Hard Eight: La suerte del aprendiz

Posted: miércoles, julio 24, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , , , ,
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La primera secuencia de Hard Eight (1996) muestra cómo inicia la relación de un mago con el aprendiz que aparentemente ha elegido al azar. La película no hablará de magia, ni tiene elementos de fantasía. Hablar de un mago y de su aprendiz es una manera de señalar la autoridad de un personaje y la ingenuidad del otro. Aunque desde un punto de vista poético, Sydney cuenta con la cantidad de magia inesperada que puede convertir a un ser humano en el protagonista de una historia ejemplar. En su cortesía de lobo solitario, en sus trucos de tahúr virtuoso, en su gentileza de hombre valiente y en su gallardía de amante en retirada está cifrado el secreto que se mantendrá latente a lo largo de la película y que explica por qué este hombre curtido con la experiencia del inframundo urbano, adopta a un don nadie que encuentra a la deriva en un restaurante de la carretera.

La carretera es en el desierto de Nevada, muy cerca de Las Vegas. El don nadie es John, que está sentado junto a la puerta del restaurante como un mendigo o como un derrotado o como las dos cosas al mismo tiempo; lo cierto es que no se hace complicado adivinar que no tiene en qué caerse muerto, como suele decirse, o adivinar que si cayera muerto de repente nadie lloraría por él y a lo mejor su cadáver sería tan ínfimo como los escombros que el viento hace rodar en los pueblos fantasma. Por suerte ahí está el hombre misterioso, Sydney, presente desde el primer cuadro del filme, que se acerca a John dándole la espalda a la cámara, despacio, con la determinación lenta de quien tiene claro su objetivo. “Lo va a matar”, es en lo primero que uno piensa. O como el personaje que se alcanza a ver al fondo es tan pequeño, a lo mejor esta sombra que se acerca lo que quiere es asaltar el lugar. Dar un golpe criminal para desatar la trama. Y si no lo va a matar y tampoco cometerá un atraco, en todo caso, lo que augura la parsimonia del traveling que sigue de cerca a Sydney, cuyo rostro aún no se conoce, es un acontecimiento nada bueno que quizá involucre violencia o trágicas revelaciones. Sin embargo, sucede algo todavía más inquietante: lo que hace el hombre misterioso es invitar a John, esa figura diminuta que se fue agrandando a medida que la cámara se acercaba, a un cigarrillo y un café.

La secuencia de apertura del primer largometraje de Paul Thomas Anderson se encarga de perfilar la identidad de los dos personajes principales. Lo hace mostrando una primera experiencia de aprendizaje en la que el veterano le muestra al principiante cómo hacerle creer a un casino que se es un gran apostador cuando solo se tienen unos pocos dólares. No sobra decir que es una secuencia intensa, emotiva y brillante. El diálogo inicial deja claro, sin ser explícito, por qué John es un perdedor, cuánto perdió, cómo lo perdió y cuánto necesita ganar para enterrar a su madre. El hombre que tiene al frente, Sydney, de ojos claros y una piel en la que se amontonan las marcas de amargas aventuras, es un salvador de náufragos que no revela sus motivos y habla como si tuviera bajo la manga una carta que, además de sabio, lo hace imbatible. Las imágenes iniciales que Anderson agrupa para describir un ambiente y crearle una atmósfera lógica a la trama se acoplan con el ritmo ascendente que Scorsese usó un año antes en Casino (1995). Y para la época en que se estrenó Hard Eight –fue exhibida por primera vez el 20 de enero de 1996 en el Festival de Sundance-, tampoco era difícil que algunos la asociaran con la obra de un nuevo realizador que dos años atrás había conmocionado a la industria con su segunda película: Pulp Fiction. Aunque Anderson modera la violencia, a diferencia de Scorsese, y si su primera película tiene algo de humor, lo expresa de un modo tan sutil que para describirlo podría usarse toda la escala de grises en lugar de hablar del humor drásticamente negro que caracteriza, por ejemplo, a Tarantino.

El debut de Paul Thomas Anderson no estuvo rodeado de una gran parafernalia, la película no contó con el músculo omnipotente del mainstream para garantizar su distribución global, pero los pocos críticos que la vieron reconocieron en este realizador a una promesa con voz propia y con carácter y con las bolas que se necesitan para ejecutar un nado estilizado en el estanque de tiburones de la industria. Las mismas bolas que uno le atribuiría a Sydney, el personaje principal de su ópera prima, aunque para aquel entonces, es seguro que Anderson se sentía más cómodo identificándose con John, pues él también era un aprendiz.

Se me hace interesante pensar en el personaje interpretado por John C. Reilly como un alter ego del propio director. Anderson también fue premiado por el azar, que lo puso bajo la protección de tutores experimentados que le enseñaron a contar bien una historia y a llevar a buen término una primera producción de la cual sentirse orgulloso. Claro que él podría sentirse ofendido si se afirma que su carrera es producto del azar, esta palabra no existe en su mundo así sea uno donde llueven sapos del cielo. Antes que el azar, está su talento y una actitud temeraria que lo convirtió en el protagonista de su anécdota más conocida: con el dinero que su familia le dio para pagar sus estudios universitarios, él decidió hacer su cortometraje, Cigarretes & Coffee, en el que reunía elementos clave del film noir que admiraba. Este cortometraje es a su vida de cineasta lo que el combustible es a los misiles balísticos: una fuerza súbita, breve y efectiva.

Así sucede la cuenta regresiva para impulsar a un director de cine por los aires: (9) mientras trabajaba como asistente de producción en un especial de la PBS, Anderson conoce al admirable, al clásico, al garboso Philip Baker Hall. (8) Anderson le muestra el guión de su cortometraje. (7) Baker Hall, interesado en la historia, decide involucrarse. (6) Anderson y Baker Hall y un puñado de actores más ruedan la película de 24 minutos. (5) Anderson debuta con su cortometraje en el Festival de Sundance de 1993, llamando la atención de los organizadores. (4) Los organizadores invitan a Anderson a que regrese, en junio de ese año, al laboratorio de guionistas de Sundance. (3) Anderson acepta, participa en el laboratorio y escribe el guión de Hard Eight que se desprende de una de las historias de su cortometraje. (2) Anderson se le mide a los entuertos de la producción: conseguir presupuesto, hacer casting, buscar locaciones, sufrir por plata. (1) Dos años después, en 1995, Anderson rueda en Reno su primer largometraje con un elenco de lujo que incluye a Philip Baker Hall y a John C. Reilly en los papeles principales, y a Samuel L. Jackson y Gwyneth Paltrow como personajes secundarios que desencadenan los giros de la trama. (0) Ya sabemos hasta dónde lo ha llevado ese primer impulso.

Es difícil pensar que detrás de Hard Eight hay un principiante. Es una realización cuidadosa y densa que hace hincapié en la descripción psicológica de los personajes. El enigma es simple: ¿por qué un desconocido de pasado indescifrable adopta como pupilo a un perdedor? Pero la forma de resolver la pregunta es compleja, pues demanda una puesta en escena en la cual los personajes van construyendo el clímax central a partir de la esencia de su carácter.

Sydney es caballeroso e incondicional, esto lo lleva a querer enmendar los errores de John que, por ser impulsivo, desventurado e ingenuo se convierte en presa fácil para Clementine (Paltrow), mujer de pocas luces que hace de su sensualidad una fuente de ingresos, actividad que en ocasiones la pone en situaciones peligrosas como la que el rufián malsano y aventajado Jimmy (Samuel L. Jackson) aprovecha para chantajear a Sydney so pena de revelar ese secreto que lo empujó, dos años atrás, a responsabilizarse por la suerte y el destino y, en últimas, por la felicidad de John, a quien estima casi como a un hijo. Bajo esta red de vínculos palpita a lo largo de la película un corazón negro del cual brotará en algún momento un chorro de violencia.

Y todo sucede en un escenario (Reno, sus casinos y su invierno) que se ciñe bien a esa especie de melancolía que todo el tiempo le está respirando en el pescuezo a los protagonistas de la historia, recordándoles que están arrinconados en medio de un knock out eterno, un knock out del que no saldrán bien librados, que los dejará con la boca sin dientes, los bolsillos vacíos y la piel reventada. Aunque también hay una aceptación latente de la fatalidad que a todos les ayuda a convivir con su suerte, casi siempre mala, sin que necesariamente eso signifique que deban estar resignados o acostumbrados a esas circunstancias malhadadas. No. El final que les espera no es trágico, sangriento, ni mortal aunque todo en la historia -su atmósfera de callejón- indique lo contrario. En el cine de Paul Thomas Anderson la muerte es de mal gusto y solo hace parte del decorado. Además, no es un cine aleccionador. Anderson se cuida de retratar en su ficción a seres humanos tan ambiguos como los del mundo real, con flaquezas, miedos, dudas continuas y virtudes que los vuelven extraordinarios.

En Hard Eight, Sydney es quien posee esas virtudes magníficas que lo convierten en el personaje que mejor representa el estilo de Paul Thomas Anderson de aglutinar la tensión en una de las figuras de la trama. En sus películas posteriores irá refinando su tendencia de convertir a un solo personaje en el núcleo gravitacional de la historia, incluso en aquellas con una estructura coral como Magnolia o Boogie Nights. En una etapa más cruda de la producción, el título elegido para la película era Sydney, como su protagonista, pero un consejo recibido en buen momento lo hizo tomar la decisión de cambiarlo por el juego de palabras que hace referencia directa al ámbito de apostadores impenitentes en el que se desarrolla la historia. En una mesa de dados, quienes apuestan al hard eight esperan barrer con la casa sacando un par de cuatros. En la obra de Paul Thomas Anderson esta parece una primera puntada de su manifiesto como artista que apuesta al todo o nada y siempre espera ganar transitando el camino difícil.

Intimidades de la peste empresarial

Posted: jueves, julio 18, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Para una nación que lleva tanto tiempo deslumbrada por un estilo de vida engañosamente utópico, es difícil maquillar su decadencia. En la película del director australiano Andrew Dominik, Mátalos suavemente (2012), el escenario, las líneas de diálogo, la actitud de los personajes y hasta el ruido de fondo, se encarniza en esta idea. A pesar de que su estética y su trama se enmarcan en el territorio del cine negro, el espíritu del filme tiene un sabor a thriller político que la dota de ironía y esa clase de humor que hace sonreír con nerviosismo.

Para empezar, Mátalos suavemente carece de héroes. Los seres humanos que la protagonizan apenas son dignos de portar la etiqueta de la especie, y el retrato que el director hace de cada personaje parece con la intención de plantar un espejo ante ciertos individuos para que vean en ellos el reflejo de sus pecados. Si el fantasma de las navidades futuras se apareciera en la habitación de algún líder imperial -un Obama, un Bush, un McCain- lo llevaría a pasear de la mano por las calles de esa ciudad arrasada y deprimente que le sirve de escenario al director para contar la historia de un puñado de criminales sin escrúpulos encabezado por Jackie Cogan, asesino de corazón frío que conoce la verdadera naturaleza de su comunidad americana.

Omitiendo el ruido de fondo que constantemente surge en las escenas para recalcar que la obra no habla de gángsters sino de otra cosa, se puede reconstruir el esqueleto de un drama criminal de los clásicos, basado en la novela Cogan's trade del escritor George V. Higgins. Frankie, Russel y la “Ardilla” son tres rufianes de baja categoría que planean asaltar una partida de cartas de la mafia, confiados en que la culpa caerá sobre Markie Trattman, un gángster que cometió un golpe idéntico un par de años atrás. Sin embargo, su treta no permanece encubierta por mucho tiempo y los señores de la mafia contratan al asesino Jackie Cogan para ajusticiar a los torpes maleantes.

La síntesis del argumento le da una apariencia convencional a Mátalos suavemente. Tiene crímen y venganza, tiroteos mesurados, palizas lacerantes, el ejercicio de una sexualidad sórdida y, sobre todo, personajes con moral de letrina. Especialmente en el último punto, la película tiene uno de sus mayores logros. La dirección de actores es una de las fortalezas de Andrew Dominik, como lo demostró con El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), en la que extrajo de Brad Pitt una interpretación mustia y perturbada que fusionaba la figura tradicional del forajido legendario con el carácter apesadumbrado de los personajes trágicos de Shakespeare. Para esta ocasión, Dominik volvió a encargar el rol protagónico a Brad Pitt cuya apariencia y actitud parecen el resultado del apareamiento entre Scarface y Gordon Gekko. Junto a Brad Pitt están los hombres que uno espera ver en una película de gente mala: Ray Liotta soporta las dolorosas desventuras de Markie Trattman. James Gandolfini aparece como Mickey, asesino a sueldo superado por asuntos de faldas en el declive de su carrera. Sam Shepard hace una aparición breve pero su personaje, Dillon, levita en los diálogos y en la trama como una temible deidad. Richard Jenkins es el portavoz enviado por los padrinos sin identidad ni rostro que deciden la suerte de los subordinados. Y aunque por el momento no son tan célebres, Scoot McNairy y Ben Mendelsohn interpretan el papel de los ladrones Frankie y Russel, cuya interacción tiene la química que se puede esperar del encuentro entre un cerdo y un gorrión, siendo Russell -no se puede negar la contuntende verdad- un fantástico cerdo.

Pero la adaptación que escribió el propio Dominik rebasa los límites del género en el que se encasilla la película, pues de los diálogos, el escenario y la musicalización de las escenas resulta un entramado simbólico que no hace otra cosa que hurgar en las heridas gangrenadas de América la presuntuosa. En la novela original, los acontecimientos tienen lugar en Boston, sin embargo, la película no tiene una ubicación determinada. Fue rodada en Nueva Orleans, pero Dominik la muestra como una ciudad sin nombre. Cuando en las entrevistas le han preguntado por sus locaciones él se refiere a ellas como Anytown, cualquier ciudad ruinosa afectada por la crisis económica reciente.

Por otro lado, el telón de fondo conjuga la crisis bancaria con la desesperada campaña electoral de 2008, cuando los candidatos presidenciales se empeñaban en prometer una fórmula mágica para conducir al pueblo hacia la merecida felicidad. Sus promesas y filosofías huecas suenan todo el tiempo a lo largo de la película. Mientras los personajes tienen sórdidas conversaciones sexuales, concretan transacciones homicidas o recatean la carnicería, la voz de los candidatos surge desde los televisores cercanos y los pasacintas. Quizá una manera de señalar a los ideales centenarios de esa poderosa nación como una mapostería frágil que se desmorona ante nuestros ojos. Los diálogos entre Jackie Cogan y el vocero de los jefes de la mafia subrayan esta idea. Negocian la ejecución de hombres como si transaran acciones de la bolsa, las ordenes provienen de poderosos innombrables que operan, como se señala en una de las conversaciones, con pestilente método empresarial y en las réplicas finales que escuchamos de Cogan queda resuelto el sentido básico de la película: el mundo es una mierda y todos estamos solos.   

Del ojo fílmico al ojo cibernético

Posted: miércoles, mayo 15, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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En la exploración previa que realicé para este artículo, abordé diferentes enfoques de interés sobre el documental, intentando acercarme al lugar que ocupa este género dentro del panorama de la realización audiovisual actual. En primer lugar y considerando solamente las obras que resaltan en la superficie, me interesó la súbita espectacularización del género en el ámbito cinematográfico. Reduciendo la mirada a ejemplos evidentes como las obras de Michael Moore, esa pieza de Al Gore que le ha dado la vuelta al mundo intentando llamar la atención sobre el cambio climático o los fabulosos documentales de la naturaleza auspiciados por Disney, que cada vez cuentan con más recursos técnicos y presupuesto, podría proclamarse una época dorada del documental, una reivindicación de este género que nació a la par con el cine y una valorización de lo documental frente a lo ficcional que hace que lo real se imponga como la mejor alternativa ante guiones decadentes y lenguajes visuales que no evolucionan más allá de los malabarismos técnicos del momento. Pero si jugamos en el marco de la industria del espectáculo que de todos modos ofrece cada año pocas obras dignas de mención, sigue en evidencia una oferta en la que es visible, cada vez más, un monopolio que nos impide –a nosotros los que vivimos al sur del ombligo del mundo- el acceso a la producción audiovisual de países que están alcanzando logros más interesantes. 

Si no existieran los festivales independientes que sobreviven cada año a pesar del escaso presupuesto, si se prohibiera de tajo la cuestionable –pero siempre maravillosa- práctica de bajar las películas de internet, si a todas las personas en las que hierve el interés por el cine se les cerraran los canales alternativos –no siempre legítimos- de distribución e intercambio de contenidos no tendríamos ocasión de ser testigos de la riqueza y diversidad de producciones que cada año surgen a partir de la iniciativa independiente de los realizadores, que para fortuna del documental, siguen orbitando la periferia de la cinematografía en una práctica que permanece fiel al espíritu que impulsó a los primeros documentalistas a desarrollar uno de los inventos más importantes de la humanidad: el cine. 

El interés primitivo de registrar la realidad, especialmente aquella que escapa de nuestro espectro sensorial, tiene, de hecho, el primer crédito en esta invención. Y aunque suene obvio, a partir de los diferentes adelantos técnicos que llevaron al cine de lo mudo, a principios de siglo XX, a lo tridimensional del siglo XXI, los modos de registrar esa realidad igualmente han cambiado en una transición que groseramente puede clasificarse en tres periodos: empezando por el ojo fílmico de Vertov, siguiendo con el ojo electromagnético que nos proporcionó la era del video y llegando al ojo actual, un ojo cibernético, ojo digital, que día con día demuestra la ausencia de límites y posibilidades.


El cine documental nació antes que el cine mismo. Guardando las proporciones, sus primeros logros eran para el cine lo que las pinturas rupestres eran para la pintura. El interés de algunos científicos por documentar algunos fenómenos que eran incapaces de ver con sus propios ojos encendió una mecha que llevó por ejemplo a que en 1874 el astrónomo francés Pierre Jules César Janssen inventara un revólver fotográfico –cámara en forma de cilindro- para registrar el paso de Venus frente al sol. Si bien no logró una película que pudiera proyectar movimiento, registró el suceso y avivó las llamas que ya empezaban a arder en la mente de otros hombres. 


En cualquier libro de historia de cine, en las cátedras que abordan esta materia y en los antecedentes que se enumeran para hablar de la tecnología que permite el registro de las imágenes en movimiento hay un referente inevitable: un caballo al galope. En los años setenta del siglo XIX un fotógrafo inglés logró capturar en 12 cuadros el movimiento de un caballo. El simple encargo de un criador que quería conocer al detalle los movimientos de sus animales para entrenarlos mejor y aumentar su velocidad se convirtió en un hito embrionario de la historia del cine. Eadweard Muybridge, hábilmente, ideó la forma de lograrlo: ubicó doce cámaras en la pista, cada cámara estaba unida a un cable que accionaba el obturador cuando el caballo lo atravesaba, registrando la huella de su paso. Inicialmente, las fotografías no eran más que eso pero no tardó Muybridge en idear un mecanismo basado en la antigua linterna mágica para proyectar las imágenes que, una tras otra, reproducían exactamente el trote de los pura sangre. El despliegue técnico, la información obtenida y los resultados a posteriori no hicieron más que develar uno de los aspectos decisivos de la película documental: “la capacidad que esta tenía de mostrar mundos accesibles, pero por una u otra razón, no percibidos por nosotros”.  Esos mundos accesibles al principio eran los elementales. Si los primeros experimentos se trasladaran a nuestro marco temporal, lo que veríamos sería a una camada bastante numerosa de hombres de ciencia dedicados a los juegos de niños: Etienne Lucey Marey, un fisiólogo francés, se dedicó por ejemplo a capturar con el fusil fotográfico que había inventado el vuelo de las palomas o el modo en que un gato es capaz de caer siempre sobre sus patas. Aprendió igualmente a proyectar en pantalla los resultados de sus experimentos. 



Éstos, sin embargo, eran trabajos aislados que la Historia supo resguardar para que ahora los incluyamos en la cronología de los inicios del cine pero que en su momento no fueron muy publicitados y se dieron a conocer solamente ante ciertas élites, nunca ante públicos numerosos. La popularización de las proyecciones se la debemos a los hermanos Lumière, especialmente al ingenio de Lois.

En 1995, para conmemorar los 100 años del invento del cinematógrafo se realizó un experimento interesante. La fotógrafa y realizadora anglo francesa Sarah Moon tuvo la iniciativa de reunir a 40 renombrados directores de distintos países para encomendarles una misión: filmar una pieza de 52 segundos con la cámara que usaron los Lumière en sus primeras películas. Grabaron en la emulsión que de hecho se usaba cien años atrás y con reglas básicas que buscaban acercarse a los resultados que obtuvieron los franceses cuando se decidieron a hacer su registro del mundo: iluminación natural, sin sonido directo y un número limitado de tomas. Theo Angelopulos, David Lynch, Wim Wenders, Abas Kiarostami, Zhang Yimou, Peter Greenaway, Spike Lee, Vicente Aranda, Costa-Gavras, Michael Haneke, Liv Ullman, fueron algunos de los más ilustres  convocados. El documental muestra los filminutos que cada director realiza pero también muestra el proceso y les da la palabra para que respondan por qué el cine, para que compartan las obsesiones que llevaron a cada uno a elegir esta profesión. A la larga, la mayoría fue fiel a su estilo y aunque la cámara, la película y las condiciones eran las mismas con las que contaron los Lumière, las diferencias son abismales. El guión, la puesta en escena, la actuación, en fin, el tono argumental, fue una constante entre la mayoría. Sin embargo, algunos directores quisieron regresar también a los móviles que empujaron a los Lumière a registrar las imágenes simples de la realidad: la llegada del tren a la estación fue homenajeada por uno de los directores quien también filmó la llegada de un tren a su estación desde un ángulo idéntico. Solo que esta vez no se trataba de una locomotora a vapor sino de un tren bala. Por su parte, Fernando Trueba también quiso replicar la experiencia Lumière convirtiendo la cámara en un ojo estático que aguarda frente a una puerta a que simplemente alguien la atraviese. En su caso no eligió una fábrica ni a los obreros que salen de ella. Eligió una cárcel y a un personaje que todos los días sale en la mañana a la libertad pero debe regresar en las noches a seguir cumpliendo su condena.   Veo este registro breve del cautiverio que por entonces enfrentaba el escritor Félix Romeo, culpable únicamente de ser objetor de conciencia, como una síntesis de una primera etapa evolutiva del documental pues la imagen visible tiene sustento y validez únicamente por aquello que no vemos, por esa historia oculta entre líneas que al ser perpetuada en la película adquiere una significación que trasciende los 52 segundos de metraje. Un híbrido entonces que tiene algo de la mecha tejida por los Lumière, encendida por Robert Flaherty y cuya detonación recae en nombres como el de Ziga Vertov, Jean Vigo o John Grierson.

La historia de los Lumière no es menos que fascinante. Es un relato de aventuras, una saga científica con intrigas y suspenso, una crónica de viajes por el mundo, una novela épica si se quiere. No gastemos tiempo en recordar con minucia la invención de su prodigiosa máquina, el éxito temprano de sus primeras proyecciones o la fiebre sucesora que contagió a Méliès, a Porter, a Grifith. Recordemos simplemente ese periplo relámpago que los Lumière motivaron por el mundo al enviar operadores que recorrían lejanas ciudades con un compacto equipaje: un artefacto de cinco quilos de peso que hacía un registro fiel de cualquier cosa que tuviera enfrente: el cinematógrafo. Su fisionomía, justamente, fue lo que garantizó su éxito frente a los aparatosos inventos que buscaban reñirle por entonces como el gigantesco kinetoscopio de Edison, que no tuvo la oportunidad de salir al mundo, sino que era el mundo el que debía ser llevado ante él. Para el invento de los Lumière, en cambio, “el mundo llegó a ser su tema de trabajo”. Los operadores contratados por los Lumière fueron el antecedente de los reporteros de guerra, de los exploradores etnográficos y de los documentalistas de la naturaleza. En menos de dos años se repartieron por los cuatro vientos. Visitaron Rusia, Italia, Asia, India, encontraron paraderos tan exóticos como Indonesia o Japón, cruzaron el Océano hasta Argentina y Brasil. Adonde llegaban causaban conmoción, pues su trabajo no se limitó a capturar las escenas cotidianas de las ciudades para luego proyectarlas en el epicentro cosmopolita de Paris. Fuera en antiguas ciudades del viejo mundo o en polvosos caseríos del nuevo, los operadores de los hermanos Lumière revelaban la película en el mismo aparato y proyectaban el resultado ante multitudes que se asombraban cada vez más por semejante prodigio. Con esta práctica los Lumière amasaron una fortuna, sembraron la semilla de una industria y crearon una religión. Una vez empezaron a comercializar su invento, esta práctica documental cayó en desuso pues aparecieron realizadores más interesados por hacer salir del cascarón ese lenguaje que con los Lumière se limitaba al registro de lo real. El reto que se impusieron entonces fue el registro de la imaginación, ante lo cual el cine documental perdió adeptos.

Los Lumière documentaron el mundo de su época pero todo su material reunido no deja de ser una compilación azarosa de la realidad, desencadenada, anecdótica. Dicho material fílmico carece de un planteamiento complejo de los diferentes asuntos que trata y tampoco profundiza en el individuo. Lo que se ve es el decorado de la época. John Flaherty, quien debería ser reconocido como el padre del documental, fue el responsable de mostrar lo que hay detrás de ese decorado. Logró su obra emblemática, Nanook el esquimal, por un azar que lo encausó para el resto de la vida en la realización documental y en la exploración de países ignotos.

Flaherty creció en un ambiente minero, viajando con su padre, quien se adentraba en territorios lejanos y salvajes buscando yacimientos que pudieran explotarse. Así conoció a los esquimales, aprendió a sobrevivir en la naturaleza y a dibujar los mapas de las zonas inexploradas de entonces. Con veintiséis años cumplidos se convirtió como su padre en un explorador. Su nombre de aventurero fue ilustre y alguna vez uno de los empresarios para los que trabajaba le dijo: “Usted va a recorrer un país interesante, con extrañas gentes, animales, etc. ¿por qué no lleva una cámara?” Flaherty abrazó esa idea y desde entonces el mundo perdió un ingeniero explorador y ganó un documentalista. Se dedicó a esta nueva labor con ímpetu, con un interés que no solo buscaba el registro de los países exóticos que visitaba sino que guardaba una intención social. Su esposa lo resumió bien cuando dijo: “Las imágenes en movimiento constituyen la base de la vida… Robert está dominado por la idea de emplear las imágenes en movimiento en campos como la educación y la enseñanza de la geografía y la historia. Alguien podría hacer de esta tarea la obra de su vida. ¿Por qué no nosotros?”.

Obras como Nanook (1922), Moana o El hombre de Aran, son la evidencia que nos queda de que empeñó su alma y corazón en esa tarea, pero eso también se lo debemos a un accidente. Si no hubiera sido por la colilla encendida de cigarrillo que cayó sobre los metros y metros de película que Flaherty filmó sobre la vida de los esquimales no tendríamos acceso a lo que planteó este hombre con su obra. Un espíritu pusilánime se hubiera resignado a perder y hubiera emprendido una tarea nueva. Flaherty vio ese incendio como un regalo de la suerte pues le abría la oportunidad de hacer todo de nuevo y hacerlo mejor. Con cientos de escenas sobre la vida esquimal filmada no sabía qué hacer, no tenía una historia, nada entre manos, sólo anécdotas, sólo decorado, algo digno de las llamas. Como él mismo lo expresaba, “se trataba de escenas sueltas, sin relación entre sí, sin un hilo conductor”. Su nuevo desafío era encontrar un hilo conductor que se encarnó en la persona de Nanook, el cazador protagonista de la emblemática obra a quien vemos en un entorno real, sin artificios. Quizá lo único artificioso de este documental sea la gramática visual empleada por Flaherty, enriquecida por el lenguaje desarrollado en el cine de ficción, y su interés en documentar cómo era la vida de los esquimales antes de entrar en contacto con el mundo occidental. Así vemos cruentas cacerías a cuchillo y arpón cuando para esa época ya los esquimales empezaban a usar armas de fuego.

Lo que inició Flaherty encontró continuadores en hombres como Ziga Vertov, Jean Vigo y John Grierson. Con ellos termina de engendrarse un ojo fílmico que en los términos planteados por Vertov, puede considerarse una piedra angular de la realización documental por lo menos hasta finales de la década de los cincuenta.

Al hablar de ojo fílmico, Vertov empleaba los siguientes términos: “Usar la cámara como un ojo fílmico más perfecto que el ojo humano para explorar el caos de los fenómenos visuales que llenan el universo. El ojo fílmico trabaja y se mueve en el tiempo y en el espacio para captar y registrar impresiones de manera muy diferente de la del ojo humano. Las limitaciones impuestas por la posición del cuerpo o por lo poco que podemos captar de un fenómeno en un segundo de visión son restricciones que no existen para el ojo de la cámara, que tiene una capacidad mucho mayor. No podemos mejorar la capacidad de nuestros ojos pero siempre podemos mejorar la cámara”.

Con este planteamiento Vertov seguía fiel al interés de los hombres de ciencia que inventaron el cine -el de acceder a un mundo no percibido por nosotros- y se anteponía también al curso cinematográfico de su tiempo pues abogaba por un cine sin actores, alejado de vicios teatrales e inmerso en el campo de batalla de la vida misma, pero no de la vida alejada y exótica visible en el cine de Flaherty, sino la vida de las ciudades, la vida del hombre moderno. 

Así creía que se acercaba a una verdad y con orgullo evangelizaba alrededor de ella: “Soy un ojo fílmico, soy un ojo mecánico, una máquina que os muestra el mundo solamente como yo puedo verlo.
En adelante y para siempre prescindo de la inmovilidad humana; yo me muevo constantemente, me acerco a los objetos y me alejo de ellos, me deslizo entre ellos, salto sobre ellos, me muevo junto al hocico de un caballo al galope, me introduzco en una muchedumbre, corro delante de tropas que se lanzan al ataque, despego con un avión, caigo y me levanto con los cuerpos que caen y se levantan.
Liberado de la tiranía de las 16 – 17 imágenes por segundo, liberado de la estructura de tiempo y espacio, coordino todos los puntos del universo, allí donde puedo registrarlos.
Mi misión consiste en crear una nueva percepción del mundo. Descifro pues de una manera nueva un mundo desconocido para vosotros.
Pero no basta con mostrar fragmentos de verdad en la pantalla, partes separadas de verdad. Esas partes deben organizarse temáticamente para que todo también sea una verdad”. 

En las anteriores palabras se resume el carácter de ese ojo fílmico con el que trabajaron generaciones posteriores de documentalistas. Quedan manifiestos la capacidad que tiene la cámara de permitirnos ver aquello que escapa a la percepción humana, el paradigma que prescinde de las imposturas y el lenguaje –expresado en el montaje- que articula las historias y hace de la suma de las partes un todo indivisible pero con la posibilidad de explorar múltiples significados. Un ejemplo extraordinario de Montaje es su obra El hombre de la cámara de 1929 compuesta por cientos de escenas de la vida cotidiana de san Petersburgo y las peripecias que un camarógrafo debe ejecutar para captarlas.

Por supuesto, ese ojo fílmico no era inmutable ni mucho menos invariable, obras como las de John Grierson, Hans Richter o Jean Vigo harían su aporte, pondrían un filtro personal, un estilo y una intención. Grierson por ejemplo, apuntaba igualmente a registrar el “drama de lo cotidiano” pero se diferenciaba por la posición ideológica que se imponía a sí mismo y  a los que trabajaban con él.  En palabras de Erik Barnouw, autor del libro El documental, historia y estilos, la diferencia de Grierson residía en que “exhortaba a su personal a que evitara todo ‘esteticismo’. Les decía que en primer lugar ellos eran propagandistas y sólo en segundo lugar autores de películas. Poseía la singular capacidad de infundir entusiasmo por el ideal de la propaganda, vital y necesaria, con miras a promover la educación de la ciudadanía y en procura de una vida mejor.”

Por otra parte, Hans Richter viraría la actividad fílmica documental al encuentro de lo abstracto inaugurando un movimiento que a partir del registro de lo cotidiano elaboraba sinfonías donde lo sonoro, lo visualmente exuberante y la manipulación del ritmo en el montaje ofrecían un punto de vista subjetivo e irracional sobre la realidad al modo de las vanguardias pictóricas.  De este movimiento destacan nombres como el de Walter Ruttman cuya película Berlín: sinfonía de la gran ciudad, de 1927, sigue siendo un referente para los videoartistas actuales.

Jean Vigo, aunque más conocido por obras de ficción clásicas como L’atalante (1934), inició sus días de realizador como documentalista que buscaba el lado más íntimo de la vida. Y en esa búsqueda descubrió por ejemplo un inconveniente de ese ojo fílmico, que la cámara era una intrusa en la realidad y esa intromisión transformaba lo filmado. En compañía de Boris Kaufman –hermano de Vertov- intentaba filmar haciendo invisible la cámara, escondiéndola, haciéndola una intermediaria oculta entre la realidad y el ojo humano. Quería convertirse en un autor sutil, “lo bastante como para pasar a través de una cerradura rumana y filmar al príncipe Carol mientras éste se ponía una camisa de dormir.” 

El desarrollo de este ojo fílmico, representado en los autores antes mencionados, no tomó más de 30 años. Ese punto de partida abonó el terreno para la mayoría de los trabajos posteriores que sin embargo siguieron transcurriendo en la periferia pues el epicentro de la actividad fílmica había sido conquistado por  “un nuevo medio que pronto opta por privilegiar, lo sabemos de sobra, la puesta en escena, el guión y las historias encarnadas por actores, antes que el simple (o no tan simple, eso también lo sabemos) colocar la cámara frente al suceso para actuar como un mero soporte de registro de lo real.”

El libro Documental y vanguardia, que recoge las ponencias del VII Festival de Cine de Málaga, ratifica el carácter marginal de la práctica documental al afirmar que “ha sido siempre periférica, diríamos incluso que, en ocasiones, gloriosamente periférica. Ese carácter para-industrial ha condicionado, qué duda cabe, su evolución, pero lejos de ser negativo se debe leer positivo. Las prácticas documentales se han desarrollado en las más variadas formas y en los lugares más inverosímiles. Y no se trata sólo de una cuestión geográfica: aquéllos más preocupados por las cuestiones sociales trabajarán sobre el documental según diferentes vías y objetivos, distintos de aquellos que se preocupan más por cuestiones relacionadas con los límites de la representación, por poner un ejemplo histórico concreto. Es más, por mucho que ambos puedan compartir país o incluso ciudad, se moverán en circuitos diferentes, dando lugar a pautas de exhibición, y por ende, de consumo de sus productos que, en principio, no resultan comparables”.  

Así, la actividad documental tomó un camino diferente al del cine tradicional tanto en las formas de representación como en las líneas de distribución, las cuales alcanzaron una democratización que permitió la evolución del ojo fílmico nacido en los años veinte a un ojo electromagnético que encontró su auge a partir de la década de los sesenta. 

La aparición del video implica varios hitos en la realización documental. En primer lugar, solo la duración de la cinta electromagnética, que permitía rodar 30 minutos de continuo frente a la película de 16 mm que en 400 metros apenas albergaba 11 minutos, permitió establecer planes de rodaje más generosos frente a las situaciones u objetos a captar por los documentalistas. Por otro lado, los costos de producción se redujeron considerablemente y las imágenes captadas adquirieron con el video un carácter de instantaneidad del que carecían con el celuloide. Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de este nuevo ojo electromagnético consistía en su accesibilidad y en la facilidad de exhibición. Por un lado, la actividad audiovisual no estaba restringida a unos pocos. Las cámaras empezaron a captar la realidad de todos los ámbitos. Estaban presentes tanto en los eventos domésticos  como en los de trascendencia mundial, registraban los hechos fundamentales de una convulsionada época y la cotidianidad intrascendente que una cámara de vigilancia puede captar en un banco o en un aeropuerto. A propósito, es destacable la realización El gigante de 1984, de Michael Klier quien construyó una memorable pieza audiovisual a partir del reciclaje de las imágenes captadas por cámaras de vigilancia de aeropuertos, autopistas y parqueaderos, unificadas por un hilo conductor musical. 

Por otro lado, las producciones se independizaron cada vez más de la voluntad de la industria. Si bien encontraban un nicho lleno de recursos como la televisión, también contaban para su distribución con otros espacios como galerías de arte, cineclubes, encuentros internacionales de documental, entre otros. 

El investigador Manuel Palacio, en un ensayo publicado en el libro que mencionamos, Documental y vanguardia, describe las características  de la actividad documental  de esta época: “Desde la contemporaneidad, las raíces documentales de las primeras prácticas videográficas pueden incluirse en dos grandes apartados. En primer lugar estaría el llamado video comunitario, aquellos que utilizaran el soporte electromagnético para elaborar con sus trabajos piezas audiovisuales de agitación política y social en la comunidad local (…) En segundo lugar, hallaríamos aquellos trabajos concebidos para algún tipo de emisión televisiva básicamente en las cadenas de cable, y que en cierto sentido es el origen de lo que hoy se entiende como producción independiente”. Más adelante y para aclarar lo anterior, Palacio agrega que “Por primera vez, en la historia del cine documental se considera que la televisión y la cultura popular que emana de ella es el eje vertebral de todo el sistema audiovisual.”   

Es interesante que la innovación técnica del video coincida con una época de profundos cambios en el ámbito mundial, pues en Europa la guerra fría amenazaba con diluir los matices culturales, en Estados Unidos hervían las protestas contra Vietnam mientras los movimientos que defendían las libertades civiles ganaban fuerza, en Centro América las guerrillas de Nicaragua o El Salvador representaban la respuesta más humanista a las dictaduras de ultraderecha auspiciadas por Estados Unidos, y en Sur América el orden político mutaba a un oscuro orden militar que ocasionó dos fenómenos que configuraron una identidad latinoamericana común a todos. Por un lado, a raíz del exilio convirtieron al latinoamericano en un permanente habitante del mundo y por otro lado, acentuaron el contexto violento de nuestras sociedades donde prima la impunidad, la corrupción y la negación y anulación del otro. Todo o casi todo, quedó en video y en parte eso permitió individualizar ese mundo de infiernillos particulares, registrarlos para la posteridad, apropiarlos para la memoria colectiva de los pueblos. Hoy en día nos ufanamos al pensar que no hay un solo rincón del mundo sin que una cámara lo esté registrando. Eso ya venía pasando desde los sesenta, incluso hasta la Luna llevamos cámaras y nos conectamos simultáneamente para ver la realización de una utopía. 

Lo que está sucediendo hoy de cuenta de Internet, las redes sociales, la web 2.0, la 3.0, la web semántica, la nube y los demás hitos tecnológicos que aparecen cada día frenéticamente nos permite, a quienes no vivimos las convulsionadas décadas de los sesentas y setentas, atestiguar de primera mano una tercera evolución del ojo fílmico. Estamos ad portas del reinado del ojo cibernético, de un ojo que reemplaza la cinta electromagnética o el celuloide por bits de información y más allá del soporte de almacenamiento, un ojo ubicuo y todavía más instantáneo que nuevamente abre al ser humano la posibilidad de percibir a través de dispositivos tecnológicos aquello a lo que sus dispositivos orgánicos son ciegos. “Internet no es tanto un nuevo espacio para contar historias, como un medio para contar nuevas historias.”

Experimentación, argumentación y representación confluyen en la red de modos distintos con ejemplos emparentados tanto con los intentos embrionarios de Muybridge como con el registro anecdótico de los Lumière.

Hay un vínculo de hermandad entre el trote del caballo captado por las cámaras de Muybridge y el ascenso vertiginoso de la silla espacial captado por las cámaras de alta definición de Toshiba. Hay una relación directa entre los operarios de Lumière que partieron a registrar la vida de todos los rincones del mundo y el experimento que Youtube, LG, el Festival de Cine de Sundance, Ridley Scott y Kevin Macdonald impulsaron durante los últimos meses para que miles de personas captaran lo que pasa en un día específico de la tierra. Pero también hay algo que diferencia cada experiencia, no es la tecnología, no es el hecho de que hoy tengamos un mundo supuestamente más desarrollado que el de hace más de un siglo, esa diferencia tiene que ver con que habíamos creído que la porción invisible de nuestra realidad era ya muy pequeña y este neonato lenguaje, aun siendo rudimentario, nos está devolviendo la virtud del asombro que es indivisible de la oportunidad de temer a lo desconocido. Recordemos que hubo una época en que toda la humanidad creía vivir en una tierra plana, ¿cuál es la verdad que hoy creemos universal y que mañana señalaremos como trivial superstición? Lo que personalmente espero es que a ese ojo cibernético se vuelquen millares de documentalistas para que esas nuevas verdades universales que nos esperan tras la línea de sombra de la época no pasen desapercibidas. 

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[1] BARNOUW, Erik. El documental. Historia y estilos. Barcelona. Editorial Gedisa. 1996. 358p.
[1] ibid
[1] Ibid
[1] TORREIRO, Casimiro y CERDÁN, Josetxo (editores). Documental y vanguardia. Madrid: Cátedra. 2005. 394p.

Carreteras secundarias de la historia

Posted: viernes, mayo 10, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Comparada con la realidad, la ficción ofrece mejores formas para ganar una guerra. La historia oficial suele ser compleja, vaga, brutal, poco compasiva con sus protagonistas y plagada de dolor. La historia alternativa que suele ofrecer una novela o una película, sin faltar a la verdad, logra acercarnos como lectores o espectadores a una dimensión más legendaria de la existencia, donde los personajes pueden ser extraordinarios sin perder la cercanía que permite ver en sus figuras destellos de lo que somos o ansiamos ser. Parte del valor de El discurso del rey (2010) reside en este hecho. A pesar de ser una historia basada en el drama íntimo de una monarquía imperial que se ha esforzado a lo largo de los siglos por mantener sus secretos bajo llave, se presenta como una situación doméstica que involucra, como las fábulas, ideales perseguidos por la mayoría: perseverancia, amistad, nobleza y una valentía que, en lugar de surgir tras el bautizo infernal que viven los héroes de trinchera, aparece tras la confrontación del personaje con todos los factores externos e internos que lo empequeñecen.

Esta forma de recorrer la historia por carreteras secundarias, sin embargo, ha hecho multiplicar los detractores de El discurso del rey, quienes la señalan como una obra poco fiel con la historia verdadera, pues la figura del rey George VI no tuvo un papel tan relevante en la victoria de los aliados contra el monstruo de bigote chistoso que ya todos conocen y en cambio caricaturiza a los verdaderos protagonistas del conflicto, como a Winston Churchill, que en la corte que desfila por los modestos recintos de la película viene a ocupar una posición de bufón entremezclado con sabio consejero. Sin embargo, esto sólo revela que los autores de esta película no cayeron en la trampa de empañar el argumento con un discurso demagógico que una vez más les recordara a las santas almas que pisan esta tierra las infamias que inauguraron el siglo XX. Al centrarse en una dimensión más anecdótica que histórica, la película se desliga de compromisos políticos y se vuelve tan vigente como la saga de cualquier rey medieval acompañado de su Merlín, su fantástica Morgana y su Excalibur monofónica.

Imaginen nada más la vergüenza que hubiera sentido Arturo si la espada se hubiera resistido a salir de la piedra. Todo príncipe desmerece atravesar semejante embarazo. Sin embargo, el de esta película es un príncipe vilipendiado por su irrevocable tartamudeo, sometido al escarnio de la multitud, menospreciado por su propia familia y obligado a seguirle la corriente a los farsantes que prometen una cura logrando el efecto contrario de llevar su dignidad hasta la mínima expresión. Si el actor hubiera sido otro y no Colin Firth, se hubiera visto la parodia de un rey pero la elegancia de este hombre logra evadir cualquier faceta caricaturesca para que la atención se concentre en la furia que nace a partir de su miedo. El peso de la historia cae en igual medida sobre los hombros de Geoffrey Rush, que interpreta al terapeuta del lenguaje Lionel Logue; y en menor medida sobre la enigmática Helena Bonham Carter que se pone las vestiduras de la reina madre pero con un aire de salvaje amazona que encaja muy bien como contrapunto de la árida atmósfera que es natural a una realeza más convocada a aparentar que a reinar.

Las vicisitudes de un rey tartamudo, los tropiezos de una amistad naciente, la inminencia de una guerra brutal y el lenguaje como esperanza, son los ingredientes sobre los que se fundamenta El discurso del rey: que el cine empiece a obrar desde este punto y que de la Historia se ocupen los historiadores.

El triunvirato de actores de esta obra acapara casi toda la atención pero no es porque sean estrellas con luz propia como podría pensarse. El talento que cualquiera puede demostrar frente a las cámaras sería de humo sin un guión de diálogos impactantes y una puesta en escena que no se rinde ante lo exuberante, alcanzando la estética del Londres más sutil que por momentos se revela como la ciudad fantasmal que Stevenson, Conrad, Dickens o Woolf soñaron. La majestuosidad que hay en algunas imágenes no se le debe agradecer a la Abadía de Westminster ni al Palacio de Buckingham sino al manejo virtuoso de la luz, a una ambientación correcta de la época y a una acumulación de singulares planos que contribuyen a diluir esa línea que separa lo histórico de lo fantástico. Estos son los méritos que le valieron al filme sus nominaciones a los Premios Bafta (14), los Globos de Oro (7) y los Oscar (12) con los resultados que ya la prensa se encargó de divulgar.

El director Tom Hooper demostró con la factura de este filme aptitudes correctamente circunscritas en las convenciones del arte cinematográfico pero es posible que tenga que rodar un par de películas más para encontrar el estilo que lo haga inconfundible. Si bien fue él quien llevó las riendas de la película, aún no merece el reconocimiento de una autoría absoluta. Una gran tajada de esta torta se la lleva el guionista David Seidler quien investigó los detalles de la historia impulsado por sus propias vivencias de adolescente tartamudo y podría atribuirse cierta responsabilidad estilística al director de fotografía Danny Cohen, pues su trabajo es exquisito y su participación en la memorable This is england (2006) ya permitía ver avances importantes en la construcción de un sello personal.

La película, en fin, calza un esquema de superación con un desenlace bastante usual para este tipo de argumentos pero que no redunda en triunfalismos gratuitos y sugiere una idea poderosa tras el esperado discurso sin titubeos escuchado al unísono por una nación a la que se integra uno como espectador: también estamos en las calles de la invernal ciudad, atentos a los sonidos que escupen los megáfonos, ignorando momentáneamente la amenaza latente de un bombardeo porque a pesar de que suelen ser las primeras víctimas fatales de los conflictos, las palabras, la inteligencia y la imaginación son más importantes que los misiles y las balas.  

Sostener la mirada del diablo

Posted: jueves, mayo 09, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , , , , ,
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Te diré por qué sonrío, pero te hará volverte loco.
Michael Herr


Hay compañías incómodas.  Presencias que inquietan de manera excesiva: es difícil mirarlas directamente al rostro, un leve roce produce temor o asco y el mínimo movimiento tiene una latente amenaza de locura y muerte. En el transcurso de una vida ordinaria pocas veces nos cruzamos en el camino de estas personificaciones malignas, un alivio que disfrutamos con mayor deleite cuando vemos a través del arte los diferentes rostros del mal, sintiéndonos a salvo –solo en apariencia- de su poderoso influjo. La mayoría de las veces, estas obras sitúan al público en la orilla opuesta de un abismo que el mal no es capaz de atravesar, una base heroica de la narrativa nos mantiene a buen resguardo. Sin embargo, hay casos en que los artistas se abandonan a sus impulsos más perversos y zanjan  la brecha de ese abismo que nos protege, dejando que el mal baile junto a nosotros y nos cubra con una investidura que nos vuelve tan infernales e imperfectos como los monstruos que habitan en nuestras pesadillas.

The killer inside me (2010) es uno de esos casos y no hay modo de salir ileso tras 109 minutos de soportar la incómoda compañía de su protagonista. 


Bajo el encanto y la dulce cordialidad de Lou Ford hay una demencia cociéndose a fuego lento. Su voz, la de un pusilánime alguacil del oeste americano, narra lo que es el devenir diario de Central City, un pueblo próspero en las inmediaciones de un desierto tan seco como las vidas de sus insulsos habitantes. Una vida que Ford desprecia y a la que muy pronto intentará arruinar con violentos arrebatos que lo llevarán de un crimen a otro, destruyendo incluso aquello que dice amar.  


Este hombre frío y trastornado, interpretado por Casey Affleck, no mide las consecuencias de sus actos: cuanta mayor es la violencia que los caracteriza mayor es el goce con el que parece disfrutarlos, volviéndose un protagonista indeseable y de quien cuesta desligarse pues el punto de vista de la película no abandona en ningún momento su perspectiva maniática.


Es un juego peligroso del director Michael Winterbottom el de transitar los caminos de la violencia explícita y al mismo tiempo hacer un despliegue estilístico que parece imprimir una atmósfera sarcástica a la historia. Pero si hay algo de humor en The killer inside me su color es oscuro más allá de lo negro. El desparpajo con el que el personaje cuenta su historia y la música popular que en ocasiones ambienta las escenas con un tono de burla, no alcanzan a hacer contrapeso a las escenas más fuertes de la película. Su efecto es quizá el contrario, las acentúan, convirtiéndolas prácticamente en el núcleo de la trama.
De ahí partieron, en su mayoría, las críticas negativas que recibió la película. Winterbottom fue señalado de ensañarse contra las mujeres que eligió para protagonizar esta segunda adaptación de la novela de Jim Thomson que ya había sido rodada en 1976 por Burt Kennedy.


Jessica Alba y Kate Hudson hacen parte del reguero de víctimas que Lou Ford deja a su paso. Están involucradas en las escenas más violentas del filme y paradójicamente estas escenas tienen que ver con la muerte y el erotismo. La bestialidad con la que Lou Ford fornica con Joyce Lakeland (Alba) tiene la misma violencia inhumana que los golpes con los que le desfigura el rostro, en una escena difícil de ver que a partir de primeros planos y una construcción sonora en extremo realista provocan fuertes emociones, pues en cuestión de pocos minutos lo que empieza como excitación sexual se degrada hasta los niveles subterráneos de la perversión humana, donde tienen cabida las peores brutalidades.


Pero esta historia y el carácter del personaje no estarían bien perfilados sin una segunda dosis de violencia para demostrar más allá de toda duda que bajo la piel de Lou Ford se retuerce un demonio que él mismo no puede ni desea contener. La cadena de asesinatos cometida por este lobo con piel de oveja son en primera instancia una forma de mantenerse impune, de cubrir sus huellas, pero bajo esta superficie subyace una pulsión destructiva que le prodiga sosiego al diablo desatado. La determinación de Ford de asesinar a su prometida, Amy Stanton (Kate Hudson), es una decisión arbitraria e inesperada pero en la lógica del juego que propone Winterbotton este crimen cuenta con nuestra complicidad así nos duela reconocerlo, porque a sabiendas de la barbarie de la que es capaz el personaje queremos verlo actuar de nuevo, nos ha llevado de la mano durante el tiempo suficiente para que sus motivaciones, en parte, sean también las nuestras.


El trabajo de Casey Affleck en ese sentido es digno de admirar. Es un villano en el sentido estricto del término y ninguna de sus acciones busca generar simpatía, sin embargo, su carácter es atrayente porque luce totalmente desvinculado de los demás, como si transitara en una esfera invulnerable que lo separa de la realidad inmediata, dándole vía libre para cometer sus fechorías. En esta historia la impunidad es deseable y por fortuna el director evita hablar de redención, aunque las reminiscencias de la infancia del protagonista, marcada por experiencias sexuales de una rareza singular y un aparente motivo de venganza como fondo de los primeros crímenes, intentan explicar sus actos sin que hubiera necesidad.


Con The killer inside me, Winterbottom sigue confeccionando un cine que escapa a las clasificaciones. Sus historias son heterogéneas y su estilo siempre radical. Por títulos como Welcome to Sarajevo (1997), 24 hour party people (2002), In this world (2002) o  9 songs (2004) se podría describir a este director inglés como un artista que no busca complacer las exigencias de la industria y mucho menos satisfacer a un público conformista, ese tipo de público que abandona la sala al mínimo aspaviento –como hizo Jessica Alba durante el estreno de la película en el Festival de Sundance, en 2010, incapaz de soportar otra vez la rudeza de las escenas en las que era mancillada-. 


El público de Winterbottom tendría que ser tan valiente como él, que es capaz de poner sus ojos –los de la cámara- en el centro de situaciones ante las que otros prefieren voltear la mirada.

El embrujo yakuza

Posted: miércoles, febrero 27, 2013 by Godeloz in
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Hay un sabor a leyenda en todo lo que está relacionado con el lejano Japón. Al menos para nosotros, los extraños del hemisferio occidental, ese país siempre estará lleno de misterios y sus habitantes serán individuos indescifrables, como si en verdad hicieran parte de un lugar apartado del tiempo. Japón es el país que recibió la tormenta de fuego de la bomba atómica, el país de los samuráis, los ninjas, las geishas, los kamikazes y el harakiri. También es el país de los yakuza y el estricto código de honor que los gobierna. En todo esto hay un atractivo que supera los deslumbramientos de lo exótico. Ese país tiene el poder de adherirse a las personas desde adentro si estas han estado el tiempo suficiente expuestas a sus distintos embrujos.

En el caso de Paul Schrader y el primer guión que escribió para un largometraje, el encantamiento operó por reflejo.

Entre 1968 y 1972, el hermano mayor de Paul, Leonard, se estableció en Japón como un maestro de inglés que se vio desempleado una vez la revolución estudiantil de la época hizo cerrar las universidades. El norteamericano estaba en Japón porque huía. Cuando recibió la notificación de que debía enlistarse en el ejército para combatir en la guerra de Vietnam, tomó un vuelo hasta esa isla al otro lado del planeta. Tenía 24 años. En la nación del sol naciente llevó una doble vida: de día enseñaba literatura inglesa en las Universidades de Doshisha y Kyoto. En las noches se sumergía en el bajo fondo de las ciudades regido por el poderoso clan Yamaguchi-gum, de la mafia yakuza. Así fue como se familiarizó con una clase de hombres violentos pero honorables. Frecuentando los clubes nocturnos que eran epicentro de las operaciones yakuza, Leonard Schrader se acercó lo suficiente a ellos como para concebir una novela.

Sin embargo, cuando regresó a los Estados Unidos, liberado de  la obligación de ir a morir a una guerra, su hermano Paul lo convenció de escribir el guión de una película. Durante ocho semanas de encierro produjeron tres borradores del guión cuya versión final estuvo lista en enero de 1973. Mientras ellos escribían, el agente de Paul Schrader se encargaba de esparcir el rumor sobre el fantástico guión en el que trabajaba su protegido. Robin French acudía a cenas y cócteles con los peces gordos de la industria para seducirlos y garantizar una jugosa recompensa. Cuando salió a subasta, el precio base del guión fue de 100 mil dólares pero sorprendentemente esta cifra se elevó a un total de 325 mil dólares, pagados por la Warner Bros.

La productora no tardó en embarcar en el proyecto al director Sydney Pollack y encargó la revisión final del texto a Robert Towne quien en el momento de firmar el último borrador -diciembre de 1973- se encontraba en plena producción de Chinatown (1974) la película de Roman Polanski cuyo guión era de su autoría.

El eje central de The Yakuza, estrenada en 1974,  es la contradicción entre mundos opuestos que comparten principios morales. Harry Kilmer (Robert Mitchum) es un veterano de la Segunda Guerra Mundial que debe regresar al Japón 20 años después de haberlo abandonado con el corazón roto. Un clan yakuza secuestró a la hija de su amigo y ex compañero del ejército, George Tanner, quien le encomienda la misión de liberarla. Sabe que ese viaje abrirá viejas heridas y lo confrontará nuevamente con el amor de Eiko. Pero debe hacerlo, es su forma de pagar la vieja deuda que tiene con su amigo.

Si la historia de esta película pudiera simplificarse en un solo tema sería ese: el sentido del deber. Los personajes principales son hombres que pagan sus deudas por encima de cualquier cosa, incluso de sus propias familias. Y en el universo yakuza, las deudas de honor se pagan con sangre.

El preámbulo de la película describe muy bien esta característica esencial del género al narrar el origen de la organización criminal: "La palabra japonesa yakuza está formada por los números 8, 9 y 3. Totalizan 20, un número perdedor en el ambiente de juego japonés. Así es como, desde su perverso orgullo, los gánsteres japoneses se llaman a sí mismos. La yakuza cobró vida en Japón hace más de 350 años con jugadores, estafadores y oscuros comerciantes. Se dice también que protegían a los pobres de la ciudad y del campo de las bandas de maleantes. Aparentemente hacían esto con inigualable habilidad y coraje. Se dice que los yakuza cumplen con un código de honor tan riguroso como el código Samurái de Bushido".

Tanaka Ken (Ken Takakura) es el personaje que representa el universo yakuza en su estado puro. Es hábil, valiente y honorable. Para él, cualquier sacrificio es pequeño a la hora de saldar viejas deudas. A su honor le da un valor tan alto que por él es capaz de dejar a un lado a las personas que ama. Cuando Kilmer vivía su idilio con la bella Eiko, Tanaka Ken volvió de la muerte para separarlos. Como supuesto hermano de Eiko le agradecía a Kilmer haber cuidado de ella y su pequeña hija durante los seis años en los que estuvo oculto en las cuevas de Filipinas. Pero tampoco podía soportar que su familia estuviera con quien había sido su enemigo durante la guerra. Esta historia la escuchamos de boca de Oliver Wheat, otro veterano de la guerra que permaneció en Japón y que funciona en la trama como un enlace más entre dos mundos que terminan por integrarse en uno solo pues tanto Kilmer como Tanaka obedecen a sus obligaciones, ese código los hace hermanos.

No se me ocurre una mejor pareja de actores para interpretar a dos héroes que debían reflejar con naturalidad sus orígenes culturales. Cuando Paul Schrader hablaba de su guión decía que era como si El Padrino hubiera conocido a Bruce Lee. Robert Mitchum, a sus 57 años, todavía proyectaba el vigor de un cowboy de la vieja escuela: intrépido y valiente, caballeroso y leal. Por otro lado, Ken Takakura, con 43 años, era una estrella en el cine de su país, reconocido específicamente por ser uno de los principales actores en las películas yakuza que tuvieron gran apogeo en la década de los sesenta. Schrader, en un artículo sobre este género que escribió para la revista Film Comment, edición enero-febrero de 1974, dice de él que "a diferencia de la mayoría de actores japoneses, Takakura es un maestro de la atenuación. Es más efectivo cuando es silencioso y reverencial. Takakura representa todo lo que es viejo, fuerte y virtuoso en Japón".

En otras palabras, Mitchum es un samurái con sus pistolas en la misma medida en que Takakura es un hábil maestro de la espada. Durante las escenas de acción, ambos hacen despliegue de sus habilidades sin excesos pero con efectividad devastadora. En ese sentido, el director Sydney Pollack dosificó con moderación la violencia que naturalmente contenía una historia sobre esta mafia ceremoniosa. Kilmer le pide a Tanaka que interceda diplomáticamente con los yakuza que tienen a la hija de su amigo pero él ya se ha retirado de esa vida y ambos saben que el único sendero transitable es la fuerza. Esta situación es la que gradualmente los acerca a lo largo de la historia, pues no solo se acompañan durante las batallas sino que comparten los mismos vínculos afectivos, el mismo carácter de lobo solitario e, incluso, el dolor les llega de manera simultánea cuando la persecución vengadora de la mafia desemboca en tragedia. El guión de Schrader se vale de cada situación para crear una red de deberes y obligaciones que justifican las decisiones de los protagonistas, sus sacrificios y mutilaciones.

Como guionista es claro que a Paul no le bastaban las experiencias vividas por su hermano Leonard en el Japón. No se trataba solamente de contar una historia con criminales llenos de dibujos en la piel. Debía además conocer al detalle las reglas de un género, apropiarse de sus códigos para poder adaptarlos a la historia que quería contar. Se consagró entonces a ver tantas películas yakuza como le fue posible. Se acercó a los Estudios Toei que tenían un teatro en Los Ángeles y allí vio por lo menos 50 películas. Además, su hermano y algunos amigos que residían en Japón le ayudaron a entrevistar a algunos productores. De esta manera descubrió algo fundamental para su propio guión: no importa las variables de los argumentos del cine yakuza, sus héroes casi siempre son solitarios y marginales, y el tema prácticamente es el mismo: el deber que está incluso por encima de la humanidad. Esto supone el uso de un punto de vista introspectivo en la caracterización de los personajes y la creación de escenas donde los silencios y las miradas deben expresar tanto o más que las pocas palabras que se pronuncian. En consecuencia, el clímax de la historia tiene dos momentos cruciales. Por un lado, la secuencia de extrema violencia en la que los héroes se enfrentan a un ejército de  criminales. Kilmer desbocándose en una danza de plomo y Tanaka Ken guiando el filo de su espada hasta las entrañas de sus enemigos, en una bella secuencia en la que demuestra por qué lo consideran alguien que pertenece a una edad antigua. Por otro lado, la película contiene un epílogo en el que se acentúan por igual el código yakuza y las normas del género. Es el sacrificio final de Kilmer cuando se apropia del ritual con el que los gánsteres del Japón le piden perdón a sus maestros: se corta de un tajo el dedo meñique para disculparse con Tanaka por haberle provocado, en el pasado y en el presente, gran dolor y sufrimiento. Esta escena ceremoniosa sirve para que los dos héroes se reconozcan como los mejores amigos y enfatiza el sentido del deber que impulsó y justificó su cruzada.

Mientras escribía esta historia, Paul Schrader estuvo expuesto a la influencia de una cultura ancestral el tiempo suficiente como para llevarla adherida desde entonces. En 1985 volvería a declarar ese amor por el Japón en Mishima, película que escribió y dirigió. Aunque los síntomas del embrujo se notan con facilidad en su manera de concebir el género cinematográfico con el que inició su carrera: "Las películas yakuza son letanías de argot privado, sutil lenguaje corporal, códigos oscuros, ritos elaborados, vestuario iconográfico y tatuajes".