La epopeya del Indio

Posted: jueves, febrero 16, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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"Viaja y encontrarás sustituto de lo que has dejado./ Y esfuérzate, porque en ello está el sabor de la vida./ Hay más deleite en las aguas que corren/ que en las que se pudren estancadas".
Poema árabe de Casida de Safi-Eddin Alhili


Si habláramos de un personaje que participó en la revolución mexicana, estuvo en prisión y luego huyó hacia Estados Unidos para ser estibador, albañil, ayudante en una tipografía y mesero, para después terminar, en una de esas vueltas que da la vida, como extra en las películas de Hollywood y doble de súper estrellas como Douglas Fairbanks, probablemente muchos cineastas se apuntarían para rodar lo que terminaría siendo una mala película, pues tantas peripecias y giros argumentales no le darían cabida a la verosimilitud. La historia es tan buena, que es difícil contarla desde la ficción.

Y más difícil sería si pudiera inventarse una secuela. Tras vivir las dificultades propias de un inmigrante mexicano en el extranjero, este personaje, de porte furioso -no podría ser de otra forma, ¡peleó la misma revolución de Emiliano Zapata y Pancho Villa!-, supera las dificultades y conoce un amor que lo obsesionará hasta el día de su muerte: el cine. La escena final de esta primera entrega tendría que ser el momento en que una fiebre inexplicable se manifiesta en el rostro del protagonista cuando ve por primera vez El acorazado Potemkin y reconoce a Einsenstein no como un director o un artista sino como una fuerza o un torrente de energía que lo arrastrará, más adelante, a realizar sus propias películas.

La escena, a todas luces conmovedora, tiene el objetivo de provocar en el público una curiosidad sin límites sobre el destino de nuestro personaje, a quien llamaremos El Indio. No titubearían para comprar el boleto de la siguiente función en la que podrán verlo saliendo de la sala de cine, orbitando como un cometa huérfano en esa galaxia glamurosa de Hollywood y luego dándole la espalda a las frágiles promesas de grandeza que esa nueva Babilonia ofrecía cuando quiso regresar a su país tras una repentina amnistía concedida a los prófugos de la revolución, en 1933.

Diez años antes había escapado de prisión con un rumbo incierto: pasó por Chicago y se estableció en Los Ángeles. En esta ciudad también vivía exiliado Adolfo de la Huerta, figura central de la revolución mexicana que alcanzó la presidencia del país pero huyó para salvarse de las balas de Villa y Zapata. Dicen que El Indio recibió un consejo de Adolfo de la Huerta difícil de ignorar para el furor de sus 20 años: "México no quiere ni necesita más revoluciones, Emilio, está usted en la meca del cine. Aprenda usted a hacer cine y regrese a nuestra patria con ese bagaje. No tendrá ningún arma superior a ésta".

El regreso de El Indio no es triunfal. No volvió por la puerta grande ni sus amigos lo estaban esperando para alzarlo en hombros. Es un regreso solitario, anónimo, hasta su punto de partida. El héroe desterrado vuelve con las manos vacías pero con un germen anidando y creciendo en su corazón. Su amor, por el momento, seguirá esquivo a pesar de que su cabeza sólo puede merodear alrededor de esa idea, la de hacer películas. En Hollywood se acercó lo suficiente a ese mundo como para aprender lo primordial y Eisenstein, con su Acorazado Potemkin y la inconclusa Qué viva México, le había mostrado que era posible narrar las cosas que él sufrió en carne propia: la convulsión de la historia, la forma en que sangra una identidad. 

Y aunque de ninguna forma podría asegurarse que su identidad se volvió difusa mientras estuvo en el extranjero, las cosas que hace antes de aparecer en un filme dan para pensar que quiso recuperar algo que había perdido. La película de esta vida salta entonces por todos los géneros: todavía sigue siendo El Indio y antes de estar frente a las cámaras o detrás de ellas se dedica a hornear panes y boxear en el bajo mundo, a pescar camarones y trepar los riscos de Acapulco para lanzarse de cabeza al  mar frente a turistas de piel enrojecida que aplauden y pagan su show suicida; a pilotear aviones y enseñar el arte de la buena puntería.

Un año de aventuras aleatorias transcurre antes de que sus pies aterricen otra vez en el universo de celuloide que lo atrapó en Hollywood. Sus inicios, nuevamente, son modestos, pero el combustible de su pasión, una vez encendido, jamás se agota. En 1934 inaugura el honor de ver su nombre completo en los títulos de un filme: Emilio El Indio Fernández, el actor (actúa en ocho películas entre 1934 y 1939); Emilio El Indio Fernández, el guionista (en 1937 fue el artífice del guión de Adiós Nicanor, dirigida por Rafael E. Porras), y Emilio El Indio Fernández, el director, quien a partir de su ópera prima, La isla de la pasión (Clipperton), rodada en 1941, no pararía una producción fílmica ansiosa que en un periodo de 37 años lo dejaría con más de 45 títulos pesándole en los hombros.

Pero El Indio estaba hecho de un material que podía soportar cualquier carga. Tan duro como el hierro no es la metáfora adecuada para describirlo, es más apropiado hablar de un material como el oro que sirve para levantar ídolos. Así son de míticas las dimensiones de una vida a la que él mismo le inventó extraordinarios capítulos: de su boca salió la historia de que Rodolfo Valentino había sido su alumno de baile, y que conoció al escultor del Oscar cuando posó desnudo para que el artista pudiera modelar la estatuilla dorada que cada año recibe incontables besos en el trasero. Cuando le preguntaban por el amor, no mencionaba a las mujeres que fueron sus esposas sino que evocaba platónicamente a la bellísima Olivia de Havilland, que en los años 40 alcanzaba la cumbre de su carrera como actriz, mientras El Indio ascendía a igual altura como el representante más notable de la edad de oro del cine mexicano.

Aunque pocos mitos dejan tanta evidencia. Un recuento parcial de sus hazañas no le hacen justicia pero al menos sirve para que los cazadores de epopeyas se entusiasmen: en 1941 fue hombre orquesta (director, actor, guionista) en su primera película y en 1978 repitió este despliegue de malabares con su última realización, Erótica. Le presentó a los mexicanos (la humanidad entera debería agradecérselo) la belleza de Dolores del Río, quien debutó en su película Flor Silvestre (1943). Contó en sus producciones con elencos que le cortaban la saliva a los directores de la época: Pedro Armendáriz era su protagonista usual y Gabriel Figueroa fue el fotógrafo de sus mayores éxitos (no es para menos, este fotógrafo colaboraría más adelante con directores de la talla de John Houston y sería el encargado de darle a las películas mexicanas de Buñuel -Ángel exterminador no me desampares- sus atmósferas enrarecidas y preciosas). 

El Indio Fernández viajó por el mundo, visitó festivales, ganó premios: de un extenso listado se destacan varios galardones en Cannes (1948 y 1961), un par de Arieles de Plata (1948 y 1973) y tremendos reconocimientos en los Festivales de Venecia (1947), Bruselas (1948), San Sebastián (1961), entre otros. Su mito se codeó con el de John Eistenbeck, con quien adaptó la novela La Perla para filmarla en 1945; el de John Ford, con quien dirigió El Fugitivo en 1947; el de John Houston, que le dio un papel pequeño en La noche de la Iguana en 1963; y el de Marlon Brando, compañero en las locaciones del western The Appaloosa (1966). 

Es curioso que los años de gloria de Emilio Fernández coincidan con esa edad de oro del cine en México y que ambos ocasos empezaran casi al mismo tiempo, pero no son hechos circunstanciales. A lo largo de tres décadas (principios de los años 30 y finales de los 50), las películas que El Indio rodaba se convertían sin demora en éxitos que le daban la vuelta a un mundo atento a clavar la mirada en una cultura diversa, pintoresca y furiosa; rica en contrastes -de aquellos que provocan revoluciones- y con un espíritu emotivo que gracias al cine y a la música de la época impregnó indeleblemente otras culturas, por lo menos en América Latina, donde los vínculos que se crearon desde entonces permanecen sólidos en países como el nuestro.

Y en parte, esto se debe a la lealtad de directores como El Indio Fernández, quien mantuvo vivo el ímpetu de su voz creadora: contando siempre historias de los extramuros mexicanos, dramas románticos desde el punto de vista de los humillados y ofendidos que tienen el amor como carta salvadora pero son incapaces de evadir las trampas de la muerte. Ante la miseria, la humillación y la tragedia, los personajes de El Indio tenían su amor, su digna soledad y su coraje; pueden ser corderos conducidos al matadero por una muchedumbre que enarbola temibles antorchas -como en la trepidante secuencia final de Maria Candelaria, cuyo frenético desarrollo recuerda los principios del montaje planteados por Eisenstein- pero nunca pierden el porte altivo de su raza, la misma de los dioses del sol.

Si el destino de El Indio Fernández no hubiera sido el cine sino un pelotón de fusilamiento, es seguro que habría encarado el cañón de los fusiles con el mismo orgullo rabioso que le exigía a sus personajes cuando él les apuntaba con la cámara.

Texto publicado en el catálogo del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia 2011

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