Los héroes trágicos

Posted: jueves, diciembre 13, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , , , , , , , , ,
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El amor, el poder y la muerte conspiran en el destino de los héroes y no para mostrarlos como hombres victoriosos. La crónica de sus vidas configura una saga admirable con múltiples capítulos dispersos en la historia del cine. Por cada miembro de esta selección hay cien más que  merecen ser mencionados. 

1. Charles Foster Kane, el oro del mundo no compra el tiempo perdido 

El magnate aplastado por el peso del tiempo. Charles Foster Kane es un hombre que lo tuvo todo aunque la figura que por partes se va configurando a lo largo de Ciudadano Kane (1941) da un resultado que dice todo lo contrario: fue un hombre que no pudo conservar nada. Ni el amor, ni los pocos buenos amigos, ni las memorias de su paraíso perdido: la remota infancia. Los fragmentos de esta vida contada con maestría por un debutante Orson Welles funcionan como una metáfora de la existencia rota que llevan los personajes que acumulan poder ilimitado. Mientras más grandes son sus moradas y más artilugios acumulan en sus elegantes salones, más ruinas quedarán para el futuro. 



2. Rick Blane, un dandi del desierto con el corazón roto

¿Hay algún personaje interpretado por Humprey Bogart que no sea trágico? Todos sus personajes nacieron para perder, para morir, para estar solos. El modo de asumir cada desgracia es su principal encanto. En Casablanca (1942), es el sofisticado regente de un bar al que todo el mundo acude para ahogar sus penas. Hasta que la repentina aparición de la hermosa Ilsa Blund (Ingrid Bergman) revive los dolores que él ya había ahogado. El amor muerto se despierta para cavar más profundo en las heridas pues ambos deberán elegir un propósito mayor que sus deseos. El gesto final de Rick Blane es renunciar por segunda vez a la chica de sus sueños. Por supuesto que sufre, pero la cara de palo de Bogart tiene pocas variaciones, el rictus de sus labios y la impavidez de sus ojos son murallas insalvables. Será por eso que Casablanca tuvo y tendrá tanto éxito, pues a lo largo de los años empuja a sus espectadores a adoptar como suyo ese corazón hecho añicos.


3. Michael Corleone, la corrupción de un ángel

Entre todas las películas de gángsters no hay destino más aciago que el de Michael Corleone (Al Pacino). Lo admiramos en la primera entrega de El Padrino (1972) cuando se levantó como el jefe de la mafia italiana a costa de enormes renuncias; lo empezamos a detestar en la secuela de 1974 cuando ordenó la muerte de su propio hermano y en el epílogo de la saga (1990) le entregamos toda nuestra compasión cuando lo vimos reducido a escombros por la sangre derramada de su hija. Como el emperador de una familia criminal, cada victoria lograda significaba una lista interminable de enemigos: un modo elegante de estar acorralado. Ver las tres películas en una sola jornada es un interesante ejercicio para comprender a fondo la metamorfosis de este personaje: 537 minutos para ver cómo un ángel se convierte en el verdugo oscuro de su propio destino.


4. Travis Bickle, delirios en la gran ciudad 

El ex-combatiente que ya no encuentra su lugar en el mundo. Así es Travis Bickle, como cualquier soldado que hubiera participado en una guerra tan brutal como la de Vietnam: los horrores que pasaron por sus ojos en la selva se siguen proyectando en el filtro con el que observan la sociedad en la que intentan instalarse. En esta película de Martin Scorsese, la locura es un refugio ineludible y la violencia surge como una reacción alérgica, un sarpullido incontrolable que domina las acciones de un personaje interpretado con esmero por el Robert Deniro más desorbitado de toda su carrera. El clímax de violencia que estalla en Taxi Driver (1976) tiene un tinte orgásmico que desestabiliza, pues el placer y el dolor tienen el mismo rostro. 


5. Roy Batty, el androide que quiso soñar

Blade Runner (1982) es una película con un villano desdibujado. Al replicante Roy Batty lo persiguen porque quiere añadirle unos días más a su corta vida. La verdad es que no tiene propósitos malvados y por su condición artificial está exento de las normas morales que le impiden a las personas matar a sus semejantes. El personaje es imponente y magnético, quizá tenga más fuerza que el verdadero héroe del filme, Rick Deckard (Harrison Ford), contratado para acabar con los prófugos que sueñan con tener una existencia distinta a la servidumbre para la que fueron creados. Ridley Scott le dio a su antagonista una angustia y una sensibilidad de las que carecen las personas reales de la película, así los rasgos de su humanidad se vuelven difusos y el final deja sobre toda la obra una sombra de incertidumbre que obliga a querer verla de nuevo y querer memorizar ese monólogo final del replicante, cuando se muestra más humano que su cazador: las maravillas que ha visto se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, igual que nos pasa a todos cuando es hora de morir.


6. William Munny, la penitencia del forajido

El viejo pistolero que desempolva sus pistolas para quemar los últimos cartuchos. William Munny es un forajido del lejano oeste que por amor le da la espalda a su travesía bandolera. Pero la vida se comporta con él como una estampida de enfermedad, polvo y miseria. Esta es la imagen con la que aparece Clint Eastwood en Los Imperdonables (1992): un hombre de contextura ruinosa obligado a recorrer los pasos de una juventud voraz y desalmada, cuando era el hombre más temido, el más rápido. Pero el ardor de la juventud es reemplazado por un hastío permanente que no tiene alivio. Munny es igual a muchos personajes que componen la mitología del western pero en manos de Clint Eastwood -como director y actor- se convierte en la síntesis de un universo salvaje donde la muerte es una recompensa que pocos merecen.
 

7. David Mills, una excursión en el abismo

El detective atropellado por el horror y la barbarie. David Mills (Brad Pitt) investiga horrendos crímenes que no alcanza a comprender. Sin pedirlo es conducido por los círculos del infierno: gula, avaricia, pereza, lujuria y soberbia son las estaciones de una búsqueda que le quitará todo cuanto tiene por perder. El primer largometraje de David Fincher está construido como un acertijo para impulsivos: hay ansiedad por reunir todas las piezas aunque una palpitación oculta anuncie que no es una buena idea. A esto apuntan las intuiciones del compañero de Mills, el detective Somerset (Morgan Freeman), quien opera como el Virgilio de la desolada Nueva York, que en Seven (1995) está pintada con los colores de una metrópoli fantasma. Seven nos dejó pasmados a todos: cuando Mills se encuentra de frente con el rostro del diablo uno casi puede reconocer el propio reflejo en sus ojos vacíos y llenos de lágrimas.


8. James Cole,  testigo de su propia muerte

El hombre que viene del futuro para evitar lo inevitable. A James Cole lo consideran un demente peligroso y la confusión con la que arriba al umbral de los años 90 no le ayuda a cumplir la misión para la que fue enviado desde el futuro. El mundo está arrasado por un virus indestructible y el reducto que queda de la sociedad vive bajo tierra. Él es un convicto que alguna vez fue niño y para ganarse una indulgencia se somete a la tortura de volver a su propio pasado. Esa imagen recurrente que no deja de soñar corresponde al encuentro consigo mismo: desde que era niño ya sabía que el futuro no tenía remedio. Doce monos (1995) es la adaptación del cortometraje La Jetée (1962) de Chris Marker, que ocupó este año el puesto 50 entre las mejores películas del cine. Considero que al menos por reflejo, esta obra de Terry Gilliam merece compartir el escaño.


9. Ghost Dog, el silencio de un hombre 

El asesino de la mafia que usa el código samurái para conducir su vida solitaria. Este hombre afroamericano de Nueva York eligió un camino transitado por guerreros de la antigüedad y ejerce su vasallaje devastador con la misma serenidad que se le atribuye a sus modelos orientales: fiel, estoico, recto y desapegado de la vida. Para 1999, cuando se estrenó la película, el director Jim Jarmush ya había acostumbrado a sus seguidores a estos personajes encarrilados en rutas que no tienen retorno y en las que tampoco hay salvación -Dead Man (1995), Down By Law (1986)-; y con la historia protagonizada por Forrest Whitaker revela además sus sagradas influencias, hace una reverencia al director francés Jean Pierre Mellville y a su película El Samurái (1967). Ambas obras comparten el mismo código: el silencio tiene más poder de expresión que las palabras, especialmente si su filo proviene de la aceptación de la muerte.  


10. Nikolai Luzhin, un sacrificio de sangre

El infiltrado que renuncia al amor para volverse rey del hampa. Nikolai (Viggo Mortensen) tiene el porte de los hombres que guardan más secretos que los que pueden soportar. Debe ser un tipo duro para mantener su mascarada. Los zares de la mafia rusa no sospechan que es un agente infiltrado aunque la dulce Anna (Naomi Watts) sí lo reconoce como el ángel guardián que la salva del bajo mundo de mujeres esclavizadas en el que se involucra. Elegante, frío y letal. En sus ademanes meticulosos y su voz de palabras cortas se revela el dolor de los hombres justos cuyo deber es vencer la monstruosidad desde sus entrañas. Típico personaje de Cronenberg. Promesas del Este (2007) confirma que una de las cosas que se le adeudan a este veterano director es el descubrimiento de un actor. Mortensen tenía fama pero las películas al lado de Cronenberg le dieron prestigio. Promesas del Este es la consagración del actor a través del sacrificio de un personaje. En el silencio final de Nikolai hay un incendio insoportable.

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Cuando trabajó como asistente de Walter Salles en la dirección de Diarios de Motocicleta (2004), Julia Solomonoff prácticamente recorrió Latinoamérica de punta a punta. Pero este derrotero volátil no era nada nuevo para ella. Un seguimiento a cada etapa de su carrera permite hacerse la idea de una mujer inquieta que ha construido una obra diversa con la suma de itinerarios que la han puesto justo en el ojo del huracán si es que el cine pudiera compararse con algo parecido. Nació en 1968, año emblemático para la historia universal de la rebeldía,  y quizá sea una coincidencia que en sus años de adolescente ella ejerciera un liderazgo que todavía recuerdan los que eran estudiantes en aquella época y sobrevivieron a la brutalidad de la dictadura. Su primer largometraje, Hermanas (2005), se basa precisamente en las cicatrices que este periodo oscuro de la historia Argentina dejó sobre todo en los jóvenes que, renunciando a la alternativa indeseable de hacerse los de la vista gorda, decidían luchar conociendo los peligros implícitos en su causa: desaparición o exilio.

Y estos asuntos tan dolorosos aún, los aborda Julia con la delicadeza de quien conoce desde adentro el sufrimiento pero toma distancia para narrarlo y hacer aunque sea un poco de la justicia sanadora que permite la memoria. Es desde la distancia que Elena y Natalia vuelven a su pasado común: Natalia intentando descifrar los hechos que originaron su exilio y Elena esforzándose por redimir la culpa sangrante que la entristece. El guión de la película construye el perfil de dos mujeres fuertes, muy distintas una de la otra pero que al reencontrarse actúan como los elementos de una reacción química que por separado son inofensivos pero lo hacen volar todo al mezclarse. Las protagonistas de Hermanas están descritas en un tono íntimo, casi familiar, que debe su verosimilitud a la serenidad de un guión que dice tanto con lo que oculta como con lo que muestra. “Creo que ser mujer me da una manera de observar otras mujeres. Puede ser una ventaja, permitirme identificarme con cada una de ellas en distintos niveles y también puede ser una desventaja. Como todo punto de vista, se define no solo por lo que ve, sino también por lo que no ve. Y lo que no vemos también nos define.”


La frase anterior encaja perfectamente en ese bello fragmento del universo que Julia Solomonoff dejó ver en su segundo largometraje, El último verano de la Boyita (2009), donde el conflicto y la tensión surgen por todo lo que no se puede ver. En las dos películas la directora hace el ejercicio de retratar un mundo doméstico pero si en Hermanas toma distancia para hacerlo, en El último verano…, literalmente, lo hace desde el corazón mismo  de la Argentina. Según cuenta la directora, la historia de Jorgelina y Mario transcurre en un lugar donde se mantienen varias prácticas agrícolas de siglos atrás (Aldea San Juan, en Entre Ríos). Un entorno rural donde es claro el choque entre lo masculino y lo femenino, entre lo agreste y lo sutil. Dicotomías encarnadas en el  personaje de Mario y reveladas ante Jorgelina, que las usa para saltar desde su trampolín de niña y dar la primera zambullida en su mundo de mujer. A lo largo de la película los dos personajes evolucionan pero en Jorgelina es más evidente la formación de un juicio que se independiza de los adultos. ¿Un autorretrato de la directora? Ella misma responde que no lo sabe pero le gusta la idea: “Escribí una historia que reúne muchos elementos autobiográficos: una infancia rodeada de mujeres (tengo dos hermanas, ningún hermano, mi mamá es ginecóloga, mis abuelas sobrevivieron a mis abuelos, una empleada que nos cuidaba.) Para mí, el mundo doméstico es un mundo femenino. El mundo del campo, al menos el de mi infancia, es un mundo más masculino. Las tareas son más físicas, la fuerza es un valor necesario. Eso ahora, en varios rincones del mundo, ha cambiado. Y también ha cambiado la valoración de lo masculino, algo que genera muchas crisis... pero bueno, eso ya es otra película.”


El último verano de la Boyita es en el trabajo de esta directora la obra con la que demuestra que ha superado todas las pruebas de fuego, que ha formado una voz propia fácil de destacar en el ámbito latinoamericano. Un camino que Julia Solomonoff ha recorrido por etapas, con paciencia, nutriéndose del saber y el arte de directores con los que ha trabajado como Fabián Bielinski, Isabel Coixet, Luis Puenzo, Walter Salles o Carlos Sorín, quien la incluyó en el reparto de Historias mínimas (2002). En pocas palabras, Julia ha sabido estar donde se cuecen las habas, contribuyendo con la ascensión merecida de un cine latinoamericano que con las particularidades de su esplendor atrae todas las miradas. “Creo que el cine latinoamericano está pasando por un momento histórico, de reafirmación, de energía, de creatividad y de búsqueda. Luego de la Guerra Fría, en la que la mayor parte de Latinoamérica fue el patio de atrás de confrontaciones mayúsculas, soportando dictaduras horribles, se ha dado un proceso de democratización muy interesante”.


En ese momento de energía y creatividad, cómo no, el rol femenino es imprescindible. Sin embargo, para Julia Solomonoff “la creciente presencia de las mujeres es simplemente parte del proceso. Obviamente ayuda la proliferación de escuelas de cine y tecnologías más accesibles, no solo económicamente sino también más livianas y más sencillas de manejar. Todo esto hace que ahora aquella idea de dirigir una película, que sonaba tan lejana como ir a la Luna cuando yo era chica, ya no lo es”.


Y aunque sería complejo distinguir el cine que hacen las mujeres del que hacen los hombres hay asociaciones inevitables, parentescos, diálogos o afinidades de los que surge la tentación clasificatoria. Pero, ¿están las mujeres más capacitadas para describir mundos femeninos? ¿Es su punto de vista distinto al de los hombres? Ciertamente hay diferencias pero para una directora como Julia Solomonoff no es cuestión de género. “Un relato, una mirada ‘desde adentro’ de una situación, lleva a disminuir estereotipos y a crear personajes más ambiguos, más complejos. Pero eso no solo depende del género del director sino de su honestidad, sensibilidad e inteligencia. De lo que estoy segura es que sería una tristeza horrible que las mujeres se dediquen a hacer películas de mujeres y los hombres de hombres y los LGBT a hacer películas queer. De ser así, nos perderíamos por ejemplo a Holly Golightly o los hombres rudos y desesperados de Bella Tarea (Claire Denis). Lo mejor, lo más reparador, lo más valioso que tiene el arte para ofrecer al mundo es la empatía, la idea de que todos podemos ser otro, sentir lo que siente otro, conmovernos. Y ese movimiento, implícito en la palabra e-moción y con-moción, es cambio, es crecimiento.”

La jauría de los infames

Posted: miércoles, diciembre 12, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“Esta solía ser la ciudad de Los Ángeles”, dice Gustav Briegleb, el personaje de John Malkovich en El sustituto, como obertura a su descripción personal de la decadencia y corrupción que se apoderó de esa ciudad a finales de los años 20. Las imágenes que acompañan su testimonio son algunos clásicos tiroteos protagonizados por hombres sin escrúpulos y metralletas de tambor escupiendo 300 balas por minuto. Pero algunas imágenes prestadas del cine de gangsters no bastan para dar cuenta del horror in crescendo que curtirá los 140 minutos de la obra de Clint Eastwood. Una Angelina Jolie haciendo de Christine Collins escucha más o menos aterrada lo que cuenta el reverendo Briegleb, porque, no teniendo suficiente con la desaparición de su hijo Walter, gratuitamente es puesta en la primera línea de fuego en la batalla contra el sistema más corrupto y peligroso de ese tiempo: el LAPD, o Departamento de Policía de Los Ángeles. Se cae en cuenta de que no son necesarias balas perdidas para que caigan inocentes y que si la vida fuera una película, como bien lo entiende Eastwood, no estaría circunscrita a un solo género; al contrario, sería una reunión de las diversas formas del cine con brochazos de romance, thriller, cine negro, melodrama, ciencia ficción y tragicomedia. Hacer con éxito esta amalgama requiere unas agallas que van más allá de escribir en los créditos iniciales “A true history” para decirle al público que por muy kafkiano que sea lo que verá a continuación, todo es absolutamente cierto. Esa tarea de contar sin malabarismos semejante historia es reservada a unos pocos, especialmente a los veteranos que todavía conservan el dominio de lo clásico, especialmente a Clint Eastwood.

Porque la historia de El sustituto no es fácil de digerir. La madre que pierde al hijo. El impostor que regresa a ocupar su cuarto. El manicomio. Los tribunales. Los niños hechos pedazos en el gallinero de Wineville. Los trece escalones del patíbulo. La infamia reproducida en una escala de personajes que empieza en el capitán de policía y se extiende en médicos, siquiatras, enfermeras, funcionarios públicos y un mocoso circuncidado… Hacer coincidir las piezas del rompecabezas, sin matar el misterio, conservando la coherencia, manteniendo además unidad entre los diferentes hilos es algo que Clint Eastwood consigue con narraciones paralelas y retratos sutiles que no se encarnizan con los personajes pero tampoco se toman el tiempo de compadecerlos. Los planos demoran lo justo para mostrar un gesto, puntuar una emoción o presentar en su debida proporción los detalles de un escenario. Y en esta gramática tan propia de Clint Eastwood a la hora de atar los cabos que construyen o deconstruyen un personaje también se le da cabida al lugar común como vía rápida para significar las tormentas internas. ¿Cuántas veces se ha repetido en el cine la imagen de la madre abrazando el oso de peluche de su hijo ausente? Pero también, ¿cuántas veces se repite esta imagen en el lado real de la pantalla? La vida es una sucesión interminable de lugares comunes tal vez porque Dios no se atreve a jugar a los dados, la diferencia es que en su cine Clint Eastwood sí se atreve, es más, él es descarado y no sólo arroja los dados sino que también juega a la ruleta rusa. 

En las películas de las últimas dos décadas, más que nunca, Eastwood ha hecho martillar el percutor sobre cartuchos densamente cargados. Los imperdonables y Un mundo perfecto en los noventa o Río Místico, Millon Dollar Baby y Cartas de Iwo Jima en los primeros años del siglo XXI, son obras de un hombre maduro que mastica muy paciente sus ideas: la culpa, la valentía, el heroísmo, las líneas que se deben cruzar para redimir los errores o compensar los fracasos, el pasado que vuelve con sus lastres multiplicados sobre personajes que ya sean cowboys retirados, convictos en fuga o padres de familia con antecedentes criminales, siempre le apuestan al todo o nada. No es inusual que esa moneda que Eastwood hace arrojar a los actores con los que trabaja caiga en nada, dejando a pesar de eso algunas ganancias: films que durante los últimos minutos se echan al bolsillo algunos gramos de perdón o esperanza.

Claro que tan sólo esto no basta, es de algún modo el premio para consolar lo que a todas luces se presenta como irremediable. La tragedia de la madre desconsolada de El sustituto se apacigua en cierta medida por algunas victorias, pero no la que más se espera. El melodrama es explícito en las manos de un director que también sabe contar historias con la música. Las mismas tonadas y melodías surgen en las escenas de El sustituto: un piano triste que envuelve la situación de Christine Collins para hacerla comparable a un callejón sin salida, a una piedra que rueda siempre desde la cima de la montaña o, mejor, a un nudo gordiano que debe ser cortado de tajo sin que tampoco quede resuelto el misterio, porque Los Ángeles era una ciudad que para el año de la desaparición de Walter Collins, 1928, ya le abría la puerta a los desesperados –parafraseando a un querido cinéfilo- pero acto seguido reventaba sus narices con un portazo.

El guión y el diseño de producción se compaginaron como almas gemelas. El ambiente recreado es el de una ciudad a medio camino entre lo tradicional y lo moderno. La primera imagen que se presenta de ella es la de vecindarios tranquilos con repartidores de leche, pajaritos que cantan y niños que juegan. Pero hay más círculos en este infierno doméstico y muy pronto aparecen los tranvías, los edificios trepando al cielo, las calles concurridas por mil rostros anónimos y las telefonistas que, en una imagen digna de las ensoñaciones futuristas de Wells o Verne, representan la tenue manera en que puede truncarse la comunicación entre dos seres humanos. Con este paisaje recreado para mostrar la ciudad boyante contrasta la monotonía cromática de la periferia, donde el polvo, la desolación y la herrumbre anuncian la omnipresencia de todo lo que en nosotros es depredador y salvaje, en resumen, todo lo que todavía nos hace primitivos.

El guionista es un caso particular. Entre lo más celebrado hasta el momento de J. Michael Straczynski se encuentran los guiones escritos para series televisivas de culto. Quince episodios de He-Man y los amos del universo, catorce episodios de Capitán Power y los soldados del futuro y entre muchas otras series, 12 capítulos de La dimensión desconocida. ¿A cuenta de qué sale este hombre con un guión como el de El sustituto? El ex reportero de la revista Times dice que se encontró la historia por casualidad y quiso llevarla a la pantalla grande. En su redacción intervino más la fascinación por el pasado y la ciudad, que la versátil imaginación que pronto podrá ser vista de nuevo en películas de zombis y ninjas. Para darle más credibilidad a El sustituto, Straczynski incorporó en las escenas algunos recortes de prensa de la época que daban cuenta del escándalo y el revuelo que provocó en los Estados Unidos. Este detalle fue admirado por Clint Eastwood y por la actriz Angelina Jolie, quien se identificó con la historia incluso tal vez sintiéndose un poco aludida.
Jolie es nacida y criada en Los Ángeles, no son desconocidos sus instintos maternos y tampoco son un misterio sus gestos humanitarios. Su interpretación es destacada aunque tampoco podría tildarse de realista. Es más bien alegórica. Lo que el público esperaría de una actriz que es madre y al mismo tiempo ícono cinematográfico. La actuación de John Malkovich tampoco es despreciable. La integridad, tozudez y rebeldía del ministro Briegleb cayeron en buen cántaro y al lado de Angelina, Malkovich se convierte en uno de los pocos personajes sin ambivalencias, doble moral o puntos flacos. Por otro lado está la jauría de los infames entre los que no puede omitirse el cinismo y claro trastorno de Gordon Stewart Northcott, interpretado por Jason Buttler Harner –escribir los dos nombres juntos parece un ejercicio de métrica-, que si no fuera por la naturaleza de sus actos, sería el personaje con la cuota de humor en la historia. También el niño que hace de Walter Collins, Gattlin Griffith merece un reconocimiento, pues con los pocos minutos que tiene frente a las cámaras es capaz de ganar mucha simpatía, no generando ternura, que para un niño caucásico e inocente es lo más fácil, sino complicidad y su primer compinche, lógico, no es otro que un director que también fue niño en los años 30.

En esta película como en la que estrenaría después, Gran Torino, Eastwood habla de él mismo como no lo ha hecho en ninguna otra. Habla de su idea del cine y de la vida, dos cosas que en un artista como él no dejan de ser lo mismo. En el festival de Cannes del 2008 Eastwood respondía a la pregunta sobre la vida y el cine de esta manera: “Hablar de cine es hablar necesariamente de mi infancia en los años 30. Para mí era un privilegio poder ir a una sala a ver películas. Eran los años de la Depresión. No tenía mucho dinero. De alguna forma, en las películas de entonces aprendí que el cine no podía ser otra cosa que una forma de reflexionar e interpretar la vida”. En la misma entrevista Eastwood citaba las películas basadas en las obras de John Steinbeck y las de directores clásicos como Sturges o Howard Hawks. Hablaba de actores que fueron su constante referencia. James Cagney fue uno de los que surgió en la conversación que sostuvo con el periodista español Luis Martínez. Remató diciendo que es de esos momentos y obras que nació su idea del cine, es decir que a lo largo de toda su filmografía Clint Eastwood no ha hecho otra cosa que reproducir lo que aprendió vívidamente en su infancia y vaya que lo ha conseguido, vaya que merece ser considerado el último clásico. 

 
Puede tomarse como un autoguiño el hecho de que en El sustituto Walter Collins desapareciera justamente el día en que su madre lo iba a llevar a ver películas, una nueva de Chaplin y El piloto misterioso. Lamentamos la soledad del niño cuando el trabajo de la madre se impone y lo vemos en la ventana decepcionado, después se intuye por supuesto una parte de todo lo bueno pero sobre todo de aquello malo que pasará a continuación y, al final, cuando otra vez la ciudad de Los Ángeles aparece monstruosa con indiferencia es como si el mismo Clint Eastwood dijera en tono de moraleja: si no lleva a su hijo a cine, esto es lo que pasa.

Un kamikaze en el cascarón del gringo

Posted: viernes, diciembre 07, 2012 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Los kamikazes no paran. Aceleran a fondo. Van con todo –armados hasta los dientes- contra su objetivo. Son fugaces. No le temen a nada y pocos llegan a veteranos. Pero Clint Eastwood es un kamikaze inusual.  A sus 78 años de edad se ha inmolado como director en una treintena de películas y como actor ha registrado más de 60 apariciones en pantalla. ¿Hasta cuándo Clint? “Pues hasta que me dé la gana”, parecería responder este gringo de pura cepa nacido en el frío San Francisco, que al día de hoy conserva bajo su piel arrugada la energía para rodar en tan solo 32 días una obra maestra de la que además es protagonista.  Pero también parece que a Clint Eastwood le gusta jugar con la prensa e inventa nuevas respuestas a esta supuesta pregunta. El anuncio de que Gran Torino sería su última interpretación puede tildarse como parte de un juego que empezó con Los imperdonables en 1992 cuando Eastwood en persona había asegurado que no volvería a estar tras las cámaras y frente a ellas al mismo tiempo. Aunque sus seguidores hace rato perdieron el interés por este tipo de especulaciones, pues no todo está escrito en el cine, y si a las manos del director  llega un guión con algún personaje apto para él, es probable que lo volvamos a ver antes de que exhale su último suspiro. 

A Clint Eastwood las ganas le pueden y definitivamente el guión de Gran Torino estaba escrito para él. Por eso no se contuvo y una vez se despidió de Cannes en 2008, donde recibió una Palma de Oro como tributo a su carrera, volvió a Estados Unidos a rodar la historia del octogenario Walt Kowalski y la de sus vecinos y de cómo se las arregla Mister Kowalski con su nuevo estado civil –viudo- para mantenerse indemne a los cambios del vecindario. Es un último mohicano en Detroit: los vecinos de siempre se han mudado; sus casas fueron ocupadas por inmigrantes hmong –un pueblo del sudeste asiático-, las pandillas patrullan las calles y Mister Kowalski es el único que mantiene verde el césped y todavía iza la bandera de las 50 estrellitas como buen veterano de la guerra de Corea. A través de los ojos entrecerrados de Clint Eastwood resuma el desprecio, su garganta gruñe protestando en actitud racista y uno esperaría que en cualquier momento detone su Harry Callahan interior diciendo tras una Magnum 44 “Alégrame el día”.  Pero esta historia es más compleja, no hay Magnum 44, si mucho un viejo rifle M1, y lo que termina por alegrarle los días a este jinete de cara pálida será esa gente de raras tradiciones que vive en la casa de al lado. “Tengo más cosas en común con estos monos que con mi propia familia”, es lo que descubre Walt ya con su cascarón ablandado del que deja salir al hombre ecuánime, cariñoso, capaz de darlo todo por sus amigos, incluso su Ford Gran Torino del 72.


Cuando se  supo que Eastwood estaba rodando una película llamada Gran Torino corrió el rumor de que en realidad se trataba de la sexta entrega de Harry el sucio. Se pensó en un argumento con persecuciones y tiroteos. La despedida del gran Clint Eastwood sería por todo lo grande, volviendo a uno de los personajes que lo hicieron legendario. Sin embargo, la sorpresa fue todavía mayor: una historia sencilla traducida en secuencias bien construidas donde la intimidad de lo doméstico se impone sobre los pocos estallidos de violencia en los que sí aflora algo del detective duro de roer o del  intrépido vaquero que pervive en la carne añeja de este mito llamado Clint Eastwood. De hecho, a lo largo de toda la película aparecen las diferentes facetas que Eastwood ha encarnado en su cine: la del hombre duro que dispara (su dedo) sin concesiones, la del antihéroe que protege a los oprimidos, pero más interesante aún, la del viejo dinosaurio –como en Millon Dollar Baby- que se ve envuelto involuntariamente en una relación que trastoca sus afectos. En este caso, es el joven Thao y la bella Sue quienes obligan a Walt Kowalski a desenvainar su corazón. Clint Eastwood consigue los momentos más divertidos cuando hace que los tres personajes compartan una escena: el asado del jardín o la incursión del americano en la fiesta de los hmong pueblan el relato de bellos detalles que se intensifican cuando el protagonista pronuncia sus dardos almibarados del más fino sarcasmo.


De esta trinidad Eastwood saca el provecho necesario para hacer de Gran Torino su testamento cinematográfico. Las actuaciones que logra de los debutantes Bee Vang (Thao) y Ahney Her (Sue) son el reflejo de su experiencia como actor. Logra de los jóvenes inexpertos un trabajo altamente sincero, al grado de que por momentos la película parece un documento, un fiel estudio que expresa la diversidad sobre la que está erigida América, y también sugiere todo lo plural que hay en el cine de Eastwood, especialmente el de los últimos años: una gama de películas de factura cuidadosa, bien escritas y concentradas en ofrecer descripciones minuciosas de protagonistas que dicen tanto con sus silencios como con sus acciones y palabras. En definitiva, obras sin embalajes innecesarios ni trucos. Clint Eastwood prefiere las formas tradicionales y riega su miga de pan a lo largo de estructuras primigenias, para guiar a su público hasta el centro de los personajes, donde se hallan fuertes todavía pero desnudos, sin que sea posible evitar la compasión, la identificación o el cariño: recogemos las migas hasta encontrar a esos personajes solos en la oscuridad donde las duras circunstancias que enturbian de fealdad la vida le pueden exprimir lágrimas a una piedra.


La estructura de Gran Torino está compuesta en clave de western: forastero en su propio vecindario, Walt Kowalski es el encargado de poner a raya a los bandidos. Se vuelve amigo y salvador. Recibe ofrendas de los habitantes del pueblo y al tiempo advierte que ha llegado al punto de no retorno. Se acerca el fin de tus días Walt y debes acabar tus peleas. Cuando todo parece marchar bien se desata el dolor sobre quienes intentaba proteger y el pistolero parte al atardecer para su último duelo con cowboys en miniatura, sólo que en esta ocasión no lleva una coraza antibalas oculta bajo su abrigo. Esta estructura para contar una historia en el Detroit de nuestros días es maniobrada por Clint Eastwood con efectividad: consigue mostrar la épica escondida tras el velo de lo cotidiano. Sólo que aquí la épica nos espanta mientras lo cotidiano nos enamora.


El acto kamikaze de Clint Eastwood consiste en entregar un cine desinteresado, paralelo a la carrera por cualquier premio, que se lleva lo mejor a lo que puede aspirar una película: la ovación secreta de los espectadores y la persistencia en sus memorias. Más aún cuando se reivindica alguna situación de la realidad. Los vecinos de Walt Kowalski bien pudieron ser latinos o afroamericanos, pero este guión es alérgico al cliché e incorpora una cultura desconocida para muchos, incluso ignorada. Los hmong, su forma de vida, sus creencias, sus bellos nombres, sus ideas de la familia y sus ritos le dan a Gran Torino un tono que la hace novedosa. Nick Shenk, el guionista, había trabajado con miembros de esta etnia en una fábrica, conoció un poco de su mundo; a través de la historia que concibió junto a Dave Johannson y gracias a la realización veraz, detallista del film, pudo darle a los hmong una visibilidad que hizo reaccionar a la opinión pública, pues el Gobierno Estadounidense no ha compensado como se debe a los que fueron sus aliados en Vietnam.


La investigación que adelantaron los responsables de Gran Torino para no hacerla tropezar en imprecisiones tuvo en cuenta el vestuario, la gastronomía, las pautas de convivencia, el idioma y su transición entre las distintas generaciones, así como la música que, al incluir temas de rap hmong, le aporta universalidad y riqueza a la banda sonora de la película.  El casting mismo para elegir a los actores se realizó entre miembros de esta comunidad y ver a estas personas comunes y corrientes, no actuando sino más bien simulando sus propias vidas frente a las cámaras, es otro de los aspectos que hacen de Gran Torino imprescindible y entrañable.


Clint Eastwood, además de conseguir una película taquillera –en Estados Unidos recaudó 29 millones de dólares en su primer fin de semana-, da cátedra sobre la vida, la muerte, las relaciones con los otros y la vigencia de los viejos que a pesar de achaques, caprichos o excentricidades tienen todo por ofrecer. Walt Kowalski no es diferente de cualquier hombre de 80 años: manifiesta la nostalgia común por su mundo perdido, cuida de su Gran Torino con esmero y esta fijación es una forma metafórica de mostrar el papel que asume la experiencia a la hora de conservar vivo el pasado para nutrir las generaciones futuras. Cuando pone sus cosas en orden, antes del acto más kamikaze de la película, ya no sólo vemos a Clint Eastwood haciendo de Walt sino que lo vemos interpretándose a sí mismo, diciéndonos que está en paz con el cine realizado a lo largo de todos estos años en una despedida –ojalá temporal- que llega a un clímax imprevisto, un bonus track en el remate: la voz del director, gutural, casi fantasmagórica, susurra las primeras estrofas de la canción que compuso para la película y, aunque invisible, ese viento divino estremece las diferentes formas de la percepción y nos dice que, entre todas las cosas vivas, el cine es lo más vivo.


(Texto publicado en la revista Kinetoscopio en el año 2009)

Monstruos demasiado humanos

Posted: jueves, diciembre 06, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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A mediados de los años 40, el señor Alfred Hitchcock se encontraba recorriendo las instalaciones de diferentes hospitales mentales, entre ellos el asilo de Hartford en Connecticut y el Hospital Bellevue en Nueva York. Contrario a lo que podría pensarse, no se hallaba en busca de un lugar de reposo para apaciguar el remolino creativo que se agitaba en su cabeza, buscaba las locaciones ideales para rodar Spellbound (1945), un drama psicológico con el que mataría dos pájaros de un solo tiro: por un lado le daría gusto al productor David O. Selznick al abordar en una de sus películas el tema del psicoanálisis pero, por otro lado, haría algo más importante: volcar sus propios traumas y culpas en una trama de persecución con la que penetra la atormentada mente del personaje principal John Ballantyne, interpretado por Gregory Peck, para resolver la misteriosa desaparición del Doctor Edwardes, cuya identidad es usurpada por Ballantyne tras un episodio de amnesia que se convertirá en el McGuffin que pondrá en marcha la trama detectivesca y romántica.  

La culpa es básicamente lo que perturba al personaje de Peck en Spellbound. De hecho, es un arraigado sentimiento de culpa el origen de los trastornos mentales que proyectan algunos de los personajes de la filmografía de Hitchcock. Desde la delirante Henrietta Flusky que Ingrid Bergman personificó en Under Capricorn (1949) hasta la enigmática ladrona interpretada por Tippi Hedren en Marnie (1964). Personajes que comparten una culpa insoportable, oculta en profundos recuerdos, que causan dolor cuando se acercan a la superficie y por lo tanto son reprimidos en una agitada lucha que el director aprovecha para crear turbulentas escenas, torturar a sus adoradas rubias y provocar en el público emociones de extrañeza y masoquismo.     

Esa manera que tenía Hitchcock de hurgar en la culpa de sus protagonistas hasta hacerlos sangrar se puede interpretar como un intento encarnizado de ahondar en su propia culpabilidad, infundada desde sus primeros años de infancia por la estricta educación a la que fue sometido por parte de su padre y de los maestros jesuitas que lo formaron en el colegio.
Hitchcock aprovechaba sus películas para hablar de sí mismo y convertir sus recuerdos en piezas clave del lenguaje personal que inventó a partir de sus estudiadas imágenes. La culpa que en Spellbound detona los delirios de Gregory Peck es la de haber asesinado una figura paterna primordial lo que quizá refleja los sentimientos que Hitchcock guardaba hacia su padre, quien en una ocasión lo envió con una carta a la estación de policía. Al leerla, el oficial que lo atendió lo encerró en una celda y le dijo: “Esto es lo que se hace con los chicos malos”. En uno de los ataques de pánico de Spellbound, Gregory Peck grita a viva voz lo que quizá el pequeño Hitchcock gritó en las profundidades de su alma cuando salió de aquella celda: “¡Por qué las luces están apagadas! ¡Enciéndanlas! ¡Abran las cerraduras de las puertas! ¡No pueden mantener a la gente en celdas!”.  

Pero Hitchcock no era, como sus personajes, un cántaro de traumas, complejos y entelequias. Simplemente usaba sus temores como el combustible para una creatividad sin límites que configuró una de las obras más completas y exquisitas del séptimo arte, apoyado además en el séquito de talentosos artistas que reclutaba para sus filmes. La mítica secuencia onírica diseñada por Salvador Dalí para Spellbound, o la chirriante melodía que Bernard Herrmann compuso para la truculenta escena de la ducha en Psicosis (1960) se han convertido en elementos del canon insuperable que Hitchcock edificó para el cine de suspenso.

Fiel a sus reglas, Hitchcock ponía la psique de sus personajes al servicio de las situaciones opresivas con las que construía sus inquietantes tramas, suministrando a su público dosis crecientes de una ansiedad adictiva. Aunque Under Capricorn no es una de sus mejores películas, ilustra perfectamente la diestra manipulación que Hitchcock era capaz de ejercer sobre sus personajes, especialmente cuando éstos tenían el don de una rubia cabellera. Atormentada es la traducción de este filme, haciendo una obvia referencia al semblante que Ingrid Bergman adopta para interpretar a una traumatizada mujer que en el pasado ha cometido un crimen espantoso. La locura transitoria de Bergman, suscitada además por las insidiosas intrigas del ama de llaves, genera en los demás personajes reacciones mezcladas de repudio y temor que le dan a la película un aura misteriosa y exótica semejante a la de Rebecca (1940), aunque menos lograda, pues en este caso Ingrid Bergman no es acechada por la presencia fantasmal que subyugaba a la cándida Joan Fontaine en todos los rincones de su fantástica y a la vez lúgubre mansión. En ambas películas, sin embargo, el desenlace es compasivo con los personajes y el amor surge triunfal como infalible bálsamo curativo. 

En el cine de Hitchcock hay una plaga de lunáticos entrañables y detestables maniáticos que provocan sentimientos elementales de amor y odio. En el primer grupo podría ubicarse perfectamente a   ‘Scottie’ Fergusson, el personaje principal de Vértigo (1958), interpretado por un James Stewart que exhibe un popurrí de peculiaridades antológicas, desde el miedo irracional a las alturas hasta un sentimiento de culpa que lo lleva a provocar por segunda vez la muerte de la mujer que ama. 

El segundo grupo, el de odiosos dementes, tiene aún más militantes. Empezando por Bruno Antony, el asesino de Extraños en un tren (1951) y terminando en el estrangulador de las corbatas de Frenesí (1972), atractivos personajes que esconden las rancias características de su personalidad tras un encanto fingido que les permite mantenerse impunes a lo largo de la historia, por lo menos mientras Hitchcock decida hasta qué punto los inocentes deben pagar los platos rotos.

Pero hay un personaje que se mueve con soltura en esta frontera de encanto y repulsión. Se trata de Norman Bates, la figura central de Psicosis (1960). Cordial, elocuente y aparentemente inofensivo, Bates es capaz de hacer que el público se sienta de verdad muy culpable por encariñarse con él. Hitchcock reúne en esta película múltiples ingredientes que la elevan al grado de obra maestra: trepidantes secuencias que suceden a un ritmo frenético, como la huída tipo road movie de Janet Leigh; una escenificación impecable que se le debe en gran medida a la fotografía de John L. Russel; el diseño ingenioso de cada toma, obra de los dedicados artistas encargados del story board, entre ellos Saul Bass, quien tuvo en sus manos la tarea de diseñar cada cuadro del asesinato de la ducha; y una trama inicial que desvía nuestra atención para que luego el espanto sea más efectivo, pues ese robo que ejecuta de manera improvista la sensual Marion Crane es sólo un vehículo para conducirla hasta el gótico escenario donde tendrán lugar los horrores que engendrarán a lo largo de los años sesenta y setenta todo un subgénero del horror, el de los slasher. 

Psicosis es una evolución del suspenso en todo el sentido del término, pues al presentarnos la figura de un hombre cuya mente atrofiada causa más espanto que los monstruos arquetípicos que el cine de terror acostumbraba usar –vampiros, hombres lobo y demás criaturas sobrenaturales-, Hitchcock demuestra que las más terribles amenazas que acechan sobre los seres humanos y su sociedad no se originan de agentes externos, inexplicables y todopoderosos, sino que provienen de nuestros semejantes y están resguardadas en el indescifrable laberinto de la mente. 

Anthony Perkins le da vida a un personaje que por común y corriente que parezca, luce aún más monstruoso cuando se revelan las verdaderas implicaciones de sus grotescos crímenes. Al final de la película un psiquiatra explica detalladamente las causas de su comportamiento psicótico y los acontecimientos que le dieron a Norman Bates su personalidad deforme y ambivalente. Sin embargo, no importa lo naturales que sean sus patologías, hay un factor que amedrentó al público de su época y más de 50 años después sigue provocando el mismo desasosiego y es que con esta película Hitchcock nos hace conscientes de la inmensa posibilidad de que exista una locura igual o peor reposando dentro de nosotros o, por lo menos, en el cuarto de al lado. 

Ritual para el hombre invisible

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Un grito apaga el bullicio callejero de Nueva York y llama la atención de un hombre invisible que flota sobre los edificios. Es un grito breve y seco. Un grito animal, auténticamente desesperado y proferido por alguien que se topa de repente con la muerte. El hombre invisible desvía su atención del paisaje urbano de 1948 para encontrar con rapidez el lugar donde tiene lugar la tragedia. Se acerca a una ventana bloqueada por cortinas color mostaza y usando las facultades de su omnipresencia ingresa al apartamento donde dos gallardos hombres terminan de estrangular a su amigo.

A continuación, transcurrirán ochenta minutos en los que siete personajes celebrarán un insólito ritual alrededor de un cadáver oculto, mientras un plomizo atardecer sepultará a la ciudad de lapidarios rascacielos como si la luz fuera un reflejo directo de la conciencia de los protagonistas, la cual va saturándose de culpa, temor y desconcierto en un proceso que tendrás el privilegio de atestiguar en primera persona, desde el punto de vista de un fantasma imparcial que se filtra por las rendijas de las paredes y los objetos: la cámara.

La soga (1948) es una película sin preludio. Tiene un inicio brutal que logra el efecto de empaparte de inquietud, sobre todo cuando Brandon Shaw y Philip Morgan, los asesinos, lentamente, te hacen partícipe del sacrificio que le ofrecen al dios de su propio ego. Claro, es que tú haces parte de la escena, eres el hombre invisible que se metió por la ventana para observar sin parpadear las distintas fases de un ritual que lo tiene todo para ser macabro y a pesar de ello posee los detalles típicos de una creación concebida para deleitar hasta el espasmo: por ejemplo los diálogos de doble filo que cada personaje esgrime como si en lugar de haber sido invitados a una cena apacible en un penhouse de Manhattan, hubieran asistido a una convención de espadachines.

Dos íntimos amigos, interpretados por John Dall y Farley Granger, llevan a la práctica la premisa de que el arte del asesinato está reservado solo a quienes poseen superioridad intelectual. Como ellos son jóvenes, apuestos, brillantes y muy talentosos, deciden asesinar a su amigo David, a quien no consideran tan inteligente. Sin embargo, no basta con matarlo para que su crimen se convierta en una obra de arte. Hay que preparar una farsa alrededor de esta broma mortal, acercarse peligrosamente a la amenaza de un castigo o una condena y salir finalmente triunfales, a no ser que alguien con las habilidades de un curtido sabueso ate los cabos sueltos y destruya la espina dorsal de ese crimen perfecto. 

Aunque La soga no es la favorita de su director, tiene algo que la diferencia del resto. Es su película más experimental al haber sido rodada simulando un plano secuencia ininterrumpido que le da una atmósfera de obra teatral particularmente perturbadora, pues la interacción de los personajes, por momentos, parece una danza ritual pensada para invocar al diablo.

La soga inaugura una nueva etapa en el cine de Hitchcock. Es la primera película que filma a color, su primera realización bajo el sello de su propia productora, la Transatlantic Pictures, y su primera colaboración con el actor James Stewart, quien protagonizaría también La ventana indiscreta (1954), El hombre que sabía demasiado (1956) y Vértigo (1958), algunas de sus películas más importantes.

Al estar libre del yugo de grandes productoras (como RKO y Universal) y de las intervenciones arbitrarias de hombres como David O. Selznick, quien se tomaba la libertad de modificar el guión y practicar cortes en el montaje final, Hitchcock se sintió a sus anchas para orquestar una extraordinaria parafernalia de rodaje: un escenario movedizo en el que las paredes, los objetos y el resto del decorado estaban engranados con cables y poleas dispuestos para seguir los caprichos dictados por la perspectiva del director, de manera que las características de su lenguaje visual no se opacaran ante el tamaño de su ambición de manipular el tiempo creando una ilusión de realidad que acentuaba sus propias ideas sobre el suspenso, pues los espectadores están llamados a ser testigos, jueces y cómplices en la ejecución de este asesinato premeditado minuciosamente.

El rodaje de La soga debió ser un espectáculo de fluidez equiparable al desarrollo de sus escenas. No solo los actores debían memorizar las estaciones de su trayectoria, marcadas en el suelo con innumerables cintas de colores, sino que todo el personal -técnicos, camarógrafos y el propio director- estaba obligado a mantener un control preciso sobre sus propios movimientos con el mismo rigor que un bailarín emplea en la memorización de sus coreografías.

La destreza de los actores es lo que permite apreciar un poco de todo aquello que sucedió tras las cámaras. El exuberante glamour y la recatada insolencia de las estrellas principales, Farley Granger y John Dall, les permite proyectar su dubitativa condición pues aunque queda sugerida la turbadora esfera homosexual que constituía un enorme tabú para la época, nunca se manifiesta la verdadera dimensión de sus afinidades. Por otro lado, el personaje de Stewart, el profesor Rupert Cadell, ejerce un poder esplendente que con la sola mención de su nombre provoca en Brandon el estimulante placer del peligro y en Philip un ilimitado nerviosismo que llega a su clímax en una de las escenas más interesantes de la película. Mientras interpreta en el piano el Movimiento Perpetuo de  Francis Poulenc, Cadell lo interroga con un hipnótico e improvisado método que va deformando la melodía y socavando cada vez más profundo el secreto aterrador que los dos jóvenes ocultan en ese baúl usado para el doble propósito de servir la cena y fungir como altar de sacrificio.  

La soga fue filmada en ocho rollos de diez minutos cada uno y empalmada en un montaje sin cortes en apariencia con el que Hitchcock superó las limitaciones técnicas de su época y practicó realmente el ejercicio de superioridad intelectual que planteó Patrick Hamilton, autor de la obra teatral Rope´s end, en la que está basada la película. A través de esta película, el director más llamativo de la industria puso a prueba el dominio que había adquirido del arte cinematográfico y de algún modo anunció la magnificencia de sus próximas películas. Si el experimento fallido de estos asesinos ilustrados no alcanza para demostrar que es posible un crimen perfecto, el de Hitchcock es suficiente para confirmar que sus películas son obras de arte sin cabos sueltos.  

Maldad

Posted: miércoles, diciembre 05, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , , ,
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"El escritor que se niega a explorar las regiones oscuras del corazón jamás podrá escribir convincentemente sobre la maravilla, la magia y el goce del amor, por lo mismo que la bondad no puede ser confiable a menos que haya respirado el mismo aire que la maldad".

Nick Cave 


Un día como hoy me gustaría ser una criatura unicelular, submarina, sin extremidades, sin boca, sin ojos. Recibiendo sólo un estímulo del mundo: la deriva que en mi estado sólo significaría placidez o indiferencia. Pero no puedo ser indiferente, algo espinoso hay en mis fibras, algo que no me deja dormir y me hace tener clara consciencia de la lentitud con la que pasan las horas y la paradójica velocidad con la que el amanecer rasga los entresijos de las persianas para anunciarme que mi insomnio no tuvo el suficiente poder para detener el día. 

Paso un día con mi alma atorada en la medianoche, con mi cuerpo suspendido en la ducha de agua tibia que me di en la madrugada, con mis manos inconformes porque el amor solitario que pueden darme no compensa lo que podrían ofrecerme mis amores imposibles, esos que se me escurren casi siempre entre las manos. Y esa medianoche es gris, fría, hay nubes de tormenta y hay tormenta: esa lluvia que en Medellín nos vuelve tristes pero inútilmente optimistas, que también nos vuelve indecisos. Acaso una llovizna que nos vuelve en extremo violentos. La violencia que hay en mí se delata por el silencio encarnizado que le dedico a las personas que amo, la veo desbocada en las imágenes atroces que produzco con frecuencia: en ellas mato, robo, defenestro, violo y muero. 

He vivido solo, acumulando ansiedades diversas como las que surgen en la víspera del viaje. La ansiedad de recorrer indemne el camino del exceso, la de zambullirme en las cloacas de la promiscuidad, la ansiedad de bañarme con un delirium tremens, la de inflar mi cabeza con todo el humo del mundo, la de rasgar mis paredes cerebrales con cristales selváticos, la imperante ansiedad de amar y la más indispensable que es la de ser amado. La ansiedad de escribir y nada más, extinguida en mi empeño testarudo de no hacerlo. 

Escribir, escribir, nada más escribir, escribir solo, vaciar en el papel lo que he visto y luego nada, la ceguera, el mutismo, las escurridizas palabras, la imaginación endurecida, la pérdida gradual del placer que encontraba en la lectura. El advenimiento del miedo. 

Hoy escuché una historia que aflojó la carne de mis huesos. Me atrincheré en la incredulidad mientras la escuchaba. Ensayé uno o dos chistes. Sonreí fríamente ante los narradores que se turnaban para aportar detalles a la historia. Uno decía huesos, otro decía sangre y el otro se apresuraba a agregar cementerio. El uno decía tierra, el otro hablaba de insoportables chillidos. Entre los dos hablaban de la maldad y de la muerte. Ella sonreía porque la esperanza que tiene adentro es más grande que su cuerpo, él se frotaba las manos porque en poco tiempo enfrentará solo la oscuridad más grande y yo en mi incredulidad era hielo, es decir, era miedo. En la historia había alguien que temblaba oculto bajo una cama o en un armario, y lloraba y soñaba con el momento de arrojarse a los carros. Y estaba este hombre en silla de ruedas con poderes extrasensoriales que le permitían enfrentar esa sabiduría atroz de la que algunos mucho saben, como Lovecraft, a través de quien, superficialmente, he explorado esos abismos, pero de la que él y ella sabían poco. Aun así narraban virtuosamente una historia más oscura que el horror de Dunwich y no estábamos en Dunwich, no incursionábamos en las ruinas de una civilización milenaria y perdida, no veíamos a lo lejos la silueta de un pueblo fantasma poblado por los espectros de una familia asesina. Las paredes que le aportaban a esta historia su doméstica acústica sombría no estaban erigidas con restos de criptas ni contenían huesos de diablos, y sin embargo estábamos cayendo hacia el horror, hacia su puro centro, hacia donde vamos todos y de donde, me parece, sólo pueden fugarse los que encuentran el amor o los que se encuentran con su propio asesino. 

Ángel Exterminador 2

Posted: miércoles, noviembre 14, 2012 by Godeloz in
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"Mientras los fantasmas engordan, nosotros nos morimos".
Franz Kafka 


Cuando se metió la mariposa a mi boca, permanecí más de una semana, mudo terror, esperando a que algún miembro de mi familia se muriera.  Yo veía a mi papá, a mi mamá y a mis hermanos muy aliviados así que temía lo peor: un bala perdida, un bus que se queda sin frenos o un ahogamiento en la piscina. Sin embargo, no le conté a nadie que estaba condenado, que una enorme mariposa negra había marcado mi destino con el sello de la desgracia por haberse metido en mi boca. Creía que si los terrores eran lo mismo que los deseos, pero al revés, el hecho de contarlo haría que se cumpliera así como si contamos un deseo o un sueño éste no se cumple. Pero esta decisión convirtió mis nervios en algo quebradizo. Sonaba el teléfono y yo lo dejaba repicar por miedo a que esa llamada fuera la portadora de la mala noticia. Tocaban la puerta y yo ni me atrevía a mirar por la ventana por la misma razón. Casi no dormí esa semana porque mi padre trabaja hasta la madrugada y yo necesitaba oír sus llaves entrando en la puerta para saber que había sobrevivido otra noche. En esos desvelos yo rezaba ofreciéndome como voluntario si es que alguien de la casa tenía que morirse. No recuerdo cómo fue que se disolvió ese espanto pero siempre que veo una mariposa negra recuerdo el mal sabor de boca. 

Últimamente he visto muchas y mi reacción es casi un reflejo. Hago rechinar los dientes, aprieto los labios y evito mirarlas como si se trataran de los perro bravos que te muerden si huelen tu miedo. Creo que fue mamá la que me dijo alguna vez que si una mariposa te tocaba en la boca significa que alguien de la familia va a morirse. Yo no le paré muchas bolas en ese momento pero cuando sentí el primer contacto de las patas de una mariposa con mi boca volví a escuchar sus palabras como si fueran una reverberación que viaja por el tiempo. Fue recién entrada la noche de un viernes. Regresaba del colegio con mi amigo Edison, hablando, riéndonos, miquiando, tratándonos a las patadas como hacen los mejores amigos. Cuando él dijo algo chistoso y yo solté una carcajada, en ese momento me atrapó un torbellino de locura y muerte: primero fue una sombra que descendió del árbol de mango bajo el cual, semanas atrás yo había matado, por piedad, a un gato que se retorcía de dolor por envenenamiento; después fue un aleteo que me golpeaba la cara y unas patas hormigueando en la punta de mi lengua. En medio de la confusión la agarré como pude y la lancé al piso. Luego, como si hubiera sido presa de convulsiones demoniacas, me restregué los labios y corrí hasta la esquina, dando vueltas y sacudiendo la cabeza y lanzando sonidos guturales como si me estuviera quemando. Edison se estaba partiendo de la risa mientras tanto. Cuando me calmé, tenía la boca reseca y recordé, también, que alguien me había dicho que el polvo que recubre las alas de la mariposa era venenoso. Cuando llegué a casa fui directo a la nevera y acabé con el jugo de mango. Mi mamá me saludó con tono de reproche: "quihubo, se lo va a tomar todo?". Yo la miré y le iba a contar lo de la mariposa pero el miedo me detuvo y me quedé pensando que ojalá a ella le quedaran muchos años antes de tener la mala suerte de morirse.

Leer la primera parte de la serie

El enano del cinematógrafo

Posted: jueves, noviembre 08, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Tomada de Cadenaser.com
Foto tomada de Cadenaser.com

Apurado por la inminencia del estreno de El baile de la victoria, Fernando Trueba recorría el Teatro Heredia de Cartagena con la urgencia de un roedor que busca un agujero para escapar de un barco que se hunde. Se notaba que algo iba mal. Estaba a diez minutos de presentar por primera vez en Latinoamérica su película rodada en Chile y su humor se veía  a punto de colapsar. Lucía un semblante tan desorbitado como su ojo derecho, que parecía dirigido al cielo con premeditación, rogando por un prodigio que lo sacara a flote. El estrabismo extremo de Trueba le da la facultad de parecer un animal mitológico de dos miradas, una terrenal, para atender los asuntos de los hombres, y otra capaz de entablar contacto con un plano esquivo a las capacidades sensoriales de las personas comunes.

La evidencia de sus malas pulgas no le puso freno a mi torpeza, que me empujó a interrumpir su tránsito errático por el teatro para preguntarle si era posible que me dedicara unos minutos. "Señor Trueba, Señor Fernando, Director...", era lo único que le alcanzaba a decir. Él ni me miraba, ocupado, como era claro, en un asunto de vida o muerte. En la puerta del teatro una multitud estaba a punto de buscar antorchas encendidas para castigar la tardanza con un Apocalipsis y los asistentes del director corrían detrás de él ofreciendo explicaciones, haciendo llamadas por celular y buscando ese agujero que les sirviera para ejecutar el plan de fuga. 

Yo insistí cuando lo vi de nuevo. Trueba se aproximaba con el gesto agrio del momento y cuando escuchó mi llamado, antes de desaparecer tras las cortinas del teatro, dijo: "Ahora no tengo tiempo".  Pronunció esta frase girando su rostro hacia donde yo estaba, hacia la derecha, y creo que su intención era tener la cortesía de mirarme, pero su ojo derecho tenía el blindaje orgulloso de los estrábicos. Levitando en la cuenca ocular como en una ensoñación con la que apunta siempre a las alturas, el ojo no me miró sino que me dio una cachetada.

El hombre que había empuñado un Oscar y trabado amistad con su propio dios, Billy Wilder, se atrincheró en el camerino mientras el público atravesaba las puertas del teatro y trataba de encontrar un asiento disponible. Las butacas se ocuparon en un parpadeo. Los palcos del segundo y tercer piso no daban abasto y por poco me quedo sin puesto. Encontré un lugar libre en la penúltima fila, entre una señora octogenaria de alegría dionisiaca, y una pareja de extranjeros que a pesar de su bronceado irregular, su cabello desarreglado y el desparpajo de su atuendo, no podían esconder que eran bellos. 

Había en el auditorio un cuchicheo estridente. El movimiento de las personas aglomeradas, que agitaban abanicos y apaciguaban la impaciencia con alguna conversación pasajera, imprimían a la escena los temblores de una colonia de termitas. En medio de este vaivén distinguí en el escenario a un hombrecillo de camisa blanca que miraba hacia el público como buscando a alguien. Descendió las escaleras y caminó por el pasillo central mirando a cada lado. Se detuvo cuando llegó a la penúltima fila, pues, al parecer, yo era a quien andaba buscando. "¿Usted necesitaba hablar con el maestro?", dijo y a continuación me invitó a que lo siguiera. Me condujo tras bambalinas donde Fernando Trueba esperaba en una silla haciendo carrizo con la actitud de un dandi del Mediterráneo. Tan apacible que parecía un hombre distinto al que minutos antes iba a transformarse en un mandril que estrena su furia primitiva por fuera del zoológico. "Disculpa que no te presté atención", dijo. "Es que debía resolver un problema. ¿Me querías decir algo?". Mientras yo le explicaba el alcance de mis intenciones, Trueba me miraba fijamente con su ojo terrenal, el izquierdo. Desde el punto en el que yo estaba no alcanzaba a ver lo que su ojo místico andaba haciendo. Dijo que por supuesto, que claro, que cómo no, a lo que le había pedido y fijamos una cita para el día siguiente. Volví a mi lugar con la impronta de sus dos miradas flotando espectralmente ante mi rostro. El efecto inmediato era una mezcla de seducción e hipnosis tan inquietante que apenas pude seguir el hilo de la película que a continuación proyectaron en el teatro silencioso. Era una historia triste con montañas nevadas, amor y apuñalamientos. El público aplaudió cuando encendieron las luces, señal de que ningún ratón tuvo que abandonar ningún barco.

En mi siguiente encuentro con Fernando Trueba estuve más expuesto al influjo de sus dos ojos. Nos encontramos en el patio central del hotel donde se hospedaba y un racimo de periodistas acechaba a los personajes ilustres del encuentro. Reconocí a Ian McEwan que se paseaba en el lugar luciendo un sombrero caribeño. Trueba estaba solo. Me reconoció al verme y lo primero que saltó a decir fue "¿Has visto la película?". Preguntó por la reacción del público, si les había gustado, cómo estuvo la imagen, si el sonido había estado claro. "Es que me invitaron a una cena y no estuve hasta el final. Siempre me preocupo mucho por eso." Le hablé de los aplausos.

Para la entrevista nos sentamos en poltronas de mimbre ubicadas frente a frente con una leve desviación oblicua. Desde mi punto de vista estaba más cerca de su ojo izquierdo pero el esplendor de su ojo derecho también estaba a mi alcance, lo que produjo durante la conversación un comportamiento bipolar de mi parte, pues me sentía obligado a sostener la mirada de su ojo terrenal pero una fuerza que le echaba combustible a mi curiosidad me conducía sin que yo pudiera defenderme hacia su ojo extraviado. 

Volvió a disculparse por su comportamiento histérico de la noche anterior. Explicó el lío de los rollos de película que no llegan a tiempo, la necesidad de hacer una proyección previa, verificar la sincronización de la banda sonora. Yo asentía con un detestable balanceo que me hacía parecer uno de esos muñequitos bebedores de agua. Prestaba atención a sus palabras pero también combatía contra el impulso de abandonarme a la suerte para dejarme llevar hacia el lugar al que su ojo derecho me estaba invitando. Pero al principio me mantuve firme y entramos en materia después de la breve charla de calentamiento.

Era agotador evitar mirar el rasgo principal de su estrabismo pero ayudó un poco su voz de veterano sabio y la enorme emoción con la que hablaba sobre películas. No era difícil imaginarlo en los años de su infancia devorando por horas las funciones múltiples. Creyéndose en las salas oscuras un Robín Hood que realiza hazañas en un bosque de butacas. Imitando, al salir de las salas de cine, el porte desafiante de Jhon Wayne, la mirada de Gary Cooper, el rictus de la boca de Humprey Bogart, como confiesa en su diccionario del cine. Aunque siempre consciente de ser un "pequeño gafotas estrábico" que apenas empezaba a conocer el significado de las palabras director y guionista.

La conversación fluyó desde su Ópera prima hasta su Oscar y mientras tanto yo forzaba mi mirada para no caer en las trampas de la suya. Porque si el ojo izquierdo tenía la efectividad y delicadeza de un francotirador, el derecho era un ninja que se esfumaba en una nebulosa para atacarte por la espalda. 

Llegamos al punto en el que ambos nos pusimos místicos como su ojo desorbitado. Tocamos el tema de dios, es decir, de Billy Wilder, que le enseñó al niño Fernandito Trueba como es que se hace una película. 

A esa altura ya no me importaba que Trueba se diera cuenta de que lo miraba alternativamente al ojo izquierdo y al derecho, deteniéndome cada vez durante más tiempo en su espléndida rareza. Seguramente estaba acostumbrado, y yo sabía que incluso algunas veces él no tenía piedad para dedicarse burlas recalcitrantes, autoproclamándose con frecuencia enano del cinematógrafo. Luego pensé que si fuéramos buenos amigos, yo lo llamaría Quasimodo cinéfilo; así como a Billy Wilder le hubiera puesto un apodo que lo hiciera caer en la cuenta de su enorme semejanza con E.T. El Extraterrestre.

Pero el amigo de Wilder era Trueba y yo quería escuchar los pormenores de esa relación casi con las mismas ganas con las quería preguntarle a mi entrevistado por qué era imposible hipnotizar a un estrábico como lo comprobó John Huston cuando intentó hacerlo con Jean Paul Sartre. 

Supe que mientras duró la amistad, Wilder solo le había dado un consejo -"Pasa todo el tiempo que puedas con tu hijo"- y que había derramado una copa de martini en la alfombra de su casa cuando Trueba cometió la insolencia de llamarlo Dios ante millones de televidentes durante la entrega de los premios Oscar en 1994. Luego, Trueba narró una conversación que sostuvieron en una hamburguesería de Los Ángeles. Wilder le preguntó si había visto La lista de Schindler y cómo le había parecido. Sin proponérselo, el crítico que Trueba mantiene amordazado brotó para decir que esto y que lo otro sobre la película de Spielberg. Wilder lo escuchó y luego le contó por qué la había visto cuatro veces. "Cielos, ¡Billy Wilder ha visto una película cuatro veces!", exclamaba Trueba en sus adentros cuando su amigo empezó a hablar: "Yo perdí a mi madre en los campos de concentración y jamás supe qué fue de ella. Por eso he visto La lista de Schindler cuatro veces. Tiene tantos extras, que yo me quedo mirándolos para ver si la encuentro". 

"Las lágrimas me saltaron de los ojos con la boca llena de hamburguesa", dijo Fernando Trueba, ocasionándome una reacción parecida, pues, si bien mis lágrimas se mantuvieron en el reverso de los párpados, tuve que desatar el nudo de mi garganta con una exhalación que espero hubiera sido interpretada como una expresión de asombro. De hecho, estaba asombrado, encantado, abandonado a los efectos de la charla, cautivo en el influjo ambivalente de los ojos de Trueba. El ninja me tenía ensartado por la espalda y el francotirador ya había acertado varios tiros en mi cabeza y en mi pecho. Solo me quedaba una última palabra, la pregunta final. Sí, Trueba confirmó que era imposible que alguien lo hipnotizara y que los poderes de su ojo extraviado, místico y embaucador lo habían privado de las maravillas del mundo estereoscópico pero lo volvían inmune a los encantos engañosos del cine en 3D.