Alexander Payne, la norma de lo pequeño y lo humano

Posted: jueves, agosto 29, 2013 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Cualquier niño de Omaha, Nebraska, puede cultivar sueños extraordinarios cuando su entorno natural le recuerda la amenaza salvaje del aburrimiento. Alexander Payne nació en 1961 en esa ciudad del medio oeste norteamericano, la cual describe en sus primeras películas como un manantial del que brotan sin pausa seres humanos tristemente mediocres, diseñados por algún designio natural como los pararrayos de la mala suerte y el tedio. Y probablemente el director de cine no sería lo que es, si no albergara la repulsión extrema que le provoca lo acartonado.

Su infancia y primera juventud conforman una trayectoria típica de ciudadano bien educado: el niño que sueña con ser astronauta, va a la universidad y aunque no llega a pasearse por la Luna, alcanza el prestigio necesario para representar con orgullo los máximos valores de la comunidad y la familia. Payne intentó aplicar el esquema. La cámara ocho milímetros que su padre le regaló a los seis años fue lo que le inyectó su primer sueño estelar. El niño entró a la pubertad con la imagen fija del adulto que quería ser: se imaginaba una vida futura en la soledad del cuarto de proyección de una sala de cine preparando los rollos, ensamblando cinta en la moviola, asomándose por una pequeña ventana para repetir las escenas de sus películas favoritas. Se preparó empíricamente para este destino organizando proyecciones en su barrio. Gastaba sus mesadas alimentando el hábito obsesivo de coleccionar películas en formatos de ocho y dieciséis milímetros. A los doce años ya poseía la mayoría de los cortos de Chaplin y la gema de su colección era El fantasma de la ópera. Atravesó la adolescencia escudado en el cine y la literatura y su idea de ser proyeccionista cambió por una opción más aterrizada y madura, la de ser periodista. Por eso, su primera elección profesional se encaminó por las letras: arte, historia y literatura española en Stanford; un periodo en la Universidad de Salamanca; algunos meses viviendo en Medellín, donde escribió un ensayo sobre los pobladores que habían transitado por la ciudad entre 1900 y 1930; y cuando ya estaba lo suficientemente formado como para merecer un escritorio en cualquier sala de redacción, ese terror al tedio, esa intención de repeler cualquier estereotipo, lo encausó de nuevo en la locura del séptimo arte. Alexander Payne decidió que jamás usaría corbata y un periodista, por lo menos en su periodo de torpe novato, necesariamente estaría obligado a echarse esa soga al cuello.

En el programa de cine de la Universidad de California obtuvo una maestría en Bellas Artes. La tesis de grado de Payne consistió en una adaptación libre de la novela El túnel de Ernesto Sábato. La pasión de Martin (1991) es un film de sesenta minutos cuyo personaje principal es un fotógrafo de Los Ángeles que sufre de celos enfermizos por la mujer de la que cree estar enamorado. Las tribulaciones de este personaje no tienen un desenlace alentador, una característica con la que Payne ha sido consecuente en sus trabajos posteriores, sin llegar a ser un director demasiado solemne o pesimista. Al contrario, la evolución de sus personajes siempre está fundada en una narración rica en ironía y humor negro. Las películas de Alexander Payne tienen engañosamente la etiqueta de la comedia, pero el modo en que las aborda, desde la elección de los personajes, hasta el tema de fondo, merecería una rotulación distinta que permita reír pero que no omita la advertencia de que sus historias surgen del sufrimiento.

La protagonista de Ruth, una chica sorprendente (Citizen Ruth, 1996) es una drogadicta que tras quedar embarazada se ve envuelta en el debate político sobre el aborto y los intentos de las partes para convencerla de adherirse a sus posiciones. El profesor de preparatoria de La Elección (Election, 1999) cae en la peor debacle de su vida cuando manipula las elecciones de su escuela creyendo hacer lo correcto. Así, cada película que Payne ha rodado, además de ser una oportunidad para ejercitar sus virtudes de escritor, se ha convertido en un modo de refinar su habilidad para tratar con sarcasmo las tragedias minúsculas que bombardean a las personas comunes y corrientes.

O las tragedias mayúsculas, porque para el protagonista de Las confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002) no es intrascendente el hecho de quedar viudo pocos días después de afrontar el destierro de la jubilación; y el experto en vinos de Entre copas (Sideways, 2004), divorciado, tímido, retraído, opaco, tampoco siente que su soledad e incompetencia para ligar con las chicas sean un chiste. Ellos sufren, pero invierten los recursos que tienen a mano –un viaje en carretera, la pasión por el vino– para prevalecer con entereza mientras encuentran una bendición, una última oportunidad, que ennoblezca sus vidas.

Alexander Payne nunca filmará sus escenas con un fondo verde para luego embadurnarlo de mundos imposibles. Y si alguna circunstancia lo pusiera en ese camino, hay que tener plena seguridad de que no renunciará a su estilo. Antes de rodar su película de 2011, Los descendientes (The Descendants), se embarcó en un proyecto pintoresco que contaría con la participación de Reese Witherspoon y Paul Giamatti, sus estrellas de La Elección y Entre Copas, respectivamente. La película se llamaría Downsizing, una comedia de ciencia ficción sobre una pareja en apuros económicos que decide miniaturizarse para evadir los inconvenientes de la realidad. Sin embargo, este proyecto no terminó de concretarse y Payne siguió con otras tareas: dirigió uno de los mejores cortos de París, te amo (Paris, je t’aime,2006) y participó como uno de los guionistas de la comedia de Adam Sandler Yo los declaro marido y... Larry  (I Now Pronounce you Chuck & Larry, 2007), entre otras películas que contaron con sus aportes de escritor y productor. Hubiera sido interesante ver esa película de la pareja miniatura, pero tampoco quedó un enorme vacío porque ver en Los descendientes a George Clooney desgajando lo poco que le queda de galán, mientras corre en pantuflas con la cara de un alma burlada por el diablo, compensa los siete años de espera.

Esa estrategia de poner a una superestrella de Hollywood en la carne de un abogado que debe despedir a su mujer comatosa es un gesto calculado con el que Payne reafirma lo que ha defendido en toda su filmografía, pues como ha llegado a declarar, su esperanza es la de vivir una época en la que el valor de una película se basa en su proximidad a la vida real y no en el distanciamiento de la misma. “Para hacer eso”, dice, “se necesitan actores –estrellas, en el fondo– que no necesariamente luzcan como Ben Affleck”. Otra manera de expresarlo fue durante su discurso de aceptación del Premio al Director del año del Festival de Cine de Palm Springs de 2005, por su película Entre copas: “Agradezco este premio, aunque creo que debe haber un problema con un mundo en el cual hacer pequeñas, humanas y humorísticas películas es ‘un logro’, esa debería ser la norma”.

Fiel a esta regla autoimopuesta, Payne no tardó mucho en presentar una nueva película en la que se reconocen los rastros de su anterior obra. Nebraska, que se estrenó en el Festival de Cine de Cannes de 2013, puede leerse como una mezcla bien sintetizada de ingredientes con los que este director ha pintado anteriormente sus historias: una road movie al estilo de Entre Copas con un personaje cercano al sexagenario Schmidt y un móvil particular a partir del cual los vínculos filiales entre un padre alcohólico y un hijo displicente pueden fortalecerse o disolverse definitivamente. En una de las escenas de Los descendientes, la voz en off del protagonista compara a su familia con un archipiélago: “Todo parte del mismo agujero pero igual estamos separados y siempre solos, siempre lejos”, una imagen en la que los personajes de Nebraska reinciden a lo largo de su travesía entre Montana y Nebraska, donde esperan reclamar la herencia que para ellos representa la entrada triunfal al mercado de las ilusiones americanas, especialmente para Woody Grant, interpretación que hizo a Bruce Dern merecedor del Premio a Mejor Actor en Cannes.  La película está rodada en blanco y negro; con la cinematografía de Phedon Papamichael, Payne recopila los paisajes impresionantes del corazón de su país: Montana, Buffalo, Wyoming, Dakota del Sur, Nebraska. Lugares por los que se dispersan las raíces del artista y a partir de los cuáles construye un retrato sincero de los seres humanos imperfectos que admira.

Primera comunión con los monstruos

Posted: sábado, agosto 24, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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El descubrimiento del cine es el descubrimiento de la creación, es decir, de la vida y de la muerte como eventos inseparables. En El espíritu de la colmena (1973), el rostro de la pequeña Ana, perplejo en cada cuadro, es la representación literal de ese viaje hacia la línea que divide el mundo entre las sombras y la luz, para no hablar de realidad y ficción, pues en el contexto que el director Víctor Erice ubica la historia es difícil saber si la ensombrecida vida a la que están confinados los personajes hace parte de una tediosa pesadilla de la que solo es posible escapar abrazado a la imaginación luminosa de una niña.

La posguerra española de 1940 ha despojado la vida de los sobrevivientes de cualquier luz salvadora. Todo es ceniciento y mortecino en un pequeño pueblo de Castilla, donde lo único que da color a la fragmentada vida de sus habitantes es el cine ambulante en blanco y negro. Niños y adultos acuden con ilusión unánime a la proyección que se anuncia desde el altoparlante. Pagan sus entradas y con su propia silla en la mano buscan el mejor lugar para contemplar la función. Es la historia de un monstruo, de un hombre jugando a ser dios y de una niña muerta; es la historia de Frankenstein.

En el público, una mirada es distinta a las demás. Los ojos de Ana -redondos, negros, brillantes- comulgan con una historia que la fascina e inquieta. El monstruo de la película de James Whale no despierta terror en ella y su juicio todavía no tiene la capacidad de rechazar los actos de la criatura, por abominables que estos sean. En su mente de siete años solo caben las preguntas y son éstas las que nos guiarán a través de un microcosmos de ilusiones rotas.

Los cuatro personajes de El espíritu de la colmena están en polos opuestos de la vida. No sólo porque Fernando y Teresa representan un mundo adulto empujado prematuramente al fracaso, y Ana e Isabel son el germen de lo que podría florecer con mayor candor en el futuro, sino porque a pesar de los lazos familiares que los unen, parece que entre ellos hay fracturas insalvables, distancias acentuadas por los silencios, por la soledad de cada uno, por el aislamiento natural en el que se encuentran. 

Víctor Erice estrenó su primera película en 1973, cuando la censura del régimen franquista todavía pretendía contener la euforia creativa de los artistas que buscaban señalar, a partir de sus obras, la degradación ética y moral que resulta de una dictadura que impone el yugo de la uniformidad y el silencio entre los gobernados. Pero su ópera prima pasó el filtro de los censores sin sufrir daños. Quizá vieron inofensiva la aventura infantil descrita en los 97 minutos de metraje: ningún contenido escandaloso, ni una declaración incendiara, ausencia de acusaciones directas contra el poder. ¡Qué equivocados estuvieron! Una fortuna para la historia del cine, de lo contrario, el cine español tendría un vacío pues El espíritu de la colmena es considerada la película más bella de toda la filmografía ibérica.

No es para menos. La música, los escenarios, los diálogos y la luz, siempre diáfana, como si en cada cuadro atravesara un filtro ambarino, funcionan para crear el estilo alegórico que tiene la historia. Un cuento de iniciación que pone a la siempre reflexiva Ana de cara a la dimensión inmaterial que rodea a la muerte. El primer diálogo nocturno con su hermana Isabel es el detonante de su búsqueda. Inquieta por saber las razones que llevan al monstruo a matar a la niña de la película, Ana interroga a Isabel: ¿Por qué el monstruo mata a la niña? ¿Por qué matan al monstruo? Pero Isabel tiene su propia versión de los hechos y como si fuera la portadora de un esquivo secreto le revela a Ana que el monstruo no ha muerto, que es un truco porque en el cine todo es mentira. Y añade que con los ojos cerrados y valentía, cualquiera puede ser amigo de un espíritu.

En parte, Isabel cree en su historia pero también es consciente del engaño que le tiende a su hermana menor, aunque no prevé las consecuencias, menos aún cuando se hace pasar por muerta tras un aparente accidente. Su juego es inocente pero provoca que Ana se sumerja en una fantasía que encara con el mayor secreto porque no quiere compartir sus extraordinarios hallazgos. Atraviesa en soledad el campo que rodea el granero abandonado en el que un día encuentra la huella de un hombre -para ella, un gigante-, contempla azarosamente el pozo adjunto, lanza guijarros para comprobar su profundidad -¿acaso piensa lanzarse? -, y saborea el triunfo cuando encuentra al fugitivo que llega en tren y se oculta de perseguidores sin nombre. 

La pequeña Ana Torrent es hipnótica en cada escena. Parece una criatura de la noche, sus silencios y el sigilo con el que emprende sus excursiones nocturnas comprueban la naturalidad con la que se adaptó a la historia. De hecho, es famosa la anécdota que hizo al director cambiarle el nombre a sus personajes. Al principio, la niña no entendía por qué las personas se llamaban de una manera y luego de otra. Era más fácil que los actores llevaran en la historia sus nombres de pila que explicarle a la niña las minucias de la ficción. Entonces cabe imaginarla asumiendo como real aquello que ella y los demás interpretaban delante de las cámaras, imprimiendo la fe necesaria para conseguir el avistamiento esperado. Cabe imaginar que en escena estuvo inmersa en una fantasía que se materializó ante sus ojos así como se materializa ante los nuestros su encuentro fantasmagórico.

La interpretación de Isabel Tellería no es menos asombrosa. En el rol de hermana mayor proyecta mayor autoridad y conocimiento. Su carácter en formación ya sugiere el camino probable que seguirá en los años venideros pues va un paso adelante de su hermana en la exploración de la muerte y empieza a pisar el sendero de la sensualidad. Ambas ideas se entrelazan en una de las escenas más llamativas de la película, cuando, en la soledad de su cuarto, Isabel intenta estrangular a un gato. Al sentirse ahogado, el felino escapa, dejando una herida en las manos de la niña tras lo cual ella embadurna la sangre que acaba de brotar en sus labios, saboreándola y manchando el contorno de su boca con un rojo cálido que pinta la escena con un tono erótico que no se repite en ningún otro plano de la película.

Con la historia de Ana e Isabel, Víctor Erice parece invocar el mundo que se pierde cuando se atraviesa el umbral de los años. Por eso las integra a una familia que no se comunica, conformada por Teresa, una madre que vive en eterna nostalgia por un amor perdido y Fernando, un padre abstraído en su oficio de apicultor y en las elucubraciones que teje en su intimidad sobre la estructura social de las abejas. Ambos representan los efectos colaterales de la hegemonía tiránica que dirige el curso de sus vidas, idea que además está implícita en el título del filme, tomado, como explica Erice, de la obra de Maurice Maeterlinck “La vida de las abejas” (1901) en la que describe el espíritu de la colmena como esa fuerza “todopoderosa, enigmática y paradójica a la que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender”.

Pero quizá la razón de los niños sí comprenda ese espíritu. Ana e Isabel, por lo menos, parecen poseer facultades especiales que las liberan del automatismo social. Atraviesan el fuego sin quemarse y se desplazan por estados mentales que funcionan en una frecuencia que les permite estar en contacto con esa zona intangible de la existencia de la que hemos sido desterrados la mayoría de nosotros y a la que necesariamente habría que regresar con los ojos cerrados. Que una película como esta sirva entonces para recuperar lo que hemos perdido.