Páginas descaradas y otros males complementarios

Posted: sábado, mayo 28, 2011 by Godeloz in Etiquetas:
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"También hay que recordar que en la literatura siempre se pierde, pero que la diferencia, la enorme diferencia, estriba en perder de pie, con los ojos abiertos, y no arrodillado en un rincón rezándole a San Judas Tadeo y dando diente con diente."
Roberto Bolaño. Entre paréntesis
Foto: Burcumbaygut
El miedo o terror o más bien horror que algunos escritores manifiestan ante la página en blanco es un lugar común de la literatura además de ser, en no pocos casos, un motivo para volarse la tapa de los sesos. La página en blanco es el monstruo que sale del armario para resplandecer ante los niños que eligieron crecer con su imaginación intacta y convertirla en una manera más o menos decente de ganarse la vida. Estar ante ella es afrontar la posibilidad de la locura, encarar el vacío y la nada, jugar a la ruleta rusa, retar a la suerte y estar en riesgo de perder por completo la elocuencia. Es un juego tan carente de reglas como las riñas callejeras en las que el primer golpe tiene el grado más alto de dificultad.

En la ruleta rusa que es la escritura, la página en blanco es el revólver cargado hasta la última bala. Por lo menos los escritores de hace veinte o treinta años se daban el lujo de presumir un millón de victorias en esta apuesta letal. De una u otra forma, la página en blanco llevaba las de perder porque regularmente las escritas eran las conservadas, las que se apilaban una tras otra hasta el punto final; las que permanecían en blanco como los huesos eran arrancadas con violencia de la máquina, eran estrujadas, rasgadas, rotas, desterradas y disparadas, a veces con escasa puntería, a la papelera.

Si la frase inicial no era la correcta ni poseía la suficiente fuerza de atracción, si carecía de ritmo, si no contenía un ápice de estilo, una acción tan sencilla como valerosa lo resolvía todo: tachonar con pulso firme y empezar de nuevo en la siguiente línea. La cuenta del escritor se mantenía en ceros pero la página en blanco dejaba de serlo: la coronaba una mancha de tinta a manera de tumba. El resultado final era casi siempre un manuscrito fragmentado, con abundancia de tachones, palabras que reemplazaban otras, notas al margen, comentarios sueltos, quemaduras de cigarrillo, huellas de grasa y gotas de vino. Un puzzle que el escritor armaba, pulía, pasaba en limpio y ponía en el correo para recibir, a la vuelta de unos meses, ejemplares con la tinta fresca junto a un cheque firmado por el editor; o recibir en todo caso, cuando no llegan los cheques e incluso tampoco los ejemplares, notas de rechazo cuya acumulación puede constituirse en una variable poderosa para estimular en el ignorado autor el deseo de oprimir el gatillo.

Para los escritores de ahora la trama de la película tiene un giro emparentado con la ciencia ficción. Ellos deben enfrentarse a una white page reloaded, algo así como el horror elevado a la décima potencia, una página en blanco tan ubicua como etérea: la pantalla del ordenador.

El blanco de la pantalla es aún más escalofriante. No hay modo humano que permita curtirlo de polvo y mucho menos volverlo un zurullo. Además, cuenta con un ayudante implacable: el cursor que titila a la espera de la primera frase. Aparece y desaparece con la constancia de una gota de agua, perforando, si se lo deja, la paciencia, hasta tocar la fibra dolorosa que hace preferir horas inertes de zapping a unos cuantos minutos dedicados a ensartar las ideas en el papel. Ya no hay posibilidad de disfrazar la ausencia de inspiración con frases tachadas. Puede ensayarse el ejercicio peligroso de escribir repetidamente un mismo enunciado hasta que surja el arranque propicio, como quiso hacer Jack Torrance en El Resplandor al completar un voluminoso manuscrito jugando a poner la misma frase perturbadora en diferentes formas de la prosa y del verso mientras amainaba su bloqueo de escritor, alcanzando solo el efecto contraproducente de enloquecer, alucinar y querer hacer picadillo a su progenie. Si esto le pasó manejando una Olivetti, el punto hasta el que pudo llegar tripulando las facilidades supersónicas de una laptop es poco menos que escabroso: sin acarrear los enredos mecánicos, prescindiendo de economizar tinta y papel, y contando además con las infinitas alternativas de escribir su “All work and no play…” en todas las fuentes, todos los formatos y todos los tamaños, hubiera superado por mucho la extensión de la enciclopedia británica y tal vez su grado de locura hubiera cruzado el umbral en el que todas las iniquidades concebidas alcanzan felizmente el éxito.

La principal desventaja consiste en saber que nunca antes fue tan sencillo hacer desaparecer una palabra. Si al final del primer párrafo las cosas no funcionan, mantener el dedo sobre la tecla backspace hace renacer en cuestión de segundos a la misma página descarada y otros males complementarios.

Por ejemplo, este avance tecnológico es el responsable de que en la escritura moderna queden pocas madrigueras para las palabras mutantes. Un error de dedo, tan exquisito para los cazadores de gazapos, tiene poco chance de salir impreso gracias a los correctores ortográficos automatizados, cuyas numerosas equivocaciones sí suelen quedar impunes.

Las palabras son como los hijos, elegir traerlas al mundo implica el temor gratuito de recibir una aberración de la naturaleza: pueden nacer jorobaditas o enanas, con vejez prematura o autistas, pueden llegar con un dedo de más, ciegas, sordas o, para colmo, mudas; pueden padecer de elefantiasis, sufrir de incontinencia, carecer de corazón o salir descerebradas; pueden, en todo caso, ser engendros más aterradores que una página en blanco a los que uno se resiste a querer sabiéndose de todos modos el padre y contradiciendo el postulado de que los más amados son los hijos bobos. Pero también pueden nacer perfectas, con cuatro paticas en plena regla de equilibrio y el llanto histérico pero adorable que hace a los recién nacidos valer la pena.

Si en la gramática tuviera lugar el estudio sobre la selección natural de las especies ¿sería posible dejar al descubierto una limpieza racial autoritaria que está fumigando las palabras surgidas precisamente de los descuidos y los pequeños errores?

En este escenario hipotético, los estudiosos, los que preparan con minucia las ediciones críticas, filólogos, lingüistas, académicos, en fin, quienes se dedican a esta clase de arqueología literaria deberán prescindir de un insumo que si bien no es la piedra Roseta de su trabajo constituye una fuente de la que vale sacar partido si se buscan anécdotas, muletillas, secretos o por lo menos curiosidades. Los aficionados a examinar con lupa los tachones tendrán cada vez menos la oportunidad de descifrar las  palabras descartadas por el autor, las que hubieran dado un giro notable a la obra si hubiesen prevalecido como adverbio en lugar de aparecer como adjetivo… ¿Quién someterá a los rayos x manuscritos originales para desenmascarar los demonios internos, las rabias y las bajas pasiones? Un intento similar en el imperio de Windows está en riesgo de ver un trastorno bipolar en la falta de tinta de una impresora.

En el mundo habrá un vacío. Una recesión. El millonario más millonario del mundo, pionero del procesador de texto más usado y, por lo tanto, precursor de estos males, es consciente del entuerto que causaba, pues, bajo la mascarada de filántropo, se ha dedicado a comprar cuanto manuscrito original sale en venta; por uno de Leonardo DaVinci pagó una suma que ni siquiera cabe en este renglón. Aquí tal vez haya una ventaja si los excéntricos adinerados que traerá el futuro se consagran a alimentar el hambriento mundo en lugar de vaciar sus cuentas a cambio de páginas centenarias que hasta se desintegran si las toca el aire.

Las obras escritas en esta plataforma de códigos binarios son más sencillas de incinerar, como si bajo cada palabra persistiera ilesa la misma página en blanco del comienzo y sólo bastara con pasar un trapo húmedo sobre ella para dejarla igual de lustrosa.

Gracias a esto los que confían en sus amigos tienen motivos para celebrar, pues dejará de repetirse la historia de Max Brod. Un testamento que imparta instrucciones precisas de borrar del mapa todo cuanto se haya escrito es hoy por hoy sencillo de ejecutar. Se sabe que Brod tuvo serias dudas sobre si debía incinerar la obra de Kafka, su amigo más raro. Finalmente lo traicionó; permitió publicar los manuscritos, no sin antes corregir unos detalles y disponer el orden de algunos capítulos. El mismo dilema padece Dimitri, el hijo de Nabokov, quien desde hace más de treinta años no sabe si hacer desaparecer la novela inconclusa que dejó su padre, como lo dictó su última voluntad, o entregarla a los editores para que, tras previa carnicería, hagan brotar oro de ella. El caso es la comidilla de la creme literaria y, mientras tanto, el pobre hijo del escritor ilustre de vez en cuando emite comunicados diciendo que sigue indeciso quizá para prolongar sus quince minutos de celebridad.

En una historia idéntica, estos tiempos modernos ofrecen caminos más gratos. Supóngase un encargo de estos: el escritor que muere, dejando en manos de un amigo cercano la misión autodestructiva de hacer desaparecer sus cuentos, novelas, ensayos, poemas y digresiones; facilitaría mucho las cosas si entrega en un mismo paquete su memoria portátil, las claves de acceso al Macintosh o al pc y la contraseña del Gmail. En menos de una hora, ciertos procedimientos básicos lograrían lo que algunos otros no han podido hacer en años, regresar el polvo al polvo, volver a la página en blanco: que la memoria portátil la deje olvidada en un café Internet, que suprima de inmediato el portafolio bloguero del finado y que simplemente se pasee por la pornografía en línea con el mac o el pc para que un virus o un troyano haga todo el trabajo y de paso le lave las manos.

Esta es la facilidad de ahora que permite a la pantalla volver inmune a un indivisible fantasma, lo que incrementa el mérito de quienes son kamikazes y buscan todos los días batirse en duelo con una página en blanco, así sea que un knock out o un repentino disparo los haga perder.

La virtud del escapista

Posted: viernes, mayo 06, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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"Los sueños atraviesan muros de piedra, iluminan habitaciones oscuras, u oscurecen las luminosas. Y los personajes que en ellos toman parte entran y salen a placer, riéndose de los cerrojos".
Joseph Sheridan Le Fanu

Hay tres películas de fugas que me han dejado al borde de un colapso nervioso. Las tres las he visto en el Cineclub Eafit y después de cada una he salido expulsado a la noche fría de la ciudad con la sensación de ser un sobreviviente. Son Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2006), Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1956) y La evasión (Jaques Becker, 1960). 


En cada una el punto de vista de los cautivos es avasallador. Nunca he experimentado la sensación real de cautiverio pero esas películas me han llevado bastante cerca y además realzan un hecho básico de la vida: los planes de fuga tienen un trasfondo precioso. Las peripecias de los prisioneros por escapar de sus captores, superar los muros que asfixian su existencia contenida y vencer las artimañas del laberinto, derrumban cualquier consideración moral sobre la justicia. Un plan de fuga perfectamente confeccionado diluye las diferencias entre el bien y el mal y plantea posiciones morales que nos hacen ignorar los crímenes de quienes estén involucrados en el ardid que burlará las rejas. No importa si son asesinos, ladrones o estafadores; si el azar, la inteligencia y la astucia permiten que la fuga llegue a buen término, habrán redimido todas sus culpas. Esto especialmente se cumple en La evasión, pues tanto en Crónica de una fuga como en Un condenado a muerte se ha escapado, la inocencia de los protagonistas es indiscutible, ya que sus captores son hijos bastardos de la infamia. La evasión, por lo tanto, se acerca más a la perfección del género. Esta película fue considerada en su momento la mejor película carcelaria jamás filmada, y con toda razón. Durante 125 minutos experimentamos un proceso de transmigración de almas que nos lleva a sufrir lo mismo que sufren los cinco personajes. Hay cansancio, ansiedad infinita, un vaivén insoportable de dudas, hambre, sed, por momentos hay alegría y una desazón permanente porque todo marcha tan bien, el plan es tan perfecto y la suerte sonríe de una manera tan deslumbrante que todo da para pensar que el final será el peor de los finales. Y en parte es así si uno dejara que la película se detuviera en la última secuencia, cuando toda la guardia de la prisión se echa encima de los ilusionados escapistas. Pero la historia sigue más allá de las imágenes rodadas, más allá del guión… más allá de la vida del propio director existe la historia de una fuga exitosa.   


Becker es el responsable del plan perfecto de esa evasión. Los hechos son simples: en 1947 cinco internos de la cárcel de la Santé intentaron escapar. Su plan fue descubierto y la filigrana con que fue tejido fascinó a la prensa, a los franceses y al director que doce años más tarde recordó la historia, buscó las notas de prensa y releyó la novela escrita por uno de los presos involucrados, José Giovanni, para luego mover cielo y tierra en busca de productor, presupuesto, locaciones, protagonistas , la estocada final del guión por parte del ex presidiario novelista y la actuación del verdadero cerebro que tramó la estrategia de escape, Jean Keraudy, a quien vemos en el preludio del filme diciéndole a su fascinado público de 1960 y a su fascinado público de 2011, que la historia contada por su amigo Jaques Becker es real, real porque le ocurrió a él. 


Keraudy purgó por lo menos diez años de cárcel y quizá algunos de sus compañeros sucumbieron a la pena capital, pero finalmente obtuvieron la llave maestra que los arrojó a la libertad y a la inmortalidad: un cine que premia la inteligencia de estos hombres cuyo duro corazón se ablanda por la camaradería.


La evasión, como todas las obras maestras, repele cualquier intento de encasillarla en un solo género. Por ejemplo, algunas decisiones de Becker la acercan al documental como prescindir por completo de música -reemplazándola por una banda sonora natural que amplifica la ansiedad por la huída-, o detener encarnizadamente los planos en las acciones mecánicas del escape: cavar túneles, cortar barrotes, reptar por cloacas, construir de la nada un artefacto para abrir todas las puertas son actos en los que la cámara abre su párpado con mayor encomio, lo que hace operar sobre los minutos un efecto de relatividad que en ocasiones los vuelve caliginosos y simultáneamente los transforma en una ráfaga de velocidad cósmica que en un pestañeo nos lleva hasta el temido desenlace. Uno quisiera acompañar un poco más a Roland (Keraudy), Manu, “Monseñor”, Geo e incluso a Gaspard, el delator; darles más tiempo para que en una segunda oportunidad puedan cumplir la meta de esfumarse permanentemente. Por eso es una lástima que los productores de la época, temiendo que la película fuera demasiado larga, mutilaran 20 minutos que continúan perdidos y en los que con toda seguridad, Becker, quien murió antes de que su última obra pudiera estrenarse, registró detalles fundamentales para acercarnos al secreto implícito en cualquier plan de huída.