Primera comunión con los monstruos

Posted: sábado, agosto 24, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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El descubrimiento del cine es el descubrimiento de la creación, es decir, de la vida y de la muerte como eventos inseparables. En El espíritu de la colmena (1973), el rostro de la pequeña Ana, perplejo en cada cuadro, es la representación literal de ese viaje hacia la línea que divide el mundo entre las sombras y la luz, para no hablar de realidad y ficción, pues en el contexto que el director Víctor Erice ubica la historia es difícil saber si la ensombrecida vida a la que están confinados los personajes hace parte de una tediosa pesadilla de la que solo es posible escapar abrazado a la imaginación luminosa de una niña.

La posguerra española de 1940 ha despojado la vida de los sobrevivientes de cualquier luz salvadora. Todo es ceniciento y mortecino en un pequeño pueblo de Castilla, donde lo único que da color a la fragmentada vida de sus habitantes es el cine ambulante en blanco y negro. Niños y adultos acuden con ilusión unánime a la proyección que se anuncia desde el altoparlante. Pagan sus entradas y con su propia silla en la mano buscan el mejor lugar para contemplar la función. Es la historia de un monstruo, de un hombre jugando a ser dios y de una niña muerta; es la historia de Frankenstein.

En el público, una mirada es distinta a las demás. Los ojos de Ana -redondos, negros, brillantes- comulgan con una historia que la fascina e inquieta. El monstruo de la película de James Whale no despierta terror en ella y su juicio todavía no tiene la capacidad de rechazar los actos de la criatura, por abominables que estos sean. En su mente de siete años solo caben las preguntas y son éstas las que nos guiarán a través de un microcosmos de ilusiones rotas.

Los cuatro personajes de El espíritu de la colmena están en polos opuestos de la vida. No sólo porque Fernando y Teresa representan un mundo adulto empujado prematuramente al fracaso, y Ana e Isabel son el germen de lo que podría florecer con mayor candor en el futuro, sino porque a pesar de los lazos familiares que los unen, parece que entre ellos hay fracturas insalvables, distancias acentuadas por los silencios, por la soledad de cada uno, por el aislamiento natural en el que se encuentran. 

Víctor Erice estrenó su primera película en 1973, cuando la censura del régimen franquista todavía pretendía contener la euforia creativa de los artistas que buscaban señalar, a partir de sus obras, la degradación ética y moral que resulta de una dictadura que impone el yugo de la uniformidad y el silencio entre los gobernados. Pero su ópera prima pasó el filtro de los censores sin sufrir daños. Quizá vieron inofensiva la aventura infantil descrita en los 97 minutos de metraje: ningún contenido escandaloso, ni una declaración incendiara, ausencia de acusaciones directas contra el poder. ¡Qué equivocados estuvieron! Una fortuna para la historia del cine, de lo contrario, el cine español tendría un vacío pues El espíritu de la colmena es considerada la película más bella de toda la filmografía ibérica.

No es para menos. La música, los escenarios, los diálogos y la luz, siempre diáfana, como si en cada cuadro atravesara un filtro ambarino, funcionan para crear el estilo alegórico que tiene la historia. Un cuento de iniciación que pone a la siempre reflexiva Ana de cara a la dimensión inmaterial que rodea a la muerte. El primer diálogo nocturno con su hermana Isabel es el detonante de su búsqueda. Inquieta por saber las razones que llevan al monstruo a matar a la niña de la película, Ana interroga a Isabel: ¿Por qué el monstruo mata a la niña? ¿Por qué matan al monstruo? Pero Isabel tiene su propia versión de los hechos y como si fuera la portadora de un esquivo secreto le revela a Ana que el monstruo no ha muerto, que es un truco porque en el cine todo es mentira. Y añade que con los ojos cerrados y valentía, cualquiera puede ser amigo de un espíritu.

En parte, Isabel cree en su historia pero también es consciente del engaño que le tiende a su hermana menor, aunque no prevé las consecuencias, menos aún cuando se hace pasar por muerta tras un aparente accidente. Su juego es inocente pero provoca que Ana se sumerja en una fantasía que encara con el mayor secreto porque no quiere compartir sus extraordinarios hallazgos. Atraviesa en soledad el campo que rodea el granero abandonado en el que un día encuentra la huella de un hombre -para ella, un gigante-, contempla azarosamente el pozo adjunto, lanza guijarros para comprobar su profundidad -¿acaso piensa lanzarse? -, y saborea el triunfo cuando encuentra al fugitivo que llega en tren y se oculta de perseguidores sin nombre. 

La pequeña Ana Torrent es hipnótica en cada escena. Parece una criatura de la noche, sus silencios y el sigilo con el que emprende sus excursiones nocturnas comprueban la naturalidad con la que se adaptó a la historia. De hecho, es famosa la anécdota que hizo al director cambiarle el nombre a sus personajes. Al principio, la niña no entendía por qué las personas se llamaban de una manera y luego de otra. Era más fácil que los actores llevaran en la historia sus nombres de pila que explicarle a la niña las minucias de la ficción. Entonces cabe imaginarla asumiendo como real aquello que ella y los demás interpretaban delante de las cámaras, imprimiendo la fe necesaria para conseguir el avistamiento esperado. Cabe imaginar que en escena estuvo inmersa en una fantasía que se materializó ante sus ojos así como se materializa ante los nuestros su encuentro fantasmagórico.

La interpretación de Isabel Tellería no es menos asombrosa. En el rol de hermana mayor proyecta mayor autoridad y conocimiento. Su carácter en formación ya sugiere el camino probable que seguirá en los años venideros pues va un paso adelante de su hermana en la exploración de la muerte y empieza a pisar el sendero de la sensualidad. Ambas ideas se entrelazan en una de las escenas más llamativas de la película, cuando, en la soledad de su cuarto, Isabel intenta estrangular a un gato. Al sentirse ahogado, el felino escapa, dejando una herida en las manos de la niña tras lo cual ella embadurna la sangre que acaba de brotar en sus labios, saboreándola y manchando el contorno de su boca con un rojo cálido que pinta la escena con un tono erótico que no se repite en ningún otro plano de la película.

Con la historia de Ana e Isabel, Víctor Erice parece invocar el mundo que se pierde cuando se atraviesa el umbral de los años. Por eso las integra a una familia que no se comunica, conformada por Teresa, una madre que vive en eterna nostalgia por un amor perdido y Fernando, un padre abstraído en su oficio de apicultor y en las elucubraciones que teje en su intimidad sobre la estructura social de las abejas. Ambos representan los efectos colaterales de la hegemonía tiránica que dirige el curso de sus vidas, idea que además está implícita en el título del filme, tomado, como explica Erice, de la obra de Maurice Maeterlinck “La vida de las abejas” (1901) en la que describe el espíritu de la colmena como esa fuerza “todopoderosa, enigmática y paradójica a la que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender”.

Pero quizá la razón de los niños sí comprenda ese espíritu. Ana e Isabel, por lo menos, parecen poseer facultades especiales que las liberan del automatismo social. Atraviesan el fuego sin quemarse y se desplazan por estados mentales que funcionan en una frecuencia que les permite estar en contacto con esa zona intangible de la existencia de la que hemos sido desterrados la mayoría de nosotros y a la que necesariamente habría que regresar con los ojos cerrados. Que una película como esta sirva entonces para recuperar lo que hemos perdido. 

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