Los hermanos Juan Felipe y Esteban Orozco
rodarían sus películas hasta en la Luna, si la hazaña fuera posible. Por el
momento se conforman con mantener el cine que quieren hacer dentro de la órbita
terrestre. Ya son dos películas las que estos cineastas colombianos tienen en
una baraja con la que apuestan frente a las esferas más elevadas del cine
mundial, pues las historias que brotan de su imaginario fílmico y su voracidad
cinéfila necesitan de ese circuito en el que los únicos límites para rodar los
impone la calidad del guión, la obstinación de los creadores y la universalidad
natural de su lenguaje.
Lo primero lo han ido puliendo desde su
primer largometraje, Al final del
espectro (2006) -intensa trama de horror que actualizó una oferta nacional
pobre en géneros-; lo segundo lo demostraron con Saluda al diablo de mi parte (2011) –producción de grueso calibre
que enfrentó desafíos financieros, logísticos y técnicos superados a fin de
cuentas porque tanto guionista (Esteban) como director (Juan Felipe) son
cabeciduros sin remedio-; y lo tercero –la búsqueda de ese lenguaje que puede
llegar sin trabas a una audiencia global- se puede notar si se tiene la ocasión
de oírlos hablar sobre CINE –así, con mayúsculas- durante un par de horas: el
hilo de la conversación se torna circular como si mediante un flashback pudiéramos verlos crecer como
jóvenes metaleros marginados que sobreviven en la bochornosa Montería de los
años 80, refugiados en la música –difícil de conseguir-, las revistas de horror
–rarezas atesoradas con devoción- y las películas que seleccionaban de las
videotiendas y veían con avidez vampírica.
En el plano de los dos muchachos iluminados
por las ráfagas de una película con Bruce Willis se escucharía la voz en off de
Juan Felipe confesando lo siguiente: “Nosotros venimos de la generación del
VHS. No crecimos en cineclubes sino alquilando en videotiendas esas películas
de acción oscura y muy violenta de los 80.” Línea de diálogo que podría ser
interrumpida por la intervención de un segundo protagonista, Esteban, para nutrir
la narración con un contrapunto reflexivo: “Siempre hemos tenido una
fascinación por lo macabro, nos gustan las historias macabras y nos gusta
particularmente el cine de acción norteamericano que es así, siniestro y sobre
la naturaleza humana”.
La obligación de acompañar ambas
declaraciones con imágenes de Robocob o Cobra y homenajes visuales al primer
Rambo –el outsider ideal-, a
Cronenberg y a Michael Mann sería ineludible en esta trama que intenta describir
un poco la madera de la que están hechos los dos cineastas y que ya hemos visto
arder en películas radicales.
Pero antes de escucharlos nuevamente hay
que incluir una secuencia silenciosa pero explosiva, como la escena en la que
Sarah Connor sueña con el fin atómico del mundo. En el interior de una oficina
en los Estados Unidos dos jóvenes colombianos negocian un contrato que podría
abrirles las puertas de la meca del cine. Oficina elegante, negociación de
tahúres del lejano oeste y miradas con mensajes encriptados que cambian de
golpe cuando alguien les menciona que el edificio del frente fue el mismo, óigase
bien, el mismo edificio donde rodaron Duro de Matar I. En la vida real Esteban
Orozco estaba acompañado por Luis Otero, el fotógrafo de El Diablo, pero la ficción concede libertades y podemos ubicar a la
pareja de hermanos que contemplan con cara de no-me-lo-puedo-creer lo cerca, lo
cerquitica que están de ese cine que alegró sus tardes y sus noches y hasta sus
mañanas, en una adolescencia no muy lejana pero sin lugar a dudas cubierta de
una luz legendaria como la que bañaba a los ninjas relampagueantes de Big Trouble en Little China.
La cercanía de ese tótem en el que John
McClane dejó su pellejo en cada pedazo de vidrio los incendia por dentro, impregnándolos de una energía que
desfogan en el rodaje de El Diablo
donde el pellejo de ambos quedó igual de trajinado que el de Ángel, personaje
interpretado por Edgar Ramírez quién por momentos luce como un duro de matar salvaje pero
inmensamente más humano: de alma dura y blanda carne.
La actitud de este personaje ficticio y la
de estos cineastas verdaderos se ampara bajo una ley del todo o nada -no apta
para cardiacos, diría el afiche promocional de este relato- ya que en este tipo
de empresas hay que estar dispuesto a jugarse la vida. Esteban Orozco recuerda
muy bien las palabras de Tarantino cuando dijo en una entrevista que por Reservoir Dogs se hubiera dejado pegar
un tiro y por Pulp Fiction se hubiera
dejado cortar un brazo: “Él aprendió a meterse sólo en proyectos por los cuáles
moriría y a nosotros nos pasó igual. En 2008 empezamos a rodar una película
normal pero en 2010 terminamos de hacer una película por la que realmente
moriríamos.”
Esteban se refiere momentos distintos en la
historia del rodaje. Una arremetida inicial en 2008, cuando el presupuesto se
esfumó tras once días de filmación en los que completaron la primera mitad de
la película; un receso obligatorio que se extendió por año y medio; y en 2010,
un segundo asalto de trece días –con cambios tangenciales en el guión, nuevas
ideas sobre los personajes y actitud de kamikazes- en el que finiquitaron por knockout este rodaje. No desentona la
comparación de sus peripecias con la estructura típica de una historia de
boxeadores: el héroe derrotado regresa para vencer con furia y determinación
nunca antes vistas.
“Quisimos hacer un thriller básico de
acción en 2008 pero cuando ocurrió la crisis decidimos meterle más candela,
hacer una película de la que estuviéramos orgullosos”, es la voz de Juan Felipe
resumiendo en pocas palabras la enorme complejidad de lo vivido durante esta
realización: las peleas –Juan Felipe: “Porque tenemos gustos similares pero
somos muy distintos, así que siempre discutimos hasta que no gane ni el uno ni
el otro sino que gane lo que realmente es bueno para nuestro cine”-, los
cambios en el guión –Esteban: “Tuvimos más de 30 versiones del guión. En la primera versión, Ángel no moría pero
después nos dimos cuenta que había que matarlo, eso la gente no se lo espera.”-
y la construcción gradual de una historia que quería obedecer a los cánones de
un género -el thriller policiaco-, manteniéndose en un mundo de ficción que no
rayara en lo espectacular –Juan Felipe: “Nosotros queríamos hacer un thriller
contado desde una perspectiva dramática, que los personajes se sintieran y
tuvieran conflictos, no hacer que el chico malo robara un banco por levantarse
a una chica. Pero siempre quisimos que El
Diablo fuera una película sórdida, que la violencia no tuviera censura y
que todos los personajes fueran salvajes, que todos fueran malos, una película
donde lo único que se salvara fuera la infancia y en parte, la mujer”-.
En El
Diablo todas las investiduras están diseñadas para provocar miedo: los
disparos son atronadores, las patrullas de la ley son de un negro fantasmal,
cada rostro tiene algún gesto grotesco y no existe la alegría: es el inframundo
de la imaginación de los Orozco, del que hemos visto apenas una porción, como
una isla lejana divisada desde un mástil: a medida que nuevas películas
permitan explorarlo –terror brutal es lo próximo que preparan- se oirán los
gritos que anuncien de qué estará sembrado el territorio de su cine. Si las
fuentes de las que Juan Felipe y Esteban han bebido siguen fermentándose en su
imaginario, desde ya se puede augurar un cine fértil en sobresaltos y espasmos.
(Artículo publicado en la Revista Kinetoscopio No. 95)