La chica que silenciaba truenos de agua

Posted: miércoles, octubre 10, 2012 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Nunca había sabido lo que era la belleza de una mujer; pero por instinto comprendía que era una cosa terrible”.  
Víctor Hugo  
 


El destino de Rose Loomis, el personaje que interpreta Marilyn Monroe en Niágara (1953), contiene una inquietante premonición. En la tragedia conyugal de la hermosa rubia acorralada están sugeridos los vacíos que torcieron el rumbo de su propia vida: glamour, belleza y ganas de amor superados en la balanza por soledad, enfermedad y terror a la locura.

El estreno de la película, en 1953, sirvió para que Marilyn proclamara la hegemonía de su sensualidad, tan puramente bestial, que no era difícil pronosticar que muchos hombres perderían el juicio por su culpa. Niágara tiene muchas virtudes pero todas quedaron opacadas por el encanto dorado que se desplazaba en los encuadres con una lentitud sádica, consciente del poder esclavizante que ejercía sobre la elemental naturaleza masculina.

Cada aparición de Marilyn Monroe en el filme está caracterizada por este efecto hipnótico y fue lo que más destacó la crítica de la época a la hora de reseñar la película. El artículo publicado el 22 de enero de 1953 en el New York Times no tiene reparos en asegurar que la Twentieth Century Fox agregó dos maravillas más a las Siete Maravillas del Mundo. Por un lado, la grandeza de las Cataratas del Niágara y sus paradisíacas inmediaciones y, por otro lado, la belleza insuperable de la señorita Monroe. “Quizás no es la actriz perfecta en este punto. Pero ni el director ni los caballeros que manejaban las cámaras parecían estar preocupados por esto. Ellos han capturado cada curva posible, tanto en la intimidad de la alcoba como en los reveladores vestidos ajustados. Y han ilustrado muy acertadamente que puede ser seductora, incluso cuando camina”.

Las palabras se quedan cortas a la hora de describir la magnitud del fenómeno Monroe después de Niágara. La primera imagen que el director Henry Hathaway ofrece de ella es la de una mujer envuelta en sábanas blancas, evidentemente desnuda, aunque solo la piel de sus hombros queda expuesta. Su actitud es ambigua pues el entorno tiene las señales inequívocas de una pasión lasciva pero, en su perezosa soledad, la rubia expresa hastío en lugar de éxtasis. Este dolor enmascarado será el tono de la historia, pues la celebración de la sensualidad será una reacción débil, incapaz de sobrepasar los impulsos mortíferos que el deseo provoca.

El rostro desencajado de George Loomis es la evidencia permanente de los estragos ocasionados por ese anhelo de lo inalcanzable. El actor Joseph Cotten interpreta a un hombre perturbado por la belleza de su esposa, enceguecido de celos y, a su modo, desahuciado porque sabe que duerme con la fatalidad en la misma habitación.

Niágara significa en la lengua nativa de Norteamérica “truenos de agua” y Hathaway usa el estrepitoso paisaje de las cataratas como un símbolo de poder que empequeñece a ese hombre desolado que vaga acribillando con dudas la poca razón que le queda. “¿Por qué me han traído aquí las cataratas a las cinco de la madrugada? ¿Para demostrarme lo grandes que son y lo pequeño que soy yo? ¿Para recordarme que no necesitan ayuda? Muy bien, ya lo han demostrado. Pero, ¿por qué no? Han tenido 10.000 años para hacerse independientes. ¿Qué tiene eso de grandioso? Supongo que yo también podría, aunque quizá tarde un poco más”. Con estas palabras Loomis reconoce el poder de la belleza como una fuerza superior a la de la naturaleza y una vez hemos visto el esplendor de Marilyn Monroe, cómo no pensar que es menos doloroso perecer despedazado entre las rocas del río que extinguirse abrazado por sus piernas.

Sin embargo, el papel de Marilyn Monroe en Niágara no es el de una mujer fatal que actúa sin misericordia, como las que abundan en el cine negro. En la historia criminal que aquí se plantea no hay roles tan claros como el de la víctima y el victimario. Ambos, Monroe y Cotten, comparten una necesidad apremiante de supervivencia, aunque con diferentes caminos para cumplir sus objetivos. Ella planea con su amante la muerte del esposo obsesivo; él espera librarse de la opresión emocional que lo acorrala desde que le propuso matrimonio. Es un juego de eliminación mutua que para estar completo necesita testigos, como las bodas y los duelos a muerte.  

Polly y Ray Cutter son perfectos para ese propósito. Una pareja ideal, interpretada por los actores Jean Peters y Max Showalter, que llega donde se alojan los esposos Loomis, las Cabañas Arco Iris, para vivir una Luna de miel tardía. No es difícil notar que en su relación brota el amor, la confianza, la admiración y todo lo que se supone debe componer las bases de una felicidad sólida. El idilio de una pareja hace que los abismos de la otra se vean más profundos.

No podría escogerse cuál de las tragedias es la más triste pero, al incorporar los hechos reales de la vida de Marilyn Monroe no cabe duda de que pagó por su belleza un alto precio. Dejemos a un lado los abusos de la infancia, la dificultad de los años iniciales antes de alcanzar la fama o el pavor absoluto que sentía por heredar la locura de su madre. Pensemos en Marilyn como una adorable criatura asediada por los caprichos de hombres poderosos, incapaces de sobrellevar los delirios de una rubia talentosa y atormentados por tener que compartirla con el ramillete de hombres que también soñaban con convertirla en su amante. La historia que Monroe representó en Niágara, su primer papel protagónico, tuvo que repetirla más de una vez a lo largo de su vida.

Ahora, con el paso de los años, ese papel estelar adquiere otro color al que tuvo en los años 50. Si en aquel tiempo era la punta del iceberg que anunciaba la liberación sexual predominante en los años siguientes, ahora se lee como un primer indicio de la decadencia en la que suelen acabar las carreras deslumbrantes. Por fortuna, la posteridad de Marilyn Monroe nunca tendrá escenas patéticas de vejez o demencia. Su hora final fue el gesto sustancial de las leyendas: desapareció para no ser olvidada.

El recuento de los escándalos que rodearon su vida pública y privada no alcanza para desplazar la suma de recuerdos que la gente quiere conservar de ella. Antes de Niágara fue capaz de hacer que sus papeles secundarios en La jungla de asfalto (1950) de John Huston; Eva al desnudo (1950), de Joseph Mankiewickz, y otras películas en las que aparecía como un personaje despampanante pero insustancial para la historia, se convirtieran en poderosos centros de atención que acaparaban todas las miradas. Después de Niágara fue innegable su capacidad de hacer que en las salas de cine se desbordaran cascadas de suspiros. Los hombres de América estuvieron a merced de este enfebrecido arrebato mientras la señorita Monroe respiraba en esta tierra y, aún después de su último aliento, mantuvieron esa esbelta figura emplazada en el centro de su líbido como un ideal imposible pero necesario. 



(Publicado en la edición No. 99 de la revista Kinetoscopio)

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