Posted: viernes, abril 25, 2008 by Godeloz in
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Lecturas del asombro
(Asombra Sonic Youth con Stones, la mejor canción del grupo)

Tengo una memoria fangosa. Es sorprendente la cantidad de cosas que puedo llegar a olvidar; todos los detalles que se esfuman de repente dejando en blanco algunas de las noches más importantes de mi vida. He llegado al punto de inventar desenlaces fantásticos para mis aventuras nocturnas, haciéndolo tan bien que termino por convencerme de que parte de esa vida ficticia que he inventado para compensar mis pequeños olvidos es cierta. A veces, simplemente, me resigno con olvidar rostros, palabras, placenteras conversaciones con mis mejores amigos, nombres de canciones, fiestas acaloradas en pisos altos de hoteles mala muerte, recorridos en la madrugada, bromas ingeniosas y puntiagudas, frases geniales que brotan como un estallido… Pienso que esos momentos que mi memoria fangosa no puede retener surgirán después como un fogonazo inesperado, ocasionándome un inmenso placer, y es cierto, a veces vuelven, y entonces me regocijo con ese pequeño instante que pudo desenmarañarse de mi amnesia, siendo lo mejor de todo que una vez recordado sin intención, una vez que esos recuerdos repentinos me toman por sorpresa, mi memoria fangosa compensa todo el mal que me ha hecho quedándose para siempre con ese recuerdo. Solo que con el tiempo ya no me conformo, porque me asalta la sensación de tener guardados recuerdos desconectados unos de otros, sin una historia que les dé unidad, imágenes independientes, no, mejor imágenes solitarias que se solidifican y se vuelven pesadas y, de hecho, poco creíbles, dejándome en una tierra de nadie donde no sé si lo que recuerdo de mi vida es porque me lo he inventado o porque he unido los retazos, creándome una vida que no es la mía pero que a la vez es con la que me siento cómodo. Esto no sucede con todo. Como todos los animales, estoy dotado por ejemplo para recordar rutas, si voy a un lugar determinado y debo volver después, soy perfectamente capaz de hacerlo sin perderme. Estoy facultado para recordar rostros pero no los nombres que les corresponden y por eso creo que he perdido posibles amigos y hasta posibles amantes. Recuerdo fechas, recuerdo libros, recuerdo autores, nunca llego tarde a mis citas. Recuerdo el nombre de las películas y recuerdo los sentimientos que despertaron en mí cuando las vi por primera vez, hasta recuerdo si las vi en cine o las compré piratas para después verlas en casa, pero a veces no recuerdo nombres de algunos personajes, se me pierden las mejores escenas, el recuerdo de la banda sonora se me borra por completo y hay días en los que despierto sin acordarme de los mejores finales, es insoportable y me ha convertido en una persona de las que ven una y otra vez la misma película. Me pasa también con los viejos amigos, con los besos de mis amantes y con los libros. Ojalá pudiera encontrar un método para conservar el recuerdo intacto de todo aquello que me ha aportado un grano de felicidad pero son precisamente esas cosas las más propensas a desvanecerse porque es en lo más trivial, intrascendente y aparentemente frívolo que encuentro el placer y la alegría.

En los últimos años, me he acostumbrado. Me he conformado por ejemplo con apenas conservar una parte de mis lecturas anotando los párrafos, frases y fragmentos que me han asombrado en una agenda negra que para colmo de la ironía ya está totalmente descuadernada. Antes de tener esta agenda anotaba las frases en pedazos de papel que de una u otra forma extraviaba y entonces venía a ser lo mismo. Ya cuando llegó la agenda a mis manos -un souvenir de Exxon Mobil enviado al ensayo de periodista económico que era- decidí transcribir las anotaciones que aún conservaba en los papeles sueltos. Entre las primeras frases que hay en mi agenda están las que me cautivaron cuando leí “Las mil y una noches”, una edición ilustrada del Circulo de Lectores, traducida por Vicente Blasco Ibáñez, quien no censuró ni un párrafo de las noches de Arabia. Si leo esas primeras frases en mi agenda puedo recordar entonces que con “Las mil y una noches” descubrí las suculencias de la lujuria y la sutileza del amor, también su amargura:

“!El corazón enamorado no disfrutará la alegría del reposo mientras lo posea el amor! ¡El enamorado no tendrá segura su razón mientras viva la belleza en la mujer! Me han preguntado ¿Qué es el amor? Y yo he dicho: ¡El amor es un dulce y sabroso jugo, pero de pasta amarga!”

Pero tuve poca fortuna recopilando los pedazos de papel en los que había quedado registrada mi propia antología de lo mejor de Scheherazada y sólo en mi agenda pueden encontrarse dos frases de este maravilloso libro. Como un mal presagio, la segunda frase anotada no es lasciva, ni recupera las formas femeninas que pueblan el libro sino que describe lo que posiblemente le esté ocurriendo progresivamente a mi memoria:

“!El tiempo y el destino me envejecieron; mi cabeza tiembla y mi cuerpo se viene abajo! ¿Quién es capaz de resistir a la fuerza y a la violencia del tiempo? ¡Hace años me tenía derecho y erguido y andaba hacia el sol! ¡Ahora, caído de aquella altura, mi compañera es la enfermedad y la inmovilidad mi amada!”

Para hablar justamente de las primeras frases registradas en mi agenda en la página que corresponde al 3 de enero, debería hablar entonces de dos escritores que siempre me han inquietado y que me generan un sentimiento parecido a la envidia –debería existir un nombre para estas sensaciones que no se definen del todo y sugieren algunas otras sin afirmarse como si fuesen clones o espectros-. Se trata de Alberto Manguel y Fernando del Paso.

El primero carece de una nacionalidad precisa: nació en Canadá pero desde siempre se movió por el mundo gracias a que su padre era un diplomático de esos que vienen a ser como los marinos errantes de estos tiempos: hombres que no echan raíces en ninguna ciudad y logran asimilar tantos conocimientos, tantas lenguas, tantos mapas urbanos, tantos nombres de avenidas, tantas aventuras en tantas calles del mundo que acumulan algo así como una erudición viajera que los vuelve elocuentes pero tristes y siempre ajenos: adquieren una mundología oscura y melancólica.
Pero Manguel no me causa un sentimiento cercano a la envidia por su dominio del ancho mundo sino por su insuperable fortuna: cuando era un adolescente trabajaba en una librería en Buenos Aires. Una librería que sólo vendía libros en inglés, que vendía muchos libros raros y que era frecuentada por los extraños intelectuales que pululaban en argentina en aquella época; hablo de los años 50. Cierto día de esos años 50 llegó a la librería donde trabajaba Manguel un señor ciego, misterioso y amigable. Era, sino el mejor cliente, por lo menos el que exigía más rarezas. No recuerdo muy bien cuáles fueron las circunstancias en las que sucedieron las cosas pero la verdad es que el joven Manguel terminó convertido en el lector del hombre ciego. Lo visitaba en su casa por las tardes y éste le indicaba cuál libro debía tomar de una manera tan prodigiosa que el hombre ciego, misterioso y amigable recordaba en cuál estantería de la enorme biblioteca se encontraba el volumen solicitado y hasta podía recordar la página en la que estaba lo que quería escuchar. Este trabajo –porque era un trabajo, con todo y salario- hizo del joven Manguel un hombre culto, un escritor, un lector de primera, de esos que dan la impresión de haberlo leído todo y de esos que realmente serán más recordados por los libros que han leído que por los que han escrito. Cuando Manguel confiesa con una modestia engreída que el hombre ciego era Jorge Luis Borges es cuando nace ese sentimiento que se parece a la envidia pero que sin duda alguna no se trata de envidia pura pues me imagino leyendo los libros de Borges y pienso que sería renunciar a la razón y abrazar sin pudor a la locura.

La frase de Manguel anotada en mi agenda corresponde a su libro “Una historia de la lectura”. Recuerdo como un descubrimiento magnifico el pasaje en el que explica cómo en la edad media las personas no solían leer mentalmente. Eran incapaces, y los primeros que lo hicieron, fueron tildados de locos. Pues se les veía embelesados mirando fijamente los libros. ¡Ni siquiera movían los labios! Quizá eran considerados lectores endemoniados. Poseídos por aquello que leían sin parar durante horas, locos sin remedio cuya enfermedad los conducía a un abismo de silencio pues no pronunciaban palabra cuando leían y, sin embargo, leían; pues después lo recordaban todo y alcanzaban la sabiduría.

“Un texto leído y recordado, llega a ser en esa relectura redentora como aquel lago helado en el poema que aprendí hace tiempo: sólido como la tierra firme y capaz de sostener al lector mientras lo cruza y, sin embargo, su existencia sólo es en la mente, y precaria y efímera como si sus letras estuvieran escritas en el agua”.

Este libro de Manguel no alcancé a terminarlo, como tantos otros que no he terminado por distintas razones. Pero lo que leí de él alcanzó a sembrar bastantes dudas en mí y bastantes certezas. Por ejemplo hay una duda que todavía no he podido despejar: ¿De verdad me gusta la lectura por el mero goce o es sólo mi manera de descifrar las costuras de lo escrito para después hacer mis propias réplicas? Cuando leí los primeros libros solamente me gustaban las historias, lo que hacían los personajes, los acontecimientos fantásticos que me aguardaban tras cada página. Pero después -no sé a qué horas, no sé cómo, no estoy seguro de cuál fue el giro- noté que leía sin fijarme tanto en la historia como en la forma en la que estaba escrita. Descubrí el estilo. Descubrí algo que se llama voz propia. Descubrí casi involuntariamente el tono y la estructura. Era un infierno. Porque al descubrir todo aquello, también descubrí que para hacerlo realmente bien –y es que lo peor o lo mejor de esto (aún no lo decido), fue que yo también quería hacerlo, yo también quería escribir- había que tener algo cuya obtención es incierta, azarosa y, la verdad, poco deseable, había que tener demonio. Y aunque suena absurdo, me atormenta no tener ese demonio necesario para escribir bien y al mismo tiempo me atormenta llegar a tenerlo. Porque, siendo sincero, los escritores con demonio, por muy ilustres y talentosos que fueran, no se la pasaban en grande. Hay muchos Kafkas, Dicks y Rimbauds que lo demuestran. Entonces, aunque sigo sin descubrir cuál es la verdadera razón que me empuja a leer cuanto libro seduce mi atención y mi obsesión –porque a veces leer se me convierte en una obsesión-, aunque sigo sin definir si leo porque quiero procurarme placer o porque quiero aprender a escribir, lo sigo haciendo por una certeza que Robertico Bolaño me dijo una de las noches asombrosas en las que he dialogado con él: soy más feliz leyendo que escribiendo. Puntualmente soy más feliz leyendo que escribiendo por las habilidades mágicas que tienen los lectores y que Manguel describe muy bien en la segunda frase que me decidí a consignar en la agenda:

“El rol de los lectores es hacer visible aquello que la escritura sugiere mediante indicios y sombras”.

Pero a veces no es suficiente con leer. A veces uno se llena de valor porque la conciencia se despierta de su modorra constante para proclamar que falta mucho por decir y mucho por escribir y que hay poco tiempo y que hay que escribirlo. Y no tardan en llegar los intentos que con los años son intentos fallidos y menospreciados. Cuentos, ensayos de cuentos, poemas, ideas anotadas en cuadernos, estructuras de novelas, incluso argumentos para películas. Ensayos inacabados de lo que tal vez sea una carrera literaria frustrada que amenaza con volverme en un escritor que no escribe. Ojalá yo pudiera ser como ese otro escritor que me despierta un sentimiento parecido a la envidia pero que no es la envidia.

El libro con el que Fernando del Paso me cautivó tampoco pude terminarlo. Leer Palinuro de México, o al menos su primera parte, también me puso frente a frente con mi idea del futuro: yo, como Palinuro, quería un lugar aparte del mundo para mí y mis posibles Estefanías. Pero al paso de esta ambición aparece una frase de la novela que es la hermana gemela de las zancadillas:

“¡Dios mío, en cuanto se nace, el tiempo se le echa encima a uno, y ya nunca lo deja en paz a ninguna hora del día.”

Y todavía no me aparto del mundo. Ni podría hacerlo. Tengo la sensación que esa atribución sólo me la puede dar si veo de primera mano los asuntos que en mi juicio se convertirán en los asuntos más poéticos del mundo. Fernando del Paso dice en su mejor novela que “La muerte de una mujer hermosa es el asunto más poético del mundo”, y yo digo que es el asunto más escalofriante. Ahí está la prueba de que no es envidia lo que me inspira este escritor mexicano. Sé que es pura admiración, pero, cómo me gustaría llegar a escribir de un tirón frases como esta:

“¿Y de que sirve un mundo único y personal, Palinuro, cuando se supone que hemos nacido para compartir nuestra vida y apacentar juntos nuestros sueños, cuando se supone que estamos aquí no sólo para compartir los caracoles y la cerveza, sino también nuestras risotadas, nuestras guerras de colores, y nuestras filosofías huecas?”

De hecho la escribí. Con ella llené la primera página de la agenda con la cual intento drenar mis lagunas. Pero sigue siendo incómodo ver que mis intentos son derrumbados por el soplo que produce la marcha apresurada del tiempo.