Alain Resnais, el cine de toda la memoria

Posted: domingo, febrero 19, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
0

"…nada parece ser lo que era en otro tiempo. Quizá sea esa la única experiencia verdadera de nuestro pasado: siempre que volvemos a visitarlo, él (o nuestra memoria) ha cambiado". 
Alberto Manguel

El año pasado en Mariebad
Elegida al azar, cualquier película de Alain Resnais produce un efecto semejante al que sucede tras algunos sueños: al despertar, nada real tiene tanta intensidad y la memoria, sobrecogida, emprende una tarea de reconstrucción que por lo general queda incompleta. El tiempo, el espacio y el lenguaje se encuentran tan íntimamente ligados que parecen una nueva magnitud física, única e indivisible, cuya existencia se circunscribe a un universo en el que las leyes primordiales son desbancadas de su preponderancia por las leyes del montaje, el punto de vista y una orquestación insólita de fina poesía visual que le permite a Resnais hablar de la escoria del mundo a través de la poca belleza que le queda.

Como miembro de la Nueva Ola Francesa no es el que justamente cabalgue sobre lo más alto de la cresta, al contrario, su figura se acopla mejor a una faceta subterránea del cine con el que Francia premió a la humanidad hace cincuenta años. Los hombres que se hicieron responsables de esta revolución tras las cámaras eran vanguardistas y rebeldes, algunos iconoclastas, casi todos románticos de atar y además inconformes por unanimidad. Resnais, quizá, el más inconforme de todos. Con su primer largometraje, Hiroshima mon amour (1959), deja manifiestas las ideas que había venido redondeando a través de sus documentales y cortos: que el olvido es nocivo, que la memoria en su fragilidad tiende a engañarnos y que el único salvavidas que puede mantenernos a flote entre la miseria nace de la fuerza de la imaginación, el poder de la consciencia y la verdad sin tapujos que se encuentra en el amor. Y como el propósito de comunicar tales ideas corre el riesgo de ser evangelizador o vacuamente retórico, Resnais habla en tono de acertijo, combinando simultáneamente imágenes simbólicas y crudas respaldadas casi siempre en un narrador invisible, una voz que puede contar la misma historia que fluye en esos travelings reiterativos o en esos primeros planos indescifrables proyectados uno tras otro como fogonazos del inconsciente, pero que lo hace en un código opuesto como si las imágenes y las palabras tuvieran una trayectoria de anulación. 

Hiroshima mon amour  no solo es, al lado de Los 400 golpes de Truffaut, el inicio de una edad dorada para la Nueva Ola sino que anuncia la consolidación de un estilo que se ha mantenido fiel a lo largo de casi una veintena de largometrajes. Un estilo ganado a pulso, valga la aclaración. Resnais el precoz ya empuñaba una cámara de 8 mm a los trece años y con toda seguridad un allanamiento sobre su biografía arrojará no pocas anécdotas sobre su obsesión cinéfila. Sin embargo, con detenerse en unos cuantos títulos de su obra inicial es suficiente para concebir el tamaño de su imparable cruzada estética. Los cortometrajes que realizó sobre Van Gogh (1948) – premiado con un Oscar-, Gauguin (1950) y Guernica (1950) muestran la delicadeza con la que puede crear profundas asociaciones entre una dimensión tangible de lo visual y una condición más inmaterial de la experiencia artística atravesada por la angustia de lo humano y el desasosiego de la Historia. Angustia y desasosiego que en el filme precursor de Hiroshima, el documental sobre el holocausto Nazi y los campos de concentración, Noche y niebla (1955), se tornan en rabia vehemente que usa el cine como vehículo de catarsis, una catarsis contagiosa.

Si en su primer largometraje la memoria se presentaba como una necesidad inevitable –para retener amantes espontáneos, para no dejar impune la atrocidad-; en su siguiente película, El año pasado en Mariebad (1961) ésta opera como una ilusión perdida que le permite a Resnais jugar con el significado del tiempo y la versatilidad del espacio. Un diálogo se prolonga a través de pasillos, salones y elegantes jardines. Está compuesto por frases que van y vienen y vuelven transformadas a través del encuentro de dos personajes que probablemente fueron amantes en el pasado o que tal vez aún no se conocen, el uno es Déjà vu para el otro. Es preciso para el espectador incurrir en el acto piadoso de decidir su suerte porque la existencia de ambos no transcurre en una sucesión lógica de eventos, el presente no antecede al futuro ni es consecuencia del pasado, los tres tiempos no se relacionan linealmente sino que fluyen como aspas de una hélice impredecible. Bajo esta lógica el cine de Resnais es de apariencia hermética pero tras la apariencia está la obra sólida, consecuente y provocadora.

En las imágenes finales de Mi tío de América (1980) es explícita esta provocación. La película es un ensayo cinematográfico sobre la mente humana a través de las ideas del científico francés Henri Laborit quien divide el funcionamiento  del cerebro humano en tres secciones: un primitivo cerebro de reptil que facilita la supervivencia inmediata, un cerebro de la memoria que permite  establecer distinciones entre lo placentero y lo doloroso (“Una criatura viva es una memoria que actúa”) y un tercer cerebro más desarrollado llamado córtex asociativo que permite crear y realizar ideas imaginativas. La voz del propio científico expone una elaborada tesis sobre el comportamiento humano al tiempo que la vemos aplicarse sobre la vida de un empresario, un político con aspiraciones de escritor y una actriz enquistada en la representación de un solo personaje. Sus impulsos, miedos y carencias los convierten en ratoncillos de indias que ejemplifican la idea en la que Resnais coincide con Laborit: “Mientras no hayamos difundido extensamente, entre todos los hombres, la forma en que funciona su cerebro, mientras no sepan que lo utilizan para dominar a otros, existen pocas oportunidades de que alguna cosa cambie.”

De hecho, la obra de Alain Resnais es un ejercicio recurrente de dominación. Providence (1977), por ejemplo, le permite a un agonizante escritor tergiversar el destino de sus seres queridos mediante una ficción insólita donde la pugna entre bestialidad y civilización depende de un delirio que se degrada conforme avanzan la embriaguez y la noche. Y todavía su más reciente película, Las hierbas salvajes (2009), obedece a su interés por sumergirse en los mecanismos del pensamiento y desentrañar la verdadera moral que subyace en el vaivén de la razón. Cuando en Mí tío de América la voz en off dice que “podemos comparar el inconsciente con un mar profundo. Eso que llamamos consciencia es la espuma que aparece esporádicamente en la cresta de las olas, en la parte más superficial de ese mar batido por el viento”, se puede identificar al mismo narrador invisible perenne a lo largo del cine de Resnais. Con un tono que muta invariablemente, es un narrador ubicuo. 


Texto publicado en el catálogo del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia 2010

La epopeya del Indio

Posted: jueves, febrero 16, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
0


"Viaja y encontrarás sustituto de lo que has dejado./ Y esfuérzate, porque en ello está el sabor de la vida./ Hay más deleite en las aguas que corren/ que en las que se pudren estancadas".
Poema árabe de Casida de Safi-Eddin Alhili


Si habláramos de un personaje que participó en la revolución mexicana, estuvo en prisión y luego huyó hacia Estados Unidos para ser estibador, albañil, ayudante en una tipografía y mesero, para después terminar, en una de esas vueltas que da la vida, como extra en las películas de Hollywood y doble de súper estrellas como Douglas Fairbanks, probablemente muchos cineastas se apuntarían para rodar lo que terminaría siendo una mala película, pues tantas peripecias y giros argumentales no le darían cabida a la verosimilitud. La historia es tan buena, que es difícil contarla desde la ficción.

Y más difícil sería si pudiera inventarse una secuela. Tras vivir las dificultades propias de un inmigrante mexicano en el extranjero, este personaje, de porte furioso -no podría ser de otra forma, ¡peleó la misma revolución de Emiliano Zapata y Pancho Villa!-, supera las dificultades y conoce un amor que lo obsesionará hasta el día de su muerte: el cine. La escena final de esta primera entrega tendría que ser el momento en que una fiebre inexplicable se manifiesta en el rostro del protagonista cuando ve por primera vez El acorazado Potemkin y reconoce a Einsenstein no como un director o un artista sino como una fuerza o un torrente de energía que lo arrastrará, más adelante, a realizar sus propias películas.

La escena, a todas luces conmovedora, tiene el objetivo de provocar en el público una curiosidad sin límites sobre el destino de nuestro personaje, a quien llamaremos El Indio. No titubearían para comprar el boleto de la siguiente función en la que podrán verlo saliendo de la sala de cine, orbitando como un cometa huérfano en esa galaxia glamurosa de Hollywood y luego dándole la espalda a las frágiles promesas de grandeza que esa nueva Babilonia ofrecía cuando quiso regresar a su país tras una repentina amnistía concedida a los prófugos de la revolución, en 1933.

Diez años antes había escapado de prisión con un rumbo incierto: pasó por Chicago y se estableció en Los Ángeles. En esta ciudad también vivía exiliado Adolfo de la Huerta, figura central de la revolución mexicana que alcanzó la presidencia del país pero huyó para salvarse de las balas de Villa y Zapata. Dicen que El Indio recibió un consejo de Adolfo de la Huerta difícil de ignorar para el furor de sus 20 años: "México no quiere ni necesita más revoluciones, Emilio, está usted en la meca del cine. Aprenda usted a hacer cine y regrese a nuestra patria con ese bagaje. No tendrá ningún arma superior a ésta".

El regreso de El Indio no es triunfal. No volvió por la puerta grande ni sus amigos lo estaban esperando para alzarlo en hombros. Es un regreso solitario, anónimo, hasta su punto de partida. El héroe desterrado vuelve con las manos vacías pero con un germen anidando y creciendo en su corazón. Su amor, por el momento, seguirá esquivo a pesar de que su cabeza sólo puede merodear alrededor de esa idea, la de hacer películas. En Hollywood se acercó lo suficiente a ese mundo como para aprender lo primordial y Eisenstein, con su Acorazado Potemkin y la inconclusa Qué viva México, le había mostrado que era posible narrar las cosas que él sufrió en carne propia: la convulsión de la historia, la forma en que sangra una identidad. 

Y aunque de ninguna forma podría asegurarse que su identidad se volvió difusa mientras estuvo en el extranjero, las cosas que hace antes de aparecer en un filme dan para pensar que quiso recuperar algo que había perdido. La película de esta vida salta entonces por todos los géneros: todavía sigue siendo El Indio y antes de estar frente a las cámaras o detrás de ellas se dedica a hornear panes y boxear en el bajo mundo, a pescar camarones y trepar los riscos de Acapulco para lanzarse de cabeza al  mar frente a turistas de piel enrojecida que aplauden y pagan su show suicida; a pilotear aviones y enseñar el arte de la buena puntería.

Un año de aventuras aleatorias transcurre antes de que sus pies aterricen otra vez en el universo de celuloide que lo atrapó en Hollywood. Sus inicios, nuevamente, son modestos, pero el combustible de su pasión, una vez encendido, jamás se agota. En 1934 inaugura el honor de ver su nombre completo en los títulos de un filme: Emilio El Indio Fernández, el actor (actúa en ocho películas entre 1934 y 1939); Emilio El Indio Fernández, el guionista (en 1937 fue el artífice del guión de Adiós Nicanor, dirigida por Rafael E. Porras), y Emilio El Indio Fernández, el director, quien a partir de su ópera prima, La isla de la pasión (Clipperton), rodada en 1941, no pararía una producción fílmica ansiosa que en un periodo de 37 años lo dejaría con más de 45 títulos pesándole en los hombros.

Pero El Indio estaba hecho de un material que podía soportar cualquier carga. Tan duro como el hierro no es la metáfora adecuada para describirlo, es más apropiado hablar de un material como el oro que sirve para levantar ídolos. Así son de míticas las dimensiones de una vida a la que él mismo le inventó extraordinarios capítulos: de su boca salió la historia de que Rodolfo Valentino había sido su alumno de baile, y que conoció al escultor del Oscar cuando posó desnudo para que el artista pudiera modelar la estatuilla dorada que cada año recibe incontables besos en el trasero. Cuando le preguntaban por el amor, no mencionaba a las mujeres que fueron sus esposas sino que evocaba platónicamente a la bellísima Olivia de Havilland, que en los años 40 alcanzaba la cumbre de su carrera como actriz, mientras El Indio ascendía a igual altura como el representante más notable de la edad de oro del cine mexicano.

Aunque pocos mitos dejan tanta evidencia. Un recuento parcial de sus hazañas no le hacen justicia pero al menos sirve para que los cazadores de epopeyas se entusiasmen: en 1941 fue hombre orquesta (director, actor, guionista) en su primera película y en 1978 repitió este despliegue de malabares con su última realización, Erótica. Le presentó a los mexicanos (la humanidad entera debería agradecérselo) la belleza de Dolores del Río, quien debutó en su película Flor Silvestre (1943). Contó en sus producciones con elencos que le cortaban la saliva a los directores de la época: Pedro Armendáriz era su protagonista usual y Gabriel Figueroa fue el fotógrafo de sus mayores éxitos (no es para menos, este fotógrafo colaboraría más adelante con directores de la talla de John Houston y sería el encargado de darle a las películas mexicanas de Buñuel -Ángel exterminador no me desampares- sus atmósferas enrarecidas y preciosas). 

El Indio Fernández viajó por el mundo, visitó festivales, ganó premios: de un extenso listado se destacan varios galardones en Cannes (1948 y 1961), un par de Arieles de Plata (1948 y 1973) y tremendos reconocimientos en los Festivales de Venecia (1947), Bruselas (1948), San Sebastián (1961), entre otros. Su mito se codeó con el de John Eistenbeck, con quien adaptó la novela La Perla para filmarla en 1945; el de John Ford, con quien dirigió El Fugitivo en 1947; el de John Houston, que le dio un papel pequeño en La noche de la Iguana en 1963; y el de Marlon Brando, compañero en las locaciones del western The Appaloosa (1966). 

Es curioso que los años de gloria de Emilio Fernández coincidan con esa edad de oro del cine en México y que ambos ocasos empezaran casi al mismo tiempo, pero no son hechos circunstanciales. A lo largo de tres décadas (principios de los años 30 y finales de los 50), las películas que El Indio rodaba se convertían sin demora en éxitos que le daban la vuelta a un mundo atento a clavar la mirada en una cultura diversa, pintoresca y furiosa; rica en contrastes -de aquellos que provocan revoluciones- y con un espíritu emotivo que gracias al cine y a la música de la época impregnó indeleblemente otras culturas, por lo menos en América Latina, donde los vínculos que se crearon desde entonces permanecen sólidos en países como el nuestro.

Y en parte, esto se debe a la lealtad de directores como El Indio Fernández, quien mantuvo vivo el ímpetu de su voz creadora: contando siempre historias de los extramuros mexicanos, dramas románticos desde el punto de vista de los humillados y ofendidos que tienen el amor como carta salvadora pero son incapaces de evadir las trampas de la muerte. Ante la miseria, la humillación y la tragedia, los personajes de El Indio tenían su amor, su digna soledad y su coraje; pueden ser corderos conducidos al matadero por una muchedumbre que enarbola temibles antorchas -como en la trepidante secuencia final de Maria Candelaria, cuyo frenético desarrollo recuerda los principios del montaje planteados por Eisenstein- pero nunca pierden el porte altivo de su raza, la misma de los dioses del sol.

Si el destino de El Indio Fernández no hubiera sido el cine sino un pelotón de fusilamiento, es seguro que habría encarado el cañón de los fusiles con el mismo orgullo rabioso que le exigía a sus personajes cuando él les apuntaba con la cámara.

Texto publicado en el catálogo del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia 2011