El espíritu encarcelado

Posted: miércoles, octubre 10, 2012 by Godeloz in Etiquetas:
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Cincuenta años después, las preguntas siguen indagando por los secretos de una vida legendaria que se detuvo de golpe, dejando a quienes la amaron, y a quienes la siguen amando, con la sensación de que el mundo perdió un engranaje vital. La sonrisa que Norma Jeane Baker aprendió a lucir para que el rostro de Marilyn Monroe se convirtiera en el icono universal de la seducción, enmascara una intimidad de ilusiones secretas que estuvo silenciada por el ruido de su faceta más escandalosa. Pero, con el tiempo, los chismorreos sobre amoríos y aventuras de motel han apagado su bulla. Atrás quedaron los hombres que quisieron retener su amor y las dudas sobre la dimensión de su talento también quedaron fuera de foco, porque el conjunto de su obra es una declaración abierta de inteligencia, belleza, sensualidad y dolor, los ingredientes de una existencia genial, aunque trágica.

Marilyn Monroe fue una estrella que brilló más allá de sus películas. Su imagen, sus palabras, sus amores, sus miedos y obsesiones revelaban la agotadora fuerza de sus pulsiones artísticas. No era una rubia tonta como aparece en algunas películas, esa era solamente la fachada que Hollywood erigió para su propio beneficio. Sus amigos más cercanos sabían que era prisionera del magnetismo sexual que ejercía sobre los hombres y quienes estuvieron cerca de su corazón -Joe DiMaggio, Arthur Miller, Paula Strasberg- sufrieron con ella el encierro de la fama.

En la crónica que Truman Capote escribió sobre Marilyn, en 1979, con el dolor de su pérdida todavía fresco, es explícita esta condición.

El escritor neoyorquino la ve en el funeral de Constance Collier, una prestigiosa actriz que se había convertido en maestra de las principales estrellas de Hollywood, entre ellas, Marilyn Monroe, quien parece otra llevando un luto que no se ajusta a su esbelta figura. Sin maquillaje, sin sus labios frondosos pintados de rubí y con la cabellera plateada oculta bajo una pañoleta que la hacía parecer monja de clausura, es solo una chica normal que puede pasar frente a una tropa de fotógrafos sin que le arranquen la ropa con el flash de las cámaras.

Capote recuerda en su historia las palabras que alguna vez le dijo la señora Collier sobre Monroe, quizá la definición más certera que se haya hecho de la actriz: “Lo que tiene ella, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia titilante, jamás saldría a la superficie sobre un escenario. Es tan frágil y sutil que solo la cámara lo puede capturar. Es como el vuelo de un colibrí: sólo una cámara puede congelar su poesía”.

La dulce dama también le habló a Capote de que Marilyn podría ser una exquisita Ofelia y, como si los años le dieran el don de la clarividencia, sentenció lo siguiente: “Espero, de veras lo pido, que sobreviva lo suficiente para liberar el extraño y hermoso talento que vaga dentro de ella como un espíritu encarcelado”.

Pero esa esperanza no se cumplió porque, en 1962, el ángel de la muerte le ganó la carrera a los pretendientes que querían poseer el cuerpo de Marilyn y lo dejó sin vida, desnudo, en un cuarto de su triste mansión. Tenía 36 años. Hubo una conmoción planetaria por su ausencia prematura.

Después, su historia se sobrepobló de especulaciones como si no hubieran sido suficientes las que la asediaron en vida. Sin embargo, la distancia de los años permite que su vida pueda contemplarse de otra manera.

En octubre de 2010, una editorial estadounidense reunió en un libro fragmentos de poemas, diarios, cartas y notas personales escritos por Monroe. El volumen es una joya. Contiene decenas de fotografías de la hermosa rubia abstraída en los libros de su biblioteca personal. También incluye imágenes de sus cuadernos y notas. Como los escritores compulsivos, Marilyn aprovechaba cualquier pedazo de papel -una servilleta, el membrete de un hotel- para escribir con caligrafía laberíntica sus ideas.

La soledad la aterrorizaba pero la encaraba con valor. La obsesionaba hacer bien su trabajo pero le costaba concentrarse y se reconocía como una joven deprimida aunque todos la vieran “tan joven, tan alegre, tan llena de esperanza”.

La muerte no la asustaba. En cambio, la veía como una posibilidad de fuga: “Siento que la vida se me acerca cuando lo único que quiero es morir”. Y es que prefería imaginarse muerta antes que loca. Cuando era niña su madre había sido recluida en un manicomio y Marilyn siempre temió heredar el delirio materno.

En las cartas que le escribió a Paula Strasberg, confidente y maestra de actuación, le hablaba sobre sus angustias y en las esporádicas entradas de su diario se llegó a declarar “inquieta y nerviosa y dispersa y asustadiza”.

Esa turbulencia mental declarada fue también el impulso de sus virtudes. Para convertirse en mito, Marilyn necesitaba inmolarse. Me gusta pensar que sintió gozo cuando lo hizo y que fue fiel a uno de sus versos más bellos: “No hay nada que temer, salvo el propio miedo”.

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