Del ojo fílmico al ojo cibernético

Posted: miércoles, mayo 15, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , ,
0




En la exploración previa que realicé para este artículo, abordé diferentes enfoques de interés sobre el documental, intentando acercarme al lugar que ocupa este género dentro del panorama de la realización audiovisual actual. En primer lugar y considerando solamente las obras que resaltan en la superficie, me interesó la súbita espectacularización del género en el ámbito cinematográfico. Reduciendo la mirada a ejemplos evidentes como las obras de Michael Moore, esa pieza de Al Gore que le ha dado la vuelta al mundo intentando llamar la atención sobre el cambio climático o los fabulosos documentales de la naturaleza auspiciados por Disney, que cada vez cuentan con más recursos técnicos y presupuesto, podría proclamarse una época dorada del documental, una reivindicación de este género que nació a la par con el cine y una valorización de lo documental frente a lo ficcional que hace que lo real se imponga como la mejor alternativa ante guiones decadentes y lenguajes visuales que no evolucionan más allá de los malabarismos técnicos del momento. Pero si jugamos en el marco de la industria del espectáculo que de todos modos ofrece cada año pocas obras dignas de mención, sigue en evidencia una oferta en la que es visible, cada vez más, un monopolio que nos impide –a nosotros los que vivimos al sur del ombligo del mundo- el acceso a la producción audiovisual de países que están alcanzando logros más interesantes. 

Si no existieran los festivales independientes que sobreviven cada año a pesar del escaso presupuesto, si se prohibiera de tajo la cuestionable –pero siempre maravillosa- práctica de bajar las películas de internet, si a todas las personas en las que hierve el interés por el cine se les cerraran los canales alternativos –no siempre legítimos- de distribución e intercambio de contenidos no tendríamos ocasión de ser testigos de la riqueza y diversidad de producciones que cada año surgen a partir de la iniciativa independiente de los realizadores, que para fortuna del documental, siguen orbitando la periferia de la cinematografía en una práctica que permanece fiel al espíritu que impulsó a los primeros documentalistas a desarrollar uno de los inventos más importantes de la humanidad: el cine. 

El interés primitivo de registrar la realidad, especialmente aquella que escapa de nuestro espectro sensorial, tiene, de hecho, el primer crédito en esta invención. Y aunque suene obvio, a partir de los diferentes adelantos técnicos que llevaron al cine de lo mudo, a principios de siglo XX, a lo tridimensional del siglo XXI, los modos de registrar esa realidad igualmente han cambiado en una transición que groseramente puede clasificarse en tres periodos: empezando por el ojo fílmico de Vertov, siguiendo con el ojo electromagnético que nos proporcionó la era del video y llegando al ojo actual, un ojo cibernético, ojo digital, que día con día demuestra la ausencia de límites y posibilidades.


El cine documental nació antes que el cine mismo. Guardando las proporciones, sus primeros logros eran para el cine lo que las pinturas rupestres eran para la pintura. El interés de algunos científicos por documentar algunos fenómenos que eran incapaces de ver con sus propios ojos encendió una mecha que llevó por ejemplo a que en 1874 el astrónomo francés Pierre Jules César Janssen inventara un revólver fotográfico –cámara en forma de cilindro- para registrar el paso de Venus frente al sol. Si bien no logró una película que pudiera proyectar movimiento, registró el suceso y avivó las llamas que ya empezaban a arder en la mente de otros hombres. 


En cualquier libro de historia de cine, en las cátedras que abordan esta materia y en los antecedentes que se enumeran para hablar de la tecnología que permite el registro de las imágenes en movimiento hay un referente inevitable: un caballo al galope. En los años setenta del siglo XIX un fotógrafo inglés logró capturar en 12 cuadros el movimiento de un caballo. El simple encargo de un criador que quería conocer al detalle los movimientos de sus animales para entrenarlos mejor y aumentar su velocidad se convirtió en un hito embrionario de la historia del cine. Eadweard Muybridge, hábilmente, ideó la forma de lograrlo: ubicó doce cámaras en la pista, cada cámara estaba unida a un cable que accionaba el obturador cuando el caballo lo atravesaba, registrando la huella de su paso. Inicialmente, las fotografías no eran más que eso pero no tardó Muybridge en idear un mecanismo basado en la antigua linterna mágica para proyectar las imágenes que, una tras otra, reproducían exactamente el trote de los pura sangre. El despliegue técnico, la información obtenida y los resultados a posteriori no hicieron más que develar uno de los aspectos decisivos de la película documental: “la capacidad que esta tenía de mostrar mundos accesibles, pero por una u otra razón, no percibidos por nosotros”.  Esos mundos accesibles al principio eran los elementales. Si los primeros experimentos se trasladaran a nuestro marco temporal, lo que veríamos sería a una camada bastante numerosa de hombres de ciencia dedicados a los juegos de niños: Etienne Lucey Marey, un fisiólogo francés, se dedicó por ejemplo a capturar con el fusil fotográfico que había inventado el vuelo de las palomas o el modo en que un gato es capaz de caer siempre sobre sus patas. Aprendió igualmente a proyectar en pantalla los resultados de sus experimentos. 



Éstos, sin embargo, eran trabajos aislados que la Historia supo resguardar para que ahora los incluyamos en la cronología de los inicios del cine pero que en su momento no fueron muy publicitados y se dieron a conocer solamente ante ciertas élites, nunca ante públicos numerosos. La popularización de las proyecciones se la debemos a los hermanos Lumière, especialmente al ingenio de Lois.

En 1995, para conmemorar los 100 años del invento del cinematógrafo se realizó un experimento interesante. La fotógrafa y realizadora anglo francesa Sarah Moon tuvo la iniciativa de reunir a 40 renombrados directores de distintos países para encomendarles una misión: filmar una pieza de 52 segundos con la cámara que usaron los Lumière en sus primeras películas. Grabaron en la emulsión que de hecho se usaba cien años atrás y con reglas básicas que buscaban acercarse a los resultados que obtuvieron los franceses cuando se decidieron a hacer su registro del mundo: iluminación natural, sin sonido directo y un número limitado de tomas. Theo Angelopulos, David Lynch, Wim Wenders, Abas Kiarostami, Zhang Yimou, Peter Greenaway, Spike Lee, Vicente Aranda, Costa-Gavras, Michael Haneke, Liv Ullman, fueron algunos de los más ilustres  convocados. El documental muestra los filminutos que cada director realiza pero también muestra el proceso y les da la palabra para que respondan por qué el cine, para que compartan las obsesiones que llevaron a cada uno a elegir esta profesión. A la larga, la mayoría fue fiel a su estilo y aunque la cámara, la película y las condiciones eran las mismas con las que contaron los Lumière, las diferencias son abismales. El guión, la puesta en escena, la actuación, en fin, el tono argumental, fue una constante entre la mayoría. Sin embargo, algunos directores quisieron regresar también a los móviles que empujaron a los Lumière a registrar las imágenes simples de la realidad: la llegada del tren a la estación fue homenajeada por uno de los directores quien también filmó la llegada de un tren a su estación desde un ángulo idéntico. Solo que esta vez no se trataba de una locomotora a vapor sino de un tren bala. Por su parte, Fernando Trueba también quiso replicar la experiencia Lumière convirtiendo la cámara en un ojo estático que aguarda frente a una puerta a que simplemente alguien la atraviese. En su caso no eligió una fábrica ni a los obreros que salen de ella. Eligió una cárcel y a un personaje que todos los días sale en la mañana a la libertad pero debe regresar en las noches a seguir cumpliendo su condena.   Veo este registro breve del cautiverio que por entonces enfrentaba el escritor Félix Romeo, culpable únicamente de ser objetor de conciencia, como una síntesis de una primera etapa evolutiva del documental pues la imagen visible tiene sustento y validez únicamente por aquello que no vemos, por esa historia oculta entre líneas que al ser perpetuada en la película adquiere una significación que trasciende los 52 segundos de metraje. Un híbrido entonces que tiene algo de la mecha tejida por los Lumière, encendida por Robert Flaherty y cuya detonación recae en nombres como el de Ziga Vertov, Jean Vigo o John Grierson.

La historia de los Lumière no es menos que fascinante. Es un relato de aventuras, una saga científica con intrigas y suspenso, una crónica de viajes por el mundo, una novela épica si se quiere. No gastemos tiempo en recordar con minucia la invención de su prodigiosa máquina, el éxito temprano de sus primeras proyecciones o la fiebre sucesora que contagió a Méliès, a Porter, a Grifith. Recordemos simplemente ese periplo relámpago que los Lumière motivaron por el mundo al enviar operadores que recorrían lejanas ciudades con un compacto equipaje: un artefacto de cinco quilos de peso que hacía un registro fiel de cualquier cosa que tuviera enfrente: el cinematógrafo. Su fisionomía, justamente, fue lo que garantizó su éxito frente a los aparatosos inventos que buscaban reñirle por entonces como el gigantesco kinetoscopio de Edison, que no tuvo la oportunidad de salir al mundo, sino que era el mundo el que debía ser llevado ante él. Para el invento de los Lumière, en cambio, “el mundo llegó a ser su tema de trabajo”. Los operadores contratados por los Lumière fueron el antecedente de los reporteros de guerra, de los exploradores etnográficos y de los documentalistas de la naturaleza. En menos de dos años se repartieron por los cuatro vientos. Visitaron Rusia, Italia, Asia, India, encontraron paraderos tan exóticos como Indonesia o Japón, cruzaron el Océano hasta Argentina y Brasil. Adonde llegaban causaban conmoción, pues su trabajo no se limitó a capturar las escenas cotidianas de las ciudades para luego proyectarlas en el epicentro cosmopolita de Paris. Fuera en antiguas ciudades del viejo mundo o en polvosos caseríos del nuevo, los operadores de los hermanos Lumière revelaban la película en el mismo aparato y proyectaban el resultado ante multitudes que se asombraban cada vez más por semejante prodigio. Con esta práctica los Lumière amasaron una fortuna, sembraron la semilla de una industria y crearon una religión. Una vez empezaron a comercializar su invento, esta práctica documental cayó en desuso pues aparecieron realizadores más interesados por hacer salir del cascarón ese lenguaje que con los Lumière se limitaba al registro de lo real. El reto que se impusieron entonces fue el registro de la imaginación, ante lo cual el cine documental perdió adeptos.

Los Lumière documentaron el mundo de su época pero todo su material reunido no deja de ser una compilación azarosa de la realidad, desencadenada, anecdótica. Dicho material fílmico carece de un planteamiento complejo de los diferentes asuntos que trata y tampoco profundiza en el individuo. Lo que se ve es el decorado de la época. John Flaherty, quien debería ser reconocido como el padre del documental, fue el responsable de mostrar lo que hay detrás de ese decorado. Logró su obra emblemática, Nanook el esquimal, por un azar que lo encausó para el resto de la vida en la realización documental y en la exploración de países ignotos.

Flaherty creció en un ambiente minero, viajando con su padre, quien se adentraba en territorios lejanos y salvajes buscando yacimientos que pudieran explotarse. Así conoció a los esquimales, aprendió a sobrevivir en la naturaleza y a dibujar los mapas de las zonas inexploradas de entonces. Con veintiséis años cumplidos se convirtió como su padre en un explorador. Su nombre de aventurero fue ilustre y alguna vez uno de los empresarios para los que trabajaba le dijo: “Usted va a recorrer un país interesante, con extrañas gentes, animales, etc. ¿por qué no lleva una cámara?” Flaherty abrazó esa idea y desde entonces el mundo perdió un ingeniero explorador y ganó un documentalista. Se dedicó a esta nueva labor con ímpetu, con un interés que no solo buscaba el registro de los países exóticos que visitaba sino que guardaba una intención social. Su esposa lo resumió bien cuando dijo: “Las imágenes en movimiento constituyen la base de la vida… Robert está dominado por la idea de emplear las imágenes en movimiento en campos como la educación y la enseñanza de la geografía y la historia. Alguien podría hacer de esta tarea la obra de su vida. ¿Por qué no nosotros?”.

Obras como Nanook (1922), Moana o El hombre de Aran, son la evidencia que nos queda de que empeñó su alma y corazón en esa tarea, pero eso también se lo debemos a un accidente. Si no hubiera sido por la colilla encendida de cigarrillo que cayó sobre los metros y metros de película que Flaherty filmó sobre la vida de los esquimales no tendríamos acceso a lo que planteó este hombre con su obra. Un espíritu pusilánime se hubiera resignado a perder y hubiera emprendido una tarea nueva. Flaherty vio ese incendio como un regalo de la suerte pues le abría la oportunidad de hacer todo de nuevo y hacerlo mejor. Con cientos de escenas sobre la vida esquimal filmada no sabía qué hacer, no tenía una historia, nada entre manos, sólo anécdotas, sólo decorado, algo digno de las llamas. Como él mismo lo expresaba, “se trataba de escenas sueltas, sin relación entre sí, sin un hilo conductor”. Su nuevo desafío era encontrar un hilo conductor que se encarnó en la persona de Nanook, el cazador protagonista de la emblemática obra a quien vemos en un entorno real, sin artificios. Quizá lo único artificioso de este documental sea la gramática visual empleada por Flaherty, enriquecida por el lenguaje desarrollado en el cine de ficción, y su interés en documentar cómo era la vida de los esquimales antes de entrar en contacto con el mundo occidental. Así vemos cruentas cacerías a cuchillo y arpón cuando para esa época ya los esquimales empezaban a usar armas de fuego.

Lo que inició Flaherty encontró continuadores en hombres como Ziga Vertov, Jean Vigo y John Grierson. Con ellos termina de engendrarse un ojo fílmico que en los términos planteados por Vertov, puede considerarse una piedra angular de la realización documental por lo menos hasta finales de la década de los cincuenta.

Al hablar de ojo fílmico, Vertov empleaba los siguientes términos: “Usar la cámara como un ojo fílmico más perfecto que el ojo humano para explorar el caos de los fenómenos visuales que llenan el universo. El ojo fílmico trabaja y se mueve en el tiempo y en el espacio para captar y registrar impresiones de manera muy diferente de la del ojo humano. Las limitaciones impuestas por la posición del cuerpo o por lo poco que podemos captar de un fenómeno en un segundo de visión son restricciones que no existen para el ojo de la cámara, que tiene una capacidad mucho mayor. No podemos mejorar la capacidad de nuestros ojos pero siempre podemos mejorar la cámara”.

Con este planteamiento Vertov seguía fiel al interés de los hombres de ciencia que inventaron el cine -el de acceder a un mundo no percibido por nosotros- y se anteponía también al curso cinematográfico de su tiempo pues abogaba por un cine sin actores, alejado de vicios teatrales e inmerso en el campo de batalla de la vida misma, pero no de la vida alejada y exótica visible en el cine de Flaherty, sino la vida de las ciudades, la vida del hombre moderno. 

Así creía que se acercaba a una verdad y con orgullo evangelizaba alrededor de ella: “Soy un ojo fílmico, soy un ojo mecánico, una máquina que os muestra el mundo solamente como yo puedo verlo.
En adelante y para siempre prescindo de la inmovilidad humana; yo me muevo constantemente, me acerco a los objetos y me alejo de ellos, me deslizo entre ellos, salto sobre ellos, me muevo junto al hocico de un caballo al galope, me introduzco en una muchedumbre, corro delante de tropas que se lanzan al ataque, despego con un avión, caigo y me levanto con los cuerpos que caen y se levantan.
Liberado de la tiranía de las 16 – 17 imágenes por segundo, liberado de la estructura de tiempo y espacio, coordino todos los puntos del universo, allí donde puedo registrarlos.
Mi misión consiste en crear una nueva percepción del mundo. Descifro pues de una manera nueva un mundo desconocido para vosotros.
Pero no basta con mostrar fragmentos de verdad en la pantalla, partes separadas de verdad. Esas partes deben organizarse temáticamente para que todo también sea una verdad”. 

En las anteriores palabras se resume el carácter de ese ojo fílmico con el que trabajaron generaciones posteriores de documentalistas. Quedan manifiestos la capacidad que tiene la cámara de permitirnos ver aquello que escapa a la percepción humana, el paradigma que prescinde de las imposturas y el lenguaje –expresado en el montaje- que articula las historias y hace de la suma de las partes un todo indivisible pero con la posibilidad de explorar múltiples significados. Un ejemplo extraordinario de Montaje es su obra El hombre de la cámara de 1929 compuesta por cientos de escenas de la vida cotidiana de san Petersburgo y las peripecias que un camarógrafo debe ejecutar para captarlas.

Por supuesto, ese ojo fílmico no era inmutable ni mucho menos invariable, obras como las de John Grierson, Hans Richter o Jean Vigo harían su aporte, pondrían un filtro personal, un estilo y una intención. Grierson por ejemplo, apuntaba igualmente a registrar el “drama de lo cotidiano” pero se diferenciaba por la posición ideológica que se imponía a sí mismo y  a los que trabajaban con él.  En palabras de Erik Barnouw, autor del libro El documental, historia y estilos, la diferencia de Grierson residía en que “exhortaba a su personal a que evitara todo ‘esteticismo’. Les decía que en primer lugar ellos eran propagandistas y sólo en segundo lugar autores de películas. Poseía la singular capacidad de infundir entusiasmo por el ideal de la propaganda, vital y necesaria, con miras a promover la educación de la ciudadanía y en procura de una vida mejor.”

Por otra parte, Hans Richter viraría la actividad fílmica documental al encuentro de lo abstracto inaugurando un movimiento que a partir del registro de lo cotidiano elaboraba sinfonías donde lo sonoro, lo visualmente exuberante y la manipulación del ritmo en el montaje ofrecían un punto de vista subjetivo e irracional sobre la realidad al modo de las vanguardias pictóricas.  De este movimiento destacan nombres como el de Walter Ruttman cuya película Berlín: sinfonía de la gran ciudad, de 1927, sigue siendo un referente para los videoartistas actuales.

Jean Vigo, aunque más conocido por obras de ficción clásicas como L’atalante (1934), inició sus días de realizador como documentalista que buscaba el lado más íntimo de la vida. Y en esa búsqueda descubrió por ejemplo un inconveniente de ese ojo fílmico, que la cámara era una intrusa en la realidad y esa intromisión transformaba lo filmado. En compañía de Boris Kaufman –hermano de Vertov- intentaba filmar haciendo invisible la cámara, escondiéndola, haciéndola una intermediaria oculta entre la realidad y el ojo humano. Quería convertirse en un autor sutil, “lo bastante como para pasar a través de una cerradura rumana y filmar al príncipe Carol mientras éste se ponía una camisa de dormir.” 

El desarrollo de este ojo fílmico, representado en los autores antes mencionados, no tomó más de 30 años. Ese punto de partida abonó el terreno para la mayoría de los trabajos posteriores que sin embargo siguieron transcurriendo en la periferia pues el epicentro de la actividad fílmica había sido conquistado por  “un nuevo medio que pronto opta por privilegiar, lo sabemos de sobra, la puesta en escena, el guión y las historias encarnadas por actores, antes que el simple (o no tan simple, eso también lo sabemos) colocar la cámara frente al suceso para actuar como un mero soporte de registro de lo real.”

El libro Documental y vanguardia, que recoge las ponencias del VII Festival de Cine de Málaga, ratifica el carácter marginal de la práctica documental al afirmar que “ha sido siempre periférica, diríamos incluso que, en ocasiones, gloriosamente periférica. Ese carácter para-industrial ha condicionado, qué duda cabe, su evolución, pero lejos de ser negativo se debe leer positivo. Las prácticas documentales se han desarrollado en las más variadas formas y en los lugares más inverosímiles. Y no se trata sólo de una cuestión geográfica: aquéllos más preocupados por las cuestiones sociales trabajarán sobre el documental según diferentes vías y objetivos, distintos de aquellos que se preocupan más por cuestiones relacionadas con los límites de la representación, por poner un ejemplo histórico concreto. Es más, por mucho que ambos puedan compartir país o incluso ciudad, se moverán en circuitos diferentes, dando lugar a pautas de exhibición, y por ende, de consumo de sus productos que, en principio, no resultan comparables”.  

Así, la actividad documental tomó un camino diferente al del cine tradicional tanto en las formas de representación como en las líneas de distribución, las cuales alcanzaron una democratización que permitió la evolución del ojo fílmico nacido en los años veinte a un ojo electromagnético que encontró su auge a partir de la década de los sesenta. 

La aparición del video implica varios hitos en la realización documental. En primer lugar, solo la duración de la cinta electromagnética, que permitía rodar 30 minutos de continuo frente a la película de 16 mm que en 400 metros apenas albergaba 11 minutos, permitió establecer planes de rodaje más generosos frente a las situaciones u objetos a captar por los documentalistas. Por otro lado, los costos de producción se redujeron considerablemente y las imágenes captadas adquirieron con el video un carácter de instantaneidad del que carecían con el celuloide. Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de este nuevo ojo electromagnético consistía en su accesibilidad y en la facilidad de exhibición. Por un lado, la actividad audiovisual no estaba restringida a unos pocos. Las cámaras empezaron a captar la realidad de todos los ámbitos. Estaban presentes tanto en los eventos domésticos  como en los de trascendencia mundial, registraban los hechos fundamentales de una convulsionada época y la cotidianidad intrascendente que una cámara de vigilancia puede captar en un banco o en un aeropuerto. A propósito, es destacable la realización El gigante de 1984, de Michael Klier quien construyó una memorable pieza audiovisual a partir del reciclaje de las imágenes captadas por cámaras de vigilancia de aeropuertos, autopistas y parqueaderos, unificadas por un hilo conductor musical. 

Por otro lado, las producciones se independizaron cada vez más de la voluntad de la industria. Si bien encontraban un nicho lleno de recursos como la televisión, también contaban para su distribución con otros espacios como galerías de arte, cineclubes, encuentros internacionales de documental, entre otros. 

El investigador Manuel Palacio, en un ensayo publicado en el libro que mencionamos, Documental y vanguardia, describe las características  de la actividad documental  de esta época: “Desde la contemporaneidad, las raíces documentales de las primeras prácticas videográficas pueden incluirse en dos grandes apartados. En primer lugar estaría el llamado video comunitario, aquellos que utilizaran el soporte electromagnético para elaborar con sus trabajos piezas audiovisuales de agitación política y social en la comunidad local (…) En segundo lugar, hallaríamos aquellos trabajos concebidos para algún tipo de emisión televisiva básicamente en las cadenas de cable, y que en cierto sentido es el origen de lo que hoy se entiende como producción independiente”. Más adelante y para aclarar lo anterior, Palacio agrega que “Por primera vez, en la historia del cine documental se considera que la televisión y la cultura popular que emana de ella es el eje vertebral de todo el sistema audiovisual.”   

Es interesante que la innovación técnica del video coincida con una época de profundos cambios en el ámbito mundial, pues en Europa la guerra fría amenazaba con diluir los matices culturales, en Estados Unidos hervían las protestas contra Vietnam mientras los movimientos que defendían las libertades civiles ganaban fuerza, en Centro América las guerrillas de Nicaragua o El Salvador representaban la respuesta más humanista a las dictaduras de ultraderecha auspiciadas por Estados Unidos, y en Sur América el orden político mutaba a un oscuro orden militar que ocasionó dos fenómenos que configuraron una identidad latinoamericana común a todos. Por un lado, a raíz del exilio convirtieron al latinoamericano en un permanente habitante del mundo y por otro lado, acentuaron el contexto violento de nuestras sociedades donde prima la impunidad, la corrupción y la negación y anulación del otro. Todo o casi todo, quedó en video y en parte eso permitió individualizar ese mundo de infiernillos particulares, registrarlos para la posteridad, apropiarlos para la memoria colectiva de los pueblos. Hoy en día nos ufanamos al pensar que no hay un solo rincón del mundo sin que una cámara lo esté registrando. Eso ya venía pasando desde los sesenta, incluso hasta la Luna llevamos cámaras y nos conectamos simultáneamente para ver la realización de una utopía. 

Lo que está sucediendo hoy de cuenta de Internet, las redes sociales, la web 2.0, la 3.0, la web semántica, la nube y los demás hitos tecnológicos que aparecen cada día frenéticamente nos permite, a quienes no vivimos las convulsionadas décadas de los sesentas y setentas, atestiguar de primera mano una tercera evolución del ojo fílmico. Estamos ad portas del reinado del ojo cibernético, de un ojo que reemplaza la cinta electromagnética o el celuloide por bits de información y más allá del soporte de almacenamiento, un ojo ubicuo y todavía más instantáneo que nuevamente abre al ser humano la posibilidad de percibir a través de dispositivos tecnológicos aquello a lo que sus dispositivos orgánicos son ciegos. “Internet no es tanto un nuevo espacio para contar historias, como un medio para contar nuevas historias.”

Experimentación, argumentación y representación confluyen en la red de modos distintos con ejemplos emparentados tanto con los intentos embrionarios de Muybridge como con el registro anecdótico de los Lumière.

Hay un vínculo de hermandad entre el trote del caballo captado por las cámaras de Muybridge y el ascenso vertiginoso de la silla espacial captado por las cámaras de alta definición de Toshiba. Hay una relación directa entre los operarios de Lumière que partieron a registrar la vida de todos los rincones del mundo y el experimento que Youtube, LG, el Festival de Cine de Sundance, Ridley Scott y Kevin Macdonald impulsaron durante los últimos meses para que miles de personas captaran lo que pasa en un día específico de la tierra. Pero también hay algo que diferencia cada experiencia, no es la tecnología, no es el hecho de que hoy tengamos un mundo supuestamente más desarrollado que el de hace más de un siglo, esa diferencia tiene que ver con que habíamos creído que la porción invisible de nuestra realidad era ya muy pequeña y este neonato lenguaje, aun siendo rudimentario, nos está devolviendo la virtud del asombro que es indivisible de la oportunidad de temer a lo desconocido. Recordemos que hubo una época en que toda la humanidad creía vivir en una tierra plana, ¿cuál es la verdad que hoy creemos universal y que mañana señalaremos como trivial superstición? Lo que personalmente espero es que a ese ojo cibernético se vuelquen millares de documentalistas para que esas nuevas verdades universales que nos esperan tras la línea de sombra de la época no pasen desapercibidas. 

...............
[1] BARNOUW, Erik. El documental. Historia y estilos. Barcelona. Editorial Gedisa. 1996. 358p.
[1] ibid
[1] Ibid
[1] TORREIRO, Casimiro y CERDÁN, Josetxo (editores). Documental y vanguardia. Madrid: Cátedra. 2005. 394p.

Carreteras secundarias de la historia

Posted: viernes, mayo 10, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
0


Comparada con la realidad, la ficción ofrece mejores formas para ganar una guerra. La historia oficial suele ser compleja, vaga, brutal, poco compasiva con sus protagonistas y plagada de dolor. La historia alternativa que suele ofrecer una novela o una película, sin faltar a la verdad, logra acercarnos como lectores o espectadores a una dimensión más legendaria de la existencia, donde los personajes pueden ser extraordinarios sin perder la cercanía que permite ver en sus figuras destellos de lo que somos o ansiamos ser. Parte del valor de El discurso del rey (2010) reside en este hecho. A pesar de ser una historia basada en el drama íntimo de una monarquía imperial que se ha esforzado a lo largo de los siglos por mantener sus secretos bajo llave, se presenta como una situación doméstica que involucra, como las fábulas, ideales perseguidos por la mayoría: perseverancia, amistad, nobleza y una valentía que, en lugar de surgir tras el bautizo infernal que viven los héroes de trinchera, aparece tras la confrontación del personaje con todos los factores externos e internos que lo empequeñecen.

Esta forma de recorrer la historia por carreteras secundarias, sin embargo, ha hecho multiplicar los detractores de El discurso del rey, quienes la señalan como una obra poco fiel con la historia verdadera, pues la figura del rey George VI no tuvo un papel tan relevante en la victoria de los aliados contra el monstruo de bigote chistoso que ya todos conocen y en cambio caricaturiza a los verdaderos protagonistas del conflicto, como a Winston Churchill, que en la corte que desfila por los modestos recintos de la película viene a ocupar una posición de bufón entremezclado con sabio consejero. Sin embargo, esto sólo revela que los autores de esta película no cayeron en la trampa de empañar el argumento con un discurso demagógico que una vez más les recordara a las santas almas que pisan esta tierra las infamias que inauguraron el siglo XX. Al centrarse en una dimensión más anecdótica que histórica, la película se desliga de compromisos políticos y se vuelve tan vigente como la saga de cualquier rey medieval acompañado de su Merlín, su fantástica Morgana y su Excalibur monofónica.

Imaginen nada más la vergüenza que hubiera sentido Arturo si la espada se hubiera resistido a salir de la piedra. Todo príncipe desmerece atravesar semejante embarazo. Sin embargo, el de esta película es un príncipe vilipendiado por su irrevocable tartamudeo, sometido al escarnio de la multitud, menospreciado por su propia familia y obligado a seguirle la corriente a los farsantes que prometen una cura logrando el efecto contrario de llevar su dignidad hasta la mínima expresión. Si el actor hubiera sido otro y no Colin Firth, se hubiera visto la parodia de un rey pero la elegancia de este hombre logra evadir cualquier faceta caricaturesca para que la atención se concentre en la furia que nace a partir de su miedo. El peso de la historia cae en igual medida sobre los hombros de Geoffrey Rush, que interpreta al terapeuta del lenguaje Lionel Logue; y en menor medida sobre la enigmática Helena Bonham Carter que se pone las vestiduras de la reina madre pero con un aire de salvaje amazona que encaja muy bien como contrapunto de la árida atmósfera que es natural a una realeza más convocada a aparentar que a reinar.

Las vicisitudes de un rey tartamudo, los tropiezos de una amistad naciente, la inminencia de una guerra brutal y el lenguaje como esperanza, son los ingredientes sobre los que se fundamenta El discurso del rey: que el cine empiece a obrar desde este punto y que de la Historia se ocupen los historiadores.

El triunvirato de actores de esta obra acapara casi toda la atención pero no es porque sean estrellas con luz propia como podría pensarse. El talento que cualquiera puede demostrar frente a las cámaras sería de humo sin un guión de diálogos impactantes y una puesta en escena que no se rinde ante lo exuberante, alcanzando la estética del Londres más sutil que por momentos se revela como la ciudad fantasmal que Stevenson, Conrad, Dickens o Woolf soñaron. La majestuosidad que hay en algunas imágenes no se le debe agradecer a la Abadía de Westminster ni al Palacio de Buckingham sino al manejo virtuoso de la luz, a una ambientación correcta de la época y a una acumulación de singulares planos que contribuyen a diluir esa línea que separa lo histórico de lo fantástico. Estos son los méritos que le valieron al filme sus nominaciones a los Premios Bafta (14), los Globos de Oro (7) y los Oscar (12) con los resultados que ya la prensa se encargó de divulgar.

El director Tom Hooper demostró con la factura de este filme aptitudes correctamente circunscritas en las convenciones del arte cinematográfico pero es posible que tenga que rodar un par de películas más para encontrar el estilo que lo haga inconfundible. Si bien fue él quien llevó las riendas de la película, aún no merece el reconocimiento de una autoría absoluta. Una gran tajada de esta torta se la lleva el guionista David Seidler quien investigó los detalles de la historia impulsado por sus propias vivencias de adolescente tartamudo y podría atribuirse cierta responsabilidad estilística al director de fotografía Danny Cohen, pues su trabajo es exquisito y su participación en la memorable This is england (2006) ya permitía ver avances importantes en la construcción de un sello personal.

La película, en fin, calza un esquema de superación con un desenlace bastante usual para este tipo de argumentos pero que no redunda en triunfalismos gratuitos y sugiere una idea poderosa tras el esperado discurso sin titubeos escuchado al unísono por una nación a la que se integra uno como espectador: también estamos en las calles de la invernal ciudad, atentos a los sonidos que escupen los megáfonos, ignorando momentáneamente la amenaza latente de un bombardeo porque a pesar de que suelen ser las primeras víctimas fatales de los conflictos, las palabras, la inteligencia y la imaginación son más importantes que los misiles y las balas.  

Sostener la mirada del diablo

Posted: jueves, mayo 09, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , , , , ,
0

Te diré por qué sonrío, pero te hará volverte loco.
Michael Herr


Hay compañías incómodas.  Presencias que inquietan de manera excesiva: es difícil mirarlas directamente al rostro, un leve roce produce temor o asco y el mínimo movimiento tiene una latente amenaza de locura y muerte. En el transcurso de una vida ordinaria pocas veces nos cruzamos en el camino de estas personificaciones malignas, un alivio que disfrutamos con mayor deleite cuando vemos a través del arte los diferentes rostros del mal, sintiéndonos a salvo –solo en apariencia- de su poderoso influjo. La mayoría de las veces, estas obras sitúan al público en la orilla opuesta de un abismo que el mal no es capaz de atravesar, una base heroica de la narrativa nos mantiene a buen resguardo. Sin embargo, hay casos en que los artistas se abandonan a sus impulsos más perversos y zanjan  la brecha de ese abismo que nos protege, dejando que el mal baile junto a nosotros y nos cubra con una investidura que nos vuelve tan infernales e imperfectos como los monstruos que habitan en nuestras pesadillas.

The killer inside me (2010) es uno de esos casos y no hay modo de salir ileso tras 109 minutos de soportar la incómoda compañía de su protagonista. 


Bajo el encanto y la dulce cordialidad de Lou Ford hay una demencia cociéndose a fuego lento. Su voz, la de un pusilánime alguacil del oeste americano, narra lo que es el devenir diario de Central City, un pueblo próspero en las inmediaciones de un desierto tan seco como las vidas de sus insulsos habitantes. Una vida que Ford desprecia y a la que muy pronto intentará arruinar con violentos arrebatos que lo llevarán de un crimen a otro, destruyendo incluso aquello que dice amar.  


Este hombre frío y trastornado, interpretado por Casey Affleck, no mide las consecuencias de sus actos: cuanta mayor es la violencia que los caracteriza mayor es el goce con el que parece disfrutarlos, volviéndose un protagonista indeseable y de quien cuesta desligarse pues el punto de vista de la película no abandona en ningún momento su perspectiva maniática.


Es un juego peligroso del director Michael Winterbottom el de transitar los caminos de la violencia explícita y al mismo tiempo hacer un despliegue estilístico que parece imprimir una atmósfera sarcástica a la historia. Pero si hay algo de humor en The killer inside me su color es oscuro más allá de lo negro. El desparpajo con el que el personaje cuenta su historia y la música popular que en ocasiones ambienta las escenas con un tono de burla, no alcanzan a hacer contrapeso a las escenas más fuertes de la película. Su efecto es quizá el contrario, las acentúan, convirtiéndolas prácticamente en el núcleo de la trama.
De ahí partieron, en su mayoría, las críticas negativas que recibió la película. Winterbottom fue señalado de ensañarse contra las mujeres que eligió para protagonizar esta segunda adaptación de la novela de Jim Thomson que ya había sido rodada en 1976 por Burt Kennedy.


Jessica Alba y Kate Hudson hacen parte del reguero de víctimas que Lou Ford deja a su paso. Están involucradas en las escenas más violentas del filme y paradójicamente estas escenas tienen que ver con la muerte y el erotismo. La bestialidad con la que Lou Ford fornica con Joyce Lakeland (Alba) tiene la misma violencia inhumana que los golpes con los que le desfigura el rostro, en una escena difícil de ver que a partir de primeros planos y una construcción sonora en extremo realista provocan fuertes emociones, pues en cuestión de pocos minutos lo que empieza como excitación sexual se degrada hasta los niveles subterráneos de la perversión humana, donde tienen cabida las peores brutalidades.


Pero esta historia y el carácter del personaje no estarían bien perfilados sin una segunda dosis de violencia para demostrar más allá de toda duda que bajo la piel de Lou Ford se retuerce un demonio que él mismo no puede ni desea contener. La cadena de asesinatos cometida por este lobo con piel de oveja son en primera instancia una forma de mantenerse impune, de cubrir sus huellas, pero bajo esta superficie subyace una pulsión destructiva que le prodiga sosiego al diablo desatado. La determinación de Ford de asesinar a su prometida, Amy Stanton (Kate Hudson), es una decisión arbitraria e inesperada pero en la lógica del juego que propone Winterbotton este crimen cuenta con nuestra complicidad así nos duela reconocerlo, porque a sabiendas de la barbarie de la que es capaz el personaje queremos verlo actuar de nuevo, nos ha llevado de la mano durante el tiempo suficiente para que sus motivaciones, en parte, sean también las nuestras.


El trabajo de Casey Affleck en ese sentido es digno de admirar. Es un villano en el sentido estricto del término y ninguna de sus acciones busca generar simpatía, sin embargo, su carácter es atrayente porque luce totalmente desvinculado de los demás, como si transitara en una esfera invulnerable que lo separa de la realidad inmediata, dándole vía libre para cometer sus fechorías. En esta historia la impunidad es deseable y por fortuna el director evita hablar de redención, aunque las reminiscencias de la infancia del protagonista, marcada por experiencias sexuales de una rareza singular y un aparente motivo de venganza como fondo de los primeros crímenes, intentan explicar sus actos sin que hubiera necesidad.


Con The killer inside me, Winterbottom sigue confeccionando un cine que escapa a las clasificaciones. Sus historias son heterogéneas y su estilo siempre radical. Por títulos como Welcome to Sarajevo (1997), 24 hour party people (2002), In this world (2002) o  9 songs (2004) se podría describir a este director inglés como un artista que no busca complacer las exigencias de la industria y mucho menos satisfacer a un público conformista, ese tipo de público que abandona la sala al mínimo aspaviento –como hizo Jessica Alba durante el estreno de la película en el Festival de Sundance, en 2010, incapaz de soportar otra vez la rudeza de las escenas en las que era mancillada-. 


El público de Winterbottom tendría que ser tan valiente como él, que es capaz de poner sus ojos –los de la cámara- en el centro de situaciones ante las que otros prefieren voltear la mirada.