Olvidando a Rosebud

Posted: domingo, enero 22, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"Todos estamos presos en el tiempo, menos como moscas en ámbar -nada tan duro y nítido- y más como ratones en melaza."
Margaret Atwood

Los planos finales del Ciudadano Kane ejercen un extraño poder. La toma abarca el titánico recinto de un palacio que en algún momento de la película es elevado a la categoría de los mausoleos ancestrales que han llegado al grado de maravilla. Este plano general caótico transmite la misma sensación que deben sentir los aficionados a ensamblar puzles cuando derraman sobre una mesa las piezas de su próximo desafío. Con paciencia, es posible que la vida propia del caos derive en orden. Sin embargo, con Ciudadano Kane ocurre justamente lo contrario porque la pieza más importante, aquella que quizá le aporte sentido a la impresionante vida de Charles Foster Kane, está extraviada entre la infinidad de estatuas, jarrones, lámparas y antigüedades invaluables pero fútiles que abarrotan Xanadú. 

En esta ausencia está la magia de Ciudadano Kane, pero, al ser la película más importante de la historia del cine, un paso obligado para los neófitos, una referencia imprescindible para los cineastas, un santo grial para los guionistas, un shangri la del cine al que pocos directores han llegado de nuevo, la magia está en peligro de extinción. Es decir, al ser tan estudiada, comentada, analizada y criticada, lo que le aporta misterio a la película con el paso de los años ha perdido su maravilloso influjo. A mí me gustaría que de alguna forma se iniciara una cruzada peculiar: la de permitir que futuras generaciones disfruten del privilegio de ver la película sin saber de antemano lo que es Rosebud.

Orson Welles le da la bienvenida a su público con el enigma de la palabra que Kane pronuncia antes de dejar este mundo para entrar a un reino de espectros. Este hombre endiosado dedica su último suspiro a pronunciar una sola palabra que desencadenará la pesquisa a través de la cual conoceremos su excesiva existencia. Rosebud, Rosebud, Rosebud… se repiten los reporteros que quieren desenmarañar el acertijo y seguramente la misma resonancia navegaba a la deriva en las mentes de los espectadores de antaño cuando el dato exacto de lo que era no contaba aún con amplia difusión. Si lo piensan, era una situación envidiable porque en la ignorancia de esta información la figura de Charles Foster Kane es más huidiza y repele con acierto el mal de la interpretación. La historia sería niebla pura sólo hasta el momento final, cuando las dudas quedan despejadas en apariencia porque, si bien Welles encuentra por nosotros, entre el infinito inventario de objetos que poblaron la vida del personaje, el paradero de Rosebud, solo deja que alcancemos la iluminación con la punta de los dedos antes de que el fuego consuma el último vestigio del poderoso magnate. Uno cree que toca el epicentro del secreto viendo a Rosebud devorado por las llamas, pero, más tarde, cuando la fantasmagoría del Ciudadano Kane orbita en la memoria, se advierte que el secreto nos quemó las manos.

Viendo al Ciudadano Kane pensé en la novela de Antoine Bello, Elogio de la pieza ausente; una obra que reivindica la importancia de “esa última pieza que, tan a menudo, impide al artesano ver concluida su obra”, y le otorga a su ausencia “un poder espiritual más fuerte que el torrente de primavera y más potente que las mareas de la Luna.” A mí me gustaría que pudiéramos olvidar a Rosebud para que recupere ese poder y para que Ciudadano Kane siga siendo una película tan grande como la octava maravilla.

Outsiders del VHS

Posted: lunes, enero 16, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , , , ,
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Los hermanos Juan Felipe y Esteban Orozco rodarían sus películas hasta en la Luna, si la hazaña fuera posible. Por el momento se conforman con mantener el cine que quieren hacer dentro de la órbita terrestre. Ya son dos películas las que estos cineastas colombianos tienen en una baraja con la que apuestan frente a las esferas más elevadas del cine mundial, pues las historias que brotan de su imaginario fílmico y su voracidad cinéfila necesitan de ese circuito en el que los únicos límites para rodar los impone la calidad del guión, la obstinación de los creadores y la universalidad natural de su lenguaje. 


Lo primero lo han ido puliendo desde su primer largometraje, Al final del espectro (2006) -intensa trama de horror que actualizó una oferta nacional pobre en géneros-; lo segundo lo demostraron con Saluda al diablo de mi parte (2011) –producción de grueso calibre que enfrentó desafíos financieros, logísticos y técnicos superados a fin de cuentas porque tanto guionista (Esteban) como director (Juan Felipe) son cabeciduros sin remedio-; y lo tercero –la búsqueda de ese lenguaje que puede llegar sin trabas a una audiencia global- se puede notar si se tiene la ocasión de oírlos hablar sobre CINE –así, con mayúsculas- durante un par de horas: el hilo de la conversación se torna circular como si mediante un flashback pudiéramos verlos crecer como jóvenes metaleros marginados que sobreviven en la bochornosa Montería de los años 80, refugiados en la música –difícil de conseguir-, las revistas de horror –rarezas atesoradas con devoción- y las películas que seleccionaban de las videotiendas y veían con avidez vampírica.  


En el plano de los dos muchachos iluminados por las ráfagas de una película con Bruce Willis se escucharía la voz en off de Juan Felipe confesando lo siguiente: “Nosotros venimos de la generación del VHS. No crecimos en cineclubes sino alquilando en videotiendas esas películas de acción oscura y muy violenta de los 80.” Línea de diálogo que podría ser interrumpida por la intervención de un segundo protagonista, Esteban, para nutrir la narración con un contrapunto reflexivo: “Siempre hemos tenido una fascinación por lo macabro, nos gustan las historias macabras y nos gusta particularmente el cine de acción norteamericano que es así, siniestro y sobre la naturaleza humana”.
La obligación de acompañar ambas declaraciones con imágenes de Robocob o Cobra y homenajes visuales al primer Rambo –el outsider ideal-, a Cronenberg y a Michael Mann sería ineludible en esta trama que intenta describir un poco la madera de la que están hechos los dos cineastas y que ya hemos visto arder en películas radicales.  


Pero antes de escucharlos nuevamente hay que incluir una secuencia silenciosa pero explosiva, como la escena en la que Sarah Connor sueña con el fin atómico del mundo. En el interior de una oficina en los Estados Unidos dos jóvenes colombianos negocian un contrato que podría abrirles las puertas de la meca del cine. Oficina elegante, negociación de tahúres del lejano oeste y miradas con mensajes encriptados que cambian de golpe cuando alguien les menciona que el edificio del frente fue el mismo, óigase bien, el mismo edificio donde rodaron Duro de Matar I. En la vida real Esteban Orozco estaba acompañado por Luis Otero, el fotógrafo de El Diablo, pero la ficción concede libertades y podemos ubicar a la pareja de hermanos que contemplan con cara de no-me-lo-puedo-creer lo cerca, lo cerquitica que están de ese cine que alegró sus tardes y sus noches y hasta sus mañanas, en una adolescencia no muy lejana pero sin lugar a dudas cubierta de una luz legendaria como la que bañaba a los ninjas relampagueantes de Big Trouble en Little China
La cercanía de ese tótem en el que John McClane dejó su pellejo en cada pedazo de vidrio los incendia  por dentro, impregnándolos de una energía que desfogan en el rodaje de El Diablo donde el pellejo de ambos quedó igual de trajinado que el de Ángel, personaje interpretado por Edgar Ramírez quién por momentos  luce como un duro de matar salvaje pero inmensamente más humano: de alma dura y blanda carne.


La actitud de este personaje ficticio y la de estos cineastas verdaderos se ampara bajo una ley del todo o nada -no apta para cardiacos, diría el afiche promocional de este relato- ya que en este tipo de empresas hay que estar dispuesto a jugarse la vida. Esteban Orozco recuerda muy bien las palabras de Tarantino cuando dijo en una entrevista que por Reservoir Dogs se hubiera dejado pegar un tiro y por Pulp Fiction se hubiera dejado cortar un brazo: “Él aprendió a meterse sólo en proyectos por los cuáles moriría y a nosotros nos pasó igual. En 2008 empezamos a rodar una película normal pero en 2010 terminamos de hacer una película por la que realmente moriríamos.”  


Esteban se refiere momentos distintos en la historia del rodaje. Una arremetida inicial en 2008, cuando el presupuesto se esfumó tras once días de filmación en los que completaron la primera mitad de la película; un receso obligatorio que se extendió por año y medio; y en 2010, un segundo asalto de trece días –con cambios tangenciales en el guión, nuevas ideas sobre los personajes y actitud de kamikazes- en el que finiquitaron por knockout este rodaje. No desentona la comparación de sus peripecias con la estructura típica de una historia de boxeadores: el héroe derrotado regresa para vencer con furia y determinación nunca antes vistas. 


“Quisimos hacer un thriller básico de acción en 2008 pero cuando ocurrió la crisis decidimos meterle más candela, hacer una película de la que estuviéramos orgullosos”, es la voz de Juan Felipe resumiendo en pocas palabras la enorme complejidad de lo vivido durante esta realización: las peleas –Juan Felipe: “Porque tenemos gustos similares pero somos muy distintos, así que siempre discutimos hasta que no gane ni el uno ni el otro sino que gane lo que realmente es bueno para nuestro cine”-, los cambios en el guión –Esteban: “Tuvimos más de 30 versiones del guión.  En la primera versión, Ángel no moría pero después nos dimos cuenta que había que matarlo, eso la gente no se lo espera.”- y la construcción gradual de una historia que quería obedecer a los cánones de un género -el thriller policiaco-, manteniéndose en un mundo de ficción que no rayara en lo espectacular –Juan Felipe: “Nosotros queríamos hacer un thriller contado desde una perspectiva dramática, que los personajes se sintieran y tuvieran conflictos, no hacer que el chico malo robara un banco por levantarse a una chica. Pero siempre quisimos que El Diablo fuera una película sórdida, que la violencia no tuviera censura y que todos los personajes fueran salvajes, que todos fueran malos, una película donde lo único que se salvara fuera la infancia y en parte, la mujer”-.


En El Diablo todas las investiduras están diseñadas para provocar miedo: los disparos son atronadores, las patrullas de la ley son de un negro fantasmal, cada rostro tiene algún gesto grotesco y no existe la alegría: es el inframundo de la imaginación de los Orozco, del que hemos visto apenas una porción, como una isla lejana divisada desde un mástil: a medida que nuevas películas permitan explorarlo –terror brutal es lo próximo que preparan- se oirán los gritos que anuncien de qué estará sembrado el territorio de su cine. Si las fuentes de las que Juan Felipe y Esteban han bebido siguen fermentándose en su imaginario, desde ya se puede augurar un cine fértil en sobresaltos y espasmos.

(Artículo publicado en la Revista Kinetoscopio No. 95)