“Esta solía ser la ciudad de Los
Ángeles”, dice Gustav Briegleb, el personaje de John Malkovich en
El sustituto, como obertura a su descripción personal de la
decadencia y corrupción que se apoderó de esa ciudad a finales de
los años 20. Las imágenes que acompañan su testimonio son algunos
clásicos tiroteos protagonizados por hombres sin escrúpulos y
metralletas de tambor escupiendo 300 balas por minuto. Pero algunas
imágenes prestadas del cine de gangsters no bastan para dar cuenta
del horror in crescendo que curtirá los 140 minutos de la
obra de Clint Eastwood. Una Angelina Jolie haciendo de Christine
Collins escucha más o menos aterrada lo que cuenta el reverendo
Briegleb, porque, no teniendo suficiente con la desaparición de su
hijo Walter, gratuitamente es puesta en la primera línea de fuego en
la batalla contra el sistema más corrupto y peligroso de ese tiempo:
el LAPD, o Departamento de Policía de Los Ángeles. Se cae en cuenta
de que no son necesarias balas perdidas para que caigan inocentes y
que si la vida fuera una película, como bien lo entiende Eastwood,
no estaría circunscrita a un solo género; al contrario, sería una
reunión de las diversas formas del cine con brochazos de romance,
thriller, cine negro, melodrama, ciencia ficción y tragicomedia.
Hacer con éxito esta amalgama requiere unas agallas que van más
allá de escribir en los créditos iniciales “A true history”
para decirle al público que por muy kafkiano que sea lo que verá a
continuación, todo es absolutamente cierto. Esa tarea de contar sin
malabarismos semejante historia es reservada a unos pocos,
especialmente a los veteranos que todavía conservan el dominio de lo
clásico, especialmente a Clint Eastwood.
Porque la historia de El sustituto no
es fácil de digerir. La madre que pierde al hijo. El impostor que
regresa a ocupar su cuarto. El manicomio. Los tribunales. Los niños
hechos pedazos en el gallinero de Wineville. Los trece escalones del
patíbulo. La infamia reproducida en una escala de personajes que
empieza en el capitán de policía y se extiende en médicos,
siquiatras, enfermeras, funcionarios públicos y un mocoso
circuncidado… Hacer coincidir las piezas del rompecabezas, sin
matar el misterio, conservando la coherencia, manteniendo además
unidad entre los diferentes hilos es algo que Clint Eastwood consigue
con narraciones paralelas y retratos sutiles que no se encarnizan con
los personajes pero tampoco se toman el tiempo de compadecerlos. Los
planos demoran lo justo para mostrar un gesto, puntuar una emoción o
presentar en su debida proporción los detalles de un escenario. Y en
esta gramática tan propia de Clint Eastwood a la hora de atar los
cabos que construyen o deconstruyen un personaje también se le da
cabida al lugar común como vía rápida para significar las
tormentas internas. ¿Cuántas veces se ha repetido en el cine la
imagen de la madre abrazando el oso de peluche de su hijo ausente?
Pero también, ¿cuántas veces se repite esta imagen en el lado real
de la pantalla? La vida es una sucesión interminable de lugares
comunes tal vez porque Dios no se atreve a jugar a los dados, la
diferencia es que en su cine Clint Eastwood sí se atreve, es más,
él es descarado y no sólo arroja los dados sino que también juega
a la ruleta rusa.
En las películas de las últimas dos
décadas, más que nunca, Eastwood ha hecho martillar el percutor
sobre cartuchos densamente cargados. Los imperdonables y Un
mundo perfecto en los noventa o Río Místico, Millon Dollar
Baby y Cartas de Iwo Jima en los primeros años del siglo
XXI, son obras de un hombre maduro que mastica muy paciente sus
ideas: la culpa, la valentía, el heroísmo, las líneas que se deben
cruzar para redimir los errores o compensar los fracasos, el pasado
que vuelve con sus lastres multiplicados sobre personajes que ya sean
cowboys retirados, convictos en fuga o padres de familia con
antecedentes criminales, siempre le apuestan al todo o nada. No es
inusual que esa moneda que Eastwood hace arrojar a los actores con
los que trabaja caiga en nada, dejando a pesar de eso algunas
ganancias: films que durante los últimos minutos se echan al
bolsillo algunos gramos de perdón o esperanza.
Claro que tan sólo esto no basta, es
de algún modo el premio para consolar lo que a todas luces se
presenta como irremediable. La tragedia de la madre desconsolada de
El sustituto se apacigua en cierta medida por algunas
victorias, pero no la que más se espera. El melodrama es explícito
en las manos de un director que también sabe contar historias con la
música. Las mismas tonadas y melodías surgen en las escenas de El
sustituto: un piano triste que envuelve la situación de Christine
Collins para hacerla comparable a un callejón sin salida, a una
piedra que rueda siempre desde la cima de la montaña o, mejor, a un
nudo gordiano que debe ser cortado de tajo sin que tampoco quede
resuelto el misterio, porque Los Ángeles era una ciudad que para el
año de la desaparición de Walter Collins, 1928, ya le abría la
puerta a los desesperados –parafraseando a un querido cinéfilo-
pero acto seguido reventaba sus narices con un portazo.
El guión y el diseño de producción
se compaginaron como almas gemelas. El ambiente recreado es el de una
ciudad a medio camino entre lo tradicional y lo moderno. La primera
imagen que se presenta de ella es la de vecindarios tranquilos con
repartidores de leche, pajaritos que cantan y niños que juegan. Pero
hay más círculos en este infierno doméstico y muy pronto aparecen
los tranvías, los edificios trepando al cielo, las calles
concurridas por mil rostros anónimos y las telefonistas que, en una
imagen digna de las ensoñaciones futuristas de Wells o Verne,
representan la tenue manera en que puede truncarse la comunicación
entre dos seres humanos. Con este paisaje recreado para mostrar la
ciudad boyante contrasta la monotonía cromática de la periferia,
donde el polvo, la desolación y la herrumbre anuncian la
omnipresencia de todo lo que en nosotros es depredador y salvaje, en
resumen, todo lo que todavía nos hace primitivos.
El guionista es un caso particular.
Entre lo más celebrado hasta el momento de J. Michael Straczynski se
encuentran los guiones escritos para series televisivas de culto.
Quince episodios de He-Man y los amos del universo, catorce
episodios de Capitán Power y los soldados del futuro y entre
muchas otras series, 12 capítulos de La dimensión desconocida.
¿A cuenta de qué sale este hombre con un guión como el de El
sustituto? El ex reportero de la revista Times dice que se
encontró la historia por casualidad y quiso llevarla a la pantalla
grande. En su redacción intervino más la fascinación por el pasado
y la ciudad, que la versátil imaginación que pronto podrá ser
vista de nuevo en películas de zombis y ninjas. Para darle más
credibilidad a El sustituto, Straczynski incorporó en las
escenas algunos recortes de prensa de la época que daban cuenta del
escándalo y el revuelo que provocó en los Estados Unidos. Este
detalle fue admirado por Clint Eastwood y por la actriz Angelina
Jolie, quien se identificó con la historia incluso tal vez
sintiéndose un poco aludida.
Jolie es nacida y criada en Los
Ángeles, no son desconocidos sus instintos maternos y tampoco son un
misterio sus gestos humanitarios. Su interpretación es destacada
aunque tampoco podría tildarse de realista. Es más bien alegórica.
Lo que el público esperaría de una actriz que es madre y al mismo
tiempo ícono cinematográfico. La actuación de John Malkovich
tampoco es despreciable. La integridad, tozudez y rebeldía del
ministro Briegleb cayeron en buen cántaro y al lado de Angelina,
Malkovich se convierte en uno de los pocos personajes sin
ambivalencias, doble moral o puntos flacos. Por otro lado está la
jauría de los infames entre los que no puede omitirse el cinismo y
claro trastorno de Gordon Stewart Northcott, interpretado por Jason
Buttler Harner –escribir los dos nombres juntos parece un ejercicio
de métrica-, que si no fuera por la naturaleza de sus actos, sería
el personaje con la cuota de humor en la historia. También el niño
que hace de Walter Collins, Gattlin Griffith merece un
reconocimiento, pues con los pocos minutos que tiene frente a las
cámaras es capaz de ganar mucha simpatía, no generando ternura, que
para un niño caucásico e inocente es lo más fácil, sino
complicidad y su primer compinche, lógico, no es otro que un
director que también fue niño en los años 30.
En esta película como en la que
estrenaría después, Gran Torino, Eastwood habla de él mismo
como no lo ha hecho en ninguna otra. Habla de su idea del cine y de
la vida, dos cosas que en un artista como él no dejan de ser lo
mismo. En el festival de Cannes del 2008 Eastwood respondía a la
pregunta sobre la vida y el cine de esta manera: “Hablar
de cine es hablar necesariamente de mi infancia en los años 30. Para
mí era un privilegio poder ir a una sala a ver películas. Eran los
años de la Depresión. No tenía mucho dinero. De alguna forma, en
las películas de entonces aprendí que el cine no podía ser otra
cosa que una forma de reflexionar e interpretar la vida”. En la
misma entrevista Eastwood citaba las películas basadas en las obras
de John Steinbeck y las de directores clásicos como Sturges o Howard
Hawks. Hablaba de actores que fueron su constante referencia. James
Cagney fue uno de los que surgió en la conversación que sostuvo con
el periodista español Luis Martínez. Remató diciendo que es de
esos momentos y obras que nació su idea del cine, es decir que a lo
largo de toda su filmografía Clint Eastwood no ha hecho otra cosa
que reproducir lo que aprendió vívidamente en su infancia y vaya
que lo ha conseguido, vaya que merece ser considerado el último
clásico.
Puede tomarse
como un autoguiño el hecho de que en El sustituto Walter Collins
desapareciera justamente el día en que su madre lo iba a llevar a
ver películas, una nueva de Chaplin y El
piloto misterioso. Lamentamos la
soledad del niño cuando el trabajo de la madre se impone y lo vemos
en la ventana decepcionado, después se intuye por supuesto una parte
de todo lo bueno pero sobre todo de aquello malo que pasará a
continuación y, al final, cuando otra vez la ciudad de Los Ángeles
aparece monstruosa con indiferencia es como si el mismo Clint
Eastwood dijera en tono de moraleja: si no lleva a su hijo a cine,
esto es lo que pasa.