La carretera: un destino peor que la muerte

Posted: viernes, octubre 12, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , , ,
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Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor.
Cormac McCarthy



Olvidemos que existe un libro que ha vendido millones de ejemplares. Ignoremos que se conoce de antemano el argumento y que no hay una sola palabra escrita en la red sobre esta película. Olvidemos todo aquello y dejemos que La Carretera pase su prueba de fuego: la imagen como unidad vital de la historia. La imagen más el contenido que el cine le da. Es decir, imagen como quintaescencia de un vasto lenguaje que integra luz, sombras, diálogos, puesta en escena, actuación, música, diseño artístico, vestuario, ritmo, misterio.

Primero. Imágenes inconexas de una época que claramente se identifica lejana. Vigo Mortenssen despierta abruptamente iluminado por un resplandor tembloroso que ingresa por la ventana y, segundos después, aparece Charlize Theron saliendo también de su sueño sin conocer lo que sucede en el exterior. Está embarazada y es bella. Él está aterrorizado como nunca lo había estado en su vida. Desde afuera también provienen angustiosos gritos y mientras ella le permite al desconcierto entumecerle la cara, una estridencia total –como el sonido de un tren a toda marcha que estuviera representando el catastrófico flujo del tiempo- marca la transición hacia el rostro dormido del mismo hombre, solo que esta vez parece una criatura asediada por todos los males de la historia. A continuación viene un preludio que vagamente explica lo que ha pasado. El narrador habla de relojes detenidos, luces brillantes y conmociones cerebrales mientras las figuras lastimeras de un hombre y un niño arrastran un carrito de supermercado a través de un mundo al que la palabra desolación le queda pequeña. De entrada sabemos que es el futuro y de entrada sabemos que no hay esperanza. 


Así empieza La carretera (2009), con el sonido de una tormenta que se intuye invariable, con el predominio de una iluminación mortecina que priva a los ojos de su facultad para percibir el color, con el tono de una voz de inimaginable tristeza y con la soberbia descripción de un paisaje que es en sí mismo una entidad orgánica fundamental para la historia que se desarrollará a lo largo de los próximos ciento diez minutos. Además, como sucede en todos los paisajes inhóspitos -los que se ven en el western, en el horror, en las películas de odiseas suicidas al espacio-, palpita tras de este un peligro implacable: con estos ingredientes ya está suficientemente tejida la red destinada a envolvernos de un modo asfixiante.


Pero todavía hay más. Ahora sí pueden sumársele a estas primeras imágenes todos los antecedentes que se conocen de La Carretera: la novela apocalíptica de Cormac McCarthy, un hombre que durante mucho tiempo permaneció como escritor secreto, sólo conocido y alabado, cual ídolo pagano, por una minoría en la que se contaba el escritor Roberto Bolaño antes de fallecer y el crítico literario Harold Bloom, quien afirma que es uno de los cuatro mayores escritores de este tiempo junto a Thomas Pynchon, Phillip Roth y Don DeLillo. De modo que el germen de la película no es cualquier best-seller de aeropuerto, es una obra compleja por lo simple que aparenta ser: narrada en un estilo parco, La carretera contiene un espíritu alegórico y místico difícil de traducir en imágenes. Tras los párrafos cortos y las frases que a veces ofrecen descripciones notariales de cada pequeña acción de los protagonistas, hay todo un mundo simbólico que a la hora de traducirse a un guión cinematográfico se instaura como el mayor reto para cualquier cineasta.


Con el precedente de dos adaptaciones cinematográficas de libros de McCarthy, tanto el guionista Joe Penhall como el director John Hillcoat debían hacer un trabajo que los dejara bien librados pues, por un lado, siempre es latente el riesgo de convertir una buena historia en un tremendo fiasco como lo hizo Billy Bob Thornton en el año 2000 cuando intentó –y sólo por ese desastroso intento ese año sí debió caerle encima un juicio final- dirigir una de las mejores novelas del autor según la crítica, All the pretty horses. A juzgar por el deplorable resultado, una razonable cantidad de lectores debió huir espantada de cualquier obra firmada por McCarthy. Gracias al cielo, que no se vino sobre el mundo en el año 2000, la feroz genialidad de los hermanos Cohen se ocupó en 2007 de una historia que nos heló la sangre a todos –No country for old men-  y reafirmó lo que ya críticos y buenos lectores sabían hace tiempo: que McCarthy no era un pendejo sino todo lo contrario, un dios vivo de la literatura (quienes todavía no lo crean atrévanse a leer Meridiano de Sangre).


Ante La carretera se debían jugar bien todas las cartas. Es una historia con pocos personajes así que en el reparto no está toda la carga pero siempre fue una excelente elección darle a Viggo Mortensen el papel principal, sobre todo después de conocer su inmenso potencial tras la salvaje Una historia de violencia (2005) y la delicada Promesas del este (2007), ambas del director David Cronenberg. El niño, Kodi Smit-McPhee, era un desconocido hasta el momento pero su languidez y también un cierto virtuosismo por pulir muestran en el fondo un diamante en bruto que en este caso fue digno de lo que representa su figura en la historia: un ángel de alas rotas, el último ángel que camina sobre la tierra. La de Charlize Theron es una aparición corta pero contiene toda la amarga sustancia que acompaña al hombre a lo largo del viaje porque solamente el recuerdo de su belleza, sumado a su actitud desahuciada, perfora un agujero a través del cual fluye la tristeza, tan infinita como esa carretera inabarcable y hambrienta. Y otra aparición fugaz es la de Robert Duvall reducido a los harapos de un ciego vagabundo que con solo pronunciar una mínima sílaba es capaz de arrancarle lágrimas a un árbol muerto.


Hillcoat no toma riesgos en esta historia. Sigue con prudencia las instrucciones que dejó McCarthy en su novela. En los primeros párrafos el escritor habla de “noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo” y justamente eso es lo que se ve, gracias a un trabajo de fotografía admirable y a la recreación verosímil de un entorno agonizante que es realmente la mayor fortaleza del filme: el invierno trasciende la pantalla, el aliento se condensa en vapor y uno tiembla. Por otro lado, la violencia y el canibalismo reciben un tratamiento moderado. El guionista no cayó en la tentación de idear enfrentamientos heroicos ni subtramas de acción, es más, omitió algunas escenas truculentas que se narran en el libro para enfocar la mayor intensidad en la relación padre e hijo, en su viaje hacia ninguna parte y en el amor que los une y también los prepara para escapar, si es necesario, de un destino peor que la muerte.

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"La majestad propia de la conciencia humana subsiste en el horror."
Victor Hugo

El apocalipsis no debería tener un significado emparentado con la extinción o el fin de la historia sino que debería referir, más bien, un estado sensorial del ser humano. Una pulsión viva y dormida cuyos estertores, enviados desde las regiones oscuras del corazón, tienen el poder de perturbar y moldear, al antojo de un azar ominoso, el espacio y el tiempo de los individuos. En el mismo orden de ideas, considerando las muchas veces que la historia ha creído registrar el advenimiento del juicio final, el apocalipsis parece una esperanza adyacente a todas las preguntas nunca resueltas sobre la muerte y el infierno: una sórdida esperanza que, hasta ahora, no se ha sublimado de manera colectiva como lo esperan los profetas y los fanáticos. Y aunque hay caminos probables para saciar ese anhelo –locura, genocidio o autoinmolación-, sólo uno puede alcanzar los niveles necesarios de paroxismo que permiten apreciar en vida los dulces estragos que ocasiona esta semilla anclada en el alma: el de la imaginación.

Por esta senda cualquiera puede mirar de frente al espanto sin quemarse los ojos. El poder está allí para ser tomado pero solamente los espíritus bárbaros -receptivos,  iluminados, sí, pero al fin y al cabo bárbaros- pueden permanecer en él sin claudicar. Redundar en ejemplos significaría asumir la obligación de mencionar cada hombre de la historia, que al estar dotado de imaginación y trastorno, hubiera aportado un nuevo sentido estético al campo de su trabajo. Una lista interminable en la que surgirían, solamente por destacar los más obvios, nombres como Goya en la pintura, Kafka en la literatura, Nick Cave en la música o Alfred Hitchcock en un periodo del cine anterior al hombre que protagoniza el énfasis de este artículo: Roman Polanski.


Antes de Polanski otros hombres ostentaron el título de maestros del horror o amos del suspenso: una dinastía macabra cuya progenie cuenta con ejemplares que hicieron de la monstruosidad un desafío estético como Tod Browning o como Roger Corman, quien en sus días gloriosos asentó su ojo sobre relatos góticos, inmunes a la edad, que seguirán causando un terror infalible hasta dentro de un millón de años. Una dinastía que pasa por actores, directores y productores que han encontrado en el cine el vehículo más efectivo para sacar de su escondite al miedo universal que habita en todos aquellos sobre quienes ha caído la desgracia de la mortalidad. Pero algo tiene Polanski que lo diferencia del resto. Algo tiene su cine que le da la investidura de un príncipe que ejerce su poderosa hegemonía desde el destierro. Aquello empezó a manifestarse con Repulsión (1965), una especie de ambigüedad en el tratamiento del género que definitivamente llega a su clímax de maestría en la primera película que filma en los Estados Unidos: El bebé de Rosemary (1968)


1960 es el año cero a partir del cual podría empezar una cuenta regresiva destinada a detenerse en junio de 1968. Esta década de ruptura en el cine de horror nace con Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock y, con paciencia, madura para ver la amenaza constante del mal dejar los territorios de lo sobrenatural y lo inhumano para arraigarse en todo aquello que nos es cercano y familiar. Aparecen películas como El fotógrafo del pánico (1960), de imaginativas, sutiles torturas, y otras más viscerales como 2.000 Maniacos (1964)  donde no es la muerte por sí misma sino los incontables modos de sufrir y sangrar previos al fallecimiento lo que eriza los pelos. 


En el perímetro de esta cuenta regresiva nace el gore y un cine de horror más clásico, de vampiros señoriales y monstruos truculentos, se acerca al último suspiro. Los personajes e historias que habían alimentado al cine de horror, en su mayoría, se ubicaban en un extremo apartado de la existencia. Asesinos trastornados que moran en las afueras, criaturas de otro mundo -el más allá, el espacio, otras dimensiones- que accidentalmente irrumpen en el nuestro, familias marginadas que convierten el canibalismo brutal en una forma de vida. Pero la amenaza del mal como una fuerza externa a merced de la cual se oficia un derramamiento de sangre inocente, o sangre en todo caso, es trastocada por Polanski quien la deja brotar en la médula de lo más íntimo para hacer que el horror penetre más allá de los huesos.

La cuenta regresiva se detiene en junio de 1968 cuando se estrena El bebé de Rosemary en los Estados Unidos. Nada de asesinos, nada de monstruos, nada de inhóspitos parajes rurales para escenificar la voracidad de las fuerzas siniestras. En esta película es entre las falacias de una ciudad cosmopolita donde se siente más cómodo el espanto. El truco de Polanski es proponer el juego claustrofóbico de narrar cada acontecimiento desde un único punto de vista, el de Rosemary Woodhouse. Ella es un traje a la medida de todos los miedos. Nos vestimos de Rosemary para ver lo que ella ve, movernos como ella se mueve, hablar con su melódico –de candidez exasperante- tono de voz y confiar a ciegas en la existencia de la felicidad común y corriente que puede proporcionar un esposo, un hogar, un hijo. Pero la dulce Rosemary no sabe que algo diabólico conspira en su contra. ¿Será la concupiscencia del príncipe de las tinieblas en persona o la incapacidad de mantenerse en las inmediaciones de la cordura?  Polanski hace equilibrio sobre esta ambivalencia labrándose un terreno muy amplio para jugar con una emoción de horror bicéfala –dividida entre felonías y  delirios- que crece progresivamente a partir de los primeros planos, móviles y aleatorios, entre edificios de una abigarrada Nueva York que emerge entre el tétrico tarareo de fondo que de entrada curte la historia con cierto tufillo de pesadilla.


Lo único que al principio sugiere una historia de horror es el aspecto de la Casa Bramford, de aire gótico y vampiresco: con el perfil de una vieja abadía medieval que por algún motivo extraño se hubiera construido en Central Park y no en ignotas localidades de la Europa remota. Pero este elemento no es sobre explotado por el director. Esta no es la aventura de una pareja de esposos –John Cassavetes y Mia Farrow- que llega a morar en una casa embrujada; de hecho, el apartamento de la fallecida Miss Gardenia es rápidamente metamorfoseado por una típica ama de casa de los años sesenta que calca la decoración de Cosmopolitan o el Reader Digest. Polanski llega al horror por el camino de lo sugerente y no de lo explícito. Cubre las escenas más significativas de ambigüedad, las rodea de un aire onírico y sumerge a quien tenga contacto con ellas en el sinsabor que sobreviene después de los malos sueños.


Así, lo perturbador en El bebé de Rosemary es siempre una sospecha, un rumor, un humo diáfano contenido en la seda de lo corriente. Las historias del erudito Hutchins sobre aquelarres y suicidios no superan el plano anecdótico, los ruidos que se filtran a través de las paredes no son más inquietantes que el crujir de tuberías viejas, la extravagancia de los esposos Castevet no es tanto el signo de una perversidad infernal como el desparpajo propio de la senectud. Las escenas de mayor intensidad tienen una procedencia dudosa, pues no se sabe a ciencia cierta si surgen realmente de ritos satánicos o hacen parte de un espejismo que nubla la razón de Rosemary.


Claro, al estar frente a una película de género lo primero es lo más obvio y se da casi por hecho que del apareamiento entre lo infernal y lo humano, entre el diablo y la bella Mia Farrow (aunque el cuerpo desnudo que se ve en pantalla es el de la doble Linda Brewerton), surgirá un neonato leviatán destinado a devastar el mundo. Sin embargo, la duda persiste hasta el último momento. Luego de presenciar el agónico embarazo que reduce a Rosemary a un estado fantasmal  no sería reprochable que lo diabólico solo deviniera en locura, aunque Polanski tampoco invierte muchos esfuerzos en despejar la duda, porque su mayor interés es señalar que lo diabólico está entre nosotros, hace parte de todo: nace de la ambición y la inconformidad.


Para señalarlo, Polanski recurre a un lenguaje sutil, es decir, prescinde de trucos: ni las puertas emiten chillidos ni las sombras ocultan desagradables sorpresas. Los detalles más explícitos, como las manos del demonio arañando la piel de Rosemary o los ojos turbios y bestiales que aparecen en el desenlace, son quizá una exigencia de los productores, porque Polanski, en su estilo, revela que prefiere generar malestar a partir de lo invisible. En esto radica la mitificación de El bebé de Rosemary y no en aquellas historias que la circundan que van desde el asesinato de Sharon Tate y la catástrofe personal de Polanski hasta la maldición del Edificio Dakota. Aquello no es más que una superchería pop que nada tiene que ver con una dimensión artística capaz de alterar nociones arraigadas sobre el bien y el mal, o sobre lo mundano y lo divino.


Tras el perturbador desenlace, el terror queda sembrado como una semilla que seguirá creciendo gracias a la profunda inquietud que lo fermenta. Y Polanski cierra su obra con planos idénticos a los del principio, un plano general y movedizo de la ciudad que insufla el deseo de que la cámara no cierre sus párpados para dar paso a los créditos sino que penetre en otra ventana, que espíe al azar otras vidas, cualquiera que elija, en todo caso, Polanski sabrá envolverla de espanto. 


(Una versión corta de este artículo fue publicado en la Revista Kinetoscopio)

Penurias de la madre del monstruo

Posted: jueves, octubre 11, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , , , ,
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Es probable que no haya necesidad de presentarles a Tilda Swinton pero antes de entrar en el mundo de esta película deben saber que gracias al personaje que ella interpreta estaremos a salvo durante esta excursión al lado oscuro de la maternidad. Aunque no exentos de todos los daños colaterales que pueden desprenderse de esta historia dirigida por la escocesa Lynne Ramsay.

Tenemos que hablar de Kevin es la adaptación de la novela de la escritora norteamericana Lionel Shriver, quien desde el horror unánime que han provocado en el mundo las masacres de los spree killers, se embarca en el punto de vista de una madre que debe soportar la vergüenza y la culpa de haber traído al mundo a un agente de destrucción.

Este es el primer detalle novedoso de la trama y quizá el responsable de que una adaptación hubiera valido la pena, pues otras realizaciones se habían ocupado de las víctimas (Bowling for Columbine de Michael Moore - 2002) y de los victimarios (Elefant de Gus Van Sant -2003- o Rampage de Uwe Boll -2009). 


La taciturna Eva Khatchadourian pisa la línea que separa esos dos mundos. Su aflicción permanente surge de emociones contrariadas pues, por un lado, su actuar de madre siempre es ambiguo, incapaz de expresar ese amor  insuperable que supuestamente llega por añadidura con los hijos; por otro lado, el carácter de Kevin siempre es tan dominante que escapar de su tenebroso poder parece una tarea hercúlea.

La película nos expone a una coalición emocional que se vuelve turbulenta con cada situación en la que Kevin tiene oportunidad de demostrar el tamaño de sus virtudes hostiles. El joven actor Ezra Miller ejecuta cada agresión -verbal, física o simbólica- como si estuviera conminado por una de las bellas artes y por eso las escenas que desnudan el carácter de este vástago maldito causan tanta repulsión como encanto. Kevin tiene la elegancia  natural de los asesinos y como esta característica esencial se conoce desde el principio de la historia, existe una curiosidad permanente por conocer cuál será ese acto sanguinario con el que inaugurará su régimen de terror.

La estructura misma del filme ayuda a prolongar la agonía que uno empieza a compartir con la madre infortunada. Inicialmente, Eva aparece viviendo abnegada su expulsión del paraíso. No conocemos aún las razones. Es una mujer solitaria que por algún motivo sufre y por algún motivo calla: en su silencio se retuerce una derrota que debemos ir comprendiendo a medida que los flashback que cuentan su anterior vida muestran los hechos que la condujeron a  su destierro.

Los recuerdos se encadenan fragmentados, saltando alternativamente entre el pasado y el presente. En el pasado, Eva es una exitosa escritora de guías para viajeros. Su trabajo implica que sea una mujer sibarita, ilustrada, libre y solitaria. Esos son los cimientos de su espíritu, los cuáles, aunque no lo nota, se deterioran cuando le abre las puertas al amor y a sus amenazas de estabilidad. En el presente, Eva está sola, refugiada en el anonimato que da un trabajo mediocre y soportando el violento rechazo que genera entre sus compañeros y vecinos por ser la madre del monstruo. Ha perdido todas las posibilidades de ser libre.

El guión de la película se sostiene en un suspenso voluble entre dos extremos. El enfoque predominante es el de la madre, que intuye el peligro en el que se encuentra pero duda de sus propios miedos. Y otras veces pasamos a ver las cosas como las observa el hijo, que conoce la inminencia de su ataque pero se deleita conteniendo sus impulsos como el depredador que juega con su presa antes de engullirla. Es un juego de dominación sustentado en el lenguaje invisible de una madre y un hijo, porque ella parece ser la única persona capaz de notar la malicia de Kevin aunque él no ponga ningún esmero en ocultarla. Lo que ambos saben escapa a la percepción de los demás miembros del clan familiar. El padre, interpretado por John C. Reilly, está del lado de su primogénito e incluso se encarga de incentivar el talento que más tarde Kevin empleará de un modo letal, el tiro con arco. Por otro lado, la pequeña hermana es el personaje en quien se verán reflejados los primeros daños irreversibles.

La vida familiar que la directora retrata es, por ende, una fachada del sueño americano.  Algo que subyace en el fondo de las críticas que intentan señalar los culpables de un horror que, se supone, no debería existir en una sociedad ideal.

Las masacres perpetradas en escuelas preparatorias y universidades por los spree killers no tienen un origen racional. Ninguna ciencia puede arriesgarse a identificar con acierto la cadena de eventos que empujaron a los jóvenes que suelen protagonizar estas trágicas historias hacia ese carrusel de muerte que de repente desatan sobre sus semejantes. Cuando ocurre, el mundo los mira con incredulidad, repudio y horror porque la demencia ha declarado una vez más su dominio sobre la tierra. De todas partes surgen los intentos por justificar los hechos y evitar que se repitan. La indiferencia de los padres, las fallas de un sistema educativo excluyente, el espectáculo en el que se ha convertido la violencia y hasta supuestos mensajes subliminales de la música o los videojuegos son señalados como culpables. Pero lo cierto es que cualquier intento por encontrar las razones se queda corto. La ficción es un laboratorio más permisivo para comprender este fenómeno tan televisado en los últimos años.

El evento culminante de Tenemos que hablar de Kevin se escuda con razón en esas licencias. La directora no estaba obligada a filmar con realismo la masacre que finalmente Kevin comete. En el libro de Shriver puede ser muy creíble que un joven con arco y flechas someta a una multitud de adolescentes quizá más vigorosos que él, pero llevar esto a un relato visual puede hacer caer al realizador en lo inverosímil. Era mejor no esmerarse en ser detallado en este punto y sugerir la tragedia con una secuencia de choque construida con tono onírico. En cambio, el trastorno de Eva al ver la obra de su hijo sí ameritaba detenerse en todos los detalles: perplejidad, tristeza, miedo y sobre todo vergüenza son el maquillaje para este papel con el que Tilda Swinton justifica el respeto que la crítica le tiene.

Swinton ganó por esta interpretación el galardón como mejor actriz en los Premios del Cine Europeo y estuvo nominada a un Globo de Oro. Puede parecer lógico para el personaje principal de una obra dramática con un tema tan delicado, pero el esfuerzo se nota en la medida en que el personaje se va degradando moralmente hasta el punto de volverse inexpresivo. Ese es un gran reto para cualquier actor, ¿no? Lograr comunicar un estado emocional intenso a partir de la inexpresividad. Además, la actriz no está mal acompañada. John C. Reilly es un actor impecable injustamente menospreciado por la industria pero amado por autores de culto -no se pierdan su trabajo en Un dios salvaje de Roman Polanski-; y por otro lado está Ezra Miller, un actor de 20 años que a partir de esta película se ha convertido en un fenómeno viral en Internet, en parte por la sensualidad que debe despertar en las chicas, pero también por un talento que no tardará en darle cabida en las mejores producciones del Hollywood futuro.

Pero hay detalles en los que la película flaquea. La producción está bien llevada por Ramsay, una directora con historia en el cine británico que despega dignamente en un mercado más comercial con esta producción rodada en los Estados Unidos. Supo rodearse de buenos colaboradores, especialmente el director de fotografía, Seamus McGarvey, cuyo trabajo puede apreciarse también en películas como Las Horas (Daldry, 2002), El Solista (Wright, 2009) o Los Vengadores (Whedon, 2012). Sin embargo, no se preocupa por atar algunos cabos sueltos y queda una sensación de abandono con Franklin, el padre, cuya importancia en el argumento se va desvaneciendo sin justificación; y con Kevin, que hacia el final de la película deja de ser implacable y es presentado como un muchachito pusilánime del montón. La frase del final sugiere que una transformación tan radical hacía parte de la historia pero no entregar pistas que permitan anticipar, aunque sea un poco, el giro del personaje queda como un error tonto en una obra donde es necesario que cada crimen sea perfecto y premeditado.

El espíritu encarcelado

Posted: miércoles, octubre 10, 2012 by Godeloz in Etiquetas:
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Cincuenta años después, las preguntas siguen indagando por los secretos de una vida legendaria que se detuvo de golpe, dejando a quienes la amaron, y a quienes la siguen amando, con la sensación de que el mundo perdió un engranaje vital. La sonrisa que Norma Jeane Baker aprendió a lucir para que el rostro de Marilyn Monroe se convirtiera en el icono universal de la seducción, enmascara una intimidad de ilusiones secretas que estuvo silenciada por el ruido de su faceta más escandalosa. Pero, con el tiempo, los chismorreos sobre amoríos y aventuras de motel han apagado su bulla. Atrás quedaron los hombres que quisieron retener su amor y las dudas sobre la dimensión de su talento también quedaron fuera de foco, porque el conjunto de su obra es una declaración abierta de inteligencia, belleza, sensualidad y dolor, los ingredientes de una existencia genial, aunque trágica.

Marilyn Monroe fue una estrella que brilló más allá de sus películas. Su imagen, sus palabras, sus amores, sus miedos y obsesiones revelaban la agotadora fuerza de sus pulsiones artísticas. No era una rubia tonta como aparece en algunas películas, esa era solamente la fachada que Hollywood erigió para su propio beneficio. Sus amigos más cercanos sabían que era prisionera del magnetismo sexual que ejercía sobre los hombres y quienes estuvieron cerca de su corazón -Joe DiMaggio, Arthur Miller, Paula Strasberg- sufrieron con ella el encierro de la fama.

En la crónica que Truman Capote escribió sobre Marilyn, en 1979, con el dolor de su pérdida todavía fresco, es explícita esta condición.

El escritor neoyorquino la ve en el funeral de Constance Collier, una prestigiosa actriz que se había convertido en maestra de las principales estrellas de Hollywood, entre ellas, Marilyn Monroe, quien parece otra llevando un luto que no se ajusta a su esbelta figura. Sin maquillaje, sin sus labios frondosos pintados de rubí y con la cabellera plateada oculta bajo una pañoleta que la hacía parecer monja de clausura, es solo una chica normal que puede pasar frente a una tropa de fotógrafos sin que le arranquen la ropa con el flash de las cámaras.

Capote recuerda en su historia las palabras que alguna vez le dijo la señora Collier sobre Monroe, quizá la definición más certera que se haya hecho de la actriz: “Lo que tiene ella, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia titilante, jamás saldría a la superficie sobre un escenario. Es tan frágil y sutil que solo la cámara lo puede capturar. Es como el vuelo de un colibrí: sólo una cámara puede congelar su poesía”.

La dulce dama también le habló a Capote de que Marilyn podría ser una exquisita Ofelia y, como si los años le dieran el don de la clarividencia, sentenció lo siguiente: “Espero, de veras lo pido, que sobreviva lo suficiente para liberar el extraño y hermoso talento que vaga dentro de ella como un espíritu encarcelado”.

Pero esa esperanza no se cumplió porque, en 1962, el ángel de la muerte le ganó la carrera a los pretendientes que querían poseer el cuerpo de Marilyn y lo dejó sin vida, desnudo, en un cuarto de su triste mansión. Tenía 36 años. Hubo una conmoción planetaria por su ausencia prematura.

Después, su historia se sobrepobló de especulaciones como si no hubieran sido suficientes las que la asediaron en vida. Sin embargo, la distancia de los años permite que su vida pueda contemplarse de otra manera.

En octubre de 2010, una editorial estadounidense reunió en un libro fragmentos de poemas, diarios, cartas y notas personales escritos por Monroe. El volumen es una joya. Contiene decenas de fotografías de la hermosa rubia abstraída en los libros de su biblioteca personal. También incluye imágenes de sus cuadernos y notas. Como los escritores compulsivos, Marilyn aprovechaba cualquier pedazo de papel -una servilleta, el membrete de un hotel- para escribir con caligrafía laberíntica sus ideas.

La soledad la aterrorizaba pero la encaraba con valor. La obsesionaba hacer bien su trabajo pero le costaba concentrarse y se reconocía como una joven deprimida aunque todos la vieran “tan joven, tan alegre, tan llena de esperanza”.

La muerte no la asustaba. En cambio, la veía como una posibilidad de fuga: “Siento que la vida se me acerca cuando lo único que quiero es morir”. Y es que prefería imaginarse muerta antes que loca. Cuando era niña su madre había sido recluida en un manicomio y Marilyn siempre temió heredar el delirio materno.

En las cartas que le escribió a Paula Strasberg, confidente y maestra de actuación, le hablaba sobre sus angustias y en las esporádicas entradas de su diario se llegó a declarar “inquieta y nerviosa y dispersa y asustadiza”.

Esa turbulencia mental declarada fue también el impulso de sus virtudes. Para convertirse en mito, Marilyn necesitaba inmolarse. Me gusta pensar que sintió gozo cuando lo hizo y que fue fiel a uno de sus versos más bellos: “No hay nada que temer, salvo el propio miedo”.

La chica que silenciaba truenos de agua

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Nunca había sabido lo que era la belleza de una mujer; pero por instinto comprendía que era una cosa terrible”.  
Víctor Hugo  
 


El destino de Rose Loomis, el personaje que interpreta Marilyn Monroe en Niágara (1953), contiene una inquietante premonición. En la tragedia conyugal de la hermosa rubia acorralada están sugeridos los vacíos que torcieron el rumbo de su propia vida: glamour, belleza y ganas de amor superados en la balanza por soledad, enfermedad y terror a la locura.

El estreno de la película, en 1953, sirvió para que Marilyn proclamara la hegemonía de su sensualidad, tan puramente bestial, que no era difícil pronosticar que muchos hombres perderían el juicio por su culpa. Niágara tiene muchas virtudes pero todas quedaron opacadas por el encanto dorado que se desplazaba en los encuadres con una lentitud sádica, consciente del poder esclavizante que ejercía sobre la elemental naturaleza masculina.

Cada aparición de Marilyn Monroe en el filme está caracterizada por este efecto hipnótico y fue lo que más destacó la crítica de la época a la hora de reseñar la película. El artículo publicado el 22 de enero de 1953 en el New York Times no tiene reparos en asegurar que la Twentieth Century Fox agregó dos maravillas más a las Siete Maravillas del Mundo. Por un lado, la grandeza de las Cataratas del Niágara y sus paradisíacas inmediaciones y, por otro lado, la belleza insuperable de la señorita Monroe. “Quizás no es la actriz perfecta en este punto. Pero ni el director ni los caballeros que manejaban las cámaras parecían estar preocupados por esto. Ellos han capturado cada curva posible, tanto en la intimidad de la alcoba como en los reveladores vestidos ajustados. Y han ilustrado muy acertadamente que puede ser seductora, incluso cuando camina”.

Las palabras se quedan cortas a la hora de describir la magnitud del fenómeno Monroe después de Niágara. La primera imagen que el director Henry Hathaway ofrece de ella es la de una mujer envuelta en sábanas blancas, evidentemente desnuda, aunque solo la piel de sus hombros queda expuesta. Su actitud es ambigua pues el entorno tiene las señales inequívocas de una pasión lasciva pero, en su perezosa soledad, la rubia expresa hastío en lugar de éxtasis. Este dolor enmascarado será el tono de la historia, pues la celebración de la sensualidad será una reacción débil, incapaz de sobrepasar los impulsos mortíferos que el deseo provoca.

El rostro desencajado de George Loomis es la evidencia permanente de los estragos ocasionados por ese anhelo de lo inalcanzable. El actor Joseph Cotten interpreta a un hombre perturbado por la belleza de su esposa, enceguecido de celos y, a su modo, desahuciado porque sabe que duerme con la fatalidad en la misma habitación.

Niágara significa en la lengua nativa de Norteamérica “truenos de agua” y Hathaway usa el estrepitoso paisaje de las cataratas como un símbolo de poder que empequeñece a ese hombre desolado que vaga acribillando con dudas la poca razón que le queda. “¿Por qué me han traído aquí las cataratas a las cinco de la madrugada? ¿Para demostrarme lo grandes que son y lo pequeño que soy yo? ¿Para recordarme que no necesitan ayuda? Muy bien, ya lo han demostrado. Pero, ¿por qué no? Han tenido 10.000 años para hacerse independientes. ¿Qué tiene eso de grandioso? Supongo que yo también podría, aunque quizá tarde un poco más”. Con estas palabras Loomis reconoce el poder de la belleza como una fuerza superior a la de la naturaleza y una vez hemos visto el esplendor de Marilyn Monroe, cómo no pensar que es menos doloroso perecer despedazado entre las rocas del río que extinguirse abrazado por sus piernas.

Sin embargo, el papel de Marilyn Monroe en Niágara no es el de una mujer fatal que actúa sin misericordia, como las que abundan en el cine negro. En la historia criminal que aquí se plantea no hay roles tan claros como el de la víctima y el victimario. Ambos, Monroe y Cotten, comparten una necesidad apremiante de supervivencia, aunque con diferentes caminos para cumplir sus objetivos. Ella planea con su amante la muerte del esposo obsesivo; él espera librarse de la opresión emocional que lo acorrala desde que le propuso matrimonio. Es un juego de eliminación mutua que para estar completo necesita testigos, como las bodas y los duelos a muerte.  

Polly y Ray Cutter son perfectos para ese propósito. Una pareja ideal, interpretada por los actores Jean Peters y Max Showalter, que llega donde se alojan los esposos Loomis, las Cabañas Arco Iris, para vivir una Luna de miel tardía. No es difícil notar que en su relación brota el amor, la confianza, la admiración y todo lo que se supone debe componer las bases de una felicidad sólida. El idilio de una pareja hace que los abismos de la otra se vean más profundos.

No podría escogerse cuál de las tragedias es la más triste pero, al incorporar los hechos reales de la vida de Marilyn Monroe no cabe duda de que pagó por su belleza un alto precio. Dejemos a un lado los abusos de la infancia, la dificultad de los años iniciales antes de alcanzar la fama o el pavor absoluto que sentía por heredar la locura de su madre. Pensemos en Marilyn como una adorable criatura asediada por los caprichos de hombres poderosos, incapaces de sobrellevar los delirios de una rubia talentosa y atormentados por tener que compartirla con el ramillete de hombres que también soñaban con convertirla en su amante. La historia que Monroe representó en Niágara, su primer papel protagónico, tuvo que repetirla más de una vez a lo largo de su vida.

Ahora, con el paso de los años, ese papel estelar adquiere otro color al que tuvo en los años 50. Si en aquel tiempo era la punta del iceberg que anunciaba la liberación sexual predominante en los años siguientes, ahora se lee como un primer indicio de la decadencia en la que suelen acabar las carreras deslumbrantes. Por fortuna, la posteridad de Marilyn Monroe nunca tendrá escenas patéticas de vejez o demencia. Su hora final fue el gesto sustancial de las leyendas: desapareció para no ser olvidada.

El recuento de los escándalos que rodearon su vida pública y privada no alcanza para desplazar la suma de recuerdos que la gente quiere conservar de ella. Antes de Niágara fue capaz de hacer que sus papeles secundarios en La jungla de asfalto (1950) de John Huston; Eva al desnudo (1950), de Joseph Mankiewickz, y otras películas en las que aparecía como un personaje despampanante pero insustancial para la historia, se convirtieran en poderosos centros de atención que acaparaban todas las miradas. Después de Niágara fue innegable su capacidad de hacer que en las salas de cine se desbordaran cascadas de suspiros. Los hombres de América estuvieron a merced de este enfebrecido arrebato mientras la señorita Monroe respiraba en esta tierra y, aún después de su último aliento, mantuvieron esa esbelta figura emplazada en el centro de su líbido como un ideal imposible pero necesario. 



(Publicado en la edición No. 99 de la revista Kinetoscopio)