Fragmentos de un beso

Posted: lunes, diciembre 27, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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"¿Sabes? Siempre nos llevamos un pedazo de las cosas, de los lugares, de la gente. Son fragmentos, jirones de seres que se nos quedan incrustados dentro, como esquirlas. Y a veces duele, a veces duele mucho..."
Eduardo Lago. Llámame Brooklin

"La chica tenía novio y religión, una combinación infernal."
Neeli Cherkovski. Hank



Nace una tristeza inefable cuando aquello que debería ser recordado del modo más vívido se desvanece en la memoria y en el tiempo con una facilidad abrumadora. El rostro de las madres muertas se vuelve líquido en la memoria del niño que va madurando, se convierte en una presencia transparente que a veces envía una proyección de su voz o de sus distintos perfumes sin proporcionar un recuerdo concreto, un momento específico, haciendo imposible adivinar si esas palabras o humores pertenecían a la persona que fue en realidad o constituyen nuestro vano esfuerzo de llenar los vacíos. Sí, esas presencias se van llenando de vacíos, como los besos. El tiempo o la muerte tienen parte de la culpa pero con el azar y la espontaneidad también germinan esas lagunas que nos mortifican.

Los besos son portadores de esta gran contradicción. ¿Hay algo que pueda desearse con tanta fiereza como el primer beso de una mujer a la que empezamos a amar? Antes de tan siquiera rozarle una mano pienso en sus labios con una intensidad metódica encaminada a descubrir las rutinas de su versatilidad, es decir, memorizar las formas exactas que corresponden a cada gesto: por ejemplo, ver en ellos, cuando sonríen, a un valiente caballito marino pariendo de su rotunda barriga a un infinito ejército de sonrisas diminutas enfrentadas con inocencia a la voracidad del mar; también, cuando de súbito se contraen en una forma provocadoramente circular, los puedo asociar con planetas que chocan con otros planetas o con burbujas de jabón que ascienden temblorosas en el aire hasta que hacen pum o plop. La esperanza de verlas renacer es embriagadora y de cuando en cuando esos labios me han premiado con nuevas e interminables explosiones. En mis intentos por encontrar palabras que describan el resplandor único de estos labios he llegado a considerar la idea de que en nosotros existen rasgos que delatan nuestros vínculos furtivos con mundos inasibles. Así que, a veces, cuando los labios que deseo besar bailan articulando las palabras de una conversación, por breves momentos cualquier alocución deja de ser audible y se convierten en dos traviesos diablillos que entrechocan sus elásticas piernas para seducir a los dioses y llevarlos a la perdición. En una ocasión creí ver en la piel de estos labios una entramada red de canales, pasillos y corredores que se extendían desde el oriente hasta el occidente de la boca mostrándome la miniatura de una ciudad iluminada por lunas gemelas, bañada por el mar más impetuoso y azotada por huracanes de profundo olor a cardamomo. Así he intentado llevar un catálogo minucioso de sus formas y es agotador, especialmente cuando la imaginación no encuentra más objetos o bestias en el repertorio de ninguna mitología que permitan una nueva asociación. Gran parte de la versatilidad de los labios que deseo besar permanece sin nombre, y me siento como los extranjeros que ignoran el idioma del país que visitan y deben comunicarse por señas, lo que hace más difícil aún mantener fiel en la memoria cualquier imagen de los labios deseados pues su flexibilidad sin antecedentes debe llamarse de otra forma, la suavidad que proyectan debe llamarse de otra forma, el poder que despliegan con cada gesto espontáneo -una risotada, un puchero, una contracción de oprobio, una risita irónica, un encogimiento de ira, un espasmo de placer- debe llamarse de otra forma. Por la espontaneidad y el azar que los gobierna es claro que hay una gran dificultad y por eso el esfuerzo debe ser metódico, calculado, se requiere fortaleza, se requiere perseverancia, se requiere un grado de abstracción que puede rayar en la locura. Se requiere del mismo embeleso que hundió al primo de Berenice en su inconsciencia profanadora. Y cuando se logra reunir todo aquello, cuando el sentido del riesgo nos da la valentía necesaria para saltar al vacío, cuando es insoportable la embriaguez del deseo, cuando esos labios nos llaman con un magnetismo ineludible, es curioso, contradictorio y trágico que el mayor logro se convierta en el agujero que terminará por desinflar nuestra memoria.

Si un primer beso no contiene la garantía del segundo y del tercero y de una cantidad que quisiéramos imaginar infinita, se convertirá en algo más liviano que los sueños porque en el intento de perpetuarlo, de mantener indeleble cada segundo y cada palpitación que nos recorrió mientras duraba, se estará marcando la ruta de todo lo que a continuación olvidaremos: ¿Juguetearon por un momento las lenguas sobre la hilera de los dientes? ¿Hasta qué grado estuvieron húmedas las inmediaciones de nuestras bocas? ¿Por momentos ella replegaba su lengua para que yo pudiera buscarla? ¿Y por qué fui tan cobarde y evité arrojarme al desfiladero de su paladar? ¿Jugamos a mordernos o simplemente fuimos torpes? ¿Fue mi mano la que se escurrió entre las telas de su ropa para acariciar su magnífica espalda? ¿Fue su pierna la que me envolvió como si intentara enseñarme algo acerca del origen del mundo? ¿Por qué temblaban mis manos si tocarla a ella era todo lo que necesitaban? ¿Por qué un calambre recorrió mis piernas si el éxtasis del momento debió mantenerlas blindadas? ¿Existía de verdad algún modo de que a ese grandioso fragmento de eternidad que fue nuestro beso no lo corroyera esta lepra desmemoriada? La escritura es solo un placebo con el que registro las preguntas y la lectura un modo de enfrentar la dureza de las respuestas. Unas cuantas palabras, unidas con genialidad y delirio, pueden ser murallas que nos hacen invencibles o acaso duros, impenetrables. Ahora mismo estoy atrincherado en una frase escrita por Montaigne hace más de cinco siglos: El amor no es más que el deseo furioso de algo que huye de nosotros. Una sola línea que resume una infinita tarea pues el amor será huidizo siempre y si pudiéramos resistir la ceguera implícita en su persecución no habría deseo, no habría furia, no habría nada: sin persecución estaría muerta la literatura.

Ángel exterminador

Posted: domingo, diciembre 19, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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"La premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre".
Michel de Montaigne


Vivo en un edificio de 18 pisos. Cuatro apartamentos por nivel. Dos o tres personas viviendo en cada uno. Es decir que por cada piso son aproximadamente doce personas separadas por paredes de escasos diez centímetros. Todo el mundo, lo he notado, suele dejar abierta la ventana de la cocina, supongo que para secar la ropa y dejar salir el humo que se produce al asar carne, freír papas o hervir huevos. Es un edificio silencioso además. Las fiestas no son ruidosas. En ocasiones se escuchan músicas lejanas, en ocasiones se escuchan murmullos de gente conversando, en una ocasión, mientras dormía, escuché a una mujer llorar y no lo hacía como cuando te rompen el corazón, cuando tu esposo te dice que ha conocido a alguien mejor o cuando las sucesivas frustraciones de la vida corriente necesitan cualquier agujero por donde fugarse, lo hacía como cuando perdemos irremediablemente, lloraba como si ante ella tuviera a la muerte. Creo que fue un domingo. Los domingos tengo problemas para dormir. Me quedo durante horas en la habitación oscura y escucho lo que pasa afuera: las llaves de la pareja de al lado que llega tarde a casa y sobre todo las alarmas de los automóviles estacionados en la calle que suenan constantemente como si tuvieran la facultad de mantener una conversación. Pero el día que escuché ese llanto todo estaba en silencio y entre los sollozos la mujer articulaba algunas palabras. Estoy seguro que estaba sola, por lo tanto hablaba consigo misma o con ese espectro avasallador que en ese momento solo ella podía ver. No entendía lo que decía pero parecía una súplica. Imploraba. Quizá deseaba con todo el corazón que el tiempo transcurriera en sentido inverso para que las cosas fueran distintas, para que las cosas fueran mejores, para ser un poco más feliz. Finalmente todos quisiéramos eso, tener el poder de retroceder en el tiempo y cambiar la historia para ser felices. Esa noche me levanté, me acerqué a la ventana y traté de escuchar lo que decía la mujer que lloraba. Primero intenté adivinar de cuál apartamento provenía el llanto. Imaginaba a la mujer asomada en la ventana pero también la imaginaba de pie en un balcón, mirando alternativamente hacia el edificio del frente y hacia la calle, 70 metros más abajo. ¿Contemplaba la posibilidad de arrojarse? En mi imaginación esta mujer no se lanzaría a una muerte segura sino que se lanzaría a volar o por lo menos flotaría como si estuviera inflada de gases misteriosos con propiedades similares a las del helio. Pero el sonido de este llanto era tan delicado que parecía provenir de todas las direcciones, incluso parecía estar muy cerca, como si procediera de una presencia invisible que siempre se las arregla para estar a mi espalda sin dejarse ver como en esa película de Kim Ki Duk que me gusta tanto. No sabría calcular cuánto tiempo duró la mujer llorando y tampoco podría decir si al terminar de llorar yo volví a mi cama o permanecí de pie junto a la ventana escuchando los ruidos de afuera. Lo más probable es que todo hubiera ocurrido en breves minutos pero en mi recuerdo ese momento es prolongado como la idea que tenemos de un viaje hacia lugares recónditos.

Durante los días siguientes me fijé muy bien en las personas con las que me topaba en el ascensor. Nadie parecía haber estado en presencia de la muerte. Las mujeres jóvenes que vi parecían conformes e incluso gozosas. Y las mujeres más viejas se veían fuertes y resignadas, a gusto con su tarea de pasear al perro, comprar la leche e intercambiar chismes con el portero. Luego dejé de buscar y sumé los acontecimientos de esa noche a la lista de misterios sin resolver de mi edificio.

Otro misterio por resolver es el de un vecino temible con el que me crucé dos o tres veces en el ascensor. Negro, pequeño, cojo. Siempre de anteojos oscuros. Caminaba con un bastón y no respondía cuando le decía buenas noches o buenos días. Me miraba de los pies a la cabeza como pensando por donde debería empezar a despedazarme. Por fortuna no lo volví a ver.

Otro misterio es el de las mariposas. La primera vez que ocurrió fue natural. La segunda vez lo consideré casual y no puedo denominar la tercera vez con algo menor a escalofriante o espantoso. No es por el miedo inexplicable que he albergado desde niño a esas mariposas negras que vuelan desbocadas en la noche; es porque me parece una señal siniestra que de todas las ventanas abiertas que hay en las cocinas de mi edificio justo sea mi ventana la que se esté convirtiendo en el refugio favorito de estos seres monstruosos. Se infiltran en la noche mientras estoy dormido. Lo descubrí una madrugada en la que repentinamente desperté. Sentí sed y quise ir a la cocina. Cuando abrí la puerta del cuarto una sombra más que negra pasó revoloteando en un vaivén aéreo neurótico que sobresaltó mi corazón y le dictó a mi mano la orden de cerrar la puerta con un violento reflejo instantáneo que produjo un ruido que debió perturbar el sueño de muchos. Estaba petrificado pensando en qué hacer. Volver a la cama no era una opción porque ella seguiría allí afuera y tarde o temprano tendría que enfrentarla. Así que tomé un periódico que había estado leyendo esa noche, lo enrollé y salí a concretar mi objetivo de expulsar a esa chapola negra que aleteaba ruidosamente en el espacio aéreo de mi sala. Al abrir de nuevo la puerta no la vi y fui hasta la cocina a encender la luz. Con el resplandor del bombillo de neón ella reaccionó y voló descontroladamente, casi choca con mi cabeza pero supe esquivarla. Empezó a aletear alrededor de la luz y comprendí que debía engañarla para ponerle punto final a su navegación invasora. Primero cerré las puertas de las habitaciones para reducir su campo de acción, abrí la puerta del balcón y puse una lámpara. El plan consistía en encenderla, atraer la mariposa hacia esa luz exterior y cerrar la puerta. Un engaño perfecto que casi fracasa porque al apagar la luz de la cocina y dejar encendida solo la de afuera la mariposa quedó desorientada y tardó demasiado en encontrar la ruta que yo deseaba. Mientras volaba chocando con las paredes, con el suelo, con el televisor, yo la azuzaba con el periódico pero esquivándola al mismo tiempo. Si algún habitante del edificio del frente hubiera visto la escena habría visto a un hombre semidesnudo moviéndose como un lamentable Spiderman o simulando un combate samurái sin ninguna gracia estética. Pero no me importó el qué dirán y finalmente pude sacar a ese monstruo de mi casa.

La segunda vez fue similar el procedimiento solo que yo no dormía sino que veía una película y una chapola negra, gigante, frenética y descontrolada paso justo frente a la pantalla.

La tercera vez era pleno día y emergió de pronto en la cocina, estaba oculta tras la lavadora pero ni siquiera me sometió a la penosa tarea de expulsarla sino que ella misma se salió por donde había entrado. Su presencia fue breve pero igual o más espantosa que las anteriores porque ya no vi en el incidente una jugarreta del azar sino una premonición abominable. Es como si el asedio de la criatura nocturna significara que, pronto, esa presencia inminente ante la que lloraba la mujer de la otra noche se materializará en mi vida con un poder que succionará de mí un murmullo suplicante que se expandirá en todas las direcciones y quizá alguien escuche tras una ventana mientras espera su turno.

La caza de un momento estelar

Posted: viernes, diciembre 10, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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El plano más triste de la historia del cine, según supimos de Godard, es el final de Un verano con Mónika. La mirada fija de esta muchacha cayó sobre los espectadores de aquella época convirtiéndolos en parte de la historia. Los ojos de la joven Harriett Anderson –dirigidos por Bergman- hicieron parte de las semillas que ayudaron a florecer este movimiento cinematográfico que seguirá vigente por los siglos de los siglos, lo cual no dejará de ser un motivo para brindar con una copa que haga perdurar el ardor que estos directores contagian con su obra. 

Lo que dijo Godard no hay forma de refutarlo. Los segundos que dura esa mirada son suficientes para echar abajo cualquier hegemonía. Un momento estelar de la historia del cine que vemos repetido en el último plano de Sin aliento cuando Jean Seberg, haciendo el papel de Patricia Franchini, mira directamente a la cámara después de escuchar las palabras del moribundo Michel Poiccard acusándola de ser asquerosa. Mira a la cámara y enriquece el diálogo que empezó Monika porque además de mirarme directamente a mí se toca los labios varias veces, se acaricia los labios, hace pensar que ni en un millón de años será asquerosa. Es un plano triste también pero uno quiere verlo como otra cosa, considerarlo un mensaje cifrado, hacer un gesto recíproco, devolverle la mirada y que por alguna magia universal Jean Seberg se la lleve como recuerdo. 

Cazar momentos estelares en un Festival de Cine es un asunto fácil. Las peripecias del alter ego de François Truffaut son una estampa indeleble, una invitación a una demencia con la cual uno baila, a solas, frente a un espejo, imitando el experimento de Doinel cuando repite una y mil veces los nombres de sus pasiones y miedos. Me gustaría decir Jean Seberg, Jean Seberg, Jean Seberg hasta que la enunciación de esas dos palabras pierdan sentido; reiterar en un murmuro Pauline, Pauline, Pauline, Pauline, hasta que la proyección de esa niña se convierta en un fantasma permanente rondando en nuestro cuarto; repetir Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, Antoine Doinel, hasta que sea necesario lavarse la locura de la cara, redundar en el propio nombre como un mantra que cambia el horror por la alegría. 

Porque es imposible no atesorar el sentimiento gozoso que burbujea ante las películas de Romer, Godard, Rouch, Truffaut, Malle, Resnais. Es imposible no compartirlos. En el viaje al Festival sobre la Nouvelle Vague estos son los trofeos que me traigo:

El Festival Independiente de Cine Maldito que existió alguna vez y descubrí gracias a todas las cosas que sabe Eduardo Russo.

Esta Frase de André Bazin: “El cine es un velo de Verónica sobre el rostro del sufrimiento humano.”

Aceptar el hecho de que los ladrones roban, los asesinos asesinan y los amantes aman (Sin aliento).

Esta frase en la opera prima de Godard: En la encrucijada de los besos el tiempo pasa demasiado rápido.
Las chicas que se acuestan con todos menos con el único que las ama.

La pregunta por la felicidad en Crónica de un Verano y la respuesta de dos chicas que dicen “sí, porque somos jóvenes y hay sol”.

El hombre que responde “no porque soy viejo”.

La rodilla de Pauline y la boca de Pauline y los ojos de Pauline y todo lo que Pauline tenga contenido en su universo.

Dos grupos de palabras para regalar a cualquier mujer de la nueva ola: bella, brillante y bestial. Alegre, voluble y chiflada.

Pensar en que Méliès fue el primer curador de la cinemateca francesa cuando tenía más de ochenta y pico.

La distinción que se les ve a los dos prestidigitadores que hasta el momento han aparecido en pantalla, el de Besos robados, del director François Truffaut y el del cortometraje El truco de la directora Catalina Arroyave.

Esta frase de cocteau: “Hacer cine es filmar a la muerte trabajando”.

Y la convicción férrea de Godard que consideraba que escribir sobre cine y hacer cine son lo mismo.

Amar lo excepcional

Posted: jueves, diciembre 09, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Las mujeres altas tienen un problema. Atemorizan, intimidan, los hombres se alejan de ellas. Salir con una mujer alta es un acto de valentía, una audacia como pocas. Desde la cumbre de su soledad, ellas podrían hablar a fondo de las distintas clases de abandono. Aunque a hombres menudos como Antoine Doinel les sobran agallas y no se amedrentan ante la diferencia de estatura para tener la dichosa oportunidad de gozar la recompensa generosa que las mujeres altas suelen otorgar en privado. En general, con su actitud saltarina, Antoine Doinel demuestra agallas en cualquier circunstancia. Su fachada es la ingenuidad e inocencia, o más bien son los ingredientes de su carnada infalible. En la gracia de este personaje, en su franqueza, caen atrapadas las hermosas parisinas que se le atraviesan en Besos robados (Baisers volés, 1969).

La película es la tercera en la que Truffaut cuenta las aventuras pantagruélicas de Antoine Doinel, un nombre perfecto para el héroe tragicómico que cada ser humano debería tener como modelo de su vida. En Los 400 golpes ya se había visto su fuga de la adolescencia; luego, en 1962, aparece enamorado por primera vez en Antoine & Colette; y, siete años después, no ha perdido el desinterés con el que camufla su rebeldía. Besos robados abre con Doinel en una celda, vestido de soldado y comprometido a tiempo completo con la deserción. A lo largo de toda la película desertará de empleos, desistirá de amores, perseguirá incansablemente los ideales de belleza, prodigará la misma pasión a sus amores platónicos como a las prostitutas, y saldrá triunfante de cada nueva aventura: es lo más natural en hombres que, como él, son capaces de enviar 19 cartas de amor en una semana o de considerar válida la estretegia de caminar con una postura profesional junto a una mujer gigantesca: en resumen, Antoine Doinel es un hombre que ama lo excepcional hasta las últimas consecuencias. Así lo define la señora Tabard en la escena más envidiable. ¿Quién no desea la suerte de ese hombrecillo envuelto entre sábanas que recibe la visita inesperada de una rubia que proyecta la cadencia de su voz mientras desata su bufanda y suelta los botones de su camisa, exigiendo a su impávido interlocutor que la mire a los ojos?

Esa envidia común y corriente que brota cuando en las películas alguien vive la vida que uno quisiera vivir en este caso se debe al desfile de ángeles eróticos como Christine, que más tarde será la esposa de Doinel, o la mujer sorprendida con su amante en un cuarto de hotel y a quien agradeceremos siempre la falta de pudor con la que exhibe sus pechos erguidos como proyectiles. Además, quién no envidiaría la oportunidad de trabajar en una agencia de detectives. Yo pensaba mucho en que esta película merecería llamarse Los detectives salvajes, es un formidable título para definir a ese grupo de excéntricos cazadores que componen la nómina de la Agencia Blady, entre quienes está, como no, el mismísimo Truffaut cuya aparición me hace llegar a la conjetura de que no estaba simplemente ocupando un lugar del casting sino cumpliendo el anhelo que seguramente nacía en él mientras consumía compulsivamente el cine negro de los años 40: ser un detective de casos irresolubles y amantes esporádicas. Vivir en el peligro.

Las aventuras de Antoine Doinel no se agotan. Después de Besos robados lo veremos en dos películas más: Domicilio conyugal y Amor en fuga. Y hay que prestarle atención, no perderlo de vista así como nadie podría prescindir de las películas de Truffaut cuando de un modo u otro entran en la vida. Con este director excepcional habría que hacer un ejercicio de memorización sin precedentes. Repetir cada palabra de sus guiones e imaginar cómo debió reirse durante sus rodajes. Esta osadía es imposible pero vale la pena hacer un intento, así sea fallido. Por mi parte, quisiera aprender lo que el misterioso perseguidor de Christine le dice en la última escena de la película: 

Señorita. Sé que no le soy del todo desconocido. Hace tiempo que la vengo observando sin que se dé cuenta. Pero ya hace unos días que no intento ocultarme. Y ahora ha llegado el momento. Verá ……. Antes de conocerla a usted, nunca había amado a nadie. Odio lo provisional. Conozco bien la vida. Sé que todos traicionan a todos. Pero lo nuestro será diferente. Seremos un ejemplo. No nos separaremos ni una hora. Yo no trabajo, no tengo obligaciones en la vida. Usted será mi única preocupación. Comprendo … Comprendo que esto es demasiado súbito para que acepte inmediatamente, y que antes desea romper los lazos provisionales …. que la atan a personas provisionales. Yo soy definitivo…” Después de decir esto, me alejaría, abrazado a mi gabardina y miraría de nuevo a Christine para decirle que soy muy feliz.

Festival de verano

Posted: miércoles, diciembre 08, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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La Nueva Ola francesa está premiando al Festival de Cine con un verano espléndido. Inspira tranquilidad. Alegría de la que uno ve en las mujeres de Goddard o en las mujeres de Truffaut o en las mujeres que por esa época tenían la belleza y todos los demás requisitos indispensables para aparecer caminando junto a diablillos descarados como Jean-Paul Belmondo.

Una visión aérea del lugar sería un negocio redondo para quien lo ofreciera. Un cubo de rubik de cuadritos azules a la escala de un trasatlántico con personas hermosas nadando en ellos o recibiendo el sol tendidas a la orilla escuchándose reír unas a otras, recordando chistes o pensando en secreto en las imágenes proyectadas la noche anterior al aire libre como en un autocinema sin autos, sin palomitas de maíz y sin la indiferencia con la que la gente se sienta junto a desconocidos.

 Yo pensaría en La mujer de al lado. La película que pocas noches antes proyectaron en la única sala de cine que sobrevive en el centro. Pensaría en las canchas de tenis, en las mujeres que se arrojan de un cuarto piso porque las deja un amante, en una pareja haciendo el amor en el jardín porque la casa vecina está deshabitada, en los besos impulsivos que suelen robarse en los estacionamientos subterráneos,  en el deseo de aprender los secretos de la navegación a bordo de buques enanos, en los cuentos infantiles bien ilustrados, en los cambios grotescos que han bañado a Gerard Depardieu a lo largo del tiempo (porque en 1981, aun con su nariz reluciente, se veía feroz y atractivo); y nadaría, nadaría como en un juego, arrojando piedritas al agua y sumergiéndome para buscarlas, yendo muy despacio, sosteniendo aire en los pulmones el mayor tiempo posible, entreteniéndome con las luz oscilante que se proyecta en el fondo. Vería la oportunidad para filmar una película sencilla, breve,  rústica y pixelada que contagie el ardor de un festival de verano, una película que den ganas de pertenecer a un ala elegante de la mafia para vivir todo el día así: semidesnudo junto a un charco de agua y matando divinamente el tiempo mientras comienza la próxima película del Festival en curso (no detestaría decir por ejemplo Festival de Cannes, Sundance o Sitges).

Santa Fe de Antioquia también tiene glamour, sobre todo cuando lo pronuncia una boquita extranjera que habla como si sonriera, no cobran ticket de entrada porque las películas son en plena calle y uno puede bailar en el tramo empedrado que separa una proyección de otra, hay un día en que es posible abrir la Caja de Pandora junto a un cementerio, para la noche del viernes ya no es Festival de Cine sino mitin de amigos carnavalescos y en las mañanas puedes oír la conferencia de algún redactor de Cahiers du Cinema o asistir a conversatorios con celebridades que tienen una simpática resaca.  

Los cinco días del Festival conforman un poderoso paréntesis en el tiempo, como en todos los festivales de cine en que surge un deseo latente de congelar el tiempo, como si uno tuviera ese poder y como si vivir eternamente pudiera significar algo sospechosamente cercano a la dicha.

Carretera de invierno

Posted: jueves, diciembre 02, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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A toda velocidad la lluvia parece un mar fragmentado. No hay comparación con la profundidad oceánica. Pero mientras un descenso subacuático puede perforarte el oído, a ras del suelo el desplazamiento por el desolado paisaje corroe lentamente el alma en la soledad, como una yaga semejante a la lepra según dijo alguna vez el afligido Sadeq Hedayat en su Lechuza Ciega. La idea de que el mundo se desmorona sobre nosotros (desnudos, vulnerables) es una constante entre el sueño y la vigilia. Con los ojos abiertos, un territorio anegado succiona la coherencia de las imágenes que voy pensando y se desvanecen las referencias que me podrían permitir asociar lo que veo con fábulas sombrías en las que corre la sangre; al dormir, revivo terrores probables que mantengo dormidos para no exhibir todo el tiempo la verdadera naturaleza que, intuyo, vive paralelamente detrás de mi máscara. Cuando era niño creía posible experimentar en directo el fin de los tiempos. Pero la idea era absurda y mi imaginación dilató la experiencia condenando a los hijos de los hijos de mis hijos. Sin embargo, la idea no deja de ser seductora: ver el mundo caerse a pedazos mientras viajamos por una carretera en la que de todos modos, si no sucede lo primero, probablemente, de algún modo lento y doloroso, moriremos. Mientras viajaba a través de la inundación pensaba en una bella chica que conocí hace pocos años. Era una promesa. Escribía poesía, bailaba melodías orientales y aun vestida se movía como la criatura más desnuda. Cuando murió incinerada en un autobús que transportaba bidones de gasolina a través del desierto me invadió una pesadumbre insoportable que persistió durante meses, idéntica a la que brotó durante este viaje invernal que me recibió justamente regresando de mi primera excursión al fondo del océano donde vi tiburones, calamares con pieles explosivas como auroras boreales, cangrejos monstruosos, rayas, pulpos, camarones y un solitario caballito de mar que se aferraba a una esponja para combatir la poderosa corriente. Verlo fue un premio. Buzos experimentados comentaban que semejante encuentro sucede una vez en la vida y nada más. Algunos han visitado incontables mares sin ver ninguno en diez, quince años. “¡Qué formidable manera de soportar la tortura de estar solo!” Pensaba mientras el autobús avanzaba por la carretera. En más de una ocasión el destartalado vehículo se detuvo intempestivamente, supongo que el conductor oprimía a fondo el freno para eludir una coalición con camiones vueltos invisibles tras la capa de lluvia. Por cierto, el nombre del conductor era Ángel Gabriel… asociada al paisaje apocalíptico, la idea que sugería su nombre era temible.

El repertorio de la infamia

Posted: miércoles, noviembre 24, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“-Adondequiera que vayas, te obligarán a hacer el mal –dijo el anciano-. Esa es la condición básica de la vida, soportar que violen tu identidad. En algún momento toda criatura viviente debe hacerlo. Es la sombra última, el defecto de la creación, la maldición  que se alimenta de toda vida, en todas las regiones del universo.”
Philip K. Dick. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

 


El título original de Ciudad de vida y muerte es Nanjing! Nanjing! como un grito de lamentación profundo que parte desde esa ciudad en la que murieron masacradas 300 mil personas en el no tan remoto año de 1937 y se extiende hacia un horizonte lejano donde la sangre todavía no se seca. Ese grito agudo, ese chillido de presa acorralada, ese canto moribundo es un manifiesto que expresa con una estrategia de pureza y dignidad el dolor universal que la especie humana cargará hasta el fin de los tiempos. Junto al estruendo de cañonazos, disparos de ametralladora, bombas lloviendo sobre las calles, coreografías de fusilamientos, alaridos de mujeres violadas hasta la muerte y llantos silenciosos que le causarían espanto al mismo diablo, ese grito de Nanjing! Nanjing! se impone con el mismo inmenso poder de aquellos otros gritos que contienen la palabra Hiroshima o Auschwitz o Dresde o Mapiripán (el repertorio de la infamia no se agota).


Uno conoce de antemano la historia, la sinopsis dispuesta con días de anticipación en el periódico, los comentarios de críticos conmovidos, los elogios de la prensa más prestigiosa y los sellos de premios ganados en festivales internacionales que auguran una experiencia memorable. Sin embargo, tanto conocimiento supuesto es irrisorio y, lejos de ser memorable, la experiencia es brutal porque de repente se puede descubrir que las pocas cosas que todavía están ocultas bajo el sol están podridas: si alguien recurriera al lugar común del dedo en la llaga para referirse a esta película debería andar con cuidado porque esa úlcera supurante podría arder en su propia espalda y dolerle tanto como si llevara el nombre de Lu Jianxiong, Miss Jiang, Yuriko, Xiaodouzi, Mr. Tang o Kadokawa, personajes entre los que va saltando el punto de vista como si no hallara un lugar para estar cómodo, demorándose apenas lo justo hasta tropezar con nuevos horrores (decenas de soldados enterrados vivos o quemados o decapitados o ejecutados por la espalda, la prostituta que muere dando comodidad a los salvajes, la pequeña niña arrojada por la ventana), trazando entre ellos un vínculo de incomparable tristeza y presenciando en el camino escenas construidas con la delicadeza de un haiku que en dos o a lo sumo tres versos es capaz de contener el significado de la naturaleza, en este caso de una naturaleza que apesta.

Lo único que da esperanza en esta película es su delicada factura. La elección del blanco y negro incita a mirarla con actitud de duelo. La recreación de Nanjing destruida se desborda del cuenco de lo real, inundando un terreno donde lo racional se queda sin asidero y en el que ni siquiera encaja la palabra pesadilla. La banda sonora es un vaivén agobiante de lirismo y estridencia sobre el que se desvanecen las nacionalidades, los idiomas, las convenciones, las absurdas morisquetas que brotan del entendimiento entre humanos. Los planos subjetivos están ahí como epígrafes que todo artista debería usar en su obra, especialmente aquel que nos conduce desde la confusión de un hombre hasta el único disparo que todos agradecen al descerrajarse sobre la cabeza de una bella dama.

Mientras veía Nanjing! Nanjing! pensaba en los hombres reales que protagonizaron esa historia buscando razones para darle mérito a la fábula del infierno y poder verlos a todos retorciéndose en las llamas. Sin embargo, el descubrimiento que hace el joven Kadokawa volvió innecesaria la sed de venganza porque para esos hombres que violan, usurpan y matan vivir es más difícil que morir: el amor no los toca.

La erudición macabra

Posted: sábado, octubre 02, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"El tacto es invariablemente fragmentario: divide las cosas. Un cuerpo conocido a través del tacto no es nunca una entidad; es, si acaso, una suma de fragmentos."
Jan Kott, citado por Sergio Pitol en El mago de Viena. 
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Esta imagen no tiene edad y es todo lo que cualquiera esperaría ver en una película de vampiros, o en una película de fantasmas o en una película donde alguien, durante mucho tiempo, ha guardado un terrible secreto que a pesar de lo terrible o lo nauseabundo o lo abyecto, a pesar de lo oscuro y horripilante que pueda ser ese secreto, es la esencia de su belleza, es lo que justifica su belleza, es lo que redime cualquier acto de corrupción. En el caso de Déjame entrar este secreto es la soledad incurable, también la imposibilidad que termina por separar a casi todos los amantes: por muy unidos e incondicionales que sean ninguno podrá vislumbrar nunca un ápice de la realidad del placer del otro o de la realidad de su dolor. Sin embargo, en esta imagen, por un segundo, Oskar y Eli se convierten en la excepción de esa regla. Recuerdo mucho una frase que leí de Alberto Manguel: “Cualquier acto de amor, aún en su momento de mayor intimidad, es un acto solitario”. En estas palabras yacen escritos innumerables destinos y no son totalizadoras ni rimbombantes ni pretensiosas; solo son el resultado de una mente lúcida y tranquila –regocijada en su propia soledad- que puede hablar de todos los seres humanos con la libertad ganada a costa de infinitas lecturas. Déjame entrar parece escrita con una sencillez similar y en sus imágenes, sin duda, muchos de nosotros podremos ver el reflejo del destino propio.

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Miren bien estos ojos, penetren en ellos tan hondo como puedan y escucharán el silencio que contiene el significado de su mirada: estarán rodeados de un murmullo invernal y aislados de los terrores nocturnos que pudieran agobiarlos: estos ojos son la entrada a una madriguera que los hará inmunes a sus miedos elementales: en ellos no importará el transcurso del tiempo, no importará el estruendo que hacen los huesos cuando pesan sobre ellos los años, podrán enviar al diablo el terror a su vacua mortalidad; dejarse succionar por esos ojos es renunciar a la frivolidad y abrazar un manto tejido con la infinitud añorada de manera unánime por todos los hombres, por los magnánimos y los miserables, los viles y los virtuosos, los crueles y los compasivos: la eternidad. Algo adicional que deben saber es que el silencio de esos ojos también insinúa que el precio de pasar a través de su mirada es el dolor. Pero siempre vale la pena. Todos, en algún momento, hemos pagado el tiquete de entrada a unos ojos similares. Yo por lo menos he gozado de esa eternidad, aunque fugazmente.

3









Oskar, sin duda, pagará el precio. Pero eso no lo veremos y tampoco nos hace falta. Lo que haya comprado para obtener esta sonrisa es invaluable y digno de toda nuestra envidia. Sin embargo, ni si quiera toda nuestra envidia multiplicada por diez alcanza para codiciar  dignamente aquello que a Oskar le produjo este gesto: sin articular una sola palabra logra decirnos que ha encontrado, más allá de toda duda, el lugar secreto donde la pureza permanece guarecida. Esta sonrisa es el reflejo de una experiencia insuperable que no se compara ni siquiera con la de quienes dicen haber visto directamente a los ojos de Dios.

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Me da curiosidad pensar en cómo será mi fantasma. Qué lugares frecuentará. Dónde preferirá aparecerse. Cuáles serán sus costumbres. ¿Terminará apareciéndose en un parque o en un pasillo de alguna de las casas en las que he vivido? ¿Arrastrará cadenas? ¿Será fosforescente, sombrío? ¿Lo verán llevando todos los rasgos que me caracterizan o será una sombra sin rostro, sin nada que haga pensar que es la sombra de alguien que alguna vez fue humano? ¿Lo aplacarán con un exorcismo?  O por el contrario,  ¿será un fantasma implacable y mezquino que encontrará el mayor goce en infundir espanto? Pero hay algo más importante: ¿ese fantasma guardará algún recuerdo de lo que fue mi vida y serán esos recuerdos tan lúgubres como para impedir que mi espíritu transite con fluidez hacia el buen clima del edén o hacia las buenas compañías del infierno? ¿Me convertiré en fantasma a causa de una venganza no consumada o por culpa de un inmenso amor fallido? Oskar parece tener la respuesta a estas preguntas o por lo menos parece estar cerca de encontrarlas: hay una violencia inconmensurable anidada en su parquedad, una erudición macabra inusual para su edad pero apenas lógica para la desolación que debe poblar a sus pocos años, una sed lacónica que veremos saciada sin que necesariamente su drama sugiera algo burdamente cercano a cuatro palabras que parecen intrínsecas a las historias protagonizadas por niños: pérdida de la inocencia. En Déjame entrar nadie pierde la inocencia, ni más faltaba. Algunos personajes secundarios pierden la vida, es cierto, pero de un modo que no deja espacio para el horror típico de las películas de este género. La sangre derramada, la acechanza mortal de un ser de las tinieblas y la fragilidad ingenua de los seres humanos alimentan más bien un horror atípico que produce gozo y todas las emociones que le son cercanas: tierna fruición cuando Eli comparte, desnuda, el lecho de Oskar; éxtasis cuando calma por primera vez su hambre inhumana; embriaguez cuando el uno bebe por fin el beso del otro y euforia durante la catarsis subacuática que nadie –nadie que aprecie la ironía y la creatividad al mismo nivel- dejará de recordar como un momento sublime del cine en una época de franca decadencia.  El reflejo borroso de Oskar tiene la habilidad de volverse déja vu: lo ya vivido, lo ya visto, algo innombrable impreso con dolor en los sentidos, algo que debe ser la carga engorrosa de todos los que vagan como fantasmas sin haber muerto primero. 

Continuará...

Desterrados del inframundo

Posted: sábado, septiembre 04, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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"Reconocemos la fuerza del misterio que nos impide hacer el mal, pero ¿qué hacemos cuando esa fuerza se derrumba y la balanza se inclina hacia el mal? Sabemos que en un platillo de la balanza están el cielo azul, el sentido común y la respiración de nuestros hijos mientras duermen, pero ¿por qué se inclina bruscamente mientras dormimos?"
John Cheever




Si la vida se bifurca en dos caminos y uno de ellos es un viaje, hay que elegir, más allá de toda duda, el viaje. La familia, los amigos, los libros que pacientemente hayan sido acaudalados… nada importa, no importa el amor, ante un viaje siempre hay que dejar todo atrás, no volver la mirada y pensar, es lo preferible, que tampoco se dejó un lugar al cual regresar. Hacer lo contrario sepultaría a cualquiera en el laberinto del “Qué hubiera pasado si…” Un postulado irresoluble sobre el cual simplemente extinguiríamos toda vitalidad. Pero qué hubiera pasado si mi opinión fuera opuesta. Si entre un viaje y un amor incandescente eligiera lo último; si entre la posibilidad de cruzar el mar prefiriera permanecer anclado a la paz de una familia; si en lugar de haber empujado a las antípodas a los viejos amores hubiera urdido estratagemas que los amarraran a mi lado. Qué hubiera pasado, como habría sido, que tal si… Ando atrapado en las calles de un laberinto donde justamente me encuentro esta noche con un personaje que me hace entender o por lo menos me hace creer que se puede entender o que si no se puede tampoco hay que reventarse las venas del cuello tratando. 


Un viernes lluvioso que no embellece la ciudad, más bien se diría que la cubre de espanto. Y en esta casa vacía, de esporádicos ruidos en las ventanas, producidos por la fluctuación de la temperatura en los metales, supongo; o por la colisión fortuita de pájaros ciegos, supongo; abunda la misma desgana que en la mañana me hizo olvidar el ruido del reloj despertador y que dejó desmadejadas las sábanas sobre la cama y los platos estragados en el irrisorio caos de la cocina y la ropa sucia abandonada a su suerte. Faltando una hora para la medianoche, como si a fuerza de batallar con la desgana yo hablara su idioma o ella hablara el mío, escucho su implacable pregunta: ¿Y ahora qué? No lo dice socarronamente ni con ironía, tampoco en esas palabras hay contenida alguna curiosidad. Es su modo de interpelarme, de apocarme con su desafío: tenemos todo  el tiempo por delante pero es tan poco, será tan breve nuestra vida pero las horas pasan tan lento… y esa lentitud hay que poblarla, la desgana  me lo exige cuando llego a casa. Entonces pienso en la película que había visto esa noche y comprendo que no tuve suficiente: Polanski no me sedujo con su escritor fantasma. Yo esperaba una película donde de verdad apareciera el diablo, absoluto y bañado de negrura, pero lo más gris de la película es el clima y cuando alguien sólo habla del clima manifiesta el primer síntoma de la extinción de su elocuencia. 


La condescendencia me haría decir lo siguiente: el misterio de la película es pueril pero la gracia está en los detalles, en ese escritor sin nombre abandonado a la deriva de una intriga internacional, en esa imagen final de un Londres tormentoso, en la fragilidad vista en la escena final cuando el fantasma sale protegiendo su cueva de Alí Babá bajo el brazo y luego… ¡con qué facilidad el viento la desmadeja! Pero la balanza en esta película no tiene equilibrio. 


Porque las imágenes tienen la investidura lúgubre del pandemónium medieval; porque la luz parece un hallazgo intermedio entre las partículas y las hondas, como si poseyera una propiedad viscosa que cubre por igual, a objetos y personas, de un nauseabundo pesimismo; porque uno quisiera que fuera posible tener como telón de fondo de la vida –especialmente cuando ésta se desenvuelve en una ciudad de horror creciente- esa música permanente, punzante y pavorosamente precisa que fluye como la marea de un deshielo y porque el nombre de Polanski es tan grande que hace pensar en un misterio insondable, se da por sentado, se considera una verdad absoluta, que en esta película surgirá de la nada, nos tomará por sorpresa, la figura espectral del mal en su estado más puro, un estado incluso conmovedor, con la belleza asfixiante de las tragedias griegas. Pero la historia que debería hacer contrapeso en el otro lado de la balanza es muy ligera y no permite ni de lejos que obre el milagro que uno espera. Ese milagro es el horror, el placer de sentirse deformado por una emoción oscura, por un influjo corrosivo que bombea desde el corazón de nuestras tinieblas. El mismo influjo que te impulsa a abrazar con los ojos vendados las improbabilidades de un viaje: el ansia de peligro: el deseo íntimo y callado de autodestrucción. Al final, el acertijo nunca tuvo propiedades irresolubles; al final, la verdad es tan insulsa como lo es la verdad de nuestras vidas carnales y esto no se le puede perdonar a ningún arte y menos que se le puede perdonar al cine, nunca al cine de un hombre que ha hecho de su nombre una moderna mitología en la que todos los dioses moran a sus anchas en los confines del inframundo. Pero quizá haya un enigma más hondo ¿Y si este escritor fantasma es solamente un heraldo? ¿El S.O.S. de dioses cansados que piden a gritos la paz de un destierro? 

Otro mundo nos habita

Posted: domingo, agosto 15, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"Los sueños atraviesan muros de piedra, iluminan habitaciones oscuras u oscurecen las luminosas. Y los personajes que en ellos toman parte entran y salen a placer, riéndose de los cerrojos."
Joseph Sheridan Le Fanu 



Hay un modo en el que la nueva –insólita- película de Christopher Nolan puede ser vista como una obra realista. Incluso podría asumir la responsabilidad de tildarla como un intento documental y descriptivo sobre el mundo de los sueños. Una aproximación bastante exacta de todo lo que sucede en la mente cuando el cuerpo se dispone a dormir. Esta exactitud debe agradecerse a las posibilidades técnicas, a los efectos especiales y a la imaginación de un director que se empeña en no decepcionar a su audiencia, la cual, a lo largo de varios años, le rinde culto a la manera en que, por ejemplo, un ciego admirador de Borges subordina ante la figura del escritor sus demás referencias literarias y estímulos intelectuales. (El símil no es gratuito, pues Nolan es un apóstol moderno del cine fantástico. Así como Borges durante toda su vida se esforzó por reivindicar el territorio más fabuloso de la literatura, elaborándose para sí una erudición que según palabras de George Steiner también era una clase de fantasía, Nolan reivindica con sus películas –con la extrañeza de Following, el laberíntico argumento de Memento, la ciencia tenebrosa que subyace tras The Prestige, las violentas personalidades que deambulan en sus dos entregas de Batman  y ahora, en Inception, con la confirmación de que el tiempo es voluble y terriblemente implacable- una parcela en la que el cine se infiltra allende los linderos que mantienen la distancia entre fábula y realidad).

El realismo de Inception reside en la precisión con la que Nolan aborda el tema de los sueños. Por enrevesado que sea el argumento no es difícil comprender las operaciones que permiten la expansión infinita del tiempo o la maleabilidad de las estructuras. No tiene nada de extraño que el edificio en el que te encuentras empiece a dar vueltas como si lo hubieran arrojado a una ruleta, que un ascensor descienda desde un sótano hasta una playa o que, cuando vayas a dormir, la persona más amada sobre la faz de la tierra se transforme en tu infalible némesis. Sueñas y puedes ser inmortal, puedes volar, puedes realizar las más increíbles hazañas, consumar los más indecibles deseos, revisitar los recuerdos perdidos, recuperar el tiempo desperdiciado, vencer la condena de la ancianidad y amar con ímpetu a un amor imposible. ¿No es común a todos nosotros vivir de vez en cuando días en que la vida real se hace insípida sólo por el hecho de que segundos antes de despertar habíamos alcanzado la plenitud más anhelada? ¿No son inusualmente exquisitos aquellos días en que la realidad nos protege de esos oscuros temores que se habían materializado durante la noche en una espantosa pesadilla? Hace poco experimenté la gracia del primer ejemplo: un sueño me permitió besar y abrazar un anhelo; al despertar, la primera sensación fue de pérdida, la segunda de infelicidad y a partir de la tercera, la sensación se generalizó en una displicencia con respecto al mundo real que me recibía, incapaz de igualarse con el otro mundo que me habita. 

Justamente por lo anterior veo muy real la historia que nos quiere contar Nolan y es gratificante constatar que el cine la hizo factible. Con Inception, Nolan proclama un hecho que lo diferencia de otros directores: desconoce límites en su arte. 

Me gusta pensar en la idea embrionaria de esta historia. La persona que me acompañó a ver la película ideó una expresión -bella como ella misma- para este tipo de epifanías creativas: fogonazo de clarividencia. El momento en que nació la idea de la película debió ser justamente eso: un fogonazo, una primera imagen, la sombra de un personaje, quizá un esbozo súbito sobre la noción de eternidad que le propinó a Nolan unas cuantas noches en vela, obsesionado con darle forma a esa idea, buscando imágenes en el repertorio de su imaginación que permitieran hacer tangible lo que hasta el momento sólo él había visto en el interior de su mente. El constructo resultante es magnífico: personajes que se convierten en polizones de los sueños de otros personajes que a su vez están secuestrados en sueños de otros personajes. Así, la realidad onírica de Inception se presenta como una sucesión de capas, cada una de las cuáles tiene sus propias leyes físicas, gravitacionales y temporales: el transcurso de mil vidas puede comprimirse en milésimas de segundo y viceversa: esta clase de jugarretas son las que hacen que las venas y los nervios del público –por lo menos en mí lo consiguieron- se conviertan en ríos de sangre efervescente e impulsos eléctricos sin freno. Pocas películas* hacen que el cerebro trabaje a ese ritmo, inyectando endorfinas, adrenalina y quién sabe qué clase de alucinantes químicos al cuerpo. Por otro lado, algunos detalles superficiales refuerzan este efecto: la música constante y estupenda que acentúa la intensidad de las secuencias; los disparos, las explosiones, la violencia; y lo más importante de todo: la aparición dosificada de una bellísima diosa: Marion Cotillard. Pueden relacionar la película de Nolan con Matrix o con cualquier otro adefesio –por ejemplo con ese lamentable filme en el que actuó Jeniffer López hace algunos años y que también hurgaba en la mente humana- pero no la despojarán nunca de la autenticidad con la que plantea un acertijo que redunda en el arte y es común a autores como Philip K. Dick o el mismo Borges: la incertidumbre de la realidad, la fragilidad del ser humano cuando enfrenta la tarea imposible de diferenciar qué es lo real o cuáles elementos -sean personajes, escenarios o recuerdos- escapan del ámbito palpable de la existencia. 

*¡Bendito seas Stanley Kubrick! ¡Bendito seas Mister Hitchcock!

Esperando a los bárbaros

Posted: jueves, julio 29, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“Nuestras noches ya no vibran de terror o de éxtasis; sin embargo vivimos, pasamos por la vida sin alegría y sin misterio, el tiempo nos parece breve.”
Michel Houellebecq. La posibilidad de una isla

Tomo esta imagen de Henri Rousseau, la despojo de todo color, la cubro con un cielo relampagueante y la envuelvo en ruidos estruendosos de criaturas (animales, insectos, incluso espectros) que ululan, rugen, aúllan, chillan, vociferan y croan ocultas en la espesura y lo que obtengo es una réplica exacta del espíritu umbroso de la película Independencia. Son almas gemelas estas dos obras de arte, de eso estoy seguro. Una es espejo de la otra y probablemente al director Raya Martin ni se le cruzó por la cabeza esta pintura de 1910, aunque el marco temporal de ambas es tan cercano, así como son parientes los miedos que se intuyen todo el tiempo tras el impenetrable telón de árboles y maleza.

También las une el desconcierto progresivo que ambas despiertan. A lo largo de años he vuelto a El Sueño de Rousseau repetidas veces. No intento descifrar su mensaje, entender su técnica, descubrir los motivos del artista o comprender, en fin, la esencia de los personajes en relación con los colores que les dan forma, simplemente hay una fascinación impresa a fuego en la memoria, un encanto que gotea con mesura sobre mis gustos y obsesiones. Ese encanto que permite asociar libros con pinturas, pinturas con canciones, canciones con poemas, poemas con películas, películas con pinturas, y todo aquello con asuntos tan inabarcables como la vida, el terror, la alegría, el amor, la crueldad, el erotismo, las mujeres, el mar, los sueños, el sexo, la muerte.

El encanto que genera Independencia no llega por gotas sino a raudales. Será porque el director virtuosamente compone el argumento con un violento vaivén de dicotomías que luchan por anularse. Lo mítico intentando sobrevivir a lo histórico, lo terrenal maquillado en lo divino, lo salvaje en pugna con lo artificial y lo humano guareciéndose en los límites de cada confrontación para burlar las infalibles amenazas de lo bárbaro.

Este embrujo que reconozco en Independencia está basado en una incertidumbre profunda: si desconociéramos la historia por un momento, ignorando que a principios del siglo XX los norteamericanos se apropiaban de cualquier reducto de dignidad en Filipinas y olvidando además los remanentes que quedaban de la colonización española, esos personajes que aparecen sin nombre, casi sin pasado y sin un porvenir claro son tan extraños como cualquier anomalía evolutiva que hubiera sobrevivido durante milenios en alguna inhóspita caverna. Pero la rareza de esos personajes, del hijo, de la madre, de la extraña, de un nuevo hijo que llega, gira hacia la familiaridad rápidamente: ellos y nosotros, despojados del contacto con el mundo -ellos en la selva, nosotros en la sala de cine- compartimos dos cosas: primero, un punto de vista cuyo principal filtro son las sombras y segundo, una precognición perdurable de amenazas secretas. Y estas concepciones tan difusas son moldeadas visualmente en el contraste de la luz y la oscuridad, en la artificialidad de un escenario supuestamente virgen, en la quietud de una cámara que en cada escena pareciera esperar apenas el movimiento del aire, en actuaciones solemnes que debieron beber de la ingenuidad de un pueblo o de su rabia, en las miniaturas de ironía con las que el guión revela la magnitud de una tragedia: no son posibles las fugas a perpetuidad y los sueños pueden ser el lastre que terminará por arrastrarnos hasta el fondo de un pozo.

El final: seguimos perdidos en la jungla, apabullados por la orquesta estridente de la naturaleza, asediados por truenos, relámpagos y una lluvia que cae a dentelladas. Al padre con sus atavíos de caza se le va nublando la vista; a la madre que de repente en la tormenta se sintió sola la intercepta un insólito fantasma; al pequeño hijo, abandonado a su suerte por el azar de la muerte, lo encuentran los bárbaros, lo que deja solo una escapatoria: arrojarse sin duda en el vacío y escuchar en la caída la verdadera música de los ángeles.

Peripecias de la amargura

Posted: domingo, junio 13, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“Hay una cantidad infinita de esperanza pero no es para nosotros.”
Franz Kafka

Había pospuesto sin razón el momento de ver esta película. Estuvo arrumada en la estantería durante meses. El almacén donde la compré ya no existe. Me mudé de casa. Estuvo guardada en una caja un par de semanas y fue a parar al suelo de mi habitación donde establecí un orden preliminar a mis cosas. Siempre pensaba: “Llegaré a casa y veré por fin La Strada”. Y en ese pensamiento todo era mágico y alegre, Fellini desnudaba su cine ante mí y yo memorizaba con facilidad los nombres de los personajes, de los lugares, de los actores y todo lo que decían. Sin embargo, otras cosas se interponían y no me era posible comprobar si mi imaginación era precisa. 


El día que vi por segunda vez 8 ½ (entendiendo o por lo menos creyendo entender lo que pretendía decir la película) estuve emocionado porque ese cine me había contagiado una especie de lucidez embriagadora, la tristeza contenida en esas imágenes tenía la cualidad de iluminar el pozo de la cabeza y salí de la sala de cine deseando quemar mis ojos con los relámpagos de una pantalla sobre la que se proyectan las miradas, los gestos, el vagabundeo, el transcurrir azaroso de estos hijos del mediterráneo nativos en el cine de ese monstruo italiano llamado Federico. En el autobús, mirando las calles de una ciudad prematuramente muerta, veía mis manos en la acción de introducir La Strada en el reproductor y me desdoblaba para ver mi cuerpo arrellanado en un mueble, tan quieto como si se estuviera ocultando de un perseguidor o de algún peligro. Pero ese día tampoco vi La Strada. Si hubiera sabido lo que ahora sé, después de verla, a lo mejor la hubiera pospuesto un poco más. A lo mejor habría vuelto a mi rutina de preferir ante cualquier opción un cine más frívolo. Ese cine que a veces nos salva la vida los domingos, cuando cambiamos las explosiones y los desgarramientos que suceden por dentro, por las explosiones y los desgarramientos típicos de películas donde aparece Bruce Willis o donde hay un fantasma infernal que invade los sueños. 


Vi La Strada y quedé contagiado de algo, al igual que cuando vi  8 ½. Pero esta vez no era la emoción y la alegría del cine. Esta vez era su amargura, tan profunda y tan espinosa. Me aprendí los nombres de los personajes, aprendí los nombres de los actores. El de Zampano era muy fácil porque Anthony Queen es toda una leyenda. El de Gelsomina no lo era tanto pero era más hermoso. Su nombre es Giulietta Masina, todo un mantra de erotismo y, por las imágenes impresas en la caja de la película, un géiser de gracia y jocosidad. 


Esto es lo que supe después de ver la película: la gracia compartía la mitad de esa mujer con algo cercano a la oscuridad, algo  como el delirio, la locura, la muerte o el peor de los olvidos. Porque esa carretera (que Gelsomina recorre con el bárbaro Zampano, ansiando conocer lo bello que hay en el misterio del mundo, llevando su destartalado circo ambulante a cuestas, presentando un acto maltrecho que no produce ni risa ni miedo ni repulsión -solamente una lástima superficial que termina por congelarse a medida que el acto se hace cada vez más repetitivo.) actúa sobre Gelsomina como una planta carnívora que pacientemente digiere a una mosca. Y uno piensa al principio que Zampano es el cómplice de la carnicería, pero él también yace clavado a los colmillos de esa carretera que parece infinita, que promete la mejor fortuna a expensas de velocidad, placer y estimulante peligro para disfrazar el abismo que hay al final. Este abismo, Zampano lo encuentra cuando han pasado años y la soledad es más irrevocable. Gelsomina se ha perdido de vista, en la última imagen que Fellini deja de ella, está dormida en una construcción ruinosa al lado de la carretera, una imagen repleta de vileza y de abandono en la que quise quedarme para hacerle un poco de contrapeso a la desgracia, pero Zampano me arrastró con él en su silenciosa huída. Parecía que en él no había culpa, parecía que su codicia lo hacía inmune al sufrimiento, parecía que la fuerza que le permitía romper cadenas con una pequeña aspiración de aire también le daba el poder para evadir el dolor, incluso para evadir el amor, pero esa apariencia también era engañosa porque un día, ya viejo, tendría que mirar atrás sobre un camino con infinitos fantasmas entonando al  unísono una canción con nombre propio: Gelsomina, otra forma definitiva de llamar a la muerte. Esta canción es el combustible que arrastra finalmente al ebrio Zampano a una playa sobre la que llora toda la amargura atesorada durante los años fatales de su insignificante vida. En esta imagen también quise quedarme a vivir pero Fellini es muy sabio y decidió empujarme para que le hiciera compañía a Zampano en su ineludible caída. El abismo, que en La Strada es el mar apareado con la negra noche, no vaciló para abrirnos las piernas.   



Sangre de héroes

Posted: miércoles, mayo 26, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Si había de llegar el día en que verdaderos superhéroes aparecieran en pantalla no hay que esperarlo más. Olvidemos por favor a Spiderman y al ridículo Superman introduzcámosle un gran supositorio de kriptonita; arrojemos al cesto de basura a Daredevil y dejémosle la compañía de una granada de fragmentación; repartamos en los extremos del país –para cualquier país aplica- las extremidades del Batman de Schumacher como hacían en la antigüedad para sentar un precedente de sangre y tripas; atemos a los Cuatro Fantásticos de cualquier bomba destinada al lejano oriente y contratemos a un musulmán suicida para que le haga una visita al Capitán América. Participemos por favor de la masacre que Kick Ass junto a sus cómplices oficiaron contra lo que era conocido hasta el momento como la estirpe de los superhéroes, aunque deberemos respetar la integridad del Batman logrado por Nolan y la Gatúbela que vive en el mundo de Tim Burton, de resto, sintámonos con la licencia de arrojarlos a todos a leones hambrientos como si fueran triviales cristianos porque las figuras de Kick Ass y Hit Girl y Bid Daddy y Red Mist alcanzan para que los habitantes del mundo geek y sus recientes colonizadores se den un festín interminable.


Uno miraba el tráiler de la película y se hacía a una idea totalmente errónea: no, Kick Ass no es una parodia ni de Watchmen ni de los X-Men, más que satirizar ese imaginario lo ironiza con elegancia y truculencia, con tanta truculencia… no alcanzan a imaginar: puede que haya más muertes que en Terminator, más muertes que en Viernes 13, incluso puede que en esta película haya más muertes que en una de esas noches en que los muertos deciden dar un paseo por las calles de una ciudad llena de suculenta carne. Y eso que también es una película de adolescentes, pero de adolescentes cuyas hormonas y frustraciones y ambiciones y complejos los arrastran hacia ese lado oscuro de la vida en el que los puños duelen, los dientes se parten, la piel se quema con el fuego, los puñales atraviesan la pared abdominal como si rasgaran una servilleta  y los conductores huyen disparados después de atropellar un saco de huesos enfundado en el ridículo traje que más tarde se convertirá en el símbolo de la valentía, aunque su propietario tenga tanta valentía como un hereje ante la hoguera. Un lado oscuro en el que hay mafia y drogas, en el que hay traiciones y supervillanos con amplio presupuesto, un lado oscuro al que todos deberíamos asistir porque de cualquier modo, con algo de suerte, es humanamente probable quedarse con la tía más guapa y por si fuera poco aprender a volar en artilugios costosos equipados con sutiles metralletas.


Y Kick Ass guarda muchas sorpresas. La primera es que Nicolas Cage aparece disparándole en el pecho a una niña, en un paraje solitario, con el mismo sadismo con que se lo vio atragantándose de cuanta bebida etílica encontraba en Leaving Las Vegas y la misma violencia que brillaba en sus ojos cuando actuó a órdenes de Herzog en el remake de Bad Lieutenant. Otra sorpresa es que la niña abaleada no muere y es mucho más sádica que su padre, Nicolas Cage, o lo que es lo mismo, Big Daddy, un superhéroe que viene siendo el vástago de una orgía en la que participaron Batman, el teniente John McClane y aquel hombrecito descarriado en el que vimos convertirse a Michael Douglas en “Un día de furia”. Y ¿de dónde nace alguien de una orgía con tanta testosterona? Precisamente de la Furia, esa es la madre de Big Daddy y la única madre posible para Hit Girl, la mejor sorpresa de esta película. Recuerden a Uma Thurman en el primer volumen de Kill Bill. Recuérdenla un momento, quítenle por lo menos 30 años de encima, 70 centímetros de estatura y cámbienle la espada por diversas armas semiautomáticas, algunas granadas, un par de navajas de mariposa y tendrán a Hit Girl, una pesadilla mayor que aquella que fulminó en una noche a los 88 locos. Hasta las batallas coreográficas de Zhang Yimou pasan a un segundo plano cuando se tiene el gusto de observar las secuencias en que esta máquina de matar preadolescente ejecuta su venganza, tan imparable como las voraces peloticas alienígenas de Criters.    


Con todo el gusto del mundo podría seguir hablando de Hit Girl y no sólo por sus acrobacias sangrientas. También por una belleza que veo encubarse para, en unos años, causar más espasmos que los que aún ocasiona Natalie Portman. Su nombre también tiene el lúbrico influjo de nombres como Marion Cotillard, Mónica Bellucci o Mae West. Por fortuna es sólo cuestión de años el poder pensar en Chloe Moretz y no sentir que se comete un crimen de pederastia.




El día más triste

Posted: domingo, abril 25, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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“Un revelador vacío, una tristeza de la saciedad sigue a todos los deseos satisfechos (Goethe y Proust son los despiadados exploradores de esta accidia). El célebre abatimiento post coitum, el anhelo del cigarrillo después del orgasmo, son precisamente las cosas que miden el vacío que existe entre la expectativa y la sustancia, entre la imagen fabulosa y el suceso empírico. El eros humano es pariente cercano de una tristeza hasta la muerte”.
George Steiner. Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento

Tratando de recordar cuál ha sido el día más triste de mi vida me pierdo. No soy capaz de elegir porque hasta el momento todavía ningún día ha sido marcado por una melancolía indestructible (unzerstörliche Melancholie*).

Soy muy joven, pienso. Aún no ha ocurrido, pienso. Está por venir, pienso.

Tratando de imaginar cuál será el día más triste de mi vida doy con tardes y noches y mañanas en que la muerte es una línea invariable de hechos inmunes a la mala memoria. Me atemorizan esas tardes y noches y mañanas que están por venir. Me atemorizan los domingos futuros. Veo en sucesivos pantallazos a Ian Curtis colgando en su cocina, a David Foster Wallace también colgando del cuello, veo a Hemingway oprimiendo el gatillo con el dedo gordo del pie, a Virginia Woolf entregándose a las aguas, a Alfonsina en su último gesto submarino, veo la cabeza de Silvia encajando con perfección en el horno de gas, veo el delirium tremens con el que ultratumba reclamó a su dios, Edgar Allan Poe; veo los reveses mentales de Phillip K. Dick y las múltiples dimensiones que lo consumieron; veo a Walser como un fardo que se desploma en la nieve y al desahuciado Bolaño intentando expresar en el último suspiro la eternidad y el amor por sus hijos al mismo tiempo. Veo todo aquello como un álbum que se abre por voluntad propia justo en el día más triste de las personas que me han dado los días más felices y se me ocurre pensar que ese día tan triste que me espera en el futuro -así como probablemente en el futuro también espere mi asesino- será de un modo simultáneo insoportable y exquisito, como un pinchazo intravenoso que en vez de contener heroína o anestesia, contiene bocas lúbricas y diminutas cuyas dentelladas carcomen y dan sosiego.

Y aunque es tan difícil imaginar el día más triste, las cosas se facilitan cuando conocemos las noticas que envían otros exploradores. No dejo por ejemplo de repetir la frase de un poema bukowskiano en el que Chinaski tiene una tristeza tan grande que es capaz de escucharla en su reloj. Emulando esa experiencia extrasensorial afino mis oídos para adivinar dónde podría escucharse mi tristeza. No tengo reloj y a veces me sorprende que la respuesta “no tengo tiempo” sea tan recurrente y trivial. En esa frase sí que se escucha mi tristeza pero nada más, no la escucho en ningún otro artilugio de los que me rodean que, viéndolo bien, son pocos. Hago el experimento  de encender la aspiradora con la que aseo mis libros hasta que la batería se agota y solo reconozco dolor o éxtasis en ese aullido mecánico, pero no tristeza. Incluso escribiendo trato de percibir los chasquidos del teclado como un balbuceo primigenio de la tristeza pero mientras van apareciendo las líneas de los caracteres asocio el chasquido a celosías parpadeantes que me dejan asomar al origen del placer y surge entonces un fluido vertiginoso distinto a lo que estaba buscando.    

En los silencios de mi madre he escuchado algunas veces la tristeza y me aterra tanto… y tengo la corazonada de que escucharé su repugnante grito en las canciones de mi padre, cuando él ya no pueda cantar.

Me parece que es importante prepararse para el día más triste. Ir levantando un cerco de defensas morales. Tener un escudo que soporte el aliento corrosivo del día más triste. Un blindaje protector que por lo menos nos haga permanecer de una sola pieza.
Me pregunto qué pasaría si el día más triste fuera congruente en todas las personas. Que, así como un día soleado puede bañar al unísono las calles de una ciudad, el día más triste tuviera esa propiedad colectiva e incluso estuviera definido con antelación en el calendario. ¿Contaríamos ansiosos los días como hacen los niños que esperan la Navidad o evitaríamos con cualquier medio posible acercarnos tan siquiera a la víspera? Entre un disparo, una cuerda, un salto al vacío o un coctel de sedantes ¿cuál será la mejor manera de recibir ese día?

Ya he visto a mi amigo en ese día. Y a mis amantes les he propinado acercamientos.

He estado pensando en el día más triste durante las últimas tres semanas y ayer que volví a ver La cinta blanca –telúrica- me sentí en una excursión trepidante hacia ese abismo.  A decir verdad, el día entero hizo parte de esa excursión. Mientras me reponía del encuentro magnético que tuve con un vacío semejante al mío vi la representación gráfica más cercana que se ha podido crear de una supernova y aprendí que en el fondo de algunos lagos, a lo largo del mundo, existen sofisticadas trampas para atrapar neutrinos, partículas subatómicas que durante mucho tiempo no habían dado prueba de su existencia, como Dios. Entonces fue que al ver de nuevo La cinta blanca –brutal- la consideré una prueba digna de la existencia de un dios que justamente se manifiesta dividido en partículas, acumulándose como el moho o la nieve que derriba techos. Esta película -sus personajes, sus niños, su blanco y negro, sus lágrimas, sus atrocidades, su infinito misterio, sus ilimitados recursos de tortura, su belleza infantil, su tenebrosa apariencia, su enigma- es como un mensaje enviado desde ese día gris que aguarda en el futuro. Haneke y su obra maestra ofician como oráculo y presagio, espiando entre sombras una vida aldeana arcaica que empieza a sustentarse en la maldad y la sospecha.  Si Haneke elige mostrar el día más triste de sus personajes, si le imprime al narrador una voz gemela de la angustia, si permite que abandonemos la sala de cine un poco más oscuros de espíritu, si Haneke nos deja al final suspendidos entre la duda y la desazón no es por martirizarnos, es simplemente porque quiere denunciar los inagotables modos en que la tristeza –la tragedia- puede chuparnos la vida.

Coda: No creo que el escudo con el que supuestamente me defenderé de la corrosión de la tristeza esté blindado contra esta película, La cinta blanca es infalible cuando de abatir defensas morales se trata.

*Término usado por Steiner en el que reconozco un inquietante poder