La mitología personal de Sussane Bier

Posted: viernes, diciembre 13, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Esta historia podría empezar con una familia judía oculta en el compartimento secreto de un automóvil o con un hombre que regresa de Afganistán para tratar de instalarse en la familia que lo creía muerto o con un heroinómano que pierde a su mejor amigo o con un ganso abandonado en un horno durante tres años. Cada situación serviría como un dramático punto de partida para narrar historias que ponen a prueba la naturaleza humana. Algunas de las imágenes hacen parte de la filmografía de la directora danesa Susanne Bier y otras pertenecen a su mitología familiar. Para ella, no es enorme la separación entre ambas. Están mediadas por la fina envoltura que separa lo concreto de lo imaginario pero las personas y los personajes que están a cada lado comparten emociones, personalidades y miedos. 

Susanne Bier nació en Copenhague en 1960 en el seno de una familia judía. Cuando llegó al mundo, sus padres ya habían superado desde hacía mucho tiempo las amenazantes persecuciones nazis pero el recuerdo de la fuga permanecía estampado en la historia familiar como un peligro que en cualquier momento podía regresar. En las historias dramáticas que Susanne Bier ha rodado, esta historia aparece sugerida pero no desde la reproducción de los detalles autobiográficos. Como artista se niega a caer explícitamente en el tono autorreferencial. Sin embargo, la fuerza dramática de las situaciones y la forma en que sus personajes se comportan frente a la crisis son el reflejo del modo en que ella imaginaba a sus padres y abuelos cuando le contaban la historia. 

Rudolf Salomon Bier y Hennie Jonas tenían orígenes judíos pero provenían de distintas naciones. Él, ruso; ella, alemana. Coincidieron en Dinamarca años antes de que Europa fuera azotada por la Segunda Guerra. Luego llegó la invasión Nazi a ese país de personas gentiles en 1940. Bier cuenta que los daneses siempre fueron amables con los forasteros y, durante tres años, los judíos no temieron la ocupación alemana. Sin embargo, en 1943 las familias judías empezaron a escapar masivamente hacia Suecia, alertadas por el propio gobierno danés que supo con anticipación los planes nazis de recluir a los judíos en campos de concentración para exterminarlos. 

Susanne describe a su abuelo como un hombre estoico y caballeroso que no se involucraba mucho en la crianza de sus hijos. Por eso, la única vez que fue a recoger a su hijo Rudolf a la escuela fue el día en que iban a escapar de los nazis. La familia entera se escondió en el compartimento secreto de un automóvil. Estuvo a punto de ser descubierta pues la ruta de escape se acercaba peligrosamente a uno de los cuarteles que los nazis habían instalado en Copenhague. La familia danesa que los auxilió sufrió un difícil momento de tensión al pasar por uno de los retenes, pero la fuga hacia Suecia tuvo un desenlace afortunado. 

Por la misma época de 1943, en otro lugar de la ciudad, la familia de Hennie Jonas vivía una situación semejante. Celebraban juntos el año nuevo judío, entre los meses de septiembre y octubre. Un ganso se cocinaba en el horno y la cena estaba a punto de servirse cuando un aviso imprevisto los alertó para escapar antes de ser capturados. Cruzaron el mar del Norte hacia Suecia y allí estuvieron a salvo durante tres años. Cuando los nazis mordieron el polvo y la familia Jonas pudo regresar a su hogar, en 1946, el ganso que cocinaban para el año nuevo todavía estaba en el horno.

Susanne Bier cuenta esta historia en una entrevista que le hicieron en NPR (National Public Radio) días después de recibir el Oscar a la mejor película en habla no inglesa por su filme de 2010 En un mundo mejor. Su narración está llena de pequeños detalles que la llenan de significado. Entre risas dice que su abuela jamás volvió a comer ganso y cuando la periodista le pregunta si algún día filmará esa historia, ella responde que ya lo ha hecho pero usando otros moldes. 

Tras graduarse de la Escuela Nacional de Cine de Dinamarca, en 1987, Susanne Bier inició una activa carrera que rápidamente la condujo a dirigir sus propias historias. Se hizo muy popular en su país con el primer largometraje, Freud leaving home (1991), y alcanzó un éxito comercial estimable con la comedia romántica de 1999, The one and the only. pero la visibilidad internacional de Bier era prácticamente nula. Aunque entre 1991 y el año 2000 dirigió ocho producciones entre largometrajes y películas para televisión, su obra prácticamente pasaba desapercibida por fuera de Dinamarca. Sin embargo, convertirse en una de las apóstoles del movimiento Dogma 95 le dio una inesperada visibilidad internacional. 

 En el año 2002 ocurrieron dos eventos fundamentales para la filmografía de Susanne Bier. Por un lado, empezó su colaboración -que hasta el día de hoy se mantiene- con el escritor y guionista Anders Thomas Jensen, con quien ha desarrollado los argumentos de sus mejores películas. Por otro lado, esta primera colaboración fue para producir Open hearts (2002) el título que Bier rodó bajó las rígidas normas de Dogma 95. 

Trabajar en esta historia de dos parejas cuyas vidas se entrelazan por un evento trágico fue un desafío que Bier describe como saludable. Cuenta en una de sus entrevistas que el cine danés atravesaba una época en la que pretendía parecerse al cine de Estados Unidos sin tener la habilidad técnica ni los enormes recursos financieros. Por eso, Dogma 95 fue como una purga, pues obligó a los cineastas a concentrarse en el argumento y en los personajes. “Creo en las reglas y en las limitaciones artísticas. Y estas normas en particular, las de Dogma 95, eran de austeridad”. 

Open hearts fue el primero de una serie de éxitos que no se restringieron a la cartelera de Dinamarca y de los países europeos vecinos. Aunque fue su única película bajo el canon de Dogma 95, las siguientes mantienen el acento en esos dos aspectos que directores como Lars Von Trier y Thomas Vinterberg le enseñaron a valorar con su manifiesto: el cine está hecho de historias y las historias son tan buenas como sus personajes. Si bien títulos como Hermanos (2004) o Después de la boda (2007) cuentan con el despliegue de producción que Dogma 95 rechazaba, Susanne Bier no olvida hacer énfasis en la construcción de personajes capaces de contagiar desde la pantalla sus experiencias más íntimas como si estas pudieran ser objeto de una transfusión real. Tampoco olvida, de vez en cuando, quizá para divertirse, usar la cámara al hombro, la música incidental y la iluminación sin malabarismos planteada en los mandamientos de Dogma. 

Sus historias originales no tardaron en llamar la atención de la industria. Para bien y para mal. Para bien porque la resonancia de películas como Después de la boda, que fue nominada a un Oscar en 2007, le permitió incursionar en el mercado estadounidense. Para mal porque argumentos tan impactantes como el de la película Hermanos, donde un hombre regresa de Afganistán después de que su familia lo cree muerto, también llamaron la atención de ese mercado estadounidense que no tiene reparos en convertir un buen producto en la víctima de un remake desafortunado. 

Pero Susanne Bier supo jugar bien con ese doble filo. Hizo una pausa en su siempre fructífera colaboración con el guionista Anders Thomas Jensen para rodar una película en suelo estadounidense protagonizada por Benicio del Toro, Hale Berry y David Duchovny. Y aunque cambió el escritor, pues el guión de Cosas que perdimos en el fuego (2007) venía firmado por un inexperto Allan Loeb, la directora danesa mantuvo su tono particular y siguió explorando sus temas favoritos: vidas trastornadas por la muerte, personajes que descienden hasta el pozo de sus flaquezas para reponerse gracias al ejercicio de esa decencia admirable con la que Bier viste a sus personajes. 

supoEs inevitable ver un enlace en el carácter de Brian Burke, el personaje que interpreta David Duchovny en Cosas que perdimos en el fuego, con la entereza moral de Anton, el médico de En un mundo mejor, la película con la que Bier ganó un Oscar y un Globo de oro. Ambos personajes se muestran como seres nobles, generosos y estoicos; de una gentileza que parece anacrónica e incluso podría ser tomada como debilidad, aunque en ellos opera como la herramienta más adecuada para navegar en la zona oscura de su mundo. En el primero, la vida hecha añicos de su mejor amigo adicto a la heroína; en el segundo, la violencia brutal que acorrala a los refugiados del campamento africano en el que trabaja como médico voluntario. 

Bier suele usar los paralelos para narrar historias similares en diferentes contextos. El título danés de En un mundo mejor es Venganza (Hævnen), una palabra con la que la directora no estaba cómoda pero que sirve en este caso para describir lo que sucede en los dos escenarios de la película. Por un lado, ese campo de refugiados en Kenia donde un señor de la guerra abre a las mujeres embarazadas para averiguar el género del nonato, y por otro lado esa pequeña población de Dinamarca, donde Elías, el hijo de Anton, es víctima del matoneo en su colegio; y su nuevo amigo, Christian, demuestra ser capaz de cometer agresiones contundentes mientras sobrelleva el luto por su madre muerta. En ambos escenarios, la violencia y la muerte afectan por igual a los personajes. No hay atenuantes, pues lo que Bier quiere decir es que la naturaleza humana se presenta siempre igual aunque lo haga bajo diferentes moldes. 

Para darse un respiro, Bier quiso volver en su siguiente película a un género que ya había explorado en sus inicios como directora, la comedia romántica. Amor es todo lo que necesitas (2012) narra el encuentro fortuito de dos personajes que comparten antecedentes funestos. Philip y Ida se conocen en la boda de sus hijos. Él perdió a su esposa por el cáncer y ella ha soportado con abnegación la misma enfermedad, sin perder su buen humor, a pesar de que su esposo la abandonó por una mujer más joven. En medio de una celebración enmarcada en el luminoso paisaje italiano, los dos personajes encuentran la sintonía que los entrelaza y los hace prevalecer ante la amenaza de la muerte. De nuevo Bier echa mano de los elementos dramáticos de su vida sin intentar contar una historia autobiográfica. Su madre padeció cáncer de seno dos veces y ella siempre se asombró del buen ánimo con el que enfrentó la enfermedad. Antes de lamentarse prefería comentar las virtudes de las enfermeras. Susanne Bier ha creado sus historias y los personajes que viven en ellas con trazos de este carácter intachable.

Alexander Payne, la norma de lo pequeño y lo humano

Posted: jueves, agosto 29, 2013 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Cualquier niño de Omaha, Nebraska, puede cultivar sueños extraordinarios cuando su entorno natural le recuerda la amenaza salvaje del aburrimiento. Alexander Payne nació en 1961 en esa ciudad del medio oeste norteamericano, la cual describe en sus primeras películas como un manantial del que brotan sin pausa seres humanos tristemente mediocres, diseñados por algún designio natural como los pararrayos de la mala suerte y el tedio. Y probablemente el director de cine no sería lo que es, si no albergara la repulsión extrema que le provoca lo acartonado.

Su infancia y primera juventud conforman una trayectoria típica de ciudadano bien educado: el niño que sueña con ser astronauta, va a la universidad y aunque no llega a pasearse por la Luna, alcanza el prestigio necesario para representar con orgullo los máximos valores de la comunidad y la familia. Payne intentó aplicar el esquema. La cámara ocho milímetros que su padre le regaló a los seis años fue lo que le inyectó su primer sueño estelar. El niño entró a la pubertad con la imagen fija del adulto que quería ser: se imaginaba una vida futura en la soledad del cuarto de proyección de una sala de cine preparando los rollos, ensamblando cinta en la moviola, asomándose por una pequeña ventana para repetir las escenas de sus películas favoritas. Se preparó empíricamente para este destino organizando proyecciones en su barrio. Gastaba sus mesadas alimentando el hábito obsesivo de coleccionar películas en formatos de ocho y dieciséis milímetros. A los doce años ya poseía la mayoría de los cortos de Chaplin y la gema de su colección era El fantasma de la ópera. Atravesó la adolescencia escudado en el cine y la literatura y su idea de ser proyeccionista cambió por una opción más aterrizada y madura, la de ser periodista. Por eso, su primera elección profesional se encaminó por las letras: arte, historia y literatura española en Stanford; un periodo en la Universidad de Salamanca; algunos meses viviendo en Medellín, donde escribió un ensayo sobre los pobladores que habían transitado por la ciudad entre 1900 y 1930; y cuando ya estaba lo suficientemente formado como para merecer un escritorio en cualquier sala de redacción, ese terror al tedio, esa intención de repeler cualquier estereotipo, lo encausó de nuevo en la locura del séptimo arte. Alexander Payne decidió que jamás usaría corbata y un periodista, por lo menos en su periodo de torpe novato, necesariamente estaría obligado a echarse esa soga al cuello.

En el programa de cine de la Universidad de California obtuvo una maestría en Bellas Artes. La tesis de grado de Payne consistió en una adaptación libre de la novela El túnel de Ernesto Sábato. La pasión de Martin (1991) es un film de sesenta minutos cuyo personaje principal es un fotógrafo de Los Ángeles que sufre de celos enfermizos por la mujer de la que cree estar enamorado. Las tribulaciones de este personaje no tienen un desenlace alentador, una característica con la que Payne ha sido consecuente en sus trabajos posteriores, sin llegar a ser un director demasiado solemne o pesimista. Al contrario, la evolución de sus personajes siempre está fundada en una narración rica en ironía y humor negro. Las películas de Alexander Payne tienen engañosamente la etiqueta de la comedia, pero el modo en que las aborda, desde la elección de los personajes, hasta el tema de fondo, merecería una rotulación distinta que permita reír pero que no omita la advertencia de que sus historias surgen del sufrimiento.

La protagonista de Ruth, una chica sorprendente (Citizen Ruth, 1996) es una drogadicta que tras quedar embarazada se ve envuelta en el debate político sobre el aborto y los intentos de las partes para convencerla de adherirse a sus posiciones. El profesor de preparatoria de La Elección (Election, 1999) cae en la peor debacle de su vida cuando manipula las elecciones de su escuela creyendo hacer lo correcto. Así, cada película que Payne ha rodado, además de ser una oportunidad para ejercitar sus virtudes de escritor, se ha convertido en un modo de refinar su habilidad para tratar con sarcasmo las tragedias minúsculas que bombardean a las personas comunes y corrientes.

O las tragedias mayúsculas, porque para el protagonista de Las confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002) no es intrascendente el hecho de quedar viudo pocos días después de afrontar el destierro de la jubilación; y el experto en vinos de Entre copas (Sideways, 2004), divorciado, tímido, retraído, opaco, tampoco siente que su soledad e incompetencia para ligar con las chicas sean un chiste. Ellos sufren, pero invierten los recursos que tienen a mano –un viaje en carretera, la pasión por el vino– para prevalecer con entereza mientras encuentran una bendición, una última oportunidad, que ennoblezca sus vidas.

Alexander Payne nunca filmará sus escenas con un fondo verde para luego embadurnarlo de mundos imposibles. Y si alguna circunstancia lo pusiera en ese camino, hay que tener plena seguridad de que no renunciará a su estilo. Antes de rodar su película de 2011, Los descendientes (The Descendants), se embarcó en un proyecto pintoresco que contaría con la participación de Reese Witherspoon y Paul Giamatti, sus estrellas de La Elección y Entre Copas, respectivamente. La película se llamaría Downsizing, una comedia de ciencia ficción sobre una pareja en apuros económicos que decide miniaturizarse para evadir los inconvenientes de la realidad. Sin embargo, este proyecto no terminó de concretarse y Payne siguió con otras tareas: dirigió uno de los mejores cortos de París, te amo (Paris, je t’aime,2006) y participó como uno de los guionistas de la comedia de Adam Sandler Yo los declaro marido y... Larry  (I Now Pronounce you Chuck & Larry, 2007), entre otras películas que contaron con sus aportes de escritor y productor. Hubiera sido interesante ver esa película de la pareja miniatura, pero tampoco quedó un enorme vacío porque ver en Los descendientes a George Clooney desgajando lo poco que le queda de galán, mientras corre en pantuflas con la cara de un alma burlada por el diablo, compensa los siete años de espera.

Esa estrategia de poner a una superestrella de Hollywood en la carne de un abogado que debe despedir a su mujer comatosa es un gesto calculado con el que Payne reafirma lo que ha defendido en toda su filmografía, pues como ha llegado a declarar, su esperanza es la de vivir una época en la que el valor de una película se basa en su proximidad a la vida real y no en el distanciamiento de la misma. “Para hacer eso”, dice, “se necesitan actores –estrellas, en el fondo– que no necesariamente luzcan como Ben Affleck”. Otra manera de expresarlo fue durante su discurso de aceptación del Premio al Director del año del Festival de Cine de Palm Springs de 2005, por su película Entre copas: “Agradezco este premio, aunque creo que debe haber un problema con un mundo en el cual hacer pequeñas, humanas y humorísticas películas es ‘un logro’, esa debería ser la norma”.

Fiel a esta regla autoimopuesta, Payne no tardó mucho en presentar una nueva película en la que se reconocen los rastros de su anterior obra. Nebraska, que se estrenó en el Festival de Cine de Cannes de 2013, puede leerse como una mezcla bien sintetizada de ingredientes con los que este director ha pintado anteriormente sus historias: una road movie al estilo de Entre Copas con un personaje cercano al sexagenario Schmidt y un móvil particular a partir del cual los vínculos filiales entre un padre alcohólico y un hijo displicente pueden fortalecerse o disolverse definitivamente. En una de las escenas de Los descendientes, la voz en off del protagonista compara a su familia con un archipiélago: “Todo parte del mismo agujero pero igual estamos separados y siempre solos, siempre lejos”, una imagen en la que los personajes de Nebraska reinciden a lo largo de su travesía entre Montana y Nebraska, donde esperan reclamar la herencia que para ellos representa la entrada triunfal al mercado de las ilusiones americanas, especialmente para Woody Grant, interpretación que hizo a Bruce Dern merecedor del Premio a Mejor Actor en Cannes.  La película está rodada en blanco y negro; con la cinematografía de Phedon Papamichael, Payne recopila los paisajes impresionantes del corazón de su país: Montana, Buffalo, Wyoming, Dakota del Sur, Nebraska. Lugares por los que se dispersan las raíces del artista y a partir de los cuáles construye un retrato sincero de los seres humanos imperfectos que admira.

Primera comunión con los monstruos

Posted: sábado, agosto 24, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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El descubrimiento del cine es el descubrimiento de la creación, es decir, de la vida y de la muerte como eventos inseparables. En El espíritu de la colmena (1973), el rostro de la pequeña Ana, perplejo en cada cuadro, es la representación literal de ese viaje hacia la línea que divide el mundo entre las sombras y la luz, para no hablar de realidad y ficción, pues en el contexto que el director Víctor Erice ubica la historia es difícil saber si la ensombrecida vida a la que están confinados los personajes hace parte de una tediosa pesadilla de la que solo es posible escapar abrazado a la imaginación luminosa de una niña.

La posguerra española de 1940 ha despojado la vida de los sobrevivientes de cualquier luz salvadora. Todo es ceniciento y mortecino en un pequeño pueblo de Castilla, donde lo único que da color a la fragmentada vida de sus habitantes es el cine ambulante en blanco y negro. Niños y adultos acuden con ilusión unánime a la proyección que se anuncia desde el altoparlante. Pagan sus entradas y con su propia silla en la mano buscan el mejor lugar para contemplar la función. Es la historia de un monstruo, de un hombre jugando a ser dios y de una niña muerta; es la historia de Frankenstein.

En el público, una mirada es distinta a las demás. Los ojos de Ana -redondos, negros, brillantes- comulgan con una historia que la fascina e inquieta. El monstruo de la película de James Whale no despierta terror en ella y su juicio todavía no tiene la capacidad de rechazar los actos de la criatura, por abominables que estos sean. En su mente de siete años solo caben las preguntas y son éstas las que nos guiarán a través de un microcosmos de ilusiones rotas.

Los cuatro personajes de El espíritu de la colmena están en polos opuestos de la vida. No sólo porque Fernando y Teresa representan un mundo adulto empujado prematuramente al fracaso, y Ana e Isabel son el germen de lo que podría florecer con mayor candor en el futuro, sino porque a pesar de los lazos familiares que los unen, parece que entre ellos hay fracturas insalvables, distancias acentuadas por los silencios, por la soledad de cada uno, por el aislamiento natural en el que se encuentran. 

Víctor Erice estrenó su primera película en 1973, cuando la censura del régimen franquista todavía pretendía contener la euforia creativa de los artistas que buscaban señalar, a partir de sus obras, la degradación ética y moral que resulta de una dictadura que impone el yugo de la uniformidad y el silencio entre los gobernados. Pero su ópera prima pasó el filtro de los censores sin sufrir daños. Quizá vieron inofensiva la aventura infantil descrita en los 97 minutos de metraje: ningún contenido escandaloso, ni una declaración incendiara, ausencia de acusaciones directas contra el poder. ¡Qué equivocados estuvieron! Una fortuna para la historia del cine, de lo contrario, el cine español tendría un vacío pues El espíritu de la colmena es considerada la película más bella de toda la filmografía ibérica.

No es para menos. La música, los escenarios, los diálogos y la luz, siempre diáfana, como si en cada cuadro atravesara un filtro ambarino, funcionan para crear el estilo alegórico que tiene la historia. Un cuento de iniciación que pone a la siempre reflexiva Ana de cara a la dimensión inmaterial que rodea a la muerte. El primer diálogo nocturno con su hermana Isabel es el detonante de su búsqueda. Inquieta por saber las razones que llevan al monstruo a matar a la niña de la película, Ana interroga a Isabel: ¿Por qué el monstruo mata a la niña? ¿Por qué matan al monstruo? Pero Isabel tiene su propia versión de los hechos y como si fuera la portadora de un esquivo secreto le revela a Ana que el monstruo no ha muerto, que es un truco porque en el cine todo es mentira. Y añade que con los ojos cerrados y valentía, cualquiera puede ser amigo de un espíritu.

En parte, Isabel cree en su historia pero también es consciente del engaño que le tiende a su hermana menor, aunque no prevé las consecuencias, menos aún cuando se hace pasar por muerta tras un aparente accidente. Su juego es inocente pero provoca que Ana se sumerja en una fantasía que encara con el mayor secreto porque no quiere compartir sus extraordinarios hallazgos. Atraviesa en soledad el campo que rodea el granero abandonado en el que un día encuentra la huella de un hombre -para ella, un gigante-, contempla azarosamente el pozo adjunto, lanza guijarros para comprobar su profundidad -¿acaso piensa lanzarse? -, y saborea el triunfo cuando encuentra al fugitivo que llega en tren y se oculta de perseguidores sin nombre. 

La pequeña Ana Torrent es hipnótica en cada escena. Parece una criatura de la noche, sus silencios y el sigilo con el que emprende sus excursiones nocturnas comprueban la naturalidad con la que se adaptó a la historia. De hecho, es famosa la anécdota que hizo al director cambiarle el nombre a sus personajes. Al principio, la niña no entendía por qué las personas se llamaban de una manera y luego de otra. Era más fácil que los actores llevaran en la historia sus nombres de pila que explicarle a la niña las minucias de la ficción. Entonces cabe imaginarla asumiendo como real aquello que ella y los demás interpretaban delante de las cámaras, imprimiendo la fe necesaria para conseguir el avistamiento esperado. Cabe imaginar que en escena estuvo inmersa en una fantasía que se materializó ante sus ojos así como se materializa ante los nuestros su encuentro fantasmagórico.

La interpretación de Isabel Tellería no es menos asombrosa. En el rol de hermana mayor proyecta mayor autoridad y conocimiento. Su carácter en formación ya sugiere el camino probable que seguirá en los años venideros pues va un paso adelante de su hermana en la exploración de la muerte y empieza a pisar el sendero de la sensualidad. Ambas ideas se entrelazan en una de las escenas más llamativas de la película, cuando, en la soledad de su cuarto, Isabel intenta estrangular a un gato. Al sentirse ahogado, el felino escapa, dejando una herida en las manos de la niña tras lo cual ella embadurna la sangre que acaba de brotar en sus labios, saboreándola y manchando el contorno de su boca con un rojo cálido que pinta la escena con un tono erótico que no se repite en ningún otro plano de la película.

Con la historia de Ana e Isabel, Víctor Erice parece invocar el mundo que se pierde cuando se atraviesa el umbral de los años. Por eso las integra a una familia que no se comunica, conformada por Teresa, una madre que vive en eterna nostalgia por un amor perdido y Fernando, un padre abstraído en su oficio de apicultor y en las elucubraciones que teje en su intimidad sobre la estructura social de las abejas. Ambos representan los efectos colaterales de la hegemonía tiránica que dirige el curso de sus vidas, idea que además está implícita en el título del filme, tomado, como explica Erice, de la obra de Maurice Maeterlinck “La vida de las abejas” (1901) en la que describe el espíritu de la colmena como esa fuerza “todopoderosa, enigmática y paradójica a la que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender”.

Pero quizá la razón de los niños sí comprenda ese espíritu. Ana e Isabel, por lo menos, parecen poseer facultades especiales que las liberan del automatismo social. Atraviesan el fuego sin quemarse y se desplazan por estados mentales que funcionan en una frecuencia que les permite estar en contacto con esa zona intangible de la existencia de la que hemos sido desterrados la mayoría de nosotros y a la que necesariamente habría que regresar con los ojos cerrados. Que una película como esta sirva entonces para recuperar lo que hemos perdido. 

Hard Eight: La suerte del aprendiz

Posted: miércoles, julio 24, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , , , ,
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La primera secuencia de Hard Eight (1996) muestra cómo inicia la relación de un mago con el aprendiz que aparentemente ha elegido al azar. La película no hablará de magia, ni tiene elementos de fantasía. Hablar de un mago y de su aprendiz es una manera de señalar la autoridad de un personaje y la ingenuidad del otro. Aunque desde un punto de vista poético, Sydney cuenta con la cantidad de magia inesperada que puede convertir a un ser humano en el protagonista de una historia ejemplar. En su cortesía de lobo solitario, en sus trucos de tahúr virtuoso, en su gentileza de hombre valiente y en su gallardía de amante en retirada está cifrado el secreto que se mantendrá latente a lo largo de la película y que explica por qué este hombre curtido con la experiencia del inframundo urbano, adopta a un don nadie que encuentra a la deriva en un restaurante de la carretera.

La carretera es en el desierto de Nevada, muy cerca de Las Vegas. El don nadie es John, que está sentado junto a la puerta del restaurante como un mendigo o como un derrotado o como las dos cosas al mismo tiempo; lo cierto es que no se hace complicado adivinar que no tiene en qué caerse muerto, como suele decirse, o adivinar que si cayera muerto de repente nadie lloraría por él y a lo mejor su cadáver sería tan ínfimo como los escombros que el viento hace rodar en los pueblos fantasma. Por suerte ahí está el hombre misterioso, Sydney, presente desde el primer cuadro del filme, que se acerca a John dándole la espalda a la cámara, despacio, con la determinación lenta de quien tiene claro su objetivo. “Lo va a matar”, es en lo primero que uno piensa. O como el personaje que se alcanza a ver al fondo es tan pequeño, a lo mejor esta sombra que se acerca lo que quiere es asaltar el lugar. Dar un golpe criminal para desatar la trama. Y si no lo va a matar y tampoco cometerá un atraco, en todo caso, lo que augura la parsimonia del traveling que sigue de cerca a Sydney, cuyo rostro aún no se conoce, es un acontecimiento nada bueno que quizá involucre violencia o trágicas revelaciones. Sin embargo, sucede algo todavía más inquietante: lo que hace el hombre misterioso es invitar a John, esa figura diminuta que se fue agrandando a medida que la cámara se acercaba, a un cigarrillo y un café.

La secuencia de apertura del primer largometraje de Paul Thomas Anderson se encarga de perfilar la identidad de los dos personajes principales. Lo hace mostrando una primera experiencia de aprendizaje en la que el veterano le muestra al principiante cómo hacerle creer a un casino que se es un gran apostador cuando solo se tienen unos pocos dólares. No sobra decir que es una secuencia intensa, emotiva y brillante. El diálogo inicial deja claro, sin ser explícito, por qué John es un perdedor, cuánto perdió, cómo lo perdió y cuánto necesita ganar para enterrar a su madre. El hombre que tiene al frente, Sydney, de ojos claros y una piel en la que se amontonan las marcas de amargas aventuras, es un salvador de náufragos que no revela sus motivos y habla como si tuviera bajo la manga una carta que, además de sabio, lo hace imbatible. Las imágenes iniciales que Anderson agrupa para describir un ambiente y crearle una atmósfera lógica a la trama se acoplan con el ritmo ascendente que Scorsese usó un año antes en Casino (1995). Y para la época en que se estrenó Hard Eight –fue exhibida por primera vez el 20 de enero de 1996 en el Festival de Sundance-, tampoco era difícil que algunos la asociaran con la obra de un nuevo realizador que dos años atrás había conmocionado a la industria con su segunda película: Pulp Fiction. Aunque Anderson modera la violencia, a diferencia de Scorsese, y si su primera película tiene algo de humor, lo expresa de un modo tan sutil que para describirlo podría usarse toda la escala de grises en lugar de hablar del humor drásticamente negro que caracteriza, por ejemplo, a Tarantino.

El debut de Paul Thomas Anderson no estuvo rodeado de una gran parafernalia, la película no contó con el músculo omnipotente del mainstream para garantizar su distribución global, pero los pocos críticos que la vieron reconocieron en este realizador a una promesa con voz propia y con carácter y con las bolas que se necesitan para ejecutar un nado estilizado en el estanque de tiburones de la industria. Las mismas bolas que uno le atribuiría a Sydney, el personaje principal de su ópera prima, aunque para aquel entonces, es seguro que Anderson se sentía más cómodo identificándose con John, pues él también era un aprendiz.

Se me hace interesante pensar en el personaje interpretado por John C. Reilly como un alter ego del propio director. Anderson también fue premiado por el azar, que lo puso bajo la protección de tutores experimentados que le enseñaron a contar bien una historia y a llevar a buen término una primera producción de la cual sentirse orgulloso. Claro que él podría sentirse ofendido si se afirma que su carrera es producto del azar, esta palabra no existe en su mundo así sea uno donde llueven sapos del cielo. Antes que el azar, está su talento y una actitud temeraria que lo convirtió en el protagonista de su anécdota más conocida: con el dinero que su familia le dio para pagar sus estudios universitarios, él decidió hacer su cortometraje, Cigarretes & Coffee, en el que reunía elementos clave del film noir que admiraba. Este cortometraje es a su vida de cineasta lo que el combustible es a los misiles balísticos: una fuerza súbita, breve y efectiva.

Así sucede la cuenta regresiva para impulsar a un director de cine por los aires: (9) mientras trabajaba como asistente de producción en un especial de la PBS, Anderson conoce al admirable, al clásico, al garboso Philip Baker Hall. (8) Anderson le muestra el guión de su cortometraje. (7) Baker Hall, interesado en la historia, decide involucrarse. (6) Anderson y Baker Hall y un puñado de actores más ruedan la película de 24 minutos. (5) Anderson debuta con su cortometraje en el Festival de Sundance de 1993, llamando la atención de los organizadores. (4) Los organizadores invitan a Anderson a que regrese, en junio de ese año, al laboratorio de guionistas de Sundance. (3) Anderson acepta, participa en el laboratorio y escribe el guión de Hard Eight que se desprende de una de las historias de su cortometraje. (2) Anderson se le mide a los entuertos de la producción: conseguir presupuesto, hacer casting, buscar locaciones, sufrir por plata. (1) Dos años después, en 1995, Anderson rueda en Reno su primer largometraje con un elenco de lujo que incluye a Philip Baker Hall y a John C. Reilly en los papeles principales, y a Samuel L. Jackson y Gwyneth Paltrow como personajes secundarios que desencadenan los giros de la trama. (0) Ya sabemos hasta dónde lo ha llevado ese primer impulso.

Es difícil pensar que detrás de Hard Eight hay un principiante. Es una realización cuidadosa y densa que hace hincapié en la descripción psicológica de los personajes. El enigma es simple: ¿por qué un desconocido de pasado indescifrable adopta como pupilo a un perdedor? Pero la forma de resolver la pregunta es compleja, pues demanda una puesta en escena en la cual los personajes van construyendo el clímax central a partir de la esencia de su carácter.

Sydney es caballeroso e incondicional, esto lo lleva a querer enmendar los errores de John que, por ser impulsivo, desventurado e ingenuo se convierte en presa fácil para Clementine (Paltrow), mujer de pocas luces que hace de su sensualidad una fuente de ingresos, actividad que en ocasiones la pone en situaciones peligrosas como la que el rufián malsano y aventajado Jimmy (Samuel L. Jackson) aprovecha para chantajear a Sydney so pena de revelar ese secreto que lo empujó, dos años atrás, a responsabilizarse por la suerte y el destino y, en últimas, por la felicidad de John, a quien estima casi como a un hijo. Bajo esta red de vínculos palpita a lo largo de la película un corazón negro del cual brotará en algún momento un chorro de violencia.

Y todo sucede en un escenario (Reno, sus casinos y su invierno) que se ciñe bien a esa especie de melancolía que todo el tiempo le está respirando en el pescuezo a los protagonistas de la historia, recordándoles que están arrinconados en medio de un knock out eterno, un knock out del que no saldrán bien librados, que los dejará con la boca sin dientes, los bolsillos vacíos y la piel reventada. Aunque también hay una aceptación latente de la fatalidad que a todos les ayuda a convivir con su suerte, casi siempre mala, sin que necesariamente eso signifique que deban estar resignados o acostumbrados a esas circunstancias malhadadas. No. El final que les espera no es trágico, sangriento, ni mortal aunque todo en la historia -su atmósfera de callejón- indique lo contrario. En el cine de Paul Thomas Anderson la muerte es de mal gusto y solo hace parte del decorado. Además, no es un cine aleccionador. Anderson se cuida de retratar en su ficción a seres humanos tan ambiguos como los del mundo real, con flaquezas, miedos, dudas continuas y virtudes que los vuelven extraordinarios.

En Hard Eight, Sydney es quien posee esas virtudes magníficas que lo convierten en el personaje que mejor representa el estilo de Paul Thomas Anderson de aglutinar la tensión en una de las figuras de la trama. En sus películas posteriores irá refinando su tendencia de convertir a un solo personaje en el núcleo gravitacional de la historia, incluso en aquellas con una estructura coral como Magnolia o Boogie Nights. En una etapa más cruda de la producción, el título elegido para la película era Sydney, como su protagonista, pero un consejo recibido en buen momento lo hizo tomar la decisión de cambiarlo por el juego de palabras que hace referencia directa al ámbito de apostadores impenitentes en el que se desarrolla la historia. En una mesa de dados, quienes apuestan al hard eight esperan barrer con la casa sacando un par de cuatros. En la obra de Paul Thomas Anderson esta parece una primera puntada de su manifiesto como artista que apuesta al todo o nada y siempre espera ganar transitando el camino difícil.

Intimidades de la peste empresarial

Posted: jueves, julio 18, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Para una nación que lleva tanto tiempo deslumbrada por un estilo de vida engañosamente utópico, es difícil maquillar su decadencia. En la película del director australiano Andrew Dominik, Mátalos suavemente (2012), el escenario, las líneas de diálogo, la actitud de los personajes y hasta el ruido de fondo, se encarniza en esta idea. A pesar de que su estética y su trama se enmarcan en el territorio del cine negro, el espíritu del filme tiene un sabor a thriller político que la dota de ironía y esa clase de humor que hace sonreír con nerviosismo.

Para empezar, Mátalos suavemente carece de héroes. Los seres humanos que la protagonizan apenas son dignos de portar la etiqueta de la especie, y el retrato que el director hace de cada personaje parece con la intención de plantar un espejo ante ciertos individuos para que vean en ellos el reflejo de sus pecados. Si el fantasma de las navidades futuras se apareciera en la habitación de algún líder imperial -un Obama, un Bush, un McCain- lo llevaría a pasear de la mano por las calles de esa ciudad arrasada y deprimente que le sirve de escenario al director para contar la historia de un puñado de criminales sin escrúpulos encabezado por Jackie Cogan, asesino de corazón frío que conoce la verdadera naturaleza de su comunidad americana.

Omitiendo el ruido de fondo que constantemente surge en las escenas para recalcar que la obra no habla de gángsters sino de otra cosa, se puede reconstruir el esqueleto de un drama criminal de los clásicos, basado en la novela Cogan's trade del escritor George V. Higgins. Frankie, Russel y la “Ardilla” son tres rufianes de baja categoría que planean asaltar una partida de cartas de la mafia, confiados en que la culpa caerá sobre Markie Trattman, un gángster que cometió un golpe idéntico un par de años atrás. Sin embargo, su treta no permanece encubierta por mucho tiempo y los señores de la mafia contratan al asesino Jackie Cogan para ajusticiar a los torpes maleantes.

La síntesis del argumento le da una apariencia convencional a Mátalos suavemente. Tiene crímen y venganza, tiroteos mesurados, palizas lacerantes, el ejercicio de una sexualidad sórdida y, sobre todo, personajes con moral de letrina. Especialmente en el último punto, la película tiene uno de sus mayores logros. La dirección de actores es una de las fortalezas de Andrew Dominik, como lo demostró con El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), en la que extrajo de Brad Pitt una interpretación mustia y perturbada que fusionaba la figura tradicional del forajido legendario con el carácter apesadumbrado de los personajes trágicos de Shakespeare. Para esta ocasión, Dominik volvió a encargar el rol protagónico a Brad Pitt cuya apariencia y actitud parecen el resultado del apareamiento entre Scarface y Gordon Gekko. Junto a Brad Pitt están los hombres que uno espera ver en una película de gente mala: Ray Liotta soporta las dolorosas desventuras de Markie Trattman. James Gandolfini aparece como Mickey, asesino a sueldo superado por asuntos de faldas en el declive de su carrera. Sam Shepard hace una aparición breve pero su personaje, Dillon, levita en los diálogos y en la trama como una temible deidad. Richard Jenkins es el portavoz enviado por los padrinos sin identidad ni rostro que deciden la suerte de los subordinados. Y aunque por el momento no son tan célebres, Scoot McNairy y Ben Mendelsohn interpretan el papel de los ladrones Frankie y Russel, cuya interacción tiene la química que se puede esperar del encuentro entre un cerdo y un gorrión, siendo Russell -no se puede negar la contuntende verdad- un fantástico cerdo.

Pero la adaptación que escribió el propio Dominik rebasa los límites del género en el que se encasilla la película, pues de los diálogos, el escenario y la musicalización de las escenas resulta un entramado simbólico que no hace otra cosa que hurgar en las heridas gangrenadas de América la presuntuosa. En la novela original, los acontecimientos tienen lugar en Boston, sin embargo, la película no tiene una ubicación determinada. Fue rodada en Nueva Orleans, pero Dominik la muestra como una ciudad sin nombre. Cuando en las entrevistas le han preguntado por sus locaciones él se refiere a ellas como Anytown, cualquier ciudad ruinosa afectada por la crisis económica reciente.

Por otro lado, el telón de fondo conjuga la crisis bancaria con la desesperada campaña electoral de 2008, cuando los candidatos presidenciales se empeñaban en prometer una fórmula mágica para conducir al pueblo hacia la merecida felicidad. Sus promesas y filosofías huecas suenan todo el tiempo a lo largo de la película. Mientras los personajes tienen sórdidas conversaciones sexuales, concretan transacciones homicidas o recatean la carnicería, la voz de los candidatos surge desde los televisores cercanos y los pasacintas. Quizá una manera de señalar a los ideales centenarios de esa poderosa nación como una mapostería frágil que se desmorona ante nuestros ojos. Los diálogos entre Jackie Cogan y el vocero de los jefes de la mafia subrayan esta idea. Negocian la ejecución de hombres como si transaran acciones de la bolsa, las ordenes provienen de poderosos innombrables que operan, como se señala en una de las conversaciones, con pestilente método empresarial y en las réplicas finales que escuchamos de Cogan queda resuelto el sentido básico de la película: el mundo es una mierda y todos estamos solos.   

Del ojo fílmico al ojo cibernético

Posted: miércoles, mayo 15, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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En la exploración previa que realicé para este artículo, abordé diferentes enfoques de interés sobre el documental, intentando acercarme al lugar que ocupa este género dentro del panorama de la realización audiovisual actual. En primer lugar y considerando solamente las obras que resaltan en la superficie, me interesó la súbita espectacularización del género en el ámbito cinematográfico. Reduciendo la mirada a ejemplos evidentes como las obras de Michael Moore, esa pieza de Al Gore que le ha dado la vuelta al mundo intentando llamar la atención sobre el cambio climático o los fabulosos documentales de la naturaleza auspiciados por Disney, que cada vez cuentan con más recursos técnicos y presupuesto, podría proclamarse una época dorada del documental, una reivindicación de este género que nació a la par con el cine y una valorización de lo documental frente a lo ficcional que hace que lo real se imponga como la mejor alternativa ante guiones decadentes y lenguajes visuales que no evolucionan más allá de los malabarismos técnicos del momento. Pero si jugamos en el marco de la industria del espectáculo que de todos modos ofrece cada año pocas obras dignas de mención, sigue en evidencia una oferta en la que es visible, cada vez más, un monopolio que nos impide –a nosotros los que vivimos al sur del ombligo del mundo- el acceso a la producción audiovisual de países que están alcanzando logros más interesantes. 

Si no existieran los festivales independientes que sobreviven cada año a pesar del escaso presupuesto, si se prohibiera de tajo la cuestionable –pero siempre maravillosa- práctica de bajar las películas de internet, si a todas las personas en las que hierve el interés por el cine se les cerraran los canales alternativos –no siempre legítimos- de distribución e intercambio de contenidos no tendríamos ocasión de ser testigos de la riqueza y diversidad de producciones que cada año surgen a partir de la iniciativa independiente de los realizadores, que para fortuna del documental, siguen orbitando la periferia de la cinematografía en una práctica que permanece fiel al espíritu que impulsó a los primeros documentalistas a desarrollar uno de los inventos más importantes de la humanidad: el cine. 

El interés primitivo de registrar la realidad, especialmente aquella que escapa de nuestro espectro sensorial, tiene, de hecho, el primer crédito en esta invención. Y aunque suene obvio, a partir de los diferentes adelantos técnicos que llevaron al cine de lo mudo, a principios de siglo XX, a lo tridimensional del siglo XXI, los modos de registrar esa realidad igualmente han cambiado en una transición que groseramente puede clasificarse en tres periodos: empezando por el ojo fílmico de Vertov, siguiendo con el ojo electromagnético que nos proporcionó la era del video y llegando al ojo actual, un ojo cibernético, ojo digital, que día con día demuestra la ausencia de límites y posibilidades.


El cine documental nació antes que el cine mismo. Guardando las proporciones, sus primeros logros eran para el cine lo que las pinturas rupestres eran para la pintura. El interés de algunos científicos por documentar algunos fenómenos que eran incapaces de ver con sus propios ojos encendió una mecha que llevó por ejemplo a que en 1874 el astrónomo francés Pierre Jules César Janssen inventara un revólver fotográfico –cámara en forma de cilindro- para registrar el paso de Venus frente al sol. Si bien no logró una película que pudiera proyectar movimiento, registró el suceso y avivó las llamas que ya empezaban a arder en la mente de otros hombres. 


En cualquier libro de historia de cine, en las cátedras que abordan esta materia y en los antecedentes que se enumeran para hablar de la tecnología que permite el registro de las imágenes en movimiento hay un referente inevitable: un caballo al galope. En los años setenta del siglo XIX un fotógrafo inglés logró capturar en 12 cuadros el movimiento de un caballo. El simple encargo de un criador que quería conocer al detalle los movimientos de sus animales para entrenarlos mejor y aumentar su velocidad se convirtió en un hito embrionario de la historia del cine. Eadweard Muybridge, hábilmente, ideó la forma de lograrlo: ubicó doce cámaras en la pista, cada cámara estaba unida a un cable que accionaba el obturador cuando el caballo lo atravesaba, registrando la huella de su paso. Inicialmente, las fotografías no eran más que eso pero no tardó Muybridge en idear un mecanismo basado en la antigua linterna mágica para proyectar las imágenes que, una tras otra, reproducían exactamente el trote de los pura sangre. El despliegue técnico, la información obtenida y los resultados a posteriori no hicieron más que develar uno de los aspectos decisivos de la película documental: “la capacidad que esta tenía de mostrar mundos accesibles, pero por una u otra razón, no percibidos por nosotros”.  Esos mundos accesibles al principio eran los elementales. Si los primeros experimentos se trasladaran a nuestro marco temporal, lo que veríamos sería a una camada bastante numerosa de hombres de ciencia dedicados a los juegos de niños: Etienne Lucey Marey, un fisiólogo francés, se dedicó por ejemplo a capturar con el fusil fotográfico que había inventado el vuelo de las palomas o el modo en que un gato es capaz de caer siempre sobre sus patas. Aprendió igualmente a proyectar en pantalla los resultados de sus experimentos. 



Éstos, sin embargo, eran trabajos aislados que la Historia supo resguardar para que ahora los incluyamos en la cronología de los inicios del cine pero que en su momento no fueron muy publicitados y se dieron a conocer solamente ante ciertas élites, nunca ante públicos numerosos. La popularización de las proyecciones se la debemos a los hermanos Lumière, especialmente al ingenio de Lois.

En 1995, para conmemorar los 100 años del invento del cinematógrafo se realizó un experimento interesante. La fotógrafa y realizadora anglo francesa Sarah Moon tuvo la iniciativa de reunir a 40 renombrados directores de distintos países para encomendarles una misión: filmar una pieza de 52 segundos con la cámara que usaron los Lumière en sus primeras películas. Grabaron en la emulsión que de hecho se usaba cien años atrás y con reglas básicas que buscaban acercarse a los resultados que obtuvieron los franceses cuando se decidieron a hacer su registro del mundo: iluminación natural, sin sonido directo y un número limitado de tomas. Theo Angelopulos, David Lynch, Wim Wenders, Abas Kiarostami, Zhang Yimou, Peter Greenaway, Spike Lee, Vicente Aranda, Costa-Gavras, Michael Haneke, Liv Ullman, fueron algunos de los más ilustres  convocados. El documental muestra los filminutos que cada director realiza pero también muestra el proceso y les da la palabra para que respondan por qué el cine, para que compartan las obsesiones que llevaron a cada uno a elegir esta profesión. A la larga, la mayoría fue fiel a su estilo y aunque la cámara, la película y las condiciones eran las mismas con las que contaron los Lumière, las diferencias son abismales. El guión, la puesta en escena, la actuación, en fin, el tono argumental, fue una constante entre la mayoría. Sin embargo, algunos directores quisieron regresar también a los móviles que empujaron a los Lumière a registrar las imágenes simples de la realidad: la llegada del tren a la estación fue homenajeada por uno de los directores quien también filmó la llegada de un tren a su estación desde un ángulo idéntico. Solo que esta vez no se trataba de una locomotora a vapor sino de un tren bala. Por su parte, Fernando Trueba también quiso replicar la experiencia Lumière convirtiendo la cámara en un ojo estático que aguarda frente a una puerta a que simplemente alguien la atraviese. En su caso no eligió una fábrica ni a los obreros que salen de ella. Eligió una cárcel y a un personaje que todos los días sale en la mañana a la libertad pero debe regresar en las noches a seguir cumpliendo su condena.   Veo este registro breve del cautiverio que por entonces enfrentaba el escritor Félix Romeo, culpable únicamente de ser objetor de conciencia, como una síntesis de una primera etapa evolutiva del documental pues la imagen visible tiene sustento y validez únicamente por aquello que no vemos, por esa historia oculta entre líneas que al ser perpetuada en la película adquiere una significación que trasciende los 52 segundos de metraje. Un híbrido entonces que tiene algo de la mecha tejida por los Lumière, encendida por Robert Flaherty y cuya detonación recae en nombres como el de Ziga Vertov, Jean Vigo o John Grierson.

La historia de los Lumière no es menos que fascinante. Es un relato de aventuras, una saga científica con intrigas y suspenso, una crónica de viajes por el mundo, una novela épica si se quiere. No gastemos tiempo en recordar con minucia la invención de su prodigiosa máquina, el éxito temprano de sus primeras proyecciones o la fiebre sucesora que contagió a Méliès, a Porter, a Grifith. Recordemos simplemente ese periplo relámpago que los Lumière motivaron por el mundo al enviar operadores que recorrían lejanas ciudades con un compacto equipaje: un artefacto de cinco quilos de peso que hacía un registro fiel de cualquier cosa que tuviera enfrente: el cinematógrafo. Su fisionomía, justamente, fue lo que garantizó su éxito frente a los aparatosos inventos que buscaban reñirle por entonces como el gigantesco kinetoscopio de Edison, que no tuvo la oportunidad de salir al mundo, sino que era el mundo el que debía ser llevado ante él. Para el invento de los Lumière, en cambio, “el mundo llegó a ser su tema de trabajo”. Los operadores contratados por los Lumière fueron el antecedente de los reporteros de guerra, de los exploradores etnográficos y de los documentalistas de la naturaleza. En menos de dos años se repartieron por los cuatro vientos. Visitaron Rusia, Italia, Asia, India, encontraron paraderos tan exóticos como Indonesia o Japón, cruzaron el Océano hasta Argentina y Brasil. Adonde llegaban causaban conmoción, pues su trabajo no se limitó a capturar las escenas cotidianas de las ciudades para luego proyectarlas en el epicentro cosmopolita de Paris. Fuera en antiguas ciudades del viejo mundo o en polvosos caseríos del nuevo, los operadores de los hermanos Lumière revelaban la película en el mismo aparato y proyectaban el resultado ante multitudes que se asombraban cada vez más por semejante prodigio. Con esta práctica los Lumière amasaron una fortuna, sembraron la semilla de una industria y crearon una religión. Una vez empezaron a comercializar su invento, esta práctica documental cayó en desuso pues aparecieron realizadores más interesados por hacer salir del cascarón ese lenguaje que con los Lumière se limitaba al registro de lo real. El reto que se impusieron entonces fue el registro de la imaginación, ante lo cual el cine documental perdió adeptos.

Los Lumière documentaron el mundo de su época pero todo su material reunido no deja de ser una compilación azarosa de la realidad, desencadenada, anecdótica. Dicho material fílmico carece de un planteamiento complejo de los diferentes asuntos que trata y tampoco profundiza en el individuo. Lo que se ve es el decorado de la época. John Flaherty, quien debería ser reconocido como el padre del documental, fue el responsable de mostrar lo que hay detrás de ese decorado. Logró su obra emblemática, Nanook el esquimal, por un azar que lo encausó para el resto de la vida en la realización documental y en la exploración de países ignotos.

Flaherty creció en un ambiente minero, viajando con su padre, quien se adentraba en territorios lejanos y salvajes buscando yacimientos que pudieran explotarse. Así conoció a los esquimales, aprendió a sobrevivir en la naturaleza y a dibujar los mapas de las zonas inexploradas de entonces. Con veintiséis años cumplidos se convirtió como su padre en un explorador. Su nombre de aventurero fue ilustre y alguna vez uno de los empresarios para los que trabajaba le dijo: “Usted va a recorrer un país interesante, con extrañas gentes, animales, etc. ¿por qué no lleva una cámara?” Flaherty abrazó esa idea y desde entonces el mundo perdió un ingeniero explorador y ganó un documentalista. Se dedicó a esta nueva labor con ímpetu, con un interés que no solo buscaba el registro de los países exóticos que visitaba sino que guardaba una intención social. Su esposa lo resumió bien cuando dijo: “Las imágenes en movimiento constituyen la base de la vida… Robert está dominado por la idea de emplear las imágenes en movimiento en campos como la educación y la enseñanza de la geografía y la historia. Alguien podría hacer de esta tarea la obra de su vida. ¿Por qué no nosotros?”.

Obras como Nanook (1922), Moana o El hombre de Aran, son la evidencia que nos queda de que empeñó su alma y corazón en esa tarea, pero eso también se lo debemos a un accidente. Si no hubiera sido por la colilla encendida de cigarrillo que cayó sobre los metros y metros de película que Flaherty filmó sobre la vida de los esquimales no tendríamos acceso a lo que planteó este hombre con su obra. Un espíritu pusilánime se hubiera resignado a perder y hubiera emprendido una tarea nueva. Flaherty vio ese incendio como un regalo de la suerte pues le abría la oportunidad de hacer todo de nuevo y hacerlo mejor. Con cientos de escenas sobre la vida esquimal filmada no sabía qué hacer, no tenía una historia, nada entre manos, sólo anécdotas, sólo decorado, algo digno de las llamas. Como él mismo lo expresaba, “se trataba de escenas sueltas, sin relación entre sí, sin un hilo conductor”. Su nuevo desafío era encontrar un hilo conductor que se encarnó en la persona de Nanook, el cazador protagonista de la emblemática obra a quien vemos en un entorno real, sin artificios. Quizá lo único artificioso de este documental sea la gramática visual empleada por Flaherty, enriquecida por el lenguaje desarrollado en el cine de ficción, y su interés en documentar cómo era la vida de los esquimales antes de entrar en contacto con el mundo occidental. Así vemos cruentas cacerías a cuchillo y arpón cuando para esa época ya los esquimales empezaban a usar armas de fuego.

Lo que inició Flaherty encontró continuadores en hombres como Ziga Vertov, Jean Vigo y John Grierson. Con ellos termina de engendrarse un ojo fílmico que en los términos planteados por Vertov, puede considerarse una piedra angular de la realización documental por lo menos hasta finales de la década de los cincuenta.

Al hablar de ojo fílmico, Vertov empleaba los siguientes términos: “Usar la cámara como un ojo fílmico más perfecto que el ojo humano para explorar el caos de los fenómenos visuales que llenan el universo. El ojo fílmico trabaja y se mueve en el tiempo y en el espacio para captar y registrar impresiones de manera muy diferente de la del ojo humano. Las limitaciones impuestas por la posición del cuerpo o por lo poco que podemos captar de un fenómeno en un segundo de visión son restricciones que no existen para el ojo de la cámara, que tiene una capacidad mucho mayor. No podemos mejorar la capacidad de nuestros ojos pero siempre podemos mejorar la cámara”.

Con este planteamiento Vertov seguía fiel al interés de los hombres de ciencia que inventaron el cine -el de acceder a un mundo no percibido por nosotros- y se anteponía también al curso cinematográfico de su tiempo pues abogaba por un cine sin actores, alejado de vicios teatrales e inmerso en el campo de batalla de la vida misma, pero no de la vida alejada y exótica visible en el cine de Flaherty, sino la vida de las ciudades, la vida del hombre moderno. 

Así creía que se acercaba a una verdad y con orgullo evangelizaba alrededor de ella: “Soy un ojo fílmico, soy un ojo mecánico, una máquina que os muestra el mundo solamente como yo puedo verlo.
En adelante y para siempre prescindo de la inmovilidad humana; yo me muevo constantemente, me acerco a los objetos y me alejo de ellos, me deslizo entre ellos, salto sobre ellos, me muevo junto al hocico de un caballo al galope, me introduzco en una muchedumbre, corro delante de tropas que se lanzan al ataque, despego con un avión, caigo y me levanto con los cuerpos que caen y se levantan.
Liberado de la tiranía de las 16 – 17 imágenes por segundo, liberado de la estructura de tiempo y espacio, coordino todos los puntos del universo, allí donde puedo registrarlos.
Mi misión consiste en crear una nueva percepción del mundo. Descifro pues de una manera nueva un mundo desconocido para vosotros.
Pero no basta con mostrar fragmentos de verdad en la pantalla, partes separadas de verdad. Esas partes deben organizarse temáticamente para que todo también sea una verdad”. 

En las anteriores palabras se resume el carácter de ese ojo fílmico con el que trabajaron generaciones posteriores de documentalistas. Quedan manifiestos la capacidad que tiene la cámara de permitirnos ver aquello que escapa a la percepción humana, el paradigma que prescinde de las imposturas y el lenguaje –expresado en el montaje- que articula las historias y hace de la suma de las partes un todo indivisible pero con la posibilidad de explorar múltiples significados. Un ejemplo extraordinario de Montaje es su obra El hombre de la cámara de 1929 compuesta por cientos de escenas de la vida cotidiana de san Petersburgo y las peripecias que un camarógrafo debe ejecutar para captarlas.

Por supuesto, ese ojo fílmico no era inmutable ni mucho menos invariable, obras como las de John Grierson, Hans Richter o Jean Vigo harían su aporte, pondrían un filtro personal, un estilo y una intención. Grierson por ejemplo, apuntaba igualmente a registrar el “drama de lo cotidiano” pero se diferenciaba por la posición ideológica que se imponía a sí mismo y  a los que trabajaban con él.  En palabras de Erik Barnouw, autor del libro El documental, historia y estilos, la diferencia de Grierson residía en que “exhortaba a su personal a que evitara todo ‘esteticismo’. Les decía que en primer lugar ellos eran propagandistas y sólo en segundo lugar autores de películas. Poseía la singular capacidad de infundir entusiasmo por el ideal de la propaganda, vital y necesaria, con miras a promover la educación de la ciudadanía y en procura de una vida mejor.”

Por otra parte, Hans Richter viraría la actividad fílmica documental al encuentro de lo abstracto inaugurando un movimiento que a partir del registro de lo cotidiano elaboraba sinfonías donde lo sonoro, lo visualmente exuberante y la manipulación del ritmo en el montaje ofrecían un punto de vista subjetivo e irracional sobre la realidad al modo de las vanguardias pictóricas.  De este movimiento destacan nombres como el de Walter Ruttman cuya película Berlín: sinfonía de la gran ciudad, de 1927, sigue siendo un referente para los videoartistas actuales.

Jean Vigo, aunque más conocido por obras de ficción clásicas como L’atalante (1934), inició sus días de realizador como documentalista que buscaba el lado más íntimo de la vida. Y en esa búsqueda descubrió por ejemplo un inconveniente de ese ojo fílmico, que la cámara era una intrusa en la realidad y esa intromisión transformaba lo filmado. En compañía de Boris Kaufman –hermano de Vertov- intentaba filmar haciendo invisible la cámara, escondiéndola, haciéndola una intermediaria oculta entre la realidad y el ojo humano. Quería convertirse en un autor sutil, “lo bastante como para pasar a través de una cerradura rumana y filmar al príncipe Carol mientras éste se ponía una camisa de dormir.” 

El desarrollo de este ojo fílmico, representado en los autores antes mencionados, no tomó más de 30 años. Ese punto de partida abonó el terreno para la mayoría de los trabajos posteriores que sin embargo siguieron transcurriendo en la periferia pues el epicentro de la actividad fílmica había sido conquistado por  “un nuevo medio que pronto opta por privilegiar, lo sabemos de sobra, la puesta en escena, el guión y las historias encarnadas por actores, antes que el simple (o no tan simple, eso también lo sabemos) colocar la cámara frente al suceso para actuar como un mero soporte de registro de lo real.”

El libro Documental y vanguardia, que recoge las ponencias del VII Festival de Cine de Málaga, ratifica el carácter marginal de la práctica documental al afirmar que “ha sido siempre periférica, diríamos incluso que, en ocasiones, gloriosamente periférica. Ese carácter para-industrial ha condicionado, qué duda cabe, su evolución, pero lejos de ser negativo se debe leer positivo. Las prácticas documentales se han desarrollado en las más variadas formas y en los lugares más inverosímiles. Y no se trata sólo de una cuestión geográfica: aquéllos más preocupados por las cuestiones sociales trabajarán sobre el documental según diferentes vías y objetivos, distintos de aquellos que se preocupan más por cuestiones relacionadas con los límites de la representación, por poner un ejemplo histórico concreto. Es más, por mucho que ambos puedan compartir país o incluso ciudad, se moverán en circuitos diferentes, dando lugar a pautas de exhibición, y por ende, de consumo de sus productos que, en principio, no resultan comparables”.  

Así, la actividad documental tomó un camino diferente al del cine tradicional tanto en las formas de representación como en las líneas de distribución, las cuales alcanzaron una democratización que permitió la evolución del ojo fílmico nacido en los años veinte a un ojo electromagnético que encontró su auge a partir de la década de los sesenta. 

La aparición del video implica varios hitos en la realización documental. En primer lugar, solo la duración de la cinta electromagnética, que permitía rodar 30 minutos de continuo frente a la película de 16 mm que en 400 metros apenas albergaba 11 minutos, permitió establecer planes de rodaje más generosos frente a las situaciones u objetos a captar por los documentalistas. Por otro lado, los costos de producción se redujeron considerablemente y las imágenes captadas adquirieron con el video un carácter de instantaneidad del que carecían con el celuloide. Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de este nuevo ojo electromagnético consistía en su accesibilidad y en la facilidad de exhibición. Por un lado, la actividad audiovisual no estaba restringida a unos pocos. Las cámaras empezaron a captar la realidad de todos los ámbitos. Estaban presentes tanto en los eventos domésticos  como en los de trascendencia mundial, registraban los hechos fundamentales de una convulsionada época y la cotidianidad intrascendente que una cámara de vigilancia puede captar en un banco o en un aeropuerto. A propósito, es destacable la realización El gigante de 1984, de Michael Klier quien construyó una memorable pieza audiovisual a partir del reciclaje de las imágenes captadas por cámaras de vigilancia de aeropuertos, autopistas y parqueaderos, unificadas por un hilo conductor musical. 

Por otro lado, las producciones se independizaron cada vez más de la voluntad de la industria. Si bien encontraban un nicho lleno de recursos como la televisión, también contaban para su distribución con otros espacios como galerías de arte, cineclubes, encuentros internacionales de documental, entre otros. 

El investigador Manuel Palacio, en un ensayo publicado en el libro que mencionamos, Documental y vanguardia, describe las características  de la actividad documental  de esta época: “Desde la contemporaneidad, las raíces documentales de las primeras prácticas videográficas pueden incluirse en dos grandes apartados. En primer lugar estaría el llamado video comunitario, aquellos que utilizaran el soporte electromagnético para elaborar con sus trabajos piezas audiovisuales de agitación política y social en la comunidad local (…) En segundo lugar, hallaríamos aquellos trabajos concebidos para algún tipo de emisión televisiva básicamente en las cadenas de cable, y que en cierto sentido es el origen de lo que hoy se entiende como producción independiente”. Más adelante y para aclarar lo anterior, Palacio agrega que “Por primera vez, en la historia del cine documental se considera que la televisión y la cultura popular que emana de ella es el eje vertebral de todo el sistema audiovisual.”   

Es interesante que la innovación técnica del video coincida con una época de profundos cambios en el ámbito mundial, pues en Europa la guerra fría amenazaba con diluir los matices culturales, en Estados Unidos hervían las protestas contra Vietnam mientras los movimientos que defendían las libertades civiles ganaban fuerza, en Centro América las guerrillas de Nicaragua o El Salvador representaban la respuesta más humanista a las dictaduras de ultraderecha auspiciadas por Estados Unidos, y en Sur América el orden político mutaba a un oscuro orden militar que ocasionó dos fenómenos que configuraron una identidad latinoamericana común a todos. Por un lado, a raíz del exilio convirtieron al latinoamericano en un permanente habitante del mundo y por otro lado, acentuaron el contexto violento de nuestras sociedades donde prima la impunidad, la corrupción y la negación y anulación del otro. Todo o casi todo, quedó en video y en parte eso permitió individualizar ese mundo de infiernillos particulares, registrarlos para la posteridad, apropiarlos para la memoria colectiva de los pueblos. Hoy en día nos ufanamos al pensar que no hay un solo rincón del mundo sin que una cámara lo esté registrando. Eso ya venía pasando desde los sesenta, incluso hasta la Luna llevamos cámaras y nos conectamos simultáneamente para ver la realización de una utopía. 

Lo que está sucediendo hoy de cuenta de Internet, las redes sociales, la web 2.0, la 3.0, la web semántica, la nube y los demás hitos tecnológicos que aparecen cada día frenéticamente nos permite, a quienes no vivimos las convulsionadas décadas de los sesentas y setentas, atestiguar de primera mano una tercera evolución del ojo fílmico. Estamos ad portas del reinado del ojo cibernético, de un ojo que reemplaza la cinta electromagnética o el celuloide por bits de información y más allá del soporte de almacenamiento, un ojo ubicuo y todavía más instantáneo que nuevamente abre al ser humano la posibilidad de percibir a través de dispositivos tecnológicos aquello a lo que sus dispositivos orgánicos son ciegos. “Internet no es tanto un nuevo espacio para contar historias, como un medio para contar nuevas historias.”

Experimentación, argumentación y representación confluyen en la red de modos distintos con ejemplos emparentados tanto con los intentos embrionarios de Muybridge como con el registro anecdótico de los Lumière.

Hay un vínculo de hermandad entre el trote del caballo captado por las cámaras de Muybridge y el ascenso vertiginoso de la silla espacial captado por las cámaras de alta definición de Toshiba. Hay una relación directa entre los operarios de Lumière que partieron a registrar la vida de todos los rincones del mundo y el experimento que Youtube, LG, el Festival de Cine de Sundance, Ridley Scott y Kevin Macdonald impulsaron durante los últimos meses para que miles de personas captaran lo que pasa en un día específico de la tierra. Pero también hay algo que diferencia cada experiencia, no es la tecnología, no es el hecho de que hoy tengamos un mundo supuestamente más desarrollado que el de hace más de un siglo, esa diferencia tiene que ver con que habíamos creído que la porción invisible de nuestra realidad era ya muy pequeña y este neonato lenguaje, aun siendo rudimentario, nos está devolviendo la virtud del asombro que es indivisible de la oportunidad de temer a lo desconocido. Recordemos que hubo una época en que toda la humanidad creía vivir en una tierra plana, ¿cuál es la verdad que hoy creemos universal y que mañana señalaremos como trivial superstición? Lo que personalmente espero es que a ese ojo cibernético se vuelquen millares de documentalistas para que esas nuevas verdades universales que nos esperan tras la línea de sombra de la época no pasen desapercibidas. 

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[1] BARNOUW, Erik. El documental. Historia y estilos. Barcelona. Editorial Gedisa. 1996. 358p.
[1] ibid
[1] Ibid
[1] TORREIRO, Casimiro y CERDÁN, Josetxo (editores). Documental y vanguardia. Madrid: Cátedra. 2005. 394p.