El cómic como una de las bellas artes

Posted: sábado, marzo 17, 2007 by Godeloz in
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Emparentado con el cine, la pintura y la literatura, el cómic ha estado presente en la historia de las bellas artes por más de cien años.


Con superpoderes o sin ellos, los personajes de los cómics o historietas batallan a brazo partido para ganarse un lugar en la historia. Y muchos de ellos sí que lo han logrado.
Llega a la mente el rostro de Mafalda arrugado por el asco a la sopa, o la cabellera siempre despelucada de Calvin, al lado de su inseparable y feroz amigo de felpa, Hobbes. Y retrocediendo más en la línea temporal de las Cómic-strip o tiras cómicas, se recuerdan los nombres de Águila Solitaria, El Santo, Kaliman o Condorito.
Personajes tan sencillos como increíbles protagonizan estas aventuras místicas, ridículas o peligrosas, que durante todo el siglo XX y parte del XIX se vienen imprimiendo en páginas de periódicos o cuadernillos coleccionables que llegan a convertirse en verdaderas reliquias para los más aficionados.
Nada de extraño tiene que detrás de los cómics haya toda una comunidad que los lee y estudia con tanto rigor como divertimento. Al tiempo que se dilapida el tiempo libre, aumenta una erudición tan respetable como la del científico. Porque no es sencillo hacer el seguimiento de una historia que cumple ya más de un siglo.

Puro amarillismo

La fecunda proliferación de las tiras cómicas se la debemos sin duda a dos magnates norteamericanos que se dieron la pelea a finales del siglo XIX y principios del XX, Pulitzer y Hearst.
El emblema de esta encarnizada lucha de poderes fue un pequeño niño lampiño y orejón del bajo fondo norteamericano. Yellow Kid o El Chico Amarillo, es considerado como el primer cómic de la historia; apareció por primera vez en las páginas del New York World en 1893. Este periódico, propiedad de Joseph Pulitzer, fue el primer medio impreso en incursionar con las tiras cómicas y al mismo tiempo, uno de los primeros periódicos en incluir color en sus páginas. Gracias al Chico Amarillo, el diario se vendió como pan caliente y al periodismo escandaloso empezó a llamársele amarillismo.
Dibujado por Richard F. Outcault, Yellow Kid marca el inicio de la historia de los cómics que no tardaron en aparecer en otros medios. El mismo Outcault fue uno de los precursores más importantes. Para 1897 otro periódico ya poseía la patria potestad de una de sus creaciones, Búster Brown, que contrario a lo que hacía Yellow Kid, reflejaba la clase alta norteamericana.
Por su parte, el archimagnate de los medios de comunicación, William R. Hearst hizo lo propio introduciendo, además de noticias mentirosas, tiras cómicas en sus diarios sensacionalistas

Las bellas artes

Sin temor a exagerar o mentir, puede asegurarse que los cómics hacen parte de las bellas artes. El sustrato narrativo es obvio, proviene de la literatura y en especial de novelas como Los Miserables, que se editaban por capítulos en publicaciones de difusión masiva. Y aunque la esencia gráfica puede rastrearse hasta las pinturas rupestres de la prehistoria o los jeroglíficos egipcios, su antecedente más directo, según los estudiosos, son publicaciones educativas que circularon en Francia a principios del siglo XIX. Llamadas Aucas o Aleluyas, estos grabados representaban breves historias para niños con textos explicativos en la parte inferior de la página.
Pero la evolución de las tiras cómicas también está emparentada con el desarrollo del periodismo y la aparición del cine.
Los caricaturistas y dibujantes se han valido de ellas para hacer una parodia de la realidad, o para crear mundos paralelos en los cuales las injusticias sociales son combatidas por enmascarados alienígenas de habilidades sobrehumanas. De la mano de sus personajes, y éstos de la mano de sus creadores, se han ganado un lugar en la lista de los inmortales.
Mafalda, Batman, Olafo, Charlie Brown, Superman, son nombres tan reconocidos como Quino, Kane, Browne, Schulz, Siegel y Shuster, sus respectivos creadores.
Hoy, es evidente el desarrollo que han alcanzado los cómics. Cada país, cada región, cada continente, en fin, cada cultura, tiene su propia historia y su propio estilo en lo que al cómic se refiere. Aunque con elementos comunes que hacen universal esta forma del arte. Las historias llegan ahora en volúmenes de lujo de papel laminado y policromo. Las viñetas ya no son uniformes, monótonas, planas; al contrario, cada vez son más arriesgados los ángulos desde los cuales el dibujante expone su punto de vista; y conforme crece la camada de ilustradores, narradores y caricaturistas aparecen nuevas formas de expresar el erotismo, la burla, la acción, el drama, la tragedia y el humor que están contenidos en esa Caja de Pandora que es el ser humano.

El deporte rey por el arte supremo

Posted: miércoles, marzo 07, 2007 by Godeloz in
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El minuto cero de cualquier contienda futbolística es como la página en blanco que precede al primer capítulo de una obra literaria. Se sabe de ante mano que al darle vuelta aparecerán personajes fatales o cómicos, tristes o vengativos, generosos o desquiciados…


La primera frase de un libro es tan importante como el pitazo inicial de un clásico del fútbol. Si el inicio es bueno, el hincha o el lector no perderán detalle de lo que sucede en el terreno de juego o en el campo de batalla. En esos lugares se cocinan, ante nuestros ojos, todas las pasiones humanas. Porque así como a Otello lo destrozaban los celos, a un portero abatido mil veces por los goles lo carcome la angustia de ver que su equipo no descuenta el marcador.


La venganza estalla en los empates desde los doce pasos, el amor se desnuda en la alegría del jugador que le dedica el primer tanto a una mujer y la envidia anega los rostros del aficionado que está cansado de ver a su equipo del alma sufrir una derrota cada domingo.


Sí, un partido de fútbol es una novela con 22 personajes principales (los jugadores), un villano imbatible (el árbitro) y miles de personajes secundarios (los hinchas) que en momentos inesperados se convierten en los héroes de la historia. Como ese hincha impúdico de Europa que aprovecha los encuentros de balompié para saltar a la grama y perseguir a los jugadores como Dios lo trajo al mundo.


Y este hecho no ha pasado desapercibido para los maestros de la pluma.
La lista de escritores que han dedicado sus obras al deporte rey es tan grande como la de los astros que han hecho historia en cada estadio que pisan.


Juan Villoro, el escritor mexicano que estuvo hace poco en Colombia, recuerda algunos en su ensayo “Los once de la tribu”. Habla del Beckett que poca atención le prestaba a “los desastres de la tierra” para escrutar con sus ojos de pájaro la tabla de goleo. Camus también aparece en el texto. Lo que no queda claro es si lo hace con su uniforme de portero o envuelto, con el rostro ya descompuesto por el desasosiego, en una gabardina de invierno. Y Oscar Wilde irrumpe con la frase que usaba para rechazarlo: “El fútbol es un deporte muy apropiado para niñas rudas, pero no para jóvenes delicados”.


A lo largo de este ensayo y de muchas crónicas y de algunos cuentos, Villoro convierte la pasión del fútbol y el amor por la literatura en una sola cosa. Dos fuerzas que compiten en el corazón del hombre, anulándose y también complementándose. Para él, no es tan importante haber ganado el Premio Herralde de Novela como lo fue estar de cuerpo presente en el Mundial de Italia 90.
Y como este escritor mexicano, otros autores no han podido desligar de su vida intelectual, personal y creativa el fútbol y las palabras.


Puede ser que los argentinos lleven la delantera. En este país de escritores geniales e hinchas furibundos han nacido obras que amalgaman fútbol y literatura y seguramente pasaran a los anales de la historia como las más grandes.


Uno de los escritores vivos que más demuestra esta afición por el balón y por las letras es Fontanarrosa. Ha escrito cuentos, crónicas, ensayos y novelas con el fútbol y sus protagonistas como tema central. Su novela, “El área 18”, muestra al fútbol como una metáfora más afortunada de la guerra, en la cual los habitantes de un país llamado Congodia, juegan fútbol en lugar de librar infinitas carnicerías para dirimir las diferencias.


Osvaldo Soriano, Julio Cortázar y hasta Jorge Luis Borges, por mencionar a los más conocidos, igualmente gastaron tinta para hablar, aunque fuera un poco, del deporte mundial.


Y si salimos de Argentina para hablar de los latinoamericanos, o mejor, para hablar del resto del mundo, nos encontramos con nombres como el de Eduardo Galeano, Mempo Gardinelli, Julio Ramón Ribeyro, Daniel Samper, Roberto Arlt, Javier Marías, Peter Handke, Ryszard Kapucinski y muchos otros que escapan de esta pesquisa… Autores que en algún momento de sus vidas se han ocupado de transcribir al papel lo que sienten por el fútbol en lo más hondo de su corazón.


Y aunque está demostrado que hay más escritores locos por el fútbol que jugadores delirantes por la literatura, poco importa este hecho cuando se acerca el pitazo final. En ese momento, vale más un gol marcado en el último minuto que todas las páginas escritas de la historia.

Poética incendiaria del Colombian Dream

Posted: martes, marzo 06, 2007 by Godeloz in
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Literal y figuradamente, “El Colombian Dream”, de Felipe Aljure, tira a la basura a todo el cine colombiano; o mejor dicho, lo lanza a una llamarada. Al menos al cine colombiano que se ha intentado hacer en los últimos años, con escasas excepciones que salen libradas pero con quemaduras de menor grado por haber querido hacer lo mismo quedándose en algún tramo del camino: o la candelada no tenía suficiente fuerza para deshacerse de toneladas de desperdicio o la luz que ardía era apenas un punto brillante al final de un túnel largo, tedioso y demasiado oscuro.


En cambio, “El Colombian Dream” sí que es un punto luminoso, y además multidimensional. Porque tiene tantos lados como un poliedro que se puede comer o guardar en el bolsillo. Puede mirarse desde ángulos de diferentes matices: el cinematográfico, el literario, el poético, el moral, el humorístico, el cínico, el sádico, el masoquista, el altruista, el optimista, por supuesto el pesimista, e incluso, puede mirarse desde el ángulo de un misántropo que de un momento a otro empieza a confiar (no a querer, que es bien distinto) en la raza humana, o en la raza, tan pintoresca a los ojos del mundo -¿cuál no?-, colombiana.


Desde el principio, y este es el temor que asalta a cualquier espectador que se arriesga a pagar una boleta para una película nacional, “El Colombian Dream” dice, o más bien grita: “¡ey!, yo no soy una película con argumento de telenovela”. Y lo grita con la luz, con la música y con la voz del narrador que definitivamente es conmovedora. Pero hay que advertir desde ya que en esta película no hay lágrimas. Al contrario, hay de esas muecas que suelta alguien que no sabe si reírse de un chiste o reírse de sí mismo o reírse de su vecino.


Porque “El Colombian Dream” es como las películas norteamericanas que sacan a relucir la gran estafa que es el mundialmente famoso sueño americano: a partir de un elenco coral de personajes disímiles, auténticos y descabellados le quita la máscara a la pantomima de la realidad.


La diferencia de Aljure, digamos que con Todd Solondz (Happiness), Gus Van Sant (Elefant, Last days) o Paul Thomas Anderson (Magnolia), es que tuvo la fortuna y también la mala suerte de haber nacido en un país donde, sin lugar a dudas, los sueños son bien distintos aunque parezcan iguales: la gente sueña con amor y con felicidad, aunque ésta no exista y aquel sea imposible, y entre el no existir y la imposibilidad, entonces la gente mejor sueña con algo que da sensaciones muy parecidas: el dinero. Aquí es donde está la diferencia del sueño americano y el apenas descubierto colombian dream. Cuando Solondz, Van Sant o Anderson le quitan la máscara a la realidad, el rostro que resulta raya entre lo horroroso y lo grotesco. En cambio la realidad que queda semidesnuda con el gesto incendiario de Aljure no tiene nada de horripilante y sí mucho de esclarecedora: en Colombia las personas se queman tratando de alcanzar sus sueños, pero si no terminan muertos, presos, solos o varados en una carretera, son capaces de renacer entre sus propias cenizas que para la gran población es su propia mierda.


En el caso del sueño americano es preferible volver a poner la máscara en su sitio y olvidar de golpe el olor que se había levantado. En nuestro caso es preferible seguir respirando el hedor porque al final, sin remedio, la realidad es capaz de tejerse otro rostro de fantasía.
¡Vaya enseñanza la que ha dejado esta película! Y eso que también es una película sobre drogas, traquetos, putas, pervertidos, asesinos y poetas.


Su ventaja, sobre todas aquellas que ha hecho arder (excluyendo a unas cuantas, sólo unas cuantas, que sí merecen viajar por el país en la maleta del Ministerio de Cultura), es la valentía. Por un lado, explora y explota, como toda obra cinematográfica debe hacerlo, todo lo que puede hacerse con una cámara y una película: está llena de luz y de sombras, aprovecha los colores y las texturas, juega con los sonidos y la música (una banda sonora inigualable) también cuenta la historia, hace malabares con los puntos de vista y trastoca con el movimiento. Esto es una cachetada para los cientos de Dagos García que se forman a la sombra de las lamentables productoras que creen que hacer cine es lo mismo que hacer televisión.


Por otro lado, otra cachetada que arroja “El Colombian Dream” cae en la cara de los que no creían en el cine colombiano y en la de aquellos que, sabrá Dios o el Sagrado Corazón por qué, creían demasiado. En ambos casos sólo queda una cosa por decir: “¡Cómo pega de rico este man!”.

El pie que quería ser manzana

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Para los realizadores de Medellín y otras ciudades del país, el Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia es una oportunidad para sacar a la luz sus trabajos, uno de los más llamativos en el 2005 muestra las obsesiones del realizador por el tiempo que transcurre y el que permanece.


Jacobo Cardona es Antropólogo de la Universidad de Antioquia, ese es el título oficial pero él sabe moverse con más pericia en terrenos donde la oficialidad es una promesa del purgatorio. Alrededor de su vida ha tejido una especie de mitología clásica que incluye desde incestos hasta viajes fantásticos por el sur de América.


De la vida prefiere unas cuantas buenas películas, unos cuantos buenos libros, unas cuantas buenas canciones, hacer pocas (pero incisivas) anotaciones en el diario y ladrar algunos comentarios misántropos pero humanistas. Escribe con la energía de un adicto a las anfetas pero en sus obras aún nadie se ha fijado, ni en su volumen de cuentos “Las pistolas de John Wayne” donde niños vietnamitas bailan como Elvis para crear remolinos de arroz, ni en su colección de poemas “La esquiva sombra del Colióptero” que muchos jurados han leído sin percatarse que están frente a una poética distinta que amalgama sin equilibrio, es decir, en contradicción, la filosofía (del absurdo) y el cine, el sexo y la fatalidad, el viaje y la muerte, el tedio y la celebración etílica. Esta obra temprana, perfila la sombra de un creador cuyas obsesiones son el trastorno, la subversión, esa obsesión universal que es el tiempo, la memoria y la muerte como espera divertida: una mezcla de ironía y desdicha que se adivina en sus anotaciones accidentales desperdigadas en papelitos arrancados de cuadernos extraños.

Bailando en el abismo
El mundo de Jacobo es el mundo de cualquier joven contemporáneo que elige lanzarse al abismo por cuenta propia, sin esperar a que lo empuje el que aguarda su turno en la fila de jóvenes contemporáneos que quieren hacer cine, escribir novelas, viajar por el mundo, pero que sobre todo quieren, sin ofrecer toda su sangre, la gloria y el éxito. Como dijo Bolaño de Elroy, Jacobo mira al abismo con los ojos abiertos y encima de todo le baila el chachachá con una sonrisa de dientes amarillos y aliento de humo. Jacobo lo sabe por obligación, que primero hay que reventarse la crisma día con día, sin dejar de parir ideas, sin dejarse vencer por el anonimato. Por eso trabaja cada vez que puede, para ganar unos pesos y perderse después, durante días, con la extrañeza de sus amigos, en uno de sus viajes, algunos de los cuales no lo llevan más allá del baño de su apartamento, para regresar con un nuevo hijo entre los brazos (hijos que por otra parte tienen la condena, afortunada algunas veces, de dormir para siempre en una carpeta deshilachada que se perderá cualquier día de mudanza). El último de ellos, sin embargo (y quien sabe si por desgracia), se resistió al archivo y ahora ronda entre los seleccionados para la muestra Caja de Pandora del Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia. Es un cortometraje de 20 minutos realizado en 24 horas (6 de rodaje, 12 de edición, otras 6 de anotar ideas). Aunque sin contar las horas que gastó viajando hasta el Tolima –donde vive su familia-, y las invertidas en convencer –quería que saliera barato- a su padre y a su primo para que debutaran como actores naturales.

El transcurso del tiempo
Teoría de Catástrofes es una metáfora sentimental sobre el transcurso del tiempo, sobre la pérdida y también sobre lo que permanece, aquello que regularmente son ruinas o escombros. Los tres epígrafes que la encabezan, uno de Bolaño, otro de Thomas Bernhard y otro que parece de Drácula pero pertenece a la magnifica lucidez de Ingmar Bergman (“Nada es más terrorífico que la luz blanca del sol”), ya dejan adivinar que los 20 minutos subsiguientes serán ambiguos pero significativos, desolados y silenciosos, vivos y al mismo tiempo agónicos.


El paisaje es Armero y la historia es la de dos hombres que perdieron algo el día de la avalancha. Está la carretera como guest star, y los ruidos de los bichos y los pájaros y las tracto mulas que pasan a toda velocidad le ganan en protagonismo a los ademanes del hombre joven que recoge muestras en frascos de vidrio, como si estuviera armando un puzzle.


Por pura coincidencia, o quizás no, los planos son largos y lentos y la cámara permanece estática, dándole preponderancia a unas locaciones que dejan la clara intuición de la tragedia, una alegoría de la ausencia, tal y como sucede con el cine oriental de hace 50 años en el que los directores conservaban su propio sabor y no estaban manchados con los cánones que Hollywood y la tecnología imponen.


Se adivinan entonces las influencias, algo de cine iraní, de Atom Egoyan de Wong Kar Wai. Esa tendencia a la reconstrucción improbable, por lo tanto inexacta, del pasado. Los personajes transitan a través de los planos generales y los primeros planos, estrechos en el mundo del campo visual. Aparecen cortados. La fragmentación del cuerpo como declaración de inconformidad. Contraplanos que desorientan porque de lo general se pasa al detalle minucioso sin que se presente un exabrupto. Pero sin entrar al territorio de lo irreconocible. Para Jacobo, el sentido de la obra de arte debe ser ambiguo, que el espectador sienta una exigencia, que irrumpa en él una cefalea si no merece ser parte de un público que debe preguntar, cuestionar, desajustar, desbaratar y volver a armar, criticar por encima de todo.


Aunque la historia tampoco pretende ser indescifrable. “Un hombre viaja al lugar donde 20 años atrás una avalancha sepultó a su hijo, los muertos no descansan, crecen y clasifican sus rastros, y quien regresa, nunca se ha marchado”, definición que deja adivinar la arquitectura de la historia en forma de pregunta ¿Es el hombre que recoge muestras el espectro del niño sepultado? O ¿es la imagen del padre 20 años atrás, cuando era joven, feliz y no había perdido aún nada? La lectura puede hacerse a voluntad e incluso, pueden generarse nuevas interpretaciones, darle otros sentidos a una historia que aun a Jacobo se le aparece distinta cada vez que la mira.


Esta exploración de indicios que es Teoría de Catástrofes (una variante más del mito del eterno retorno) finaliza con un momento emotivo que hacen sentir los 20 minutos como la exégesis abreviada de los 20 años que han transcurrido desde la avalancha. El automóvil se aleja y uno de los hombres se queda. Luego, aunque debió ser un poema musicalizado de Neruda que habla sobre un pie que quería ser manzana, aparece una melodía que también es perfecta. Una canción de El Colectivo, grupo de música electrónica paisa, le da un clímax intenso al final, compuesto por las imágenes del Armero que quedó borrado del mapa, un pueblo que para nosotros tiene nombre porque la tragedia fue demasiado cercana pero que en el planteamiento del cortometraje puede ser cualquiera porque la desaparición es una promesa garantizada desde que la historia se desbocó en su camino de insospechadas ramificaciones.