Sweet and Lowdown: Caricaturas de carne y hueso

Posted: martes, julio 03, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"La canción de amor debe nacer en la esfera de lo irracional, lo absurdo, lo distraído, la melancolía, lo obsesivo, la demencia, pues la canción de amor es el ruido del amor mismo y el amor es, por supuesto, una forma de locura". 
Nick Cave


La estela que Woody Allen ha dejado en su paso por la historia del cine está salpicada con el rastro de sus más profundas obsesiones, en unos casos de una manera sutil y  en otros casos sin tapujos. Dios es un personaje presente incluso cuando ni siquiera lo menciona, los chistes acerca de los judíos son desternillantes, su doble sentido traspasa delicadamente los linderos de lo libidinoso y homenajea con obsesión a sus héroes del cine en cada película como si fuera una necesidad más apremiante que la de cantar en el baño. O bueno, tal vez para Woody Allen sí sea mucho más apremiante tararear sus canciones preferidas mientras frota el champú en su rala cabellera y por eso aprovecha cada nueva obra para curtir las secuencias de músicas precisas en las que incluso alguien de oído inexperto podría hallar resumido el amor apoteósico, estrafalario, incondicional y descarado que Woody Allen profesa por la música.


A los 64 años, Allen decidió declarar abiertamente ese amor rodando una película que bien podría “verse” con los ojos cerrados. Sweet and Lowdown es el largometraje número 29 del prolífico director neoyorkino que cada año premia las salas de cine con alguna nueva ocurrencia. La de 1999 fue un personaje de alto contraste, pues tenía tanto de despreciable y básico, como de adorable y complejo. Emmet Ray (Sean Penn), un guitarrista de jazz iluminado, genial y, obviamente,  excéntrico; como lo son muchas de las criaturas humanas que Allen colecciona en sus películas, empezando por ese artista lúcido e incomprendido que se ha esforzado en retratar sin que hubiera llegado a esbozar en ninguno una figura tan plagada de detalles. Sean Penn hace de Emmet Ray y es como si el mismo Woody Allen hubiera tomado posesión del cuerpo del actor para componer la caricatura honesta de un ser humano que intenta hacer prevalecer su genio sobre los aciagos años de la gran depresión


La historia del que es considerado el segundo mejor guitarrista del mundo se muestra como un ensamblaje azaroso de anécdotas contadas por expertos. La estructura de falso documental le agrega la dosis necesaria de veracidad a la leyenda de Emmet Ray y quienes hablan frente a las cámaras del misterioso personaje –misterioso porque a fin de cuentas son retazos lo que puede averiguarse de su vida- son personas reales en las que se encuentra el mismo Woody Allen y otros estudiosos verdaderos del jazz como Ben Duncan o Nat Hentoff. Si de antemano no supiéramos  que la historia de Sweet and Lowdown pertenece en gran parte a la ficción, correríamos a buscar los pocos discos que Emmet Ray alcanzó a grabar en vida para escuchar otra vez esas 34 canciones que conforman la colosal banda sonora y que, entretejidas, construyen el hilo del relato. Un hilo tenso y suelto al mismo tiempo, un hilo de altibajos donde patinan la comedia y la tragedia del chiflado y tierno Emmet Ray o de la perturbadoramente bella Hattie, en cuyo silencio se adivina un sutil homenaje al cine mudo. 


No tiene nada de sutil, en cambio, el homenaje que Allen le hace a la música y a los músicos. En la descripción que hace de Emmet Ray está implícita la admiración que ha tenido siempre por músicos como Charlie Parker, Arthur Rubstein o Sydney Bechet. De hecho, Emmet Ray vendría siendo una antología humana de algunas extrañas características de músicos de carne y hueso. Allen cuenta que, para embellecer al personaje, tomó algunas de esas leyendas que pasan de boca en boca: el lado proxeneta de Emmet está inspirado en el pianista John Big Morton; su gusto por dispararle a las ratas tiene algo del trompetista de Nueva Orleans, King Oliver, quien portaba una pistola nacarada; y la fijación por observar trenes en marcha, así como la ocurrencia de aparecer en público a bordo de una luna menguante de utilería, fueron tomadas de la vida de Django Reinhardt, el guitarrista francés que recibe en la película el mayor homenaje, ya que es la figura que hace sombra sobre Emmet, quien apenas con la mención de su admirado némesis pierde el control de sus actos y cae desmayado ante su presencia.   


Sweet and Lowdown también habla a través de Emmet Ray de la imposibilidad del amor: cuando hay talento y tormento de por medio se convierte en una montaña rusa de subidas cortas y caídas prolongadas, de encuentros dulces y melancólicos. El ojo de Woody Allen es compasivo y verídico. La luz de los años treinta es tal y como podría imaginarse, en sepia polvoso y nostálgico. Los actores encajan perfectos en los personajes. Sean Penn desaparece bajo el carácter del mujeriego y bebedor Emmet Ray; Uma Thurman es invisible ante Blanche, una escritora tan bella como glamurosa y vacía; y la insuperable Samantha Morton en el papel de Hattie es convertida por el director en una versión femenina de Buster Keaton: el mutismo mezclado con un rostro de pequeñas variaciones expresivas son el vehículo ideal para darle rienda suelta a las emociones que ni siquiera Emmet  Ray puede expresar con su estupenda música.

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