La necesidad de repetirse

Posted: martes, julio 10, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Cuando se hace una retrospectiva del Cine Colombiano en los últimos diez años, o por lo menos desde que fue aprobada la Ley de Cine en 2003, se suele comparar el desarrollo de la cinematografía nacional con las etapas de la vida de un hombre. Se habla de una infancia incipiente, una pubertad largamente enquistada y una adolescencia que se resiste a convertirse en madurez. Sin embargo, con una industria cinematográfica que todavía no despega, es más apropiado que el lugar común se devuelva a una etapa embrionaria; incluso más atrás, a una fase en la que miles de espermatozoides agitan desesperadamente sus colas en su intento de liderar la vanguardia que fecundará un óvulo que se resiste a llegar al esplendor de su fertilidad.

Esto se debe, en parte, a la gran dificultad que tienen los realizadores para sacar adelante sus proyectos, por lo que el listado de realizaciones se compone de una gran cantidad de óperas primas y directores que tardan una suma agotadora de años para completar al menos una segunda película. En estas condiciones es muy difícil identificar una tradición cinematográfica sólida y menos aún hablar de ejercicios estilísticos notables por parte de los realizadores.

En la página web del Ministerio de Cultura existe un listado que intenta recoger las producciones nacionales desde 1915. Aunque no es una compilación rigurosa, pues faltan algunos títulos y se incluyen otros que no son propiamente filmes colombianos. En casi 100 años, ese catálogo cinematográfico acumula 347 películas de las cuáles, entre 2002 y 2011, se estrenaron 88 títulos. El listado aún no incluye las 10 ó 12 producciones nacionales que rotarán en la cartelera durante 2012 pero un análisis de sus datos sirve para ilustrar este artículo.

Entre los directores que han estrenado películas en los últimos diez años, están incluídos, como no, los maestros que durante varias décadas han ejercido un apostolado del cine más o menos afortunado. Aunque uno quisiera ver los nombres de Luis Ospina, Víctor Gaviria, Jorge Alí Triana o Sergio Cabrera con mayor frecuencia. El que tiene el récord de estrenos es Harold Trompetero, con ocho producciones. Por lo demás, los directores del listado aparecen una o a lo sumo dos veces. Felipe Aljure, Rodrigo Triana, Carlos Moreno, Simon Brand, Andy Baiz o Ciro Guerra son algunos medianamente productivos. En otro extremo están Óscar Campo, Carlos César Arbeláez, Oscar Ruiz Navia o los hermanos Juan Felipe y Esteban Orozco que estrenaron óperas primas que han salido bien libradas ante la crítica nacional e internacional.

Y cada vez se siguen sumando nombres a esa lista, pues el promedio anual de estrenos de 10 o 12 películas nacionales se ha mantenido estable durante la última década, aunque esta cantidad es incipiente si nos comparamos con el cine de México, Brasil o Argentina donde la industria del cine hace rato salió del cascarón. En 2011, por ejemplo, se estrenaron en Argentina alrededor de 80 películas de producción nacional. Una de las preguntas que subyacen en el fondo es ¿cuántos de estos directores podrán construir una obra sólida y un estilo que los identifique como autores?

Un vistazo a los géneros cinematográficos más frecuentes en el cine nacional da luces sobre las exploraciones estilísticas que prefieren los realizadores.

En una disección de los ingredientes narrativos de las películas dirigidas por colombianos saltan a la vista dos tendencias. Por un lado están los directores que toman elementos de la realidad cercana para construir historias dramáticas que sitúan a sus personajes en contextos sociales extremos donde la violencia, la pobreza o la confrontación de clases hacen parte del planteamiento central. En el otro lado de la balanza están las películas cercanas a la comedia y el melodrama. Estas dos corrientes acaparan casi todo el grueso de la producción nacional. Géneros cuyas fórmulas tienen reglas apropiadas por la audiencia como el terror, la ciencia ficción, la fantasía o el cine de aventura son menos abordados por los cineastas colombianos.

En estas dos tendencias los géneros se combinan y surgen variables interesantes. El género de las road movie, por ejemplo, despierta mucho interés entre los realizadores. Su estructura argumental facilita el desarrollo de cualquier historia. Ahí están los casos de La sombra del caminante (2005) y Los viajes del viento (2009), de Ciro Guerra; Apocalipsur (2007), de Javier Mejía o Retratos en un mar de mentiras (2010) de Carlos Gaviria, en las que la trama y los personajes obedecen a la lógica del viaje, lo que sucede entre el punto de partida y el de llegada. Un ejercicio más complejo es el que hizo Oscar Ruiz Navia con El vuelco del cangrejo (2010), donde la trama queda oculta en el subtexto de la película y el tránsito del personaje -emocional y físico- es una adivinanza que el espectador debe resolver.

Otra tendencia notable es la del cine que toma como eje temático la violencia. Y no porque exista profusión de películas centradas en contar historias de maleantes y policías, o narcotraficantes y sicarios, o guerrilleros y paracos, sino porque la aparición de una producción que aborde estos temas, aunque sea parcialmente, genera casi siempre una polémica innecesaria sobre la imagen de país que se proyecta. Es más importante analizar los alcances estéticos a los que han llegado algunos realizadores tratando este tema, ya sea desde la denuncia de una realidad evidente o desde las posibilidades artísticas que ofrecen los personajes típicos de los bajos mundos de la guerra y el crimen. 

Una película como La primera noche (2003) de Luis Alberto Restrepo, se ubica en un extremo opuesto a la realización del año 2008 Perro come Perro de Carlos Moreno. Ambas abordan la violencia desde diferentes ángulos y los realizadores asumen los desafíos creativos de un modo distinto. En el primer caso, Luis Alberto Restrepo trata de contar una historia realista desde el punto de vista de las víctimas, una familia de desplazados que llega a una ciudad tan agreste como los ejércitos que la obligaron a huir. En cambio, Carlos Moreno deja el realismo a un lado para construir un thriller criminal que se alimenta de los estereotipos para crear un mundo nuevo, parecido al real, pero con sus propias reglas.

Un afán clasificatorio obligaría a que en la primera línea, fiel a la realidad, más dramática, se mencionara por ejemplo a Los actores del conflicto (2008) de Lisandro Duque, Los colores de la montaña (2010) de Carlos César Arbeláez o Silencio en el paraíso (2011), ópera prima de Colbert García que aborda el tema de las ejecuciones extrajudiciales por parte del ejército. En la otra línea, que se permite más licencias desde la ficción, habría que ubicar a El colombian dream (2006) de Felipe Aljure, Bluff (2007) de Felipe Martínez, La sangre y la lluvia (2009) de Jorge Navas o Saluda al diablo de mi parte (2011) de los hermanos Juan Felipe y Esteban Orozco.

Sin embargo, este intento de clasificación es tan caprichoso como aleatorio pues, paradójicamente, la diversidad y la escasez en el cine colombiano existen de manera simultánea.

Los directores que tienen un estilo claro para hacer sus películas son pocos. Es fácil reconocer el estilo de Víctor Gaviria quien consolidó esa forma tan suya de hacer cine con Sumas y Restas (2005); y aunque los hermanos Orozco apenas han rodado dos películas -Al final del espectro (2005) y Saluda al diablo de mi parte (2011)-, se nota una inclinación hacia un cine comercial que bebe de las enseñanzas de industrias como la de Hollywood. Junto a ellos hay una generación de directores que no se conforman con las posibilidades que el país ofrece y participan en cooproducciones con las que reclaman más participación en la cartelera internacional. Simon Brand, director de Paraíso Travel (2008) y Andy Baiz, director de Satanás (2007) y La cara oculta (2011), hacen parte de esa camada en la que también se incrustan los herederos del formato televisivo como Gustavo Bolívar, Dago García, Harold Trompetero, Jaime Escallón y otros responsables de taquillazos anuales que, para bien o para mal, ayudan a que el negocio tenga una apariencia rentable.

Ahora las oportunidades están dadas para que las ambiciones artísticas o comerciales de los cineastas se cumplan.

Y ante la apertura de las posibilidades, surgen producciones dispuestas a tomar más riesgos y realizadores que no temen a sus obsesiones, lo que a la larga les permite encontrar una voz propia reconocible.  Ya se empiezan a ver propuestas interesantes como El Páramo (2011), de Jaime Osorio Márquez, enmarcada en el cine de horror, género poco aprovechado en el país. Y también se destaca la animación Pequeñas Voces (2011) de Óscar Andrade y Jairo Carrillo, tan cercana a producciones internacionales aclamadas como Persépolis o Vals con Bashir. Otro ejemplo que no debe faltar es el de Yo soy otro (2008) de Óscar Campo, impresionante historia de ciencia ficción candidata a convertirse en película de culto y de cineclubes subterráneos ya que su duración en cartelera no le permitió llegar a un público que reconociera su enorme potencial.

Tal vez con la nueva ley de fomento a la industria cinematográfica aprobada este año, los cineastas tengan más herramientas y recursos para trabajar con rigor haciendo más películas. No hay otro modo de crear un sello que en el futuro permita la existencia de un cine colombiano con reglas propias. Un famoso cineasta dijo que el estilo nace de repetirse a uno mismo y de verdad es una necesidad apremiante que los cineastas colombianos tengan la rara oportunidad de repetirse más a menudo.

Drive: El escorpión escapa de la fábula

Posted: lunes, julio 09, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"Solo nos interesa la fuga nocturna, la alucinada hora en que los faros de los coches traspasan la atmósfera. Salimos. Recorremos la ciudad, inventamos su heroísmo y lo mantenemos en secreto. Realizamos hazañas hasta que llega el alba."
Juan Villoro


El escorpión que lleva en su chaqueta de plata es la marca de un héroe condenado. Es dorado, las tenazas dispuestas en posición defensiva y la cola retraída en una curva que parece próxima a desahogar un recto latigazo para clavar muy hondo su aguijón a quien se quede mirándolo. Transita la ciudad especialmente en la noche. Como los arácnidos del desierto es un animal de hábitos nocturnos: parece más a gusto con el clima y conoce muy bien el arte de camuflarse en las sombras. El rostro apacible manifiesta los signos de una soledad acarreada con aplomo. Habla poco y las escasas palabras que dirige a sus semejantes salen encadenadas en el hilo de una voz cargada de arena. Su actitud es una coraza que borra las nociones del pasado. A lo mejor nunca fue niño, a lo mejor salió de un agujero convertido en ese monstruo solitario, a lo mejor aterrizó sin memoria sobre las calles incandescentes de Los Ángeles. Tampoco tiene nombre, simplemente es el conductor.


A bordo de un Chevy Impala adulterado con 300 caballos de fuerza, el conductor es inalcanzable. Se convierte en un raudo fantasma, invisible para las farolas de los helicópteros policiales que barren la ciudad en su vuelo de moscardones ansiosos. Durante el juego de búsqueda y captura suena una canción de Kavinsky, se acelera la sangre, el silencio aturde y la ciudad prolongada en una vía sin retorno devuelve la mirada desde sus cristales pulidos. La visión aérea de la escena revela un círculo de fuego con luces de neón y rascacielos erectos como las espinas de una trampa.  El destino de un escorpión acorralado es desvanecerse bajo la inyección de su propio veneno pero en Drive la fábula tiene una variable catastrófica: la inmunidad de los héroes condenados les da el poder de hacer arder a quienes caigan en su abrazo vengativo. 


A diferencia del personaje, el director de la película sí tiene nombre y un pasado importante. Nicolas Winding Refn tenía 26 años cuando estrenó su primer largometraje en Dinamarca, Pusher (1996), que más tarde se convertiría en una trilogía del inframundo de Copenhague, donde cada grieta de la calle está fertilizada con mala suerte por toneladas. Sus protagonistas son víctimas de un mundo industrial construido sobre los destinos ruinosos de los desafortunados: prostitutas maltratadas, dealers de poca monta, cinéfilos sin esperanza, adictos a los piquetes intravenosos, gangsters en desgracia, prófugos de furia destructora. Cada película rodada después de ese primer ejercicio de inmersión en el abismo es la continuación de una búsqueda en la que Winding Refn podría descubrir los tesoros sepultados en la escoria humana.


Aunque parece que el director danés necesita seguir excavando porque ni en Bleeder (1999) ni en Bronson (2008) ni en Valhalla Rising (2009) aparece esa belleza que siempre se insinúa tras las desgracias de sus protagonistas: un amago de redención que permanece incompleto, superado por el descolorido panorama de un porvenir tan ineludible como calamitoso. 


Nicolás Winding Refn es un hombre de finales abiertos. Abandona a sus personajes en un vacío que uno después llena con lástima o repulsión: volver a casa completando los finales probables de las películas para encontrar que se ha caído en un juego en el que ambas caras de la moneda tienen marcas idénticas.


Aunque Drive es distinta. Ryan Gosling se desplaza en las escenas elevándose sobre las hondas de un ruido de reverberaciones ubicuas.  Trompetas eléctricas que anuncian la llegada de un ángel letal. Cantos distorsionados que alaban la perdición de los villanos. La mala suerte también rodea al conductor como a otros personajes de la filmografía de Winding Refn pero donde otros han caído, el conductor se levanta triunfal: sus manos transportan un poder justiciero, sangran pero entregan dolor. Enfundadas en guantes de cuero se vuelven implacables, su furia es poesía, los dedos son aguijones que reclaman velocidad.


Y sin embargo, la película es una pausa en la que se puede permanecer sin reparar en la sucesiva transición de los minutos. Puede ser que algo del estilo visual y el ritmo del montaje le dé al tiempo una densidad difícil de traspasar: Drive es otra dimensión. En los silencios de sus personajes se encubren deseos, miedos y pensamientos secretos que jamás son pronunciados pero que establecen conexiones telepáticas con quienes se interponen en el cruce de miradas de Irene (Carey Mulligan) y el conductor. Se dicen poco y callan lo esencial. Su relación tiene que ver más con las progresivas variaciones de luz que los rodea mientras ocupan una colección de escenarios que el director parece haber sacado directamente de las pinturas de Eric Fischl: el erotismo es un anhelo invisible; la soledad, un arma peligrosa. 


El poder subliminal de las secuencias de Drive la separa de los típicos conflictos criminales. ¿Cuántas veces se repite la fórmula del héroe que usa sus talentos especiales para salvar sus amores, vencer a los malos y quedarse con un botín manchado de sangre? Nicolas Winding Refn usó otro molde. Tomó los elementos de la novela de James Sallis pero los reordenó para darles el tono que venía imprimiendo en personajes como Lenny (Mads Mikkelsen), de la película Bleeder, imperturbable ante los rumbos bestiales por los que se desvía la historia.


Así es el conductor: imperturbable durante las persecuciones, frío durante los tiroteos, audaz para convertir un beso en el preludio de una ejecución, sereno en el combate a cuchillo de las sombras. 


Existe la ilusión de poder mirar dentro del personaje pero todo lo anterior apenas son destellos que escapan del impenetrable exoesqueleto: inseparable chaqueta de plata, vaqueros ajustados, los zapatos que llevaría Elvis Presley. La figura asociada a cualquier rebelde sin causa pero además el conductor ha establecido con el motor y la carrocería de sus autos una simbiosis que lo vuelve sobrehumano. Sus talentos especiales trascienden la simple habilidad de fluir como un rayo por la carretera. En el tiempo que se toma para mirar por la ventana y dejarse acompañar por una música que convierte la tristeza en una danza, el conductor se declara expulsado del mundo y por lo tanto exento de sus vilezas. 


Quizá esa sea la explicación de la atmósfera atemporal que tiene la película. Según las afinidades estéticas de quien la observe se pueden señalar los detalles de otras épocas. Alguien ve en la composición exuberante de la tipografía de los créditos una referencia de los años 70, otro cree que la música alude las tensiones culturales que predominaron en los años 80 y hay quien dice que el dúo de gangsters (Albert Brooks, Ron Perlman) son especímenes conservados en el ámbar de los años 60. Se puede hacer un catálogo de posibles fuentes e influencias pero el ejercicio de disección puede aplicarse a cualquier obra y eso no la hace menos auténtica. Yo empezaría mencionando a Travis Bickle, Charlie Brigante o a los forasteros sin nombre, hijos de Sergio Leone, que cruzaban el desierto con una lentitud de proporción inversa a la velocidad de sus pistolas.  Para ellos, Drive no tiene guiños ni tributos, solo el anuncio de que un nuevo miembro acaba de incorporarse a su pandilla. 

Deconstruyendo a Harry: un Decamerón distorsionado

Posted: miércoles, julio 04, 2012 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Para armar un puzle conviene ubicar primero las piezas de las esquinas y los bordes, de modo que la imagen vaya creciendo hacia el centro, como en una implosión controlada. Es un problema cuando las piezas son incontables y no aparecen aquellas de bordes rectos que delimitan el paisaje. La tarea se va volviendo infinita, expansiva y lo que va resultando de las pocas piezas que se logran ensamblar es una imagen distorsionada y fragmentaria, que además exige una rara sensibilidad para unirlas entre sí y adivinar lo que sugieren en el fondo. Esta es la misma idea del universo que se expande, una idea que ocasiona angustias severas porque es difícil de concebir y quienes intentan abarcarla deben hacerla pasar por un tamiz que si no es una larga sucesión de visitas al psicoanalista, una reclusión temporal en el manicomio o una conversión mística, resulta siendo la producción de alguna obra maestra. En el caso excepcional de Woody Allen se deben señalar todas las anteriores.

La polémica ha sido una bestia que Allen gusta desatar y, cuando en 1997 estrenó su película Deconstruyendo a Harry, no dejó títere con cabeza. A través de su personaje, Harry Block, expresó opiniones cáusticas hasta la saciedad sobre el sexo, la religión, las mujeres, el amor, la ciencia y el mismísimo Papa.  Convirtiendo cada fragmento de la historia en “oro literario”.


Sí, hay que decir primero que esta historia es una cadena de fragmentos, que los planos pueden repetirse o saltar en el tiempo como en un agujero de gusano; que así como el escritor Harry Block está incómodo en su vida y advierte que de alguna forma extraña sólo encuentra en la ficción su perfecta horma, el espectador comparte el malestar y comprende a todas luces el bloqueo por el que atraviesa Harry. Así, desde las primeras imágenes entrecortadas hasta los relatos fantásticos, en los que bien puede aparecer la muerte o un judío caníbal, el espectador firma un pacto con el diablo y acepta armar el puzle junto a Harry Block (Allen) y sus alter egos mal disimulados.

Como Ingmar Bergman en Fresas Salvajes, Allen quiere mostrar en esta película la búsqueda del paraíso perdido. No es un accidente que los personajes de las dos películas emprendan un viaje para recibir sendos homenajes en sus respectivas universidades. Este viaje corto en apariencia, es en realidad hacia otro lado, no tanto hacia el pasado como hacia los tropiezos que desembocaron en el presente, y no es tanto una forma de expiación o arrepentimiento como una estrategia para comprender la misma verdad que todos en el fondo conocen: “que nuestra vida depende de cómo la distorsionamos”.


Woody Allen entrega en Deconstruyendo a Harry una particular colección de relatos: el actor que de repente se encuentra desenfocado, el joven que suplanta una identidad que está en la lista de  la muerte, el hombrecito que baja a los infiernos para rescatar a la novia que le robó el diablo… cada pequeña historia es una parte del todo, es una clave para entender –que no es justificar- el caos de Harry Block, los orígenes de su bloqueo de escritor (writer’s block) y las circunstancias que lo han ubicado en la posición que él mismo explica al principio para hacerle entender a la ofendida Lucy el inconveniente de descerrajarle un tiro: “He sido desgraciado. Mi chica se ha ido con un amigo cercano. Sufro de insomnio, herpes. He derrochado todo en psiquiatras, abogados y putas”.


Tal confesión parece abierta, sincera, y puede ser tomada no como el diálogo de un personaje sino como el manifiesto real que el cineasta hace sobre su vida. Pero como lo ha repetido el mismo Woody Allen, Harry no es él. Es cierto que expresa ideas y opiniones recurrentes en su obra –las que proclama en el ámbito del cine, el teatro y la literatura-, pero esta película no es una autobiografía y mucho menos un alardeo solipsista como llegó a ser calificada, pues si Woody Allen fuera neurótico, infiel, consumidor compulsivo de pastillas, alcohólico y mentiroso al mismo grado que Harry Block, no tendría tiempo para crear, y vaya que a lo largo de sus 40 años de carrera artística ha demostrado que está muy lejos de atravesar el temido bloqueo de escritor.


El hecho de protagonizar él mismo la película fue más bien una mala jugada de la casualidad. Allen quería a Robert De Niro o a Dustin Hoffman para el papel. Negoció con ellos, también con Elliot Gould, pero ninguno de los que había imaginado como Harry Block estaba libre y, sin más opciones, se tuvo que autocontratar, y bueno, de paso demostró que funciona muy bien por dentro y por fuera de su arte. 

Sweet and Lowdown: Caricaturas de carne y hueso

Posted: martes, julio 03, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"La canción de amor debe nacer en la esfera de lo irracional, lo absurdo, lo distraído, la melancolía, lo obsesivo, la demencia, pues la canción de amor es el ruido del amor mismo y el amor es, por supuesto, una forma de locura". 
Nick Cave


La estela que Woody Allen ha dejado en su paso por la historia del cine está salpicada con el rastro de sus más profundas obsesiones, en unos casos de una manera sutil y  en otros casos sin tapujos. Dios es un personaje presente incluso cuando ni siquiera lo menciona, los chistes acerca de los judíos son desternillantes, su doble sentido traspasa delicadamente los linderos de lo libidinoso y homenajea con obsesión a sus héroes del cine en cada película como si fuera una necesidad más apremiante que la de cantar en el baño. O bueno, tal vez para Woody Allen sí sea mucho más apremiante tararear sus canciones preferidas mientras frota el champú en su rala cabellera y por eso aprovecha cada nueva obra para curtir las secuencias de músicas precisas en las que incluso alguien de oído inexperto podría hallar resumido el amor apoteósico, estrafalario, incondicional y descarado que Woody Allen profesa por la música.


A los 64 años, Allen decidió declarar abiertamente ese amor rodando una película que bien podría “verse” con los ojos cerrados. Sweet and Lowdown es el largometraje número 29 del prolífico director neoyorkino que cada año premia las salas de cine con alguna nueva ocurrencia. La de 1999 fue un personaje de alto contraste, pues tenía tanto de despreciable y básico, como de adorable y complejo. Emmet Ray (Sean Penn), un guitarrista de jazz iluminado, genial y, obviamente,  excéntrico; como lo son muchas de las criaturas humanas que Allen colecciona en sus películas, empezando por ese artista lúcido e incomprendido que se ha esforzado en retratar sin que hubiera llegado a esbozar en ninguno una figura tan plagada de detalles. Sean Penn hace de Emmet Ray y es como si el mismo Woody Allen hubiera tomado posesión del cuerpo del actor para componer la caricatura honesta de un ser humano que intenta hacer prevalecer su genio sobre los aciagos años de la gran depresión


La historia del que es considerado el segundo mejor guitarrista del mundo se muestra como un ensamblaje azaroso de anécdotas contadas por expertos. La estructura de falso documental le agrega la dosis necesaria de veracidad a la leyenda de Emmet Ray y quienes hablan frente a las cámaras del misterioso personaje –misterioso porque a fin de cuentas son retazos lo que puede averiguarse de su vida- son personas reales en las que se encuentra el mismo Woody Allen y otros estudiosos verdaderos del jazz como Ben Duncan o Nat Hentoff. Si de antemano no supiéramos  que la historia de Sweet and Lowdown pertenece en gran parte a la ficción, correríamos a buscar los pocos discos que Emmet Ray alcanzó a grabar en vida para escuchar otra vez esas 34 canciones que conforman la colosal banda sonora y que, entretejidas, construyen el hilo del relato. Un hilo tenso y suelto al mismo tiempo, un hilo de altibajos donde patinan la comedia y la tragedia del chiflado y tierno Emmet Ray o de la perturbadoramente bella Hattie, en cuyo silencio se adivina un sutil homenaje al cine mudo. 


No tiene nada de sutil, en cambio, el homenaje que Allen le hace a la música y a los músicos. En la descripción que hace de Emmet Ray está implícita la admiración que ha tenido siempre por músicos como Charlie Parker, Arthur Rubstein o Sydney Bechet. De hecho, Emmet Ray vendría siendo una antología humana de algunas extrañas características de músicos de carne y hueso. Allen cuenta que, para embellecer al personaje, tomó algunas de esas leyendas que pasan de boca en boca: el lado proxeneta de Emmet está inspirado en el pianista John Big Morton; su gusto por dispararle a las ratas tiene algo del trompetista de Nueva Orleans, King Oliver, quien portaba una pistola nacarada; y la fijación por observar trenes en marcha, así como la ocurrencia de aparecer en público a bordo de una luna menguante de utilería, fueron tomadas de la vida de Django Reinhardt, el guitarrista francés que recibe en la película el mayor homenaje, ya que es la figura que hace sombra sobre Emmet, quien apenas con la mención de su admirado némesis pierde el control de sus actos y cae desmayado ante su presencia.   


Sweet and Lowdown también habla a través de Emmet Ray de la imposibilidad del amor: cuando hay talento y tormento de por medio se convierte en una montaña rusa de subidas cortas y caídas prolongadas, de encuentros dulces y melancólicos. El ojo de Woody Allen es compasivo y verídico. La luz de los años treinta es tal y como podría imaginarse, en sepia polvoso y nostálgico. Los actores encajan perfectos en los personajes. Sean Penn desaparece bajo el carácter del mujeriego y bebedor Emmet Ray; Uma Thurman es invisible ante Blanche, una escritora tan bella como glamurosa y vacía; y la insuperable Samantha Morton en el papel de Hattie es convertida por el director en una versión femenina de Buster Keaton: el mutismo mezclado con un rostro de pequeñas variaciones expresivas son el vehículo ideal para darle rienda suelta a las emociones que ni siquiera Emmet  Ray puede expresar con su estupenda música.