La escuelita del crimen

Posted: viernes, junio 08, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Cualquier proceso de aprendizaje consiste en sumar: consonantes con vocales, conceptos con ideas, fechas históricas con nombres de próceres, colores primarios para obtener los secundarios… la última película de Jacques Audiard toma muy en serio este principio, no solamente al contar con minucia la historia de un don nadie que llena el papel en blanco de su vida con todo lo que necesita saber un jefe de la mafia para dominar a todos con el dedo meñique, sino porque suma géneros y exhibe un estilo que se erige como el resultado obvio de un proceso de adición aplicado a los personajes e historias que viene abordando desde los años 90.

Un profeta (2009) tiene rastros de películas anteriores de Audiard en las que los personajes son unos magos del engaño, se ven de repente involucrados en un mundo criminal que poco tiene que ver con ellos o están en lo más candente del conflicto en el que se tiene que ocupar el lugar del padre. Así, Malik El Djebena comparte las cualidades de Albert, el protagonista de Un héroe muy discreto (1996) que se inventa un pasado en el que figura como héroe de la resistencia; se transforma gradualmente como el vendedor de Mira a los hombres caer (1994) que busca a los criminales que le dispararon a su amigo o la menospreciada oficinista de Lee mis labios (2001) que en alianza con su nuevo compañero ex presidiario teje un plan para  robarle a la mafia; y está en pugna con una figura superior, casi paterna, como sucede en De latir mi corazón se ha parado (2005) en la que Tom está forzado a seguir los pasos de su padre cuando lo que quiere es convertirse en pianista. Pero estas similitudes entre los personajes de la obra cinematográfica de Audiard están insinuadas con sutileza en Un profeta, pues el devenir camaleónico de Malik es poderosamente auténtico. 

Los planos que describen a Malik al principio lo muestran inseguro, temeroso y severamente confundido. Audiard recurre a planos iris que se cierran difusamente sobre su rostro mientras es transportado a la prisión que será su casa en los próximos seis años, la única que le conoceremos pues su pasado está vacío y a él solo le interesa reescribir su futuro. Aterriza forzadamente a un microcosmos violento con fronteras muy marcadas entre culturas. La población carcelaria está conformada por árabes, musulmanes y corsos. El poder es monopolizado por unos y Malik será el puente de transferencia de ese monopolio. Pero antes tendrá que atravesar su bautizo de sangre –literalmente-, recorrer un viacrucis particular, conformar su pandilla de apóstoles, ser tentado por el diablo, vivir los 40 días reglamentarios en el desierto y finalmente lucir la corona en una imagen final que supera la escena de la multiplicación de los peces. La historia en sí misma es fascinante pero Audiard no se conforma con un guión magistralmente ensamblado sino que despliega en esta película una cantidad de recursos visuales y narrativos que la hacen merecedora de cada alabanza y cada premio recibido hasta la fecha.

El uso de planos cerrados es consonante con las situaciones que ponen al personaje entre la espada y la pared, la dirección de actores se ejecuta con maestría consiguiendo interpretaciones memorables de parte de Niels Arestrup en el papel del jefe corso César Luciani pero especialmente de Tahar Rahim quien solo había participado como personaje bastante secundario en dos películas anteriores y en una miniserie televisiva. El talante que Rahim le da al joven Malik es hipnótico, no es necesario decir que genera empatía con facilidad ni añadir las múltiples razones por las que el público podría llegar a sentirse identificado con él, es más importante señalar el ejercicio de complicidad que surge a medida que lo vemos en su proceso de aprendizaje. Las ideas, sentimientos y propósitos de Malik no tienen una evidencia explícita pero subyacen en sus silencios, en sus escrutadores ademanes y en “la prudencia que hace verdaderos sabios”. Malik es portador de una doctrina subliminal que contrasta con el realismo de las imágenes, pues la cámara fluye por los pasillos de la cárcel como si hiciera parte integral de su naturaleza, como si estuviera detenida en el plano subjetivo de un visitante o un funcionario de prisiones. Solamente cambia este tono cuando se explora la intimidad del personaje central, dejándonos ver un universo onírico y espiritual que sirve para hacer breves recesos antes de seguir el ritmo intenso de la película y también para involucrarnos mucho más en ese ascenso de Malik hacia los cielos.

Este papel de cómplices implica también ratificar las ideas del director. Ideas que tienen que ver con los géneros cinematográficos, pues Un profeta no es una película que se enmarque en uno solo, tampoco es que mezcle las premisas de géneros a los que Hollywood nos tiene acostumbrados; por eso no hay que verla totalmente como una película carcelaria ni como una simple historia de gansters ni como una variable del género policial francés llamado polar, es un resumen de todo aquello pero con planteamientos muy propios. Las libertades que se toma el director para contar esta historia se agradecen porque contagian la sensación de que estamos ante el advenimiento de algo nuevo. Audiard invierte la operación matemática en la que él estaría en deuda con películas como Expreso de medianoche, Fuga de Alcatraz, Papillón, Scarface o El Padrino -recordemos que la crítica le ha dado el mote de El Padrino francés a esta película-, de alguna manera esas películas y esos géneros adquirieron una deuda con Un profeta.

Una de las libertades que se tomó Audiard fue la de construir su propia cárcel en un complejo industrial a las afueras de París. Esto le dio la posibilidad de moldear el espacio a su antojo y poblarlo con la misma diversidad con la que son habitadas las ciudades. El pequeño mundo en la cárcel de Audiard es un reflejo fiel del mundo francés actual. El director ha confesado en diversas entrevistas que esta metáfora de la sociedad fue tan intencional como el hecho de elegir a un héroe árabe que no tiene vínculos muy fuertes con su cultura de origen –lo vemos cuando Malik declara que tanto el árabe como el francés son idiomas que aprendió a hablar al mismo tiempo- pero que gradualmente construye una identidad ligada a este mundo y también muy abierta a las virtudes de mundos vecinos. Esta permeabilidad hace de Malik un individuo inteligente, astuto, decidido y magnético. Contrario a lo que sucede con el viejo orden representado por los corsos, temerosos a la diferencia, herméticos y por lo tanto autodestructivos. César Luciani simboliza con una poderosa interpretación el destino que le espera a esas sociedades que se niegan al reconocimiento del otro y lo marginan. Por su lado, Malik El Djebena cumple muy bien con su rol de profeta al proclamar el surgimiento de un líder sin precedentes cuyo juego es transparente aunque sea un juego que se da en el meollo del hampa.

Las imágenes fundamentales de esta película operan como anzuelos que debemos morder. Audiard es un director democrático al hacernos copartícipes en la educación de Malik. Detiene un plano si necesita escribir en su tablero de celuloide alguna palabra que debamos memorizar. El nombre de Reyeb por ejemplo, quien oficiará el bautizo de sangre de Malik y será una presencia fantasmal reiterativa; el nombre de Ryad quien opera como la piedra sobre la que Malik fundará su iglesia; o palabras fundamentales en su aprendizaje como ojos, orejas, economía o plegaria, esta última escrita en alfabeto árabe para insinuar lo que será la graduación del personaje: un regreso a sus raíces culturales y una catarsis de violencia en la que el fuego –no el del espíritu santo sino el de un tiroteo- desciende sobre él para consagrarlo. En este punto ya estamos cerca del epílogo de una historia que se toma dos horas y media de metraje para narrar la auto invención de un personaje y decir lo que a fin de cuentas repite Audiard una y otra vez en sus películas, que las vidas más bellas son las que inventamos.


(Publicado en Kinetoscopio en 2010)

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