Carretera de invierno

Posted: jueves, diciembre 02, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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A toda velocidad la lluvia parece un mar fragmentado. No hay comparación con la profundidad oceánica. Pero mientras un descenso subacuático puede perforarte el oído, a ras del suelo el desplazamiento por el desolado paisaje corroe lentamente el alma en la soledad, como una yaga semejante a la lepra según dijo alguna vez el afligido Sadeq Hedayat en su Lechuza Ciega. La idea de que el mundo se desmorona sobre nosotros (desnudos, vulnerables) es una constante entre el sueño y la vigilia. Con los ojos abiertos, un territorio anegado succiona la coherencia de las imágenes que voy pensando y se desvanecen las referencias que me podrían permitir asociar lo que veo con fábulas sombrías en las que corre la sangre; al dormir, revivo terrores probables que mantengo dormidos para no exhibir todo el tiempo la verdadera naturaleza que, intuyo, vive paralelamente detrás de mi máscara. Cuando era niño creía posible experimentar en directo el fin de los tiempos. Pero la idea era absurda y mi imaginación dilató la experiencia condenando a los hijos de los hijos de mis hijos. Sin embargo, la idea no deja de ser seductora: ver el mundo caerse a pedazos mientras viajamos por una carretera en la que de todos modos, si no sucede lo primero, probablemente, de algún modo lento y doloroso, moriremos. Mientras viajaba a través de la inundación pensaba en una bella chica que conocí hace pocos años. Era una promesa. Escribía poesía, bailaba melodías orientales y aun vestida se movía como la criatura más desnuda. Cuando murió incinerada en un autobús que transportaba bidones de gasolina a través del desierto me invadió una pesadumbre insoportable que persistió durante meses, idéntica a la que brotó durante este viaje invernal que me recibió justamente regresando de mi primera excursión al fondo del océano donde vi tiburones, calamares con pieles explosivas como auroras boreales, cangrejos monstruosos, rayas, pulpos, camarones y un solitario caballito de mar que se aferraba a una esponja para combatir la poderosa corriente. Verlo fue un premio. Buzos experimentados comentaban que semejante encuentro sucede una vez en la vida y nada más. Algunos han visitado incontables mares sin ver ninguno en diez, quince años. “¡Qué formidable manera de soportar la tortura de estar solo!” Pensaba mientras el autobús avanzaba por la carretera. En más de una ocasión el destartalado vehículo se detuvo intempestivamente, supongo que el conductor oprimía a fondo el freno para eludir una coalición con camiones vueltos invisibles tras la capa de lluvia. Por cierto, el nombre del conductor era Ángel Gabriel… asociada al paisaje apocalíptico, la idea que sugería su nombre era temible.

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