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"La vida, la desgracia, el aislamiento, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus héroes; héroes oscuros, pero más grandes a veces que los héroes ilustres".       
Víctor Hugo. Los Miserables

El silencio que Terrence Malick guardó durante 20 años, entre Días del cielo (1978) y La delgada línea roja (1998), no desapareció por el hecho de haber reiniciado una producción cinematográfica más o menos frecuente, sino que se volvió continuo, como una carretera que se extiende, rodeada de frondosos pastos y asaltada por impredecibles brisas, a lo largo de sus películas. 


Ese silencio es la estrategia del director para crear una caja de resonancia perfecta en la que reverberan con penetrante nitidez las ideas que circulan entre las raíces de su obra. El material del que está hecho es una mezcla de los votos monacales típicos en ermitaños que se recluyen para huir del espanto humano y de la frágil serenidad que gobernó el reino de la naturaleza antes de que su virginidad fuera mancillada por la curiosidad de los hombres. En las inmediaciones de ese mudo territorio en el que se asientan las historias de Malick, las preguntas que pueden resquebrajar la arrogancia de nuestra especie rebotan con la excitabilidad de átomos a punto de borrar con calamitosa violencia cualquier elemento superfluo o estéril del mapa.


En La delgada línea roja las preguntas cabalgan sobre el ruido de las balas y atraviesan el fuero interno de cada personaje para hacerle contemplar la grandeza de la inmortalidad justo cuando se encuentra en la orilla opuesta, la de la irreversible finitud. Que veamos los resultados explícitamente horrendos de esta confrontación es solo un daño colateral de la película; Malick, regente creador en este universo de ficción, muestra lo pequeños y dañinos que podemos ser cuando nos domina el afán gregario, pero deja ver la grandeza de la que somos capaces cuando la soledad nos ennoblece.


Nada es mejor para expresar estas ideas, para plantear esta encrucijada mayor, como la batalla aislada de una gran guerra y la novela de James Jones le brindaba a Malick todos los elementos necesarios para su conjuro: otro episodio brutal de la Segunda Guerra Mundial pero que se desarrolla en una lejana isla del Pacífico sur, donde el enfrentamiento a muerte entre dos facciones queda empequeñecido por el escenario de una naturaleza minada de testigos, frágiles en apariencia pero tan imperturbables como grandiosos -un polluelo que rompe el cascarón, un reptil de perfecto camuflaje, un búho agazapado, una familia de murciélagos o una lánguida serpiente que se desliza por la misma colina en la que reptan los soldados-.


La mirada de estos seres encuentra gestos recíprocos en los personajes principales del filme, especialmente en el soldado Witt (Jim Caviezel) quien funciona en la historia como el Virgilio que nos guía a través de este infierno. Witt se comporta como quien no tiene nada que perder, su búsqueda no es la gloria sino la belleza y esta postura filosófica es clara desde el principio, cuando lo vemos gozando de un idílico paraíso donde no hay diferencias entre los hombres y casi ni se notan las diferencias que los separan de la naturaleza. En la tribu donde se refugia como desertor, la armonía existe hasta con la muerte y conocer esta singular verdad lo despoja  del miedo. Sin nada que pueda asustarlo, el soldado Witt tendrá una facultad ausente en los demás personajes, la de entender el destino atroz que se merece o que en todo caso lo espera.


Pero que los demás personajes sean incapaces de entender, no los convierte en cántaros vacíos. Cada uno tiene su búsqueda particular y sus propias preguntas. La voz en off que salpica las casi tres horas de la película tiene el matiz individual de cada personaje pero resulta siendo una voz unificada expresando las dudas universales que seguramente Malick se repitió a lo largo de sus 20 años de ausencia. ¿Se beneficia la tierra de nuestra ruina? ¿Esta gran maldad de dónde viene?¿cómo se infiltró en el mundo? ¿de qué semilla creció? ¿quién fue su autor? Son Inquietudes que no tienen un responsable definido sino que saltan entre los personajes, como un diálogo sostenido por una conciencia múltiple que los unifica del mismo modo en que una bandera crea una ilusión de identidad. 


Todos tienen el propósito de salvar el pellejo pero cada uno por motivaciones distintas. El coronel Gordon Tall (Nick Nolte) pelea esta guerra por la gloria y el reconocimiento que siempre le ha sido negado, pero su subalterno inmediato, el capitán Staros (Elias Koteas), lo hace por razones opuestas, prefiere ser invisible si eso le compra minutos de vida a sus hombres. El sargento Welsh (Sean Penn) se blinda con indiferencia y valentía pero alberga una esperanza idéntica a la del soldado Bell (Ben Chaplin) quien vuelve a las imágenes de un amor dejado atrás para huir del horror que se contonea con empeño sádico ante sus ojos. 


Cada actitud, gesto, palabra o acción tiene una relevancia imprescindible en el conjunto de esta obra. No hay personajes pequeños, palabras vacías o imágenes irrelevantes. El sentido para Malick es un complejo sistema que solo funciona si hay cadencia en la suma de los detalles. La particularidad de que La delgada línea roja hubiera contado con un prestigioso elenco de actores es solo consecuencia de las elevadas ambiciones del director, pues incluso las apariciones más breves alimentan la historia de símbolos o la cargan de los tonos trágicos, solemnes, irónicos o crueles entre los que alterna las secuencias. La interpretación impecable se vuelve entonces un pilar fundamental y es por eso que breves apariciones como la de John Travolta o Woody Harrelson son exquisitas en el sentido en que solo ellos hubieran podido expresar la frivolidad, por el lado de Travolta, o el frenético descalabro, en el caso de Harrelson, implícitos en semejante locura de fuego y muerte.


George Clooney, Jared Leto, Adrien Brody, John Cusack, hacen parte del reparto y otros nombres igualmente celebres participaron en el rodaje pero sus apariciones fueron omitidas en el montaje final. Así fue como Mickey Rourke, Martín Sheen, Gary Oldman, Vigo Mortenssen y entre otros Billy Bob Thornton, cuya voz iba a ser la del narrador en off, hicieron parte de las bajas que resultaron tras la edición. Pero aquello no significó una pérdida para el filme, se transformó en una curiosidad para alimentar el culto que ha generado el director. Un santo grial para coleccionistas que esperan la aparición de un montaje alternativo como el raro ejemplar que la Colección Criterion lanzó al mercado de los Estados Unidos con algunas escenas omitidas en el corte original.


Y más allá de los hechos accesorios están las virtudes que aseguran para la película una suerte envidiable en la posteridad. Mejor que la que podrá alcanzar, por ejemplo, Rescatando al soldado Ryan de Steven Spielberg, que también fue estrenada en 1998 y recibió laureles obvios para un cine concentrado en el  heroísmo, el discurso patriótico y la exuberancia técnica. La película de Spielberg también tiene méritos históricos pero están en una línea distinta a los que la destreza artística de Malick supo alcanzar. De hecho su parentesco se reduce al tema bélico y a la coincidencia temporal que las hizo compartir festivales y nominaciones. La delgada línea roja estuvo nominada a siete premios Oscar en 1998 sin obtener ninguno, no obstante, en 1999 recibió el Oso de Plata como la mejor película en el Festival de Berlín y sigue siendo una de las favoritas de la crítica a la hora de elegir las producciones que ofrecen un punto de vista original sobre la guerra.


Pero a Terrence Malick poco le importan los premios. Su talante reservado y modesto está hecho para asumir riesgos mayores. Así se explica que la estructura coral del guión no tenga un orden temporal preciso sino que por el camino de la elipsis avance hacia un desenlace alegórico en el que las dudas no quedan resueltas pero los personajes se han transformado a costa de repetírselas. El soldado Bell nos ayuda a llegar a esta conclusión cuando, recluido en la dulce nostalgia provocada por sus reminiscencias eróticas, habla sobre aquello que lo salva: “El amor, ¿de dónde viene? ¿Quién nos enciende esta llama? No hay guerra que pueda vencerla. Era un prisionero pero tú me liberaste...” 


Sus palabras son las del director y en parte también son las nuestras. Adquieren la potencia que convierte a las verdaderas obras de arte en un espejo donde nos reflejamos desnudos, con todas nuestras debilidades y embelecos, para reconocer el delirio autodestructivo sobre el que hemos fundado una civilización incipiente. 


Las ideas de Malick tienen dimensiones cosmogónicas: en su intento por explicar el mundo que "se destruye a marchas forzadas" se tropieza con una belleza insuperable y en ella reconoce el rostro de dios, el origen de un alma "que todos los hombres comparten", como lo expresa alguno de sus personajes, y las señales inequívocas de que estamos perdiendo todo lo bueno que se nos dio: “La guerra no ennoblece a los hombres, los convierte en perros, les inyecta veneno en el alma...”


Veo a Terrence Malick como un soldado que en la soledad de su trinchera decide lanzarse  con el pecho expuesto a una tierra de nadie donde solo sobrevive quien haya comprendido que el arte, como la guerra, el amor y la muerte, es un acto solitario.


(Publicado en la Revista Kinetoscopio 97)

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