100 tequilas consecutivos

Posted: martes, noviembre 20, 2007 by Godeloz in
2

(Joy Division vuelve de ultratumba y reta a She Wants Revenge)



Dicen de este grupo que es una pésima copia de Joy Division. ¿Cómo podría? Primero, falta la infinita angustia que Ian Curtis se llevó a la tumba colgándose en la cocina de su pequeña casa de Manchester, mientras los tremendos decibeles de “The Iditot” de Iggy Pop competían con la banda sonora que Werner Herzog había escogido para su película Stroszeck.

Y también falta el apuro de las guitarras, el ocultismo del sintetizador, la batería pagana y el acento profundamente gótico de las gargantas de Salford, en cuyas calles y bares, más de una vez, Curtis retorció las extremidades presa de su danza epiléptica y encantadora.

She Wants Revenge, definitivamente, es otra cosa. Sí, hay en el conjunto de su música frenetismo, un llamado a la enfermedad, se intuyen las deudas: new wave, post-punk, tecno, industrial… y resucitan nombres que quisieramos ver reunidos en el escenario de algún festival orgiástico del underground: Bauhaus, Ministry, New Order, Depeche Mode, David Bowie el básico, Lou Reed el joven.


El primer trabajo discográfico de She Wants Revenge causó un revuelo similar al que produce una catástrofe climática. Los melómanos se estaban congelando porque a sus oídos sólo llegaba más de lo mismo y de pronto una vuelta inesperada los puso frente grupos de la talla de TV on the radio, Yeah yeah yeahs, Le Tigre, Blonde Redhead, Interpol y She Wants Revenge, que barrió como el Katrina pero dejó, tras el lanzamiento de su segundo trabajo, escombros y polvo.

Uno escucha un trabajo completo de Joy División y siempre hay sorpresas. Cada ritmo es la bestia de un zoológico donde no se repiten las especies, cada tonada es un aullido de apareamiento o de batalla y cada palabra tiene el poder de proyectar la presencia en carne viva de Ian Curtis, Bernard Summer, Peter Hook y Stephen Morris tocando en destartalados escenarios y siendo captados por lentes mal enfocados que les otorgaron una inmortalidad borrosa.

En cambio, las sorpresas que She Wants Revenge reserva a su público logran ovaciones pero se deslizan fácilmente a las lagunas de la memoria. Canciones como "Red Flags And Long Nights" tienen la fuerza de ganar adeptos, pero otras como “Someone Must Get Hurt” hacen que esos adeptos consideren la traición sin remordimiento. En la primera, hay sonidos innovadores (con la guitarra no vendría mal un poco de LSD y la batería, definitivamente, provoca el antojo de 100 tequilas consecutivos), y sin embargo, cuando el trabajo ya va por la décima canción la resaca ya ha instalado su señorío porque los sonidos electrónicos se vuelven monótonos y la sensación es de sobredosis.

De cualquier forma, She Wants Revenge no carece de méritos. Empezando por el nombre, que tiene belleza y deja muchas preguntas. Así como el nombre del cuarteto de Manchester también dejaba muchas preguntas (¿Qué pasó con esas mujeres que hacían parte de las brigadas que durante la Segunda Guerra Mundial recorrieron los campamentos de soldados buscando la raza perfecta?) y tenía una belleza que inspiró el punk de los 70 y sigue provocando cambios en la música, algo que ni siquiera la muerte del atormentado líder ha podido disolver.

Otro crepúsculo de los dioses

Posted: jueves, octubre 04, 2007 by Godeloz in
0

(Banda sonora de Cat Power -Moonshiner-)



El sentimiento que provocan en mí los mimos ronda la repulsión, pero algunos han sabido vencer mi resistencia. Lo hizo Penélope Cruz en su papel de mimo mimetizado, emparamado, triste y perturbado por la mirada de un transeúnte mutante en “Abre los ojos”; lo hizo el mimo gordiflón, extravagante y surrealista que aparece en el popurrí de cortos “Paris, Je T’aime” y también lo hicieron esos mimos del celuloide que durante más de un siglo han hecho reventar de risa a quienes los buscan en los cine clubes subterráneos: Chaplin por encima de Lloyd y el cara de palo Keaton por encima de mil clones de Chaplin.

A los hechiceros, científicos y exploradores de los delirios de prestidigitador que Méliès llevó a la pantalla grande también los considero exentos de esa especie de repulsión que me provocan esos prototipos de cómicos que son como el punto muerto que hay entre un zombi y un payaso.

Y también, como no, excluyo de mi lista negra de personajes odiados –donde figuran los cuenteros, los poetas con currículum vitae, los locutores de radio y los mochileros sudamericanos que recorren el continente a pie fascinando a las mujeres y tirándoselas sólo por el hecho de tener acento exótico, barba descuidada y pelo cochino (mochileros ¡Go home!)- a Marcel Marceau, el mimo legendario que murió el 22 de septiembre.

Nunca lo vi en una de sus actuaciones. Tampoco quise. La indumentaria que utilizaba y la cara escurrida en mil pliegues pintados de blanco espectral me recordaban a los personajes de Querel, la película de Fassbinder donde todos son marinos, locos, violentos y homosexuales. Pero me los recordaba como una visión del futuro donde la decadencia de los años se vuelve grandilocuente como ocurre con las mansiones que nadie habita. Al Marcel Marceau pintarrajeado lo veo como a la diva de Sunset Bulevar, o a esa otra diva envejecida de Tenesse Williams, Blanche Dubois, que también seducía pero tras una máscara de sombras: un glamour que se descascara y muestra una piel de herrumbre.

Pero hay otro Marcel Marceau que no participaba de ese crepúsculo de dioses y a ese sí lo vi en persona. Es curioso: fue en una sala de cine y viendo las obras completas de Méliès.

Marceau se sentó a mi lado, tenía un atuendo mediterráneo y una estatura lunática –encorvado pero de un modo que nada tenía que ver con la gravedad-, aunque no lo noté de inmediato. Toda mi atención estaba en las imágenes del “Viaje a la luna” y en la música del pianista que tocaba en vivo, improvisando las notas al ritmo esquizo que imponía la acción de los personajes. Era mágico porque ese pianista era el bisnieto del cineasta. Viajaba con su madre por todo el mundo buscando los films perdidos de Méliès y proyectándolos hasta en aldeas y caseríos. La nieta –no recuerdo su nombre- había contado esta historia antes de empezar la función. Hablaba un español perfecto, almibarado por el acento francés: las erres repercutiendo en las demás consonantes y las vocales pronunciadas como si llevaran tildes extrañas.

A mi lado, Marceau estaba tan abstraído como yo. De vez en cuando, en los silencios que había entre las películas, hacía comentarios a la mujer que estaba a su lado izquierdo. Yo, en el lado derecho, escuchaba sólo un murmullo. Todavía no sabía de quien se trataba, pero ya empezaba a notar la increíble fascinación que le estaba produciendo la maratón cinematográfica de la que éramos testigos. Los ojos le brillaban y los dientes también lanzaban destellos en la sala oscura. La función duró más de dos horas y cuando las luces se encendieron, el pianista se detuvo y los aplausos colmaron el auditorio, vi al viejo que estaba junto a mí, aplaudir con la euforia propia de los bárbaros. En ese momento lo reconocí. La mujer que estaba a su lado le dijo algo en francés, él asintió y empezaron a esquivar a la demás gente para salir del auditorio. Insisto: su atuendo mediterráneo y su figura encorvada lo hacían parecer un inmigrante selenita. Al día siguiente Marcel Marceau estaría en un teatro de la ciudad ofreciendo una presentación exclusiva. Sé de mucha gente que invirtió todos sus ahorros para ir a verlo maquillado, actuando desde un silencio cómico, postizo y antagonista del silencio introspectivo en el que yo lo vi actuar en aquella sala de cine.

Marcel Marceau se llevó todos sus silencios consigo y su tumba ahora hace parte del vecindario donde descansan los ilustres restos de Wilde, Balzac, Nerval, Proust, Morrison y los huesos extraterrestres de Méliès.

¿Sabrá mamá lo que es un falo?

Posted: jueves, julio 26, 2007 by Godeloz in
2

(Notas jurásicas a partir de un viaje a Villa de Leyva)



Cuando le mostré a mamá el cronosaurio de Villa de Leyva, ella dijo no saber lo que era un fósil. No le expliqué el proceso mediante el cual el mineral reemplaza al hueso a lo largo de miles de años porque francamente yo tampoco entiendo como puede llegar a pasar semejante cosa. Solamente le dije que era el esqueleto de un reptil marino que se la pasaba nadando en el jurásico hace 180 millones de años.

“Porque, mami, Villa de Leyva era un mar hace 180 millones de años”, le dije sin tener muy en cuenta que me estaba metiendo en la grande. Mientras mamá hacía sus cálculos y trataba de adivinar cuál era la cabeza y cual la cola de ese animal prehistórico que yo le mostraba en el computador, fue diciendo con la certeza sagrada que siempre han tenido sus palabras: “¿180 millones? Oiga, si apenas estamos en el 2007”. Tengo que reconocer que con esa frase pronunciada al amparo de su mucha sabiduría, me sembró una duda tremenda. Dejó en tela de juicio todos los años que antecedieron la llegada de su amadísimo señor Jesucristo – que en paz descanse-, y de paso puso a rodar un flashback que me llevó por todos los acontecimientos insólitos que sólo pueden ocurrir en la cabeza de una madre y que auguraba gritando con el rasgo de una desbocada furia: “Grosero con la mamá, se lo va a tragar la tierra”, “Llorarás lágrimas de sangre”, “Cuidaito con esa mano que se le queda levantada”. Hasta ese momento había dejado pasar de largo el mundo de misterio y fábula en el que viven nuestras mamis. Bueno, García Márquez se inventó su realismo mágico gracias a la loca de su abuela y quien sabe cuántos más le han pegado al gordo plagiando el fabulario de sus progenitoras, pero esa no es excusa para que no se hable una vez más de ello.

Para las mamás no sólo existe un Dios en el cielo y un Satanás debajo de la tierra sino que la mano peluda puede dejarte sin cobija por la noche, la tierra puede abrirse para aplastar a los niños malcriados y los árboles de naranja pueden crecer en tu estómago si te tragas las semillas. Con esa mitología cualquiera escribe un best-seller. ¡Y tanto que se esfuerzan algunos artistas buscando temas para sus cuadros, películas o libros! Bastaría con que echaran leña al fuego hablando con sus mamás y dejaran que expliquen las cosas sin hacerlas caer en la cuenta de sus absurdas y fantásticas conclusiones. Lástima que ellas no puedan llevarse el crédito de sus obras. ¿A quién no le gustaría saber el nombre de la mamá que atinó a decir por vez primera que los niños llegan engarzados en el pico de una cigüeña en lugar de explicar paso a paso las complejidades del apareamiento? ¿De cuál boca de cuál madre salió la sentencia que arruinó muchos noviazgos al hacer creer que dar un beso es correr el riesgo de quedarse pegado y que andar cogidos de la mano equivale a preñar a la novia? A mí por lo menos sí me gustaría saber el nombre de la primera mamá que resucitó un pollo metiéndolo en una olla y pegándole golpes. Si se les diera la oportunidad, estoy seguro que idearían la forma casera de revivir a un dinosaurio. Es irónico que sea tan complicado explicarles ciertas cosas. No quiero imaginar lo que hubiera dicho o preguntado mi madre de mostrarle fotos del observatorio Muisca de tótem con forma de falos. ¿Sabrá mamá lo que es un falo? Si casi no me cree cuando le dije que en Villa de Leyva estaban filmando El Zorro y que por eso las fachadas de las casas coloniales tenían esos colores turbios y descascarados cuando deberían ser blancas como el Espíritu Santo. Aunque en eso yo también me armo un embrollo. ¿Cómo es posible pretender que un pueblo del altiplano cundiboyacense se parezca a la seca California y además hacer que el héroe enmascarado lo encarne Christian Meyer, un peruano que tiene nombre de sicópata del cine, muy a la altura del Michael Mayers de Halloween o del Jason Voorhees de Viernes 13?

Crónicas de pequeños desastres

Posted: lunes, abril 02, 2007 by Godeloz in
3


Esto es estar en un relato de John Cheever: vas en el tren de la mañana que te lleva desde tu imperio suburbano de falsa calma hacia la ciudad donde los sueños están rotos. Nada se mueve y hay silencio y en el periódico los desastres de la tierra son tan lejanos que parecen un cuento de hadas siniestras pero ilusorias. Pero la vibración interna del relato te dice que el tren va a descarrilarse y que toda belleza perece sin remedio. Lo que no sabes es cuándo, si de ida o de vuelta. Lo importante es que te das cuenta, adviertes el punto exacto en el que el equilibrio se rompe: de pronto a la vida se le cae la mampostería y sólo se reponen los tocados por la suerte. ¿Y quienes tienen esa suerte? Los honestos, los brillantes, los que pueden amar, es decir pocos, realmente muy pocos, lo que implica a muchos que van a incinerarse.

Leer un libro de John Cheever en español es casi una rareza. No abundan en las librerías, no hace parte de los más vendidos y es un clásico norteamericano opacado por figuras con más brillo. Hay que decirlo: Cheever es un autor secreto, exquisito, apreciado por aquellos que tienen buena puntería a la hora de cazar trofeos para los anaqueles de sus bibliotecas. A mis manos llegó el primero de sus libros gracias a un amigo que ha sobrevivido a varios descarrilamientos. Le dije una tarde: “necesito leer algo que me ponga el mundo al revés”. Y él, con un gesto de burla que sólo quería decir “te entiendo”, respondió: “Busca a Cheever, ‘La Geometría del Amor’, está disponible, nadie lo presta”. Lo leí en pocos días, cada uno de sus cuentos, mi mundo no volvió a ser igual. Después, trabajando como redactor de noticias económicas en un periódico venido a menos, desempolvé del centro de documentación una selección de sus primeros cuentos. Fue maravilloso encontrar una historia como “Saratoga”, donde un par de jugadores son reunidos por el azar y se convierten en amantes sólo para hacer despacio una cosa: perder y perderse. Todavía conservo esta edición en mi biblioteca sin remordimiento de haberla hurtado.
Y seguí buscando libros del buen Cheever. Sabía de sus novelas (de las cuáles no he leído ninguna hasta el momento) y era consciente de que había un centenar de cuentos más por leer. En la mejor biblioteca de esta ciudad hallé otra antología titulada “El Nadador”, ese cuento inquietante en el que te ahogas y sales salpicado, con tu estómago repleto de fríos cócteles para que no te afecte demasiado ese asunto de no comprender del todo el transcurso del tiempo.

Para que ninguna historia se me olvidara, o al menos para que no se perdieran de mí sus esencias, leí este libro tres veces, cada uno de sus cuentos: creo que soñé algunas noches con “El ángel del puente” y estuve profundamente conmovido por las aventuras del pobre “Brigadier y la viuda del golf”. Empecé a anhelar un peregrinaje europeo como el que hizo “Una mujer sin país” y espero también, desde entonces, un romance tranquilo en una casa junto al mar. Después de dudarlo mucho devolví el libro a la biblioteca (nunca podría quedarme con un libro de esta biblioteca insomne). Hasta aquí, por un tiempo, llegó mi historia con Cheever. Otras lecturas llegaron a mis manos: Schwob, Fante, Bolaño, navegué un buen tiempo en “Los Miserables” (un viaje que sigue inconcluso), volví a historias ferroviarias con Juan José Arreola, Philip K. Dick me acompañó en un paseo por la esquizofrenia, Ribeyro me hizo recordar lo importante que sería hundir a Europa para hundirse con ella, y en el Diario de Lecturas de Manguel me volví a encontrar con Cheever, en esta ocasión con algunos fragmentos de sus diarios. El hombre escribió cada maldito día de su vida. Imagino sus diarios como una colección de volúmenes superior a la enciclopedia británica, con la ventaja adicional e insuperable de estar escritos a la luz de un permanente delirio etílico.

Cheever es uno de mis escritores favoritos: nació en 1912, tres años después que John Fante, ocho antes que Charles Bukowski, Hemingway tenía apenas trece años y cuando Kerouac salía desnudo del vientre de su madre, él ya contaba con una década de andares. Fue una de las voces más poderosas de esta generación de la decadencia, criada en los extramuros, en la escasez y en la infelicidad. Murió en 1982, yo estaba por cumplir mi primer año de vida. Empecé a leerlo cuando tenía 20. Iba en el tren, estaba sereno, y apareció Cheever a decirme: “Hey, hombre, disfruta el viaje todo lo que puedas y reza por que el maquinista acelere la marcha, para que más adelante sólo encuentres rayos de luz que se posan en los hombros de las mujeres, pruebes la felicidad por un minuto y no te duela mucho cuando el vagón de vueltas y se desmantele”.

Hace un año, este vagón empezó a girar por primera vez y fue como un azar que en días previos alguien me obsequiara una edición de 1972 con 49 de sus cuentos. En la contraportada aparece una foto de Cheever, un hombre con medio siglo de vida que sonríe. Las páginas están amarillas. La letra es pequeña, difícil de leer. Huele a polvo y siempre que intento leerlo me aborda la sensación de estar creando oscuridad. Por más luz que haya en la habitación se cansan mis ojos y las líneas se confunden y no avanzo. Pero es un libro hermoso porque cuando fue editado Cheever estaba vivo y más de 30 años después llegó a mis manos. Ahora, celebro una nueva aparición de sus cuentos. La editorial Emecé publicó dos tomos con sus mejores relatos y otra vez me importó un comino saber que este tren en el que vamos va a estrellarse, y le agradezco a Cheever la valentía, así como le agradezco a otros escritores que me enseñaron ser cobarde, así como le agradezco a todos el único aprendizaje que sirve para algo: saber descubrir como ninguno el cuerpo de una mujer, al menos mientras se presenta uno de esos pequeños desastres que te dicen: “la vida vale mierda porque la soledad pierde muchas batallas pero siempre gana la guerra”.

Nada más miren los títulos de los cuentos para que se antojen y corran a buscar a Cheever, algunos de ellos me han hecho llorar:

Tomo 1

-Adiós, hermano mío
-Un día cualquiera
-La monstruosa radio
-Oh, ciudad de sueños rotos
-Los Hartley
-La historia de Sutton Place
-Granjero de verano
-Canción de amor no correspondido
-La olla repleta de oro
-Clancy en la torre de Babel
-La Navidad es triste para los pobres
-Tiempo de divorcio
-La casta Clarissa
-La cura
-El superintendente
-Los chicos
-Las amarguras de la ginebra
-¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza!
-El día que el cerdo se cayó al pozo
-El tren de las cinco cuarenta y ocho
-Sólo una vez más
-El ladrón de Shady Hill
-El autobús a St. James
-El gusano en la manzana
-La bella lingua
-Los Wryson
-El marido rural
-La duquesa

Tomo 2
-El camión de mudanzas escarlata
-Simplemente dime quién fue
-Brimmer
-La edad de oro
-La cómoda
-La profesora de música
-Una mujer sin país
-La muerte de Justina
-Clementina
-Un muchacho en Roma
-Miscelánea de personajes que no aparecerán
-La quimera
-Las casas junto al mar
-El ángel del puente
-El brigadier y la viuda del golf
-Una visión del mundo
-Reunión
-Una culta mujer norteamericana
-Metamorfosis
-Mene, Mene, Tekel, Upharsin
-Montraldo
-El océano
-Marito in cittá
-La geometría del amor
-El nadador
-El mundo de las manzanas
-Otra historia
-Percy
-La cuarta alarma
-Artemis, el honrado cavador de pozos
-Tres cuentos
-Las joyas de los cabot

Por último: sigo trastocado por las imágenes que adornan esta hermosa edición: una libélula, una jaula abierta con un pájaro que al parecer no quiere salir y sólo canta, y una maleta de viaje. También por la imagen de su novela Falconer: un ángel caído. Veo esas imágenes mientras este vagón en el que voy sigue dando vueltas y me hiere con sus esquirlas. Sonrío.

El cómic como una de las bellas artes

Posted: sábado, marzo 17, 2007 by Godeloz in
9


Emparentado con el cine, la pintura y la literatura, el cómic ha estado presente en la historia de las bellas artes por más de cien años.


Con superpoderes o sin ellos, los personajes de los cómics o historietas batallan a brazo partido para ganarse un lugar en la historia. Y muchos de ellos sí que lo han logrado.
Llega a la mente el rostro de Mafalda arrugado por el asco a la sopa, o la cabellera siempre despelucada de Calvin, al lado de su inseparable y feroz amigo de felpa, Hobbes. Y retrocediendo más en la línea temporal de las Cómic-strip o tiras cómicas, se recuerdan los nombres de Águila Solitaria, El Santo, Kaliman o Condorito.
Personajes tan sencillos como increíbles protagonizan estas aventuras místicas, ridículas o peligrosas, que durante todo el siglo XX y parte del XIX se vienen imprimiendo en páginas de periódicos o cuadernillos coleccionables que llegan a convertirse en verdaderas reliquias para los más aficionados.
Nada de extraño tiene que detrás de los cómics haya toda una comunidad que los lee y estudia con tanto rigor como divertimento. Al tiempo que se dilapida el tiempo libre, aumenta una erudición tan respetable como la del científico. Porque no es sencillo hacer el seguimiento de una historia que cumple ya más de un siglo.

Puro amarillismo

La fecunda proliferación de las tiras cómicas se la debemos sin duda a dos magnates norteamericanos que se dieron la pelea a finales del siglo XIX y principios del XX, Pulitzer y Hearst.
El emblema de esta encarnizada lucha de poderes fue un pequeño niño lampiño y orejón del bajo fondo norteamericano. Yellow Kid o El Chico Amarillo, es considerado como el primer cómic de la historia; apareció por primera vez en las páginas del New York World en 1893. Este periódico, propiedad de Joseph Pulitzer, fue el primer medio impreso en incursionar con las tiras cómicas y al mismo tiempo, uno de los primeros periódicos en incluir color en sus páginas. Gracias al Chico Amarillo, el diario se vendió como pan caliente y al periodismo escandaloso empezó a llamársele amarillismo.
Dibujado por Richard F. Outcault, Yellow Kid marca el inicio de la historia de los cómics que no tardaron en aparecer en otros medios. El mismo Outcault fue uno de los precursores más importantes. Para 1897 otro periódico ya poseía la patria potestad de una de sus creaciones, Búster Brown, que contrario a lo que hacía Yellow Kid, reflejaba la clase alta norteamericana.
Por su parte, el archimagnate de los medios de comunicación, William R. Hearst hizo lo propio introduciendo, además de noticias mentirosas, tiras cómicas en sus diarios sensacionalistas

Las bellas artes

Sin temor a exagerar o mentir, puede asegurarse que los cómics hacen parte de las bellas artes. El sustrato narrativo es obvio, proviene de la literatura y en especial de novelas como Los Miserables, que se editaban por capítulos en publicaciones de difusión masiva. Y aunque la esencia gráfica puede rastrearse hasta las pinturas rupestres de la prehistoria o los jeroglíficos egipcios, su antecedente más directo, según los estudiosos, son publicaciones educativas que circularon en Francia a principios del siglo XIX. Llamadas Aucas o Aleluyas, estos grabados representaban breves historias para niños con textos explicativos en la parte inferior de la página.
Pero la evolución de las tiras cómicas también está emparentada con el desarrollo del periodismo y la aparición del cine.
Los caricaturistas y dibujantes se han valido de ellas para hacer una parodia de la realidad, o para crear mundos paralelos en los cuales las injusticias sociales son combatidas por enmascarados alienígenas de habilidades sobrehumanas. De la mano de sus personajes, y éstos de la mano de sus creadores, se han ganado un lugar en la lista de los inmortales.
Mafalda, Batman, Olafo, Charlie Brown, Superman, son nombres tan reconocidos como Quino, Kane, Browne, Schulz, Siegel y Shuster, sus respectivos creadores.
Hoy, es evidente el desarrollo que han alcanzado los cómics. Cada país, cada región, cada continente, en fin, cada cultura, tiene su propia historia y su propio estilo en lo que al cómic se refiere. Aunque con elementos comunes que hacen universal esta forma del arte. Las historias llegan ahora en volúmenes de lujo de papel laminado y policromo. Las viñetas ya no son uniformes, monótonas, planas; al contrario, cada vez son más arriesgados los ángulos desde los cuales el dibujante expone su punto de vista; y conforme crece la camada de ilustradores, narradores y caricaturistas aparecen nuevas formas de expresar el erotismo, la burla, la acción, el drama, la tragedia y el humor que están contenidos en esa Caja de Pandora que es el ser humano.

El deporte rey por el arte supremo

Posted: miércoles, marzo 07, 2007 by Godeloz in
0


El minuto cero de cualquier contienda futbolística es como la página en blanco que precede al primer capítulo de una obra literaria. Se sabe de ante mano que al darle vuelta aparecerán personajes fatales o cómicos, tristes o vengativos, generosos o desquiciados…


La primera frase de un libro es tan importante como el pitazo inicial de un clásico del fútbol. Si el inicio es bueno, el hincha o el lector no perderán detalle de lo que sucede en el terreno de juego o en el campo de batalla. En esos lugares se cocinan, ante nuestros ojos, todas las pasiones humanas. Porque así como a Otello lo destrozaban los celos, a un portero abatido mil veces por los goles lo carcome la angustia de ver que su equipo no descuenta el marcador.


La venganza estalla en los empates desde los doce pasos, el amor se desnuda en la alegría del jugador que le dedica el primer tanto a una mujer y la envidia anega los rostros del aficionado que está cansado de ver a su equipo del alma sufrir una derrota cada domingo.


Sí, un partido de fútbol es una novela con 22 personajes principales (los jugadores), un villano imbatible (el árbitro) y miles de personajes secundarios (los hinchas) que en momentos inesperados se convierten en los héroes de la historia. Como ese hincha impúdico de Europa que aprovecha los encuentros de balompié para saltar a la grama y perseguir a los jugadores como Dios lo trajo al mundo.


Y este hecho no ha pasado desapercibido para los maestros de la pluma.
La lista de escritores que han dedicado sus obras al deporte rey es tan grande como la de los astros que han hecho historia en cada estadio que pisan.


Juan Villoro, el escritor mexicano que estuvo hace poco en Colombia, recuerda algunos en su ensayo “Los once de la tribu”. Habla del Beckett que poca atención le prestaba a “los desastres de la tierra” para escrutar con sus ojos de pájaro la tabla de goleo. Camus también aparece en el texto. Lo que no queda claro es si lo hace con su uniforme de portero o envuelto, con el rostro ya descompuesto por el desasosiego, en una gabardina de invierno. Y Oscar Wilde irrumpe con la frase que usaba para rechazarlo: “El fútbol es un deporte muy apropiado para niñas rudas, pero no para jóvenes delicados”.


A lo largo de este ensayo y de muchas crónicas y de algunos cuentos, Villoro convierte la pasión del fútbol y el amor por la literatura en una sola cosa. Dos fuerzas que compiten en el corazón del hombre, anulándose y también complementándose. Para él, no es tan importante haber ganado el Premio Herralde de Novela como lo fue estar de cuerpo presente en el Mundial de Italia 90.
Y como este escritor mexicano, otros autores no han podido desligar de su vida intelectual, personal y creativa el fútbol y las palabras.


Puede ser que los argentinos lleven la delantera. En este país de escritores geniales e hinchas furibundos han nacido obras que amalgaman fútbol y literatura y seguramente pasaran a los anales de la historia como las más grandes.


Uno de los escritores vivos que más demuestra esta afición por el balón y por las letras es Fontanarrosa. Ha escrito cuentos, crónicas, ensayos y novelas con el fútbol y sus protagonistas como tema central. Su novela, “El área 18”, muestra al fútbol como una metáfora más afortunada de la guerra, en la cual los habitantes de un país llamado Congodia, juegan fútbol en lugar de librar infinitas carnicerías para dirimir las diferencias.


Osvaldo Soriano, Julio Cortázar y hasta Jorge Luis Borges, por mencionar a los más conocidos, igualmente gastaron tinta para hablar, aunque fuera un poco, del deporte mundial.


Y si salimos de Argentina para hablar de los latinoamericanos, o mejor, para hablar del resto del mundo, nos encontramos con nombres como el de Eduardo Galeano, Mempo Gardinelli, Julio Ramón Ribeyro, Daniel Samper, Roberto Arlt, Javier Marías, Peter Handke, Ryszard Kapucinski y muchos otros que escapan de esta pesquisa… Autores que en algún momento de sus vidas se han ocupado de transcribir al papel lo que sienten por el fútbol en lo más hondo de su corazón.


Y aunque está demostrado que hay más escritores locos por el fútbol que jugadores delirantes por la literatura, poco importa este hecho cuando se acerca el pitazo final. En ese momento, vale más un gol marcado en el último minuto que todas las páginas escritas de la historia.

Poética incendiaria del Colombian Dream

Posted: martes, marzo 06, 2007 by Godeloz in
11


Literal y figuradamente, “El Colombian Dream”, de Felipe Aljure, tira a la basura a todo el cine colombiano; o mejor dicho, lo lanza a una llamarada. Al menos al cine colombiano que se ha intentado hacer en los últimos años, con escasas excepciones que salen libradas pero con quemaduras de menor grado por haber querido hacer lo mismo quedándose en algún tramo del camino: o la candelada no tenía suficiente fuerza para deshacerse de toneladas de desperdicio o la luz que ardía era apenas un punto brillante al final de un túnel largo, tedioso y demasiado oscuro.


En cambio, “El Colombian Dream” sí que es un punto luminoso, y además multidimensional. Porque tiene tantos lados como un poliedro que se puede comer o guardar en el bolsillo. Puede mirarse desde ángulos de diferentes matices: el cinematográfico, el literario, el poético, el moral, el humorístico, el cínico, el sádico, el masoquista, el altruista, el optimista, por supuesto el pesimista, e incluso, puede mirarse desde el ángulo de un misántropo que de un momento a otro empieza a confiar (no a querer, que es bien distinto) en la raza humana, o en la raza, tan pintoresca a los ojos del mundo -¿cuál no?-, colombiana.


Desde el principio, y este es el temor que asalta a cualquier espectador que se arriesga a pagar una boleta para una película nacional, “El Colombian Dream” dice, o más bien grita: “¡ey!, yo no soy una película con argumento de telenovela”. Y lo grita con la luz, con la música y con la voz del narrador que definitivamente es conmovedora. Pero hay que advertir desde ya que en esta película no hay lágrimas. Al contrario, hay de esas muecas que suelta alguien que no sabe si reírse de un chiste o reírse de sí mismo o reírse de su vecino.


Porque “El Colombian Dream” es como las películas norteamericanas que sacan a relucir la gran estafa que es el mundialmente famoso sueño americano: a partir de un elenco coral de personajes disímiles, auténticos y descabellados le quita la máscara a la pantomima de la realidad.


La diferencia de Aljure, digamos que con Todd Solondz (Happiness), Gus Van Sant (Elefant, Last days) o Paul Thomas Anderson (Magnolia), es que tuvo la fortuna y también la mala suerte de haber nacido en un país donde, sin lugar a dudas, los sueños son bien distintos aunque parezcan iguales: la gente sueña con amor y con felicidad, aunque ésta no exista y aquel sea imposible, y entre el no existir y la imposibilidad, entonces la gente mejor sueña con algo que da sensaciones muy parecidas: el dinero. Aquí es donde está la diferencia del sueño americano y el apenas descubierto colombian dream. Cuando Solondz, Van Sant o Anderson le quitan la máscara a la realidad, el rostro que resulta raya entre lo horroroso y lo grotesco. En cambio la realidad que queda semidesnuda con el gesto incendiario de Aljure no tiene nada de horripilante y sí mucho de esclarecedora: en Colombia las personas se queman tratando de alcanzar sus sueños, pero si no terminan muertos, presos, solos o varados en una carretera, son capaces de renacer entre sus propias cenizas que para la gran población es su propia mierda.


En el caso del sueño americano es preferible volver a poner la máscara en su sitio y olvidar de golpe el olor que se había levantado. En nuestro caso es preferible seguir respirando el hedor porque al final, sin remedio, la realidad es capaz de tejerse otro rostro de fantasía.
¡Vaya enseñanza la que ha dejado esta película! Y eso que también es una película sobre drogas, traquetos, putas, pervertidos, asesinos y poetas.


Su ventaja, sobre todas aquellas que ha hecho arder (excluyendo a unas cuantas, sólo unas cuantas, que sí merecen viajar por el país en la maleta del Ministerio de Cultura), es la valentía. Por un lado, explora y explota, como toda obra cinematográfica debe hacerlo, todo lo que puede hacerse con una cámara y una película: está llena de luz y de sombras, aprovecha los colores y las texturas, juega con los sonidos y la música (una banda sonora inigualable) también cuenta la historia, hace malabares con los puntos de vista y trastoca con el movimiento. Esto es una cachetada para los cientos de Dagos García que se forman a la sombra de las lamentables productoras que creen que hacer cine es lo mismo que hacer televisión.


Por otro lado, otra cachetada que arroja “El Colombian Dream” cae en la cara de los que no creían en el cine colombiano y en la de aquellos que, sabrá Dios o el Sagrado Corazón por qué, creían demasiado. En ambos casos sólo queda una cosa por decir: “¡Cómo pega de rico este man!”.

El pie que quería ser manzana

Posted: by Godeloz in
4




Para los realizadores de Medellín y otras ciudades del país, el Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia es una oportunidad para sacar a la luz sus trabajos, uno de los más llamativos en el 2005 muestra las obsesiones del realizador por el tiempo que transcurre y el que permanece.


Jacobo Cardona es Antropólogo de la Universidad de Antioquia, ese es el título oficial pero él sabe moverse con más pericia en terrenos donde la oficialidad es una promesa del purgatorio. Alrededor de su vida ha tejido una especie de mitología clásica que incluye desde incestos hasta viajes fantásticos por el sur de América.


De la vida prefiere unas cuantas buenas películas, unos cuantos buenos libros, unas cuantas buenas canciones, hacer pocas (pero incisivas) anotaciones en el diario y ladrar algunos comentarios misántropos pero humanistas. Escribe con la energía de un adicto a las anfetas pero en sus obras aún nadie se ha fijado, ni en su volumen de cuentos “Las pistolas de John Wayne” donde niños vietnamitas bailan como Elvis para crear remolinos de arroz, ni en su colección de poemas “La esquiva sombra del Colióptero” que muchos jurados han leído sin percatarse que están frente a una poética distinta que amalgama sin equilibrio, es decir, en contradicción, la filosofía (del absurdo) y el cine, el sexo y la fatalidad, el viaje y la muerte, el tedio y la celebración etílica. Esta obra temprana, perfila la sombra de un creador cuyas obsesiones son el trastorno, la subversión, esa obsesión universal que es el tiempo, la memoria y la muerte como espera divertida: una mezcla de ironía y desdicha que se adivina en sus anotaciones accidentales desperdigadas en papelitos arrancados de cuadernos extraños.

Bailando en el abismo
El mundo de Jacobo es el mundo de cualquier joven contemporáneo que elige lanzarse al abismo por cuenta propia, sin esperar a que lo empuje el que aguarda su turno en la fila de jóvenes contemporáneos que quieren hacer cine, escribir novelas, viajar por el mundo, pero que sobre todo quieren, sin ofrecer toda su sangre, la gloria y el éxito. Como dijo Bolaño de Elroy, Jacobo mira al abismo con los ojos abiertos y encima de todo le baila el chachachá con una sonrisa de dientes amarillos y aliento de humo. Jacobo lo sabe por obligación, que primero hay que reventarse la crisma día con día, sin dejar de parir ideas, sin dejarse vencer por el anonimato. Por eso trabaja cada vez que puede, para ganar unos pesos y perderse después, durante días, con la extrañeza de sus amigos, en uno de sus viajes, algunos de los cuales no lo llevan más allá del baño de su apartamento, para regresar con un nuevo hijo entre los brazos (hijos que por otra parte tienen la condena, afortunada algunas veces, de dormir para siempre en una carpeta deshilachada que se perderá cualquier día de mudanza). El último de ellos, sin embargo (y quien sabe si por desgracia), se resistió al archivo y ahora ronda entre los seleccionados para la muestra Caja de Pandora del Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia. Es un cortometraje de 20 minutos realizado en 24 horas (6 de rodaje, 12 de edición, otras 6 de anotar ideas). Aunque sin contar las horas que gastó viajando hasta el Tolima –donde vive su familia-, y las invertidas en convencer –quería que saliera barato- a su padre y a su primo para que debutaran como actores naturales.

El transcurso del tiempo
Teoría de Catástrofes es una metáfora sentimental sobre el transcurso del tiempo, sobre la pérdida y también sobre lo que permanece, aquello que regularmente son ruinas o escombros. Los tres epígrafes que la encabezan, uno de Bolaño, otro de Thomas Bernhard y otro que parece de Drácula pero pertenece a la magnifica lucidez de Ingmar Bergman (“Nada es más terrorífico que la luz blanca del sol”), ya dejan adivinar que los 20 minutos subsiguientes serán ambiguos pero significativos, desolados y silenciosos, vivos y al mismo tiempo agónicos.


El paisaje es Armero y la historia es la de dos hombres que perdieron algo el día de la avalancha. Está la carretera como guest star, y los ruidos de los bichos y los pájaros y las tracto mulas que pasan a toda velocidad le ganan en protagonismo a los ademanes del hombre joven que recoge muestras en frascos de vidrio, como si estuviera armando un puzzle.


Por pura coincidencia, o quizás no, los planos son largos y lentos y la cámara permanece estática, dándole preponderancia a unas locaciones que dejan la clara intuición de la tragedia, una alegoría de la ausencia, tal y como sucede con el cine oriental de hace 50 años en el que los directores conservaban su propio sabor y no estaban manchados con los cánones que Hollywood y la tecnología imponen.


Se adivinan entonces las influencias, algo de cine iraní, de Atom Egoyan de Wong Kar Wai. Esa tendencia a la reconstrucción improbable, por lo tanto inexacta, del pasado. Los personajes transitan a través de los planos generales y los primeros planos, estrechos en el mundo del campo visual. Aparecen cortados. La fragmentación del cuerpo como declaración de inconformidad. Contraplanos que desorientan porque de lo general se pasa al detalle minucioso sin que se presente un exabrupto. Pero sin entrar al territorio de lo irreconocible. Para Jacobo, el sentido de la obra de arte debe ser ambiguo, que el espectador sienta una exigencia, que irrumpa en él una cefalea si no merece ser parte de un público que debe preguntar, cuestionar, desajustar, desbaratar y volver a armar, criticar por encima de todo.


Aunque la historia tampoco pretende ser indescifrable. “Un hombre viaja al lugar donde 20 años atrás una avalancha sepultó a su hijo, los muertos no descansan, crecen y clasifican sus rastros, y quien regresa, nunca se ha marchado”, definición que deja adivinar la arquitectura de la historia en forma de pregunta ¿Es el hombre que recoge muestras el espectro del niño sepultado? O ¿es la imagen del padre 20 años atrás, cuando era joven, feliz y no había perdido aún nada? La lectura puede hacerse a voluntad e incluso, pueden generarse nuevas interpretaciones, darle otros sentidos a una historia que aun a Jacobo se le aparece distinta cada vez que la mira.


Esta exploración de indicios que es Teoría de Catástrofes (una variante más del mito del eterno retorno) finaliza con un momento emotivo que hacen sentir los 20 minutos como la exégesis abreviada de los 20 años que han transcurrido desde la avalancha. El automóvil se aleja y uno de los hombres se queda. Luego, aunque debió ser un poema musicalizado de Neruda que habla sobre un pie que quería ser manzana, aparece una melodía que también es perfecta. Una canción de El Colectivo, grupo de música electrónica paisa, le da un clímax intenso al final, compuesto por las imágenes del Armero que quedó borrado del mapa, un pueblo que para nosotros tiene nombre porque la tragedia fue demasiado cercana pero que en el planteamiento del cortometraje puede ser cualquiera porque la desaparición es una promesa garantizada desde que la historia se desbocó en su camino de insospechadas ramificaciones.