Viaje literario alrededor del mundo
Posted: sábado, diciembre 31, 2011 by Godeloz in Etiquetas: escritores, hoteles literarios, literatura, viajes
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"¿Por qué esperaba que seríamos felices en el extranjero? Porque un
cambio de ambiente es la falacia tradicional en la que confían los
amores -y los pulmones- condenados."
Vladimir Nabokov. Lolita.
Kristen Mcmenamy fotografiada por Steven Meisel en el Hotel Chelsea |
Gracias a la literatura el mundo es un lugar colonizado por la imaginación. En las páginas de los libros perseguimos las huellas que autores y personajes dejaron en lugares que resisten el paso del tiempo convertidos en mecas de la mitología literaria.
En 1993 la Editorial Alfaguara publicó un
libro con una insólita promoción. Escondido entre las 427 páginas del volumen
había un cupón que le ofrecía a los lectores la promesa que muchos quisieran
ver impresa en la mayoría de sus libros favoritos. El trozo de papel, azul
celeste, tenía el estilo de los avisos que se suelen dejar en la puerta de las
habitaciones de hotel para indicarles a las camareras que el huésped prefiere
no ser perturbado y contenía en letras mayúsculas la siguiente inscripción:
“ESTE LIBRO LE RESERVA UN FIN DE SEMANA DE NOVELA”. A continuación, un breve párrafo profundizaba un poco más en las
características del extraño juego: “Este libro le transporta a una serie de
ambientes y estancias en los que vivieron, escribieron o amaron algunos de los
escritores más sobresalientes de la literatura universal. Pero este libro le
da, además, la oportunidad de disfrutar de algunas de esas estancias”.
Todo lector quisiera que al abrir
cualquiera de sus libros se escurriera de su interior un cupón similar que le
entregue el poder a ir al aeropuerto y reclamar un tiquete aéreo hacia los
fascinantes destinos descubiertos por sus escritores. Emular por ejemplo el
recorrido que Bruce Chatwin realizó a lo largo de la Patagonia o seguir las
huellas que Paul Bowles dejó desperdigadas por el misterioso norte de África;
conocer los puertos de Nantucket que Herman Melville usó como escenario en los
capítulos iniciales de su legendaria Moby Dick o participar de esa Bohemia
parisina perpetuada en las palabras de Proust, Maupassant, Hemingway y
Cortázar. De ser posibles, una travesía en el Orient Express de Agatha Christie
o un viaje submarino a bordo del Nautilus imaginado por Verne, tendrían el
mismo sentido de aventura que una visita guiada a la ciudad de Troya si aún
estuviera en pie.
El libro de Alfaguara estaba atravesado por
esta ambición secreta, consumada hasta sus últimas consecuencias por la
periodista francesa Nathalie de Saint Phalle quien hace un recorrido en orden
alfabético por los hoteles que alguna vez alojaron a los mayores genios de la
literatura o fueron escenario de algunas de sus novelas. El título, Hoteles literarios, abarca sitios reales
o inventados de 216 ciudades del mundo, desde Aden hasta Zurich pasando por
poblaciones tan exóticas como Kuala Lumpur o Trebisonda, y por ciudades
multitudinariamente deseadas como Buenos Aires, Nueva York o La Habana. Una
lectura así hace agua la boca, especialmente con la tentación que provocaba su
promoción adjunta, la cual llevaría a siete ganadores a pasar mágicas noches en
alguno de los hoteles mencionados, aunque el deseo de la mayoría, seguramente,
sería contar con tiempo y presupuesto para dormir en la totalidad de las
suites.
El lector que visite los lugares de este
libro se preguntaría en la intimidad de su cabeza si su estadía en los aposentos del Hotel Biltmore
de Nueva York, si fuera el caso,
traería a la vida los primeros años de casados de Scott Fitzgerald y
Zelda, esos eternos amantes; o si una
fiesta endiablada en las suites del ilustre Hotel Chelsea, refugio eterno de
artistas y dandis, perturbaría a los
fantasmas de sus distinguidos huéspedes entre los que se contaron Tenesse
Williams, Nabokov, Thomas Wolfe y Mark
Twain. Pero las inmediaciones de este libro no son exclusivas para el
nacimiento del deseo de viajar; gracias a la literatura, el mundo es un lugar
de confines colonizados por una inmensa mayoría, sea con la sucesión de
imbricados itinerarios de viaje o con las jornadas, más frecuentes, de plácida
imaginación.
Este viaje literario alrededor del mundo
podría iniciar en cualquier continente. Bastaría con poner a girar un globo
terráqueo y disparar a ojo cerrado el dedo índice para escoger el próximo
viaje. Si el azar permitiera que el dedo aterrizara en La Habana estaría clara
la jornada del día: el mejor mojito del mundo con el que Ernest Hemingway
ahogaba su sed entre las jornadas de escritura en La Bodeguita del Medio, en
una de cuyas paredes escribió con su pulso de titán la frase mil veces
fotografiada: “Mi mojito en La Bodeguita, mi
daiquiri en El Floridita", haciendo alusión a otro destino obligado de la
calle Monserrate, el bar Floridita, donde el escritor dilapidaba sus tardes.
Pero el azar podría ser más juguetón y
proponer como próxima estación un vagabundeo bucólico entre los mismos molinos
de La Mancha que se batieron en duelo, haciéndose pasar por gigantes, con el
ingenioso hidalgo Don Quijote; o sugerir una aventura similar a la vivida por
Robert Louis Stevenson en la lejana isla de Samoa, un viaje épico que Marcel
Schwob imitó años después buscando la tumba del padre del Doctor Jekyll y
Mister Hyde.
Un sabio consejo para quien se encuentre en este recorrido es que
también se tome su tiempo para descansar y no hay mejor lugar para relajar un
día que el Café Tortoni de Buenos Aires. Allí podría ver, en una de las mesas
del fondo, el departir alegre de Borges, Alfonsina Storni y Carlos Gardel,
inmortalizados en figuras de cera que regresan a los días en que el café era
frecuentado por los artistas argentinos destinados a hacer historia.
Para
rematar esta estadía porteña el lector viajero puede dejar que sus pasos lo
conduzcan a lo largo del viejo San Telmo y desemboque al final en el
laberíntico Parque Lezama donde puede esperar la muerte del sol bonaerense para
espiar a los amantes que se roban besos al modo del personaje de Sobre héroes y tumbas, la novela del
recién fallecido Ernesto Sábato.
A este viaje también le hace falta el
glamour inimitable de Manhattan, sus interminables recovecos, su romanticismo
visible en las vitrinas, porque no es necesario entrar a la joyería Tiffany’s y
comprar un diamante del tamaño de una aceituna, basta con imitar el gesto que
Holly Colightly (o Audrey Hepburn, pues sus figuras son inseparables) hacía
frente a los aparadores en esas mañanas de resaca desparpajada, descritas por
Truman Capote en Desayuno en Tiffany´s, en las que el resplandor de la belleza
femenina opacaba el brillo de las piedras preciosas. Y ya que el viajero se
encuentra en Nueva York, qué tal si trepa a la cima del Empire State como las
hormigas imprevistas que Gay Talese encontró en su jornada de hallazgos
casuales o contempla durante horas la fachada del edificio Dakota, donde
Polanski ubicó el nacimiento de El bebé de
Rosemary y John Lennon pereció a manos de un hombre que malinterpretó lo
que Salinger quería decir en El guardián
entre el centeno. Antes de abandonar la capital del mundo, hay un
itinerario obligado y es buscar en un Brooklyn lleno de contrastes las calles
misteriosas que conforman la geografía literaria de Paul Auster, donde el
destino suele dar giros de 180 grados.
Cuando todos los viajes se acercan a su fin
no hay mejor antídoto para semejante ajetreo que el silencio y la serenidad;
bien podría el lector curarse del severo trajín en las montañas de Davos, donde
Thomas Mann ubicó su Montaña Mágica, y no temer porque el viaje se detenga, ya
al regresar a su lugar de origen, pongamos de ejemplo a Colombia, no tendría
que ir muy lejos para repetir su hazaña: La Cueva barranquillera donde García
Márquez se emparrandaba con sus monumentales amigos promete estar siempre con
sus puertas abiertas y Versalles, templo de operaciones de Gonzalo Arango y la
camada irreverente de Nadaístas, ofrecerá a los sentidos el viaje más gozoso,
el de un humeante café.