El bebé de Rosemary: El malestar de lo invisible

Posted: viernes, octubre 12, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"La majestad propia de la conciencia humana subsiste en el horror."
Victor Hugo

El apocalipsis no debería tener un significado emparentado con la extinción o el fin de la historia sino que debería referir, más bien, un estado sensorial del ser humano. Una pulsión viva y dormida cuyos estertores, enviados desde las regiones oscuras del corazón, tienen el poder de perturbar y moldear, al antojo de un azar ominoso, el espacio y el tiempo de los individuos. En el mismo orden de ideas, considerando las muchas veces que la historia ha creído registrar el advenimiento del juicio final, el apocalipsis parece una esperanza adyacente a todas las preguntas nunca resueltas sobre la muerte y el infierno: una sórdida esperanza que, hasta ahora, no se ha sublimado de manera colectiva como lo esperan los profetas y los fanáticos. Y aunque hay caminos probables para saciar ese anhelo –locura, genocidio o autoinmolación-, sólo uno puede alcanzar los niveles necesarios de paroxismo que permiten apreciar en vida los dulces estragos que ocasiona esta semilla anclada en el alma: el de la imaginación.

Por esta senda cualquiera puede mirar de frente al espanto sin quemarse los ojos. El poder está allí para ser tomado pero solamente los espíritus bárbaros -receptivos,  iluminados, sí, pero al fin y al cabo bárbaros- pueden permanecer en él sin claudicar. Redundar en ejemplos significaría asumir la obligación de mencionar cada hombre de la historia, que al estar dotado de imaginación y trastorno, hubiera aportado un nuevo sentido estético al campo de su trabajo. Una lista interminable en la que surgirían, solamente por destacar los más obvios, nombres como Goya en la pintura, Kafka en la literatura, Nick Cave en la música o Alfred Hitchcock en un periodo del cine anterior al hombre que protagoniza el énfasis de este artículo: Roman Polanski.


Antes de Polanski otros hombres ostentaron el título de maestros del horror o amos del suspenso: una dinastía macabra cuya progenie cuenta con ejemplares que hicieron de la monstruosidad un desafío estético como Tod Browning o como Roger Corman, quien en sus días gloriosos asentó su ojo sobre relatos góticos, inmunes a la edad, que seguirán causando un terror infalible hasta dentro de un millón de años. Una dinastía que pasa por actores, directores y productores que han encontrado en el cine el vehículo más efectivo para sacar de su escondite al miedo universal que habita en todos aquellos sobre quienes ha caído la desgracia de la mortalidad. Pero algo tiene Polanski que lo diferencia del resto. Algo tiene su cine que le da la investidura de un príncipe que ejerce su poderosa hegemonía desde el destierro. Aquello empezó a manifestarse con Repulsión (1965), una especie de ambigüedad en el tratamiento del género que definitivamente llega a su clímax de maestría en la primera película que filma en los Estados Unidos: El bebé de Rosemary (1968)


1960 es el año cero a partir del cual podría empezar una cuenta regresiva destinada a detenerse en junio de 1968. Esta década de ruptura en el cine de horror nace con Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock y, con paciencia, madura para ver la amenaza constante del mal dejar los territorios de lo sobrenatural y lo inhumano para arraigarse en todo aquello que nos es cercano y familiar. Aparecen películas como El fotógrafo del pánico (1960), de imaginativas, sutiles torturas, y otras más viscerales como 2.000 Maniacos (1964)  donde no es la muerte por sí misma sino los incontables modos de sufrir y sangrar previos al fallecimiento lo que eriza los pelos. 


En el perímetro de esta cuenta regresiva nace el gore y un cine de horror más clásico, de vampiros señoriales y monstruos truculentos, se acerca al último suspiro. Los personajes e historias que habían alimentado al cine de horror, en su mayoría, se ubicaban en un extremo apartado de la existencia. Asesinos trastornados que moran en las afueras, criaturas de otro mundo -el más allá, el espacio, otras dimensiones- que accidentalmente irrumpen en el nuestro, familias marginadas que convierten el canibalismo brutal en una forma de vida. Pero la amenaza del mal como una fuerza externa a merced de la cual se oficia un derramamiento de sangre inocente, o sangre en todo caso, es trastocada por Polanski quien la deja brotar en la médula de lo más íntimo para hacer que el horror penetre más allá de los huesos.

La cuenta regresiva se detiene en junio de 1968 cuando se estrena El bebé de Rosemary en los Estados Unidos. Nada de asesinos, nada de monstruos, nada de inhóspitos parajes rurales para escenificar la voracidad de las fuerzas siniestras. En esta película es entre las falacias de una ciudad cosmopolita donde se siente más cómodo el espanto. El truco de Polanski es proponer el juego claustrofóbico de narrar cada acontecimiento desde un único punto de vista, el de Rosemary Woodhouse. Ella es un traje a la medida de todos los miedos. Nos vestimos de Rosemary para ver lo que ella ve, movernos como ella se mueve, hablar con su melódico –de candidez exasperante- tono de voz y confiar a ciegas en la existencia de la felicidad común y corriente que puede proporcionar un esposo, un hogar, un hijo. Pero la dulce Rosemary no sabe que algo diabólico conspira en su contra. ¿Será la concupiscencia del príncipe de las tinieblas en persona o la incapacidad de mantenerse en las inmediaciones de la cordura?  Polanski hace equilibrio sobre esta ambivalencia labrándose un terreno muy amplio para jugar con una emoción de horror bicéfala –dividida entre felonías y  delirios- que crece progresivamente a partir de los primeros planos, móviles y aleatorios, entre edificios de una abigarrada Nueva York que emerge entre el tétrico tarareo de fondo que de entrada curte la historia con cierto tufillo de pesadilla.


Lo único que al principio sugiere una historia de horror es el aspecto de la Casa Bramford, de aire gótico y vampiresco: con el perfil de una vieja abadía medieval que por algún motivo extraño se hubiera construido en Central Park y no en ignotas localidades de la Europa remota. Pero este elemento no es sobre explotado por el director. Esta no es la aventura de una pareja de esposos –John Cassavetes y Mia Farrow- que llega a morar en una casa embrujada; de hecho, el apartamento de la fallecida Miss Gardenia es rápidamente metamorfoseado por una típica ama de casa de los años sesenta que calca la decoración de Cosmopolitan o el Reader Digest. Polanski llega al horror por el camino de lo sugerente y no de lo explícito. Cubre las escenas más significativas de ambigüedad, las rodea de un aire onírico y sumerge a quien tenga contacto con ellas en el sinsabor que sobreviene después de los malos sueños.


Así, lo perturbador en El bebé de Rosemary es siempre una sospecha, un rumor, un humo diáfano contenido en la seda de lo corriente. Las historias del erudito Hutchins sobre aquelarres y suicidios no superan el plano anecdótico, los ruidos que se filtran a través de las paredes no son más inquietantes que el crujir de tuberías viejas, la extravagancia de los esposos Castevet no es tanto el signo de una perversidad infernal como el desparpajo propio de la senectud. Las escenas de mayor intensidad tienen una procedencia dudosa, pues no se sabe a ciencia cierta si surgen realmente de ritos satánicos o hacen parte de un espejismo que nubla la razón de Rosemary.


Claro, al estar frente a una película de género lo primero es lo más obvio y se da casi por hecho que del apareamiento entre lo infernal y lo humano, entre el diablo y la bella Mia Farrow (aunque el cuerpo desnudo que se ve en pantalla es el de la doble Linda Brewerton), surgirá un neonato leviatán destinado a devastar el mundo. Sin embargo, la duda persiste hasta el último momento. Luego de presenciar el agónico embarazo que reduce a Rosemary a un estado fantasmal  no sería reprochable que lo diabólico solo deviniera en locura, aunque Polanski tampoco invierte muchos esfuerzos en despejar la duda, porque su mayor interés es señalar que lo diabólico está entre nosotros, hace parte de todo: nace de la ambición y la inconformidad.


Para señalarlo, Polanski recurre a un lenguaje sutil, es decir, prescinde de trucos: ni las puertas emiten chillidos ni las sombras ocultan desagradables sorpresas. Los detalles más explícitos, como las manos del demonio arañando la piel de Rosemary o los ojos turbios y bestiales que aparecen en el desenlace, son quizá una exigencia de los productores, porque Polanski, en su estilo, revela que prefiere generar malestar a partir de lo invisible. En esto radica la mitificación de El bebé de Rosemary y no en aquellas historias que la circundan que van desde el asesinato de Sharon Tate y la catástrofe personal de Polanski hasta la maldición del Edificio Dakota. Aquello no es más que una superchería pop que nada tiene que ver con una dimensión artística capaz de alterar nociones arraigadas sobre el bien y el mal, o sobre lo mundano y lo divino.


Tras el perturbador desenlace, el terror queda sembrado como una semilla que seguirá creciendo gracias a la profunda inquietud que lo fermenta. Y Polanski cierra su obra con planos idénticos a los del principio, un plano general y movedizo de la ciudad que insufla el deseo de que la cámara no cierre sus párpados para dar paso a los créditos sino que penetre en otra ventana, que espíe al azar otras vidas, cualquiera que elija, en todo caso, Polanski sabrá envolverla de espanto. 


(Una versión corta de este artículo fue publicado en la Revista Kinetoscopio)

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