones  también existe la violencia natural en la que se resguarda cualquier persona enfrentada a la calle pero prevalece el amor como el punto de encuentro de todas las historias. Desde sus primeras líneas hay una intención explícita de sensualidad e inocencia. Lola aparece como una mujer frágil pero fatal, infaliblemente bella como la Lola real que inspiró esta historia. Giovanny no recuerda exactamente cómo se le clavó la espina pero si tuviera que elegir una primera imagen no duda en recordar el día en que apareció Maria Dolores en uno de los bares del barrio, más eufórica que nunca. “¡Muchachos, hoy estoy cumpliendo años!”, gritó y se quitó la blusa mostrándole a todos las tetas. “Hijueputa, yo me quedé hipnotizado: ‘Pero por Dios, esas no son tetas, son una obra de arte de Dios, el que las toque es un hijo de puta’. Y ella vuelve y se tapa y se sienta con nosotros a beber y a reírse y a llorar por la vida. Desde ahí empecé a escribir sobre ella”.

Y escribir sobre Lola era escribir sobre todos al mismo tiempo: sobre hombres que todos los días van como funámbulos sobre una vida de últimos minutos y mujeres que en un juego invariable de seducción tientan al diablo y engañan a la muerte; lo que arma al final un relato intenso que Giovanny compara con el lomo de un camello: “Tiene subidas y bajadas. Vos en mi guión no vas a ver que el atraco del banco, que las balas, el efecto especial, que le volaron la cabeza a alguien. Vos ves una historia de amor divina que maneja la jerga pero no la palabrería. De pronto ves niñas que dicen suripanta, paplemosa, changonera; o en la escena de la cárcel ves hombres que son muy delincuentes pero que hablan es pura poesía.”

Giovanny calcula que el zigzag de esta historia mantendrá a los espectadores atados en las butacas, pero no es una estrategia preconcebida. Como los pasillos de esa casa en la que todos los días se planean, ensayan o reescriben las escenas, la estructura de la película tiene una forma que obedece los caprichos de la suerte. Según el ánimo del día, Papá Giovanny la ve como el lomo del camello pero también asocia esas subidas y bajadas al clímax orgásmico de una mujer: se nota que está enamorado.  

Páginas descaradas y otros males complementarios

Posted: sábado, mayo 28, 2011 by Godeloz in Etiquetas:
1

"También hay que recordar que en la literatura siempre se pierde, pero que la diferencia, la enorme diferencia, estriba en perder de pie, con los ojos abiertos, y no arrodillado en un rincón rezándole a San Judas Tadeo y dando diente con diente."
Roberto Bolaño. Entre paréntesis
Foto: Burcumbaygut
El miedo o terror o más bien horror que algunos escritores manifiestan ante la página en blanco es un lugar común de la literatura además de ser, en no pocos casos, un motivo para volarse la tapa de los sesos. La página en blanco es el monstruo que sale del armario para resplandecer ante los niños que eligieron crecer con su imaginación intacta y convertirla en una manera más o menos decente de ganarse la vida. Estar ante ella es afrontar la posibilidad de la locura, encarar el vacío y la nada, jugar a la ruleta rusa, retar a la suerte y estar en riesgo de perder por completo la elocuencia. Es un juego tan carente de reglas como las riñas callejeras en las que el primer golpe tiene el grado más alto de dificultad.

En la ruleta rusa que es la escritura, la página en blanco es el revólver cargado hasta la última bala. Por lo menos los escritores de hace veinte o treinta años se daban el lujo de presumir un millón de victorias en esta apuesta letal. De una u otra forma, la página en blanco llevaba las de perder porque regularmente las escritas eran las conservadas, las que se apilaban una tras otra hasta el punto final; las que permanecían en blanco como los huesos eran arrancadas con violencia de la máquina, eran estrujadas, rasgadas, rotas, desterradas y disparadas, a veces con escasa puntería, a la papelera.

Si la frase inicial no era la correcta ni poseía la suficiente fuerza de atracción, si carecía de ritmo, si no contenía un ápice de estilo, una acción tan sencilla como valerosa lo resolvía todo: tachonar con pulso firme y empezar de nuevo en la siguiente línea. La cuenta del escritor se mantenía en ceros pero la página en blanco dejaba de serlo: la coronaba una mancha de tinta a manera de tumba. El resultado final era casi siempre un manuscrito fragmentado, con abundancia de tachones, palabras que reemplazaban otras, notas al margen, comentarios sueltos, quemaduras de cigarrillo, huellas de grasa y gotas de vino. Un puzzle que el escritor armaba, pulía, pasaba en limpio y ponía en el correo para recibir, a la vuelta de unos meses, ejemplares con la tinta fresca junto a un cheque firmado por el editor; o recibir en todo caso, cuando no llegan los cheques e incluso tampoco los ejemplares, notas de rechazo cuya acumulación puede constituirse en una variable poderosa para estimular en el ignorado autor el deseo de oprimir el gatillo.

Para los escritores de ahora la trama de la película tiene un giro emparentado con la ciencia ficción. Ellos deben enfrentarse a una white page reloaded, algo así como el horror elevado a la décima potencia, una página en blanco tan ubicua como etérea: la pantalla del ordenador.

El blanco de la pantalla es aún más escalofriante. No hay modo humano que permita curtirlo de polvo y mucho menos volverlo un zurullo. Además, cuenta con un ayudante implacable: el cursor que titila a la espera de la primera frase. Aparece y desaparece con la constancia de una gota de agua, perforando, si se lo deja, la paciencia, hasta tocar la fibra dolorosa que hace preferir horas inertes de zapping a unos cuantos minutos dedicados a ensartar las ideas en el papel. Ya no hay posibilidad de disfrazar la ausencia de inspiración con frases tachadas. Puede ensayarse el ejercicio peligroso de escribir repetidamente un mismo enunciado hasta que surja el arranque propicio, como quiso hacer Jack Torrance en El Resplandor al completar un voluminoso manuscrito jugando a poner la misma frase perturbadora en diferentes formas de la prosa y del verso mientras amainaba su bloqueo de escritor, alcanzando solo el efecto contraproducente de enloquecer, alucinar y querer hacer picadillo a su progenie. Si esto le pasó manejando una Olivetti, el punto hasta el que pudo llegar tripulando las facilidades supersónicas de una laptop es poco menos que escabroso: sin acarrear los enredos mecánicos, prescindiendo de economizar tinta y papel, y contando además con las infinitas alternativas de escribir su “All work and no play…” en todas las fuentes, todos los formatos y todos los tamaños, hubiera superado por mucho la extensión de la enciclopedia británica y tal vez su grado de locura hubiera cruzado el umbral en el que todas las iniquidades concebidas alcanzan felizmente el éxito.

La principal desventaja consiste en saber que nunca antes fue tan sencillo hacer desaparecer una palabra. Si al final del primer párrafo las cosas no funcionan, mantener el dedo sobre la tecla backspace hace renacer en cuestión de segundos a la misma página descarada y otros males complementarios.

Por ejemplo, este avance tecnológico es el responsable de que en la escritura moderna queden pocas madrigueras para las palabras mutantes. Un error de dedo, tan exquisito para los cazadores de gazapos, tiene poco chance de salir impreso gracias a los correctores ortográficos automatizados, cuyas numerosas equivocaciones sí suelen quedar impunes.

Las palabras son como los hijos, elegir traerlas al mundo implica el temor gratuito de recibir una aberración de la naturaleza: pueden nacer jorobaditas o enanas, con vejez prematura o autistas, pueden llegar con un dedo de más, ciegas, sordas o, para colmo, mudas; pueden padecer de elefantiasis, sufrir de incontinencia, carecer de corazón o salir descerebradas; pueden, en todo caso, ser engendros más aterradores que una página en blanco a los que uno se resiste a querer sabiéndose de todos modos el padre y contradiciendo el postulado de que los más amados son los hijos bobos. Pero también pueden nacer perfectas, con cuatro paticas en plena regla de equilibrio y el llanto histérico pero adorable que hace a los recién nacidos valer la pena.

Si en la gramática tuviera lugar el estudio sobre la selección natural de las especies ¿sería posible dejar al descubierto una limpieza racial autoritaria que está fumigando las palabras surgidas precisamente de los descuidos y los pequeños errores?

En este escenario hipotético, los estudiosos, los que preparan con minucia las ediciones críticas, filólogos, lingüistas, académicos, en fin, quienes se dedican a esta clase de arqueología literaria deberán prescindir de un insumo que si bien no es la piedra Roseta de su trabajo constituye una fuente de la que vale sacar partido si se buscan anécdotas, muletillas, secretos o por lo menos curiosidades. Los aficionados a examinar con lupa los tachones tendrán cada vez menos la oportunidad de descifrar las  palabras descartadas por el autor, las que hubieran dado un giro notable a la obra si hubiesen prevalecido como adverbio en lugar de aparecer como adjetivo… ¿Quién someterá a los rayos x manuscritos originales para desenmascarar los demonios internos, las rabias y las bajas pasiones? Un intento similar en el imperio de Windows está en riesgo de ver un trastorno bipolar en la falta de tinta de una impresora.

En el mundo habrá un vacío. Una recesión. El millonario más millonario del mundo, pionero del procesador de texto más usado y, por lo tanto, precursor de estos males, es consciente del entuerto que causaba, pues, bajo la mascarada de filántropo, se ha dedicado a comprar cuanto manuscrito original sale en venta; por uno de Leonardo DaVinci pagó una suma que ni siquiera cabe en este renglón. Aquí tal vez haya una ventaja si los excéntricos adinerados que traerá el futuro se consagran a alimentar el hambriento mundo en lugar de vaciar sus cuentas a cambio de páginas centenarias que hasta se desintegran si las toca el aire.

Las obras escritas en esta plataforma de códigos binarios son más sencillas de incinerar, como si bajo cada palabra persistiera ilesa la misma página en blanco del comienzo y sólo bastara con pasar un trapo húmedo sobre ella para dejarla igual de lustrosa.

Gracias a esto los que confían en sus amigos tienen motivos para celebrar, pues dejará de repetirse la historia de Max Brod. Un testamento que imparta instrucciones precisas de borrar del mapa todo cuanto se haya escrito es hoy por hoy sencillo de ejecutar. Se sabe que Brod tuvo serias dudas sobre si debía incinerar la obra de Kafka, su amigo más raro. Finalmente lo traicionó; permitió publicar los manuscritos, no sin antes corregir unos detalles y disponer el orden de algunos capítulos. El mismo dilema padece Dimitri, el hijo de Nabokov, quien desde hace más de treinta años no sabe si hacer desaparecer la novela inconclusa que dejó su padre, como lo dictó su última voluntad, o entregarla a los editores para que, tras previa carnicería, hagan brotar oro de ella. El caso es la comidilla de la creme literaria y, mientras tanto, el pobre hijo del escritor ilustre de vez en cuando emite comunicados diciendo que sigue indeciso quizá para prolongar sus quince minutos de celebridad.

En una historia idéntica, estos tiempos modernos ofrecen caminos más gratos. Supóngase un encargo de estos: el escritor que muere, dejando en manos de un amigo cercano la misión autodestructiva de hacer desaparecer sus cuentos, novelas, ensayos, poemas y digresiones; facilitaría mucho las cosas si entrega en un mismo paquete su memoria portátil, las claves de acceso al Macintosh o al pc y la contraseña del Gmail. En menos de una hora, ciertos procedimientos básicos lograrían lo que algunos otros no han podido hacer en años, regresar el polvo al polvo, volver a la página en blanco: que la memoria portátil la deje olvidada en un café Internet, que suprima de inmediato el portafolio bloguero del finado y que simplemente se pasee por la pornografía en línea con el mac o el pc para que un virus o un troyano haga todo el trabajo y de paso le lave las manos.

Esta es la facilidad de ahora que permite a la pantalla volver inmune a un indivisible fantasma, lo que incrementa el mérito de quienes son kamikazes y buscan todos los días batirse en duelo con una página en blanco, así sea que un knock out o un repentino disparo los haga perder.

La virtud del escapista

Posted: viernes, mayo 06, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , ,
0

"Los sueños atraviesan muros de piedra, iluminan habitaciones oscuras, u oscurecen las luminosas. Y los personajes que en ellos toman parte entran y salen a placer, riéndose de los cerrojos".
Joseph Sheridan Le Fanu

Hay tres películas de fugas que me han dejado al borde de un colapso nervioso. Las tres las he visto en el Cineclub Eafit y después de cada una he salido expulsado a la noche fría de la ciudad con la sensación de ser un sobreviviente. Son Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2006), Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1956) y La evasión (Jaques Becker, 1960). 


En cada una el punto de vista de los cautivos es avasallador. Nunca he experimentado la sensación real de cautiverio pero esas películas me han llevado bastante cerca y además realzan un hecho básico de la vida: los planes de fuga tienen un trasfondo precioso. Las peripecias de los prisioneros por escapar de sus captores, superar los muros que asfixian su existencia contenida y vencer las artimañas del laberinto, derrumban cualquier consideración moral sobre la justicia. Un plan de fuga perfectamente confeccionado diluye las diferencias entre el bien y el mal y plantea posiciones morales que nos hacen ignorar los crímenes de quienes estén involucrados en el ardid que burlará las rejas. No importa si son asesinos, ladrones o estafadores; si el azar, la inteligencia y la astucia permiten que la fuga llegue a buen término, habrán redimido todas sus culpas. Esto especialmente se cumple en La evasión, pues tanto en Crónica de una fuga como en Un condenado a muerte se ha escapado, la inocencia de los protagonistas es indiscutible, ya que sus captores son hijos bastardos de la infamia. La evasión, por lo tanto, se acerca más a la perfección del género. Esta película fue considerada en su momento la mejor película carcelaria jamás filmada, y con toda razón. Durante 125 minutos experimentamos un proceso de transmigración de almas que nos lleva a sufrir lo mismo que sufren los cinco personajes. Hay cansancio, ansiedad infinita, un vaivén insoportable de dudas, hambre, sed, por momentos hay alegría y una desazón permanente porque todo marcha tan bien, el plan es tan perfecto y la suerte sonríe de una manera tan deslumbrante que todo da para pensar que el final será el peor de los finales. Y en parte es así si uno dejara que la película se detuviera en la última secuencia, cuando toda la guardia de la prisión se echa encima de los ilusionados escapistas. Pero la historia sigue más allá de las imágenes rodadas, más allá del guión… más allá de la vida del propio director existe la historia de una fuga exitosa.   


Becker es el responsable del plan perfecto de esa evasión. Los hechos son simples: en 1947 cinco internos de la cárcel de la Santé intentaron escapar. Su plan fue descubierto y la filigrana con que fue tejido fascinó a la prensa, a los franceses y al director que doce años más tarde recordó la historia, buscó las notas de prensa y releyó la novela escrita por uno de los presos involucrados, José Giovanni, para luego mover cielo y tierra en busca de productor, presupuesto, locaciones, protagonistas , la estocada final del guión por parte del ex presidiario novelista y la actuación del verdadero cerebro que tramó la estrategia de escape, Jean Keraudy, a quien vemos en el preludio del filme diciéndole a su fascinado público de 1960 y a su fascinado público de 2011, que la historia contada por su amigo Jaques Becker es real, real porque le ocurrió a él. 


Keraudy purgó por lo menos diez años de cárcel y quizá algunos de sus compañeros sucumbieron a la pena capital, pero finalmente obtuvieron la llave maestra que los arrojó a la libertad y a la inmortalidad: un cine que premia la inteligencia de estos hombres cuyo duro corazón se ablanda por la camaradería.


La evasión, como todas las obras maestras, repele cualquier intento de encasillarla en un solo género. Por ejemplo, algunas decisiones de Becker la acercan al documental como prescindir por completo de música -reemplazándola por una banda sonora natural que amplifica la ansiedad por la huída-, o detener encarnizadamente los planos en las acciones mecánicas del escape: cavar túneles, cortar barrotes, reptar por cloacas, construir de la nada un artefacto para abrir todas las puertas son actos en los que la cámara abre su párpado con mayor encomio, lo que hace operar sobre los minutos un efecto de relatividad que en ocasiones los vuelve caliginosos y simultáneamente los transforma en una ráfaga de velocidad cósmica que en un pestañeo nos lleva hasta el temido desenlace. Uno quisiera acompañar un poco más a Roland (Keraudy), Manu, “Monseñor”, Geo e incluso a Gaspard, el delator; darles más tiempo para que en una segunda oportunidad puedan cumplir la meta de esfumarse permanentemente. Por eso es una lástima que los productores de la época, temiendo que la película fuera demasiado larga, mutilaran 20 minutos que continúan perdidos y en los que con toda seguridad, Becker, quien murió antes de que su última obra pudiera estrenarse, registró detalles fundamentales para acercarnos al secreto implícito en cualquier plan de huída.

La realidad desgarrada

Posted: domingo, abril 24, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , ,
0

El misterioso Philip K. Dick es uno de los acontecimientos más grandes de la literatura y el cine. Es un genio que de algún modo se dejó conducir por su mente a un lugar privilegiado del tiempo y del espacio desde donde pudo columbrar la manera de crear su obra portentosa. Cuentos y novelas que causan admiración y terror, que dejan al espíritu o a la conciencia o a la suma de ambos, embotados de una desconfianza gelatinosa que nos acerca un poco al otro lado de la realidad, sin llegar a transportarnos completamente. No ha sido extraño que los argumentos de sus historias inspiren películas que bien manejadas se convierten en referentes para el cine de ciencia ficción pero que también corren el riesgo de volverse productos inertes a los que cabe desearles la peor de las suertes cuando atrofian los intrincados argumentos del escritor californiano. Intentar la adaptación de Philip K. Dick es deslizarse sobre una delgada capa de hielo; si llega a quebrarse, un negro abismo queda al descubierto y esto es lo que ocurre en la última película inspirada en uno de sus cuentos, The adjusment Bureau.

La historia original, titulada Adjusment team, fue escrita en febrero de 1953 y apareció publicada en la revista Orbit Science Fiction en septiembre de 1954. Con la historia de Ed Fletcher, el autor aborda temas bastante recurrentes en él, aunque no repetitivos: la incertidumbre de la realidad, la existencia de una fuerza poderosa que define y guía nuestra existencia, el enorme poder que el azar tiene por encima de cualquier designio divino y la confusión mental provocada tras una desgarradura de ese tejido de normalidad que interactúa directamente con los sentidos. En poco más de 20 páginas, Philip K. Dick recrea uno de sus mundos posibles y deja que se desmorone poco a poco ante los ojos de un héroe tan común como el mismo lector que recorre sus páginas. Lo que apenas se insinúa en este cuento, es vulgarmente explícito en la ópera prima de George Nolfi, responsable de los guiones de Ocean’s twelve, The sentinel, The bourne ultimatum, entre otros blockbuster que no le han dado penas pero que tampoco le han dejado ninguna gloria.

Mientras en el mundo paralelo de Philip K. Dick los funcionarios, convocadores y el anciano dirigente que los gobierna son descritos con una frialdad burocrática que ahuyenta cualquier interpretación religiosa, en la película esta interpretación es latente todo el tiempo a partir de pueriles comparaciones literales de los personajes: los agentes que vigilan que cada persona cumpla con su plan llegan a ser comparados con ángeles en más de una ocasión y a su jefe lo llaman El Presidente aunque dejan claro que en la tierra es llamado de muchas maneras. Pero esta obviedad no es la mayor falla de la película frente al cuento. La falla más grande es el desperdicio de belleza. Por el lado del cine, el protagonista es David Norris, un joven político destinado a ser Presidente de los Estados Unidos que accidentalmente se entera del entramado secreto que dirige el destino de los seres humanos y debe elegir entre el amor de su vida o el sueño de ser el hombre más poderoso del mundo. Por el lado de la literatura el protagonista es un don nadie quien, también por accidente, ingresa al lado oscuro de la realidad encontrando un mundo gris y frágil que se desmorona al contacto. Tanto en la película como en el cuento esta escena se repite: el hombre que llega al trabajo y lo encuentra todo trastocado por seres de extraño atuendo. Sin embargo, la película no logra la atmósfera lúgubre que Dick consigue en la descripción de un ambiente enrarecido, plagado de “una niebla espesa y siniestra que lo ocultaba todo”, carente de color y con la textura de la arena. Una atmósfera ante la que el personaje es recorrido por “escalofríos de inquietud” y queda “perdido en una bruma de confusión y terror”. Es difícil, pero no imposible, que la extrañeza de estos cuentos encuentre dignos traductores y ahí está Ridley Scott como el mejor ejemplo.

Es comprensible que un producto cinematográfico como este necesite de los esquemas fundidos de siempre para lograr un recaudo que llene los bolsillos de quienes tienen un interés por el dinero en una medida inversamente proporcional a su conocimiento del cine pero no deja de ser lamentable que un mundo tan rico visualmente se desperdicie en virajes tontos (las persecuciones a través del entramado de puertas es una copia del Benny Hill más rústico, ¿no?), y mensajes patrioteros que en conjunto comenten el delito imperdonable de desprestigiar la obra del autor que inspiró la historia, como si la imaginación de Philip K. Dick no tuviera mejores efectos especiales.

Desnudez transitoria, monstruo fugado

Posted: sábado, abril 02, 2011 by Godeloz in Etiquetas:
0

Foto: My Quiet Friend
Un colchón con rastros de sangre. Un artefacto que busca parecerse a un altar de amor pero que apenas logra alcanzar la nauseabunda figura de un ciempiés petrificado. Un laberinto de pasillos circundado por hileras de puertas cerradas, incapaces de contener la atmósfera de cuerpos que se evaporan y pájaros obscenos que cantan hasta la madrugada o hasta perder su voz. La sorpresa de una pareja semidesnuda cuando un extraño abre la puerta. La última noche de un amor que agoniza y el intento inútil de los amantes por perpetuarse en las páginas de un libro… Ruido y desenfreno. Música, luz, espasmo. Alegría y ardor… Palabras que aletean tras la imperiosa fuerza de una desnudez transitoria, imágenes que bañan de sentido la piel aglomerada alrededor de adorados huesos y trashumante carne.

Ella, inalcanzablemente peregrina, atraviesa las fronteras del cuarto con su carne extranjera acuclillada en el retrete o envuelta en una toalla húmeda que sólo alcanza a cubrirle la mitad del cuerpo: senos suspendidos en el aire, como la imagen de un pájaro invernal congelado en plena migración. Su presencia (vista de soslayo por una criatura masculina, desvencijada sobre la cama, ataviada con una modorra inabarcable e ilógica, tal y como dicen que es la felicidad) es borrosa-impalpable, luminosa-voraz, insaciable-total. Sus pisadas no hacen ruido, no hay un silencio tan puro como el de su respiración, nada tiene tanta dulzura como los olores que se desprenden de sus lugares secretos y quedan impregnados más allá de los dedos, más allá de la lengua… quedan impregnados en el recuerdo, en el pasado, en la esperanza de que sean humores perdurables para evadir la certeza de que el futuro será gris o por lo menos tendrá un tono trágico, similar a la promesa de ciudades que imaginamos hermosas pero que han permanecido en ruinas durante décadas. 

El espacio, claramente delineado por paredes que no ocultan su afán de contenerla, sufre la impotencia de tener que perderla, de saberse abandonado. ¿Qué muros en qué extraña dimensión podrían sujetarla de un modo en que no la perturbe el tiempo? ¿Qué improbables coincidencias podrán hacer chocar sus pasos otra vez con este ojo que incluso viéndola la considera un monstruo fugado de la imaginación?

Un monstruo hipnótico pero tóxico que inocula la sed de hundir los dedos en las llagas, en los pozos del placer; no para alcanzar un estado de credulidad sino con el ánimo obseso de superar todas las instancias que nos llevan del dolor al gozo y otra vez al dolor.     

El viejo lobo y la debutante

Posted: martes, febrero 15, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
0

"Nunca he visto que un lobo se inmole por la felicidad de otro lobo".
Víctor Hugo 

Cosas que esperaba ver en un western de los hermanos Coen: brutalidad, el retrato más salvaje de las praderas, una violencia aflorando de todos los rincones como si una película pudiera convertirse en el manantial de la más pura corrupción, hombres sin ley pero sobre todo sin dios o en todo caso hombres que le rinden tributo a dioses caníbales y hambrientos. Esperaba ver un muerto cada cinco minutos, esperaba tener el regocijo de alucinantes tiroteos, persecuciones vertiginosas y duelos en los que la trayectoria de las balas obedece a la sed de sangre del tirador: la muerte dándose un banquete de dolores viscerales y bilis vertida sobre la misma pasta ruinosa con la que está construido el imaginario del viejo, lejano, salvaje y sangriento oeste.

Pero no hay que devanarse los sesos buscando en True Grit el sello de los hermanos Coen. Los que dirigieron esta película no son los mismos que provocaron pesadillas tras el retrato que hicieron de Anton Chigur, el villano escalofriante de No es país para viejos; tampoco son los mismos que oficiaron el carnaval de tripas de Fargo, ni los que se ensañaron con el dócil Michael Stuhlbarg en A serious man. Por lo tanto, True Grit no provoca carcajadas  manchadas de culpa, ni destiempla los dientes con una crueldad disfrazada de humor negro. Los hermanos Coen de este western son otros hermanos Coen o si no son otros, por lo menos son esos hermanos Coen que se divierten dando sorpresas, es decir, son los mismos hermanos Coen de siempre.

Cosas que encontré en el western de los hermanos Coen: un relato clásico de los que se adolece tanto en este tiempo, enmarcado en una cacería pausada y atravesado en cada flanco por un paisaje en extinción en el que flotan los mismos fantasmas que han convertido a otras películas del género en poderoso combustible para las brasas del mito. Si en sus películas anteriores los hermanos Coen han demostrado que son invictos en la batalla contra el lugar común, en True Grit hacen todo lo contrario y tienen la humildad, y especialmente tienen la valentía de aceptar los lugares comunes del western como una fórmula infalible para lograr buenas películas. Hacer lo contrario hubiera sido escupirle en la cara a cualquiera de los grandes, sea Houston, Hawks, Leone, Ford o Eastwood y esta clase de hombres no aguantaría los agravios, esta clase de hombres resuelve las ofensas empeñando su vida en la búsqueda sin tregua de algo que podría llamarse venganza terminal, que consiste básicamente en desear con locura la muerte del enemigo y sacrificar ante este propósito todo lo que se tenga, aun la propia vida. Los hombres de esta clase no tienen nada que perder y son más fuertes que la misma naturaleza, a la que, dicho sea de paso, deben enfrentar con actitud kamikaze. Sorprende, eso sí, que la niña de True Grit sea como los hombres de esta clase. Mattie Ross es quizá la única que se aísla de los lugares comunes del western o se integra a ellos como un aporte personal de los directores. Tiene determinación y belleza, es valiente y vulnerable a la vez, si carece de fuerza para disparar una colt les sobra puntería a sus palabras para herir aún más profundo. La naturaleza se repliega a su paso. Es una amazona conquistando el oeste americano sobre el lomo de un caballo negro, camuflándose en la elegancia de una niña debutante del siglo XIX. A su lado parece opacarse la figura de Rooster Cogburn (Jeff Bridges), un viejo comisario que, como todo pistolero que se respete, ha regresado varias veces del infierno, como un viejo lobo que se aparta de la manda para cazar en solitario a enormes bisontes que tiemblan al advertir su cercanía. El personaje le hace justicia al que interpretó John Wayne en 1969 pero sigue un camino personal e independiente: si en la versión clásica es el héroe en llamas que salva su alma con un último acto, en esta versión no hay alma que salvar y las llamas no lo envuelven a él solamente, se van expandiendo hasta la catarsis final: un duelo que nos toma por sorpresa.

Mattie y Rooster son dos personajes que en True Grit no tienen contrapeso. LaBeof (Matt Damon) es una figura de tintes paródicos y Tom Chaney (Josh Brolin) no tiene el temple del antagonista demoniaco que debería caracterizar a los forajidos. En los breves minutos que aparece es tan pusilánime como el Robert Ford que le disparó por la espalda a aquel famoso asaltador de trenes y bancos. La pandilla que acompaña a este villano tampoco es de temer y el tiroteo del desenlace viene siendo más bien una estación de paso. Un entremés necesario antes del plato fuerte, antes del verdadero duelo en el que los héroes incendiados se precipitan contra el crepúsculo como una fuerza nueva y terrible que eventualmente reemplazará a las de la naturaleza.    

El surcoreano en el corazón

Posted: martes, enero 25, 2011 by Godeloz in Etiquetas: ,
0

“Cuando no es una inmensa carnicería, el mundo es un gigantesco burdel”.
Michel Onfray

Se supone que no existe el crimen perfecto pero me gustaría saber de dónde diablos surgió esta idea porque la verdad es que la vida está llena de crímenes perfectos. En la vida real los cabos sueltos no conducen al asesino como en las películas y quizá esa sea la razón de que algunos desquiciados se tomen libertades que tienen altas probabilidades de generar desconcierto generalizado en el mundo si la cifra de muertos supera lo que es decente imaginar. De pronto, un día, el surcoreano que llevas en el corazón se pone furibundo y por fin se dispone con irritación y método a acribillar la carne de cañón que todos los días se topaba en la escuela, en el trabajo o en los centros comerciales. Si tienes suerte, algunas cámaras de seguridad documentarán tu hazaña. Si tienes suerte, algún imbécil confiará en su suerte y te grabará con su celular esperando no atravesarse en el camino de ninguna bala para después subir la insólita carnicería a su perfil de Facebook. Al final, cuando se te acaba el tiempo, las balas o la motivación, te vuelas la cabeza dejando una huella que se perpetuará durante dos o tres semanas en la historia, hasta que algún cefalópodo nigromante acapare la atención de las noticias o hasta que a otro loco se le despierte el surcoreano que lleva en el corazón y supere los niveles de sangre y pólvora que estuvieron implicados en tu epopeya.

Quizá esa era la idea original de Uwe Boll antes de rodar Rampage (2009): superar todos los precedentes de sangre y pólvora involucrados en las masacres que la humanidad en pleno ha contemplado absorta por televisión y que generan –gracias a dios o al diablo- oscarizables productos como Bowling for Columbine o como esa joyita que Gus Van Sant bautizó Elefant* sabiamente. Creo que Uwe Boll, acusado de ser uno de los peores directores del momento, tenía la idea original de salir a la calle y coser a balazos a todos los que hablaron mal de sus películas pero, amedrentado por las posibles retaliaciones judiciales, decidió escribir y rodar una historia que dejara sin argumentos a quienes siguen sosteniendo que no existen los crímenes perfectos.

Rampage es la crónica minuciosa de un asesinato masivo perpetrado por un post-adolescente que ha llegado al límite de su aburrimiento. Vive en un pueblo pequeño. Sus padres piensan que a los 23 años va siendo hora de que abandone el nido y además, el chico de la cafetería es incapaz de servirle la cantidad de espuma que prefiere con el primer café de la mañana. En estas circunstancias lo más lógico es ordenar por correspondencia un arsenal que incluye varias subametralladoras, suficiente munición como para combatir una horda de indios, suficientes explosivos como para volar una nación pequeña –por ejemplo una nación como El Vaticano- y un traje blindado que le permita ocultar su identidad, resistir las balas y darles a los transeúntes el susto de sus vidas, el último susto de sus miserables vidas. El plan incluye, como no, incriminar a cualquier estúpido y en esta historia ese estúpido resulta ser el mejor amigo.  

Bill Williamson tiene el talante de un desquiciado pero no al modo de esos veteranos que vuelven de la guerra con trastornos incurables sino al mismo estilo de los asesinos elegantes que merecen la simpatía y conciliación de quien los conoce, como el psicópata americano que interpretó Christian Bale o como el asesino de la corbata que Hitchcock le regaló a la humanidad en Frenesí. Personajes que fundamentan la locura de aniquilar al prójimo con un comportamiento insolente, sagaz, frío y, ante todo, sereno. Tras conocer las cualidades que el actor Brendan Fletcher le imprime a su personaje viene el momento de consumar el plan. Ya se han escuchado las falsas justificaciones –que el planeta en peligro, que la sobrepoblación mundial- y, sintonizados con el espíritu de la película, nos dejamos arrastrar por el punto de vista de ese demonio armado hasta los dientes que vuela la estación de policía y dispara indiscriminadamente contra los pobladores despavoridos que corren en todas direcciones como las dianas móviles de un parque de diversiones. Este recorrido sangriento podría ser acusado de monótono pero con un par de escenas queda solucionado el problema. Primero, la matanza de la peluquería, en la que Bill Williamson se detiene, se quita la máscara, toma agua, remeda el cotorreo de las mujeres que ruegan misericordia en un rincón del local y sale sin hacer un solo disparo. Las chicas quedan tranquilas, buscan un teléfono para llamar a la policía y comentan entre sí lo imbécil que era el tipo sin imaginar que el imbécil puede regresar y con sus tiros de gracia convertirlas a todas en una sanguinolenta pirámide. La otra escena que rompe la rutina de la masacre tiene el mismo tono que la primera. El ángel exterminador ingresa al bingo de la pequeña ciudad, se dirige al mostrador, pide el mejor sándwich del lugar y se sienta serenamente a consumirlo. El joven que lo atiende empalidece de inmediato y por el inmenso miedo no le cobra el servicio pero este es el único gesto aterrorizado que se verá en la escena porque todos los demás están embebidos en los cartones del juego. Tras alimentarse, Bill recorre el lugar pero es inútil, nadie huye, nadie teme por su vida y él llega a la conclusión de que ya todos están muertos por lo que abandona el patético escenario sin desperdiciar sus municiones.  

La película transcurre a un ritmo intenso y toma breves descansos, bien sea para hacer que el asesino hable con su preocupada madre por teléfono o para convencer a su estúpido amigo  de que lo siga esperando en el bosque para jugar al paintball. También hay una persecución y hay más explosiones. Hay un policía que parece experimentado como si fuera un sheriff invicto pero que también es ultimado con facilidad: juiciosamente, Uwe Boll ha tomado nota de cada cliché para darle la verosimilitud al crimen perfecto que ha fraguado: así puede hacer que el film tenga una ambivalencia interesante porque puede verse como película de acción o como una reflexión acerca de la sociedad contemporánea pero hacer lo segundo es muy aburrido, es mejor hacer lo primero, contemplar Rampage como un thriller que no necesita justificarse y que por fortuna –tanto para el excelente personaje de Fletcher como para el emocionado espectador- no desemboca en un final condenatorio porque, en medio del apoteósico desastre, los cabos sueltos son inútiles si no queda nadie con vida para juntarlos.

...........................................

*Ahora que lo pienso puede existir otra explicación para la metáfora implícita en este nombre. La interpretación que había oído alude a esa fábula de los ciegos que describen un elefante a partir de la parte del cuerpo que pueden palpar con sus manos. Como son incapaces de abarcar la totalidad del paquidermo ninguna descripción se acerca a la realidad. El ciego que toca la trompa forma en su mente una imagen similar a la de una serpiente; el que toca la panza, lo imagina como un cerdo gigante; el que toca las orejas, ve en las sombras de su pensamiento la figura de un enorme animal con alas inservibles. Pero ¿sería descabellado pensar que el título de Elefant está inspirado en esos animales que repentinamente entran en cólera y se abalanzan con todas las toneladas de su infinita corpulencia sobre una multitud de incautos? Hace poco vi un video en youtube que mostraba a un enorme elefante, ataviado con el típico atuendo de un animal de circo, que desobedece las órdenes de su entrenador y lo pisotea una y mil veces frente a cientos de espectadores para luego desbocarse por las calles de una ciudad congestionada, dejando tras de sí heridos, muertos y una demolición que solo podría atribuirse al furioso impulso de un desesperado.