Ángel Exterminador 2

Posted: miércoles, noviembre 14, 2012 by Godeloz in
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"Mientras los fantasmas engordan, nosotros nos morimos".
Franz Kafka 


Cuando se metió la mariposa a mi boca, permanecí más de una semana, mudo terror, esperando a que algún miembro de mi familia se muriera.  Yo veía a mi papá, a mi mamá y a mis hermanos muy aliviados así que temía lo peor: un bala perdida, un bus que se queda sin frenos o un ahogamiento en la piscina. Sin embargo, no le conté a nadie que estaba condenado, que una enorme mariposa negra había marcado mi destino con el sello de la desgracia por haberse metido en mi boca. Creía que si los terrores eran lo mismo que los deseos, pero al revés, el hecho de contarlo haría que se cumpliera así como si contamos un deseo o un sueño éste no se cumple. Pero esta decisión convirtió mis nervios en algo quebradizo. Sonaba el teléfono y yo lo dejaba repicar por miedo a que esa llamada fuera la portadora de la mala noticia. Tocaban la puerta y yo ni me atrevía a mirar por la ventana por la misma razón. Casi no dormí esa semana porque mi padre trabaja hasta la madrugada y yo necesitaba oír sus llaves entrando en la puerta para saber que había sobrevivido otra noche. En esos desvelos yo rezaba ofreciéndome como voluntario si es que alguien de la casa tenía que morirse. No recuerdo cómo fue que se disolvió ese espanto pero siempre que veo una mariposa negra recuerdo el mal sabor de boca. 

Últimamente he visto muchas y mi reacción es casi un reflejo. Hago rechinar los dientes, aprieto los labios y evito mirarlas como si se trataran de los perro bravos que te muerden si huelen tu miedo. Creo que fue mamá la que me dijo alguna vez que si una mariposa te tocaba en la boca significa que alguien de la familia va a morirse. Yo no le paré muchas bolas en ese momento pero cuando sentí el primer contacto de las patas de una mariposa con mi boca volví a escuchar sus palabras como si fueran una reverberación que viaja por el tiempo. Fue recién entrada la noche de un viernes. Regresaba del colegio con mi amigo Edison, hablando, riéndonos, miquiando, tratándonos a las patadas como hacen los mejores amigos. Cuando él dijo algo chistoso y yo solté una carcajada, en ese momento me atrapó un torbellino de locura y muerte: primero fue una sombra que descendió del árbol de mango bajo el cual, semanas atrás yo había matado, por piedad, a un gato que se retorcía de dolor por envenenamiento; después fue un aleteo que me golpeaba la cara y unas patas hormigueando en la punta de mi lengua. En medio de la confusión la agarré como pude y la lancé al piso. Luego, como si hubiera sido presa de convulsiones demoniacas, me restregué los labios y corrí hasta la esquina, dando vueltas y sacudiendo la cabeza y lanzando sonidos guturales como si me estuviera quemando. Edison se estaba partiendo de la risa mientras tanto. Cuando me calmé, tenía la boca reseca y recordé, también, que alguien me había dicho que el polvo que recubre las alas de la mariposa era venenoso. Cuando llegué a casa fui directo a la nevera y acabé con el jugo de mango. Mi mamá me saludó con tono de reproche: "quihubo, se lo va a tomar todo?". Yo la miré y le iba a contar lo de la mariposa pero el miedo me detuvo y me quedé pensando que ojalá a ella le quedaran muchos años antes de tener la mala suerte de morirse.

Leer la primera parte de la serie

El enano del cinematógrafo

Posted: jueves, noviembre 08, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Tomada de Cadenaser.com
Foto tomada de Cadenaser.com

Apurado por la inminencia del estreno de El baile de la victoria, Fernando Trueba recorría el Teatro Heredia de Cartagena con la urgencia de un roedor que busca un agujero para escapar de un barco que se hunde. Se notaba que algo iba mal. Estaba a diez minutos de presentar por primera vez en Latinoamérica su película rodada en Chile y su humor se veía  a punto de colapsar. Lucía un semblante tan desorbitado como su ojo derecho, que parecía dirigido al cielo con premeditación, rogando por un prodigio que lo sacara a flote. El estrabismo extremo de Trueba le da la facultad de parecer un animal mitológico de dos miradas, una terrenal, para atender los asuntos de los hombres, y otra capaz de entablar contacto con un plano esquivo a las capacidades sensoriales de las personas comunes.

La evidencia de sus malas pulgas no le puso freno a mi torpeza, que me empujó a interrumpir su tránsito errático por el teatro para preguntarle si era posible que me dedicara unos minutos. "Señor Trueba, Señor Fernando, Director...", era lo único que le alcanzaba a decir. Él ni me miraba, ocupado, como era claro, en un asunto de vida o muerte. En la puerta del teatro una multitud estaba a punto de buscar antorchas encendidas para castigar la tardanza con un Apocalipsis y los asistentes del director corrían detrás de él ofreciendo explicaciones, haciendo llamadas por celular y buscando ese agujero que les sirviera para ejecutar el plan de fuga. 

Yo insistí cuando lo vi de nuevo. Trueba se aproximaba con el gesto agrio del momento y cuando escuchó mi llamado, antes de desaparecer tras las cortinas del teatro, dijo: "Ahora no tengo tiempo".  Pronunció esta frase girando su rostro hacia donde yo estaba, hacia la derecha, y creo que su intención era tener la cortesía de mirarme, pero su ojo derecho tenía el blindaje orgulloso de los estrábicos. Levitando en la cuenca ocular como en una ensoñación con la que apunta siempre a las alturas, el ojo no me miró sino que me dio una cachetada.

El hombre que había empuñado un Oscar y trabado amistad con su propio dios, Billy Wilder, se atrincheró en el camerino mientras el público atravesaba las puertas del teatro y trataba de encontrar un asiento disponible. Las butacas se ocuparon en un parpadeo. Los palcos del segundo y tercer piso no daban abasto y por poco me quedo sin puesto. Encontré un lugar libre en la penúltima fila, entre una señora octogenaria de alegría dionisiaca, y una pareja de extranjeros que a pesar de su bronceado irregular, su cabello desarreglado y el desparpajo de su atuendo, no podían esconder que eran bellos. 

Había en el auditorio un cuchicheo estridente. El movimiento de las personas aglomeradas, que agitaban abanicos y apaciguaban la impaciencia con alguna conversación pasajera, imprimían a la escena los temblores de una colonia de termitas. En medio de este vaivén distinguí en el escenario a un hombrecillo de camisa blanca que miraba hacia el público como buscando a alguien. Descendió las escaleras y caminó por el pasillo central mirando a cada lado. Se detuvo cuando llegó a la penúltima fila, pues, al parecer, yo era a quien andaba buscando. "¿Usted necesitaba hablar con el maestro?", dijo y a continuación me invitó a que lo siguiera. Me condujo tras bambalinas donde Fernando Trueba esperaba en una silla haciendo carrizo con la actitud de un dandi del Mediterráneo. Tan apacible que parecía un hombre distinto al que minutos antes iba a transformarse en un mandril que estrena su furia primitiva por fuera del zoológico. "Disculpa que no te presté atención", dijo. "Es que debía resolver un problema. ¿Me querías decir algo?". Mientras yo le explicaba el alcance de mis intenciones, Trueba me miraba fijamente con su ojo terrenal, el izquierdo. Desde el punto en el que yo estaba no alcanzaba a ver lo que su ojo místico andaba haciendo. Dijo que por supuesto, que claro, que cómo no, a lo que le había pedido y fijamos una cita para el día siguiente. Volví a mi lugar con la impronta de sus dos miradas flotando espectralmente ante mi rostro. El efecto inmediato era una mezcla de seducción e hipnosis tan inquietante que apenas pude seguir el hilo de la película que a continuación proyectaron en el teatro silencioso. Era una historia triste con montañas nevadas, amor y apuñalamientos. El público aplaudió cuando encendieron las luces, señal de que ningún ratón tuvo que abandonar ningún barco.

En mi siguiente encuentro con Fernando Trueba estuve más expuesto al influjo de sus dos ojos. Nos encontramos en el patio central del hotel donde se hospedaba y un racimo de periodistas acechaba a los personajes ilustres del encuentro. Reconocí a Ian McEwan que se paseaba en el lugar luciendo un sombrero caribeño. Trueba estaba solo. Me reconoció al verme y lo primero que saltó a decir fue "¿Has visto la película?". Preguntó por la reacción del público, si les había gustado, cómo estuvo la imagen, si el sonido había estado claro. "Es que me invitaron a una cena y no estuve hasta el final. Siempre me preocupo mucho por eso." Le hablé de los aplausos.

Para la entrevista nos sentamos en poltronas de mimbre ubicadas frente a frente con una leve desviación oblicua. Desde mi punto de vista estaba más cerca de su ojo izquierdo pero el esplendor de su ojo derecho también estaba a mi alcance, lo que produjo durante la conversación un comportamiento bipolar de mi parte, pues me sentía obligado a sostener la mirada de su ojo terrenal pero una fuerza que le echaba combustible a mi curiosidad me conducía sin que yo pudiera defenderme hacia su ojo extraviado. 

Volvió a disculparse por su comportamiento histérico de la noche anterior. Explicó el lío de los rollos de película que no llegan a tiempo, la necesidad de hacer una proyección previa, verificar la sincronización de la banda sonora. Yo asentía con un detestable balanceo que me hacía parecer uno de esos muñequitos bebedores de agua. Prestaba atención a sus palabras pero también combatía contra el impulso de abandonarme a la suerte para dejarme llevar hacia el lugar al que su ojo derecho me estaba invitando. Pero al principio me mantuve firme y entramos en materia después de la breve charla de calentamiento.

Era agotador evitar mirar el rasgo principal de su estrabismo pero ayudó un poco su voz de veterano sabio y la enorme emoción con la que hablaba sobre películas. No era difícil imaginarlo en los años de su infancia devorando por horas las funciones múltiples. Creyéndose en las salas oscuras un Robín Hood que realiza hazañas en un bosque de butacas. Imitando, al salir de las salas de cine, el porte desafiante de Jhon Wayne, la mirada de Gary Cooper, el rictus de la boca de Humprey Bogart, como confiesa en su diccionario del cine. Aunque siempre consciente de ser un "pequeño gafotas estrábico" que apenas empezaba a conocer el significado de las palabras director y guionista.

La conversación fluyó desde su Ópera prima hasta su Oscar y mientras tanto yo forzaba mi mirada para no caer en las trampas de la suya. Porque si el ojo izquierdo tenía la efectividad y delicadeza de un francotirador, el derecho era un ninja que se esfumaba en una nebulosa para atacarte por la espalda. 

Llegamos al punto en el que ambos nos pusimos místicos como su ojo desorbitado. Tocamos el tema de dios, es decir, de Billy Wilder, que le enseñó al niño Fernandito Trueba como es que se hace una película. 

A esa altura ya no me importaba que Trueba se diera cuenta de que lo miraba alternativamente al ojo izquierdo y al derecho, deteniéndome cada vez durante más tiempo en su espléndida rareza. Seguramente estaba acostumbrado, y yo sabía que incluso algunas veces él no tenía piedad para dedicarse burlas recalcitrantes, autoproclamándose con frecuencia enano del cinematógrafo. Luego pensé que si fuéramos buenos amigos, yo lo llamaría Quasimodo cinéfilo; así como a Billy Wilder le hubiera puesto un apodo que lo hiciera caer en la cuenta de su enorme semejanza con E.T. El Extraterrestre.

Pero el amigo de Wilder era Trueba y yo quería escuchar los pormenores de esa relación casi con las mismas ganas con las quería preguntarle a mi entrevistado por qué era imposible hipnotizar a un estrábico como lo comprobó John Huston cuando intentó hacerlo con Jean Paul Sartre. 

Supe que mientras duró la amistad, Wilder solo le había dado un consejo -"Pasa todo el tiempo que puedas con tu hijo"- y que había derramado una copa de martini en la alfombra de su casa cuando Trueba cometió la insolencia de llamarlo Dios ante millones de televidentes durante la entrega de los premios Oscar en 1994. Luego, Trueba narró una conversación que sostuvieron en una hamburguesería de Los Ángeles. Wilder le preguntó si había visto La lista de Schindler y cómo le había parecido. Sin proponérselo, el crítico que Trueba mantiene amordazado brotó para decir que esto y que lo otro sobre la película de Spielberg. Wilder lo escuchó y luego le contó por qué la había visto cuatro veces. "Cielos, ¡Billy Wilder ha visto una película cuatro veces!", exclamaba Trueba en sus adentros cuando su amigo empezó a hablar: "Yo perdí a mi madre en los campos de concentración y jamás supe qué fue de ella. Por eso he visto La lista de Schindler cuatro veces. Tiene tantos extras, que yo me quedo mirándolos para ver si la encuentro". 

"Las lágrimas me saltaron de los ojos con la boca llena de hamburguesa", dijo Fernando Trueba, ocasionándome una reacción parecida, pues, si bien mis lágrimas se mantuvieron en el reverso de los párpados, tuve que desatar el nudo de mi garganta con una exhalación que espero hubiera sido interpretada como una expresión de asombro. De hecho, estaba asombrado, encantado, abandonado a los efectos de la charla, cautivo en el influjo ambivalente de los ojos de Trueba. El ninja me tenía ensartado por la espalda y el francotirador ya había acertado varios tiros en mi cabeza y en mi pecho. Solo me quedaba una última palabra, la pregunta final. Sí, Trueba confirmó que era imposible que alguien lo hipnotizara y que los poderes de su ojo extraviado, místico y embaucador lo habían privado de las maravillas del mundo estereoscópico pero lo volvían inmune a los encantos engañosos del cine en 3D.

Una reseña epistolar: razones para leer Seda

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En sus contadas páginas existe toda la aventura que cualquier ser humano desearía para almibarar su triste vida. El personaje principal tiene un nombre elegante que bien podría aplicarse a un poeta o a un asaltante de caminos, y de hecho, en un modo profundo, lo es. Joncour es un asaltante de caminos y los conoce todos o si no los conoce todos por lo menos conoce los imprescindibles. Llenos de peligros, amenazas y trampas mortales, son caminos que conducen al amor o al ideal del amor o a los sueños de amor que cada día llueven sobre cualquier persona, sólo que Hervé Joncour decide no escamparse, decide vivir a la intemperie de esa amenaza, de esa promesa, de esa utopía que aguarda en unos ojos cerrados al otro lado del mundo: esa es la verdadera épica: no hay aventuras con espadas que sean significativas o que borren la belleza que subyace por ejemplo en la huella que los pájaros pueden dejar sobre la nieve como si conocieran una rara caligrafía de palabras monosílabas y miradas hondas como los abismos del mar. La sangre que fluye en este libro no alcanza a nivelarse con el caudal de tristeza que lo inunda y esta simple decisión del escritor nos ayuda a entender justamente esas islas de melancolía que a veces descubrimos navegando a través de las horas o días o semanas en que redunda la ausencia como si de verdad imitara el impetuoso apetito de una serpiente que se muerde la cola. Además, en este libro, palpita viva la posibilidad del viaje y eso hace que sienta la satisfacción de estar regalando un tiquete de partida, nunca de vuelta, con el cual podrías deslizarte a través de un vórtice que conduce al asombro. En el asombro siempre podremos ser felices. Cuando lo leas no pienses en ti ni en tu historia ni en ninguna de las personas que te rodean: piensa mucho en que existirás en el mismo tiempo que existen esos personajes, una época no muy antigua, cuando la luz eléctrica era solo una hipótesis y cruzar el mundo era tan difícil como lo era llegar en la mitología de los griegos al reino de los muertos. Y piensa que, a pesar de ello, Hervé Joncour llegó hasta Siria, hasta Egipto, llegó hasta África, hasta la India, pasó por el mismísimo fin del mundo, por la estepa rusa y después hasta lagos que la gente llamaba el mar o el demonio. A pesar de cualquier imposible itinerario todos somos capaces de llegar a ese reino perdido, somos igualmente capaces de fugarnos de él, lo que le queda imposible a cada uno es evitar el irresistible impulso de mirar hacia atrás; la ventaja es que no en todas las historias voltear la mirada implica condenarnos a una eternidad de sal o a ver, impotentes, el amor que se aleja. En algunas historias voltear la mirada significa proclamar el dominio sobre el tiempo y esa es la ventaja que me gusta regalar con este libro: ver en el aire cosas que los demás no ven y saber qué cosa es la maravilla.

Gabo, una proeza de la imaginación

Posted: jueves, noviembre 01, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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"Mi fidelidad a la memoria de mis antiguos amigos debería dar confianza a los que me quedan: para mí, nada desciende a la tumba; todo lo que he conocido vive en torno a mí: según la doctrina india, la muerte al tocarnos no nos destruye, sólo nos hace invisibles".
François-René de Chateaubriand


El temor que sobrecogió a los seguidores de Gabriel García Márquez cuando circuló la noticia del ocaso de su memoria es un temor infundado. Ni algo como la demencia senil o la peste del olvido podría corroer ese mundo alucinante que el escritor se construyó con el prodigio de su imaginación y compartió con la humanidad a través de sus libros. Sus amigos cercanos fueron inmunes a los estragos del rumor. Hablaron en los medios mermándole grandilocuencia a la supuesta tragedia y no dejaron de reconocer que, a sus 85 años, Gabito, como le dice su hermano Jaime, manifiesta en ocasiones uno que otro desliz mnemotécnico.

No es la primera vez que una noticia hace que extrañemos al escritor de Aracataca antes de tiempo. En 1999, cuando las habladurías de un cáncer inminente se estaban convirtiendo en una triste certeza, un cable despachado con descuido hacia las agencias de prensa anunciaba falsamente la muerte del Nobel colombiano. Y en un caso más reciente, ocurrido en marzo de este año, la cuenta en Twitter de un no oficializado Humberto Eco (@UmbertoEcoOffic) le contaba a sus escasos 400 seguidores que el más allá le había dado la bienvenida al creador del realismo mágico. Así como el olor de la pólvora impregnó con la velocidad de un relámpago todos los resquicios de Macondo, cuando el pelotón de fusilamiento finiquitaba la existencia aventurera del coronel Aureliano Buendía, el barullo de esta ficción noticiosa se regó por todo el planeta. Algunos medios hicieron eco del suceso temiendo perder la primicia aunque después tuvieron que rectificarla, pues esos fieles camaradas que conocen al escritor como hombre, hermano, padre, maestro o amigo volvieron a decir que Gabo estaba más vivo que nunca o, mejor dicho, tan vivo como siempre.

Es cierto que en algún momento de los próximos cien años tendrá piso y fundamento ese trágico anuncio y que será como si un siglo solitario se abalanzara sobre quienes aman al hombre y a su obra pero, por el momento, el escritor universal más importante de Colombia sigue ejerciendo la más bella de las resistencias atrincherado en la mágica fortaleza de su obra.

Jaime García cuenta que su hermano lo llama todos los días desde México para sostener una conversación fraternal con la que busca iluminar las penumbras de su mente, costumbre en la que cree reconocer los síntomas del mal que abrigó a su madre, Luisa Santiaga Márquez y a su hermano Eligio, durante los últimos años de vida.                                                                                       

Pero Gabo siempre ha sido olvidadizo. No es de extrañar que uno o dos nombres se le escapen cuando ha llegado a olvidar cosas más grandes. Al periodista Jon Lee Anderson le contó por ejemplo que el dinero del Premio Nobel lo mantuvo olvidado durante 16 años en una cuenta bancaria. Le juró que si no hubiera sido por su esposa Mercedes Barcha nunca se habría acordado de él, ni hubiera podido comprar la revista Cambio en 1998. Así como, si no hubiera sido por Mercedes y su rigor de esposa que se sabe compañera de un hombre despalomado en las cumbres de la creatividad, tampoco hubiera encontrado los medios para que su novela Cien años de soledad llegara a las manos del editor argentino Paco Porrúa, quien la esperaba con ansias. Ella empeñó el secador del pelo y la estufa eléctrica para enviar el paquete, pero los escasos 53 pesos que alcanzó a reunir solo permitieron que en el flete se embarcara la mitad del libro. En la confusión del momento, ninguno de los dos tomó la precaución de fijarse en cuál mitad estaban enviando y al editor le llegó la segunda mitad, la cual lo dejó tan entusiasmado que no tardó en girarles un anticipo para conocer cómo era que empezaba la historia de Macondo y la familia Buendía. De esa primera edición se imprimieron en mayo de 1967 ocho mil ejemplares que no duraron ni un suspiro en los quioscos de Buenos Aires.

Los 45 años que han pasado desde esa primera edición lucen pequeños comparados con la magnitud de los eventos que han rodeado al que es considerado, junto al Quijote, el libro más importante de la lengua española. Como si la vida del libro tuviera una medida distinta, pues la matemática necesaria para concebir su traducción a 35 idiomas y una impresión que supera los 30 millones de ejemplares no le cuadra a los números contenidos en los años transcurridos.

Tiempo durante el cual, sobra decirlo, García Márquez ha vivido con la intensidad de un explorador incansable que encuentra magia y misterio en cada minuto de la vida, topándose por accidente con una inmortalidad que crece en la misma medida que sus lectores.

Si en su libro de memorias Vivir para contarla, publicado en 2002, el autor de El otoño del patriarca afirmaba que la vida no es como realmente sucedió sino como uno la recuerda, diez años después puede actualizarse el aforismo diciendo que la vida de García Márquez también es como la recuerdan quienes han leído sus libros.

Desde que nació, en 1927, Gabo es el protagonista de una épica gloriosa hilada con acontecimientos fabulosos que solo pueden tener verosimilitud si el escenario es el Caribe, donde una “realidad increíble alcanza su densidad máxima”. Esa cultura oceánica, expresada en las historias que escuchó de sus abuelos y tías durante la infancia, es la materia prima de toda su obra.

Como escritor, Gabo es reconocido por ser el creador y principal exponente del realismo mágico pero él ha confesado que justamente de allí proviene su frustración como artista pues “nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad”. De modo que desde los 17 años su trabajo ha sido una conquista permanente sobre la memoria. El resultado es una obra literaria y periodística que impresiona porque, aún en sus ejercicios de reportero metódico, Gabo era capaz de encontrar las facetas más alucinantes de los hechos que estaba investigando. Tuvo además la suerte de que el destino lo pusiera en el ojo de todos los huracanes. Viajó por el río Magdalena cuando éste todavía era navegable y podían verse manatíes dormitando a pleno sol y a enormes caimanes acechando a sus presas en la orilla. Estuvo en la capital durante el Bogotazo, tratando de poner a buen resguardo sus primeros cuentos mientras el resto de los ciudadanos participaban en una orgía de sangre. También fue cercano a las principales figuras del poder en Latinoamérica, así que participó como protagonista, testigo y narrador de la historia turbulenta de esta enloquecida región del mundo. En el subtexto de sus exuberantes ficciones palpitan la crudeza y las ironías que convierten la vida cotidiana de nuestros sufridos países en una aventura.

En 1982, el mismo año en que recibió el Premio Nobel, hace ya tres décadas, Gabriel García Márquez reseñó el libro de memorias de Luis Buñuel, Mi último suspiro. Elogió especialmente el primer capítulo, “sobre la facultad humana que más nos condiciona e inquieta: la memoria”. Y reconoció que las confesiones del director de cine lo pusieron a pensar por primera vez en “la certidumbre de la vejez”. Gabo tenía entonces 54 años y se sentía todavía en la plenitud de la vida. Lo que escribió sobre Buñuel parece ahora una manifestación de clarividencia profética. Es justo parafrasear sus palabras para describir cada uno de sus libros: tener las facultades para haberlos escrito en forma tan vívida, es una proeza que niega de plano cualquier amenaza de amnesia senil.