Fragmentos de un beso

Posted: lunes, diciembre 27, 2010 by Godeloz in Etiquetas:
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"¿Sabes? Siempre nos llevamos un pedazo de las cosas, de los lugares, de la gente. Son fragmentos, jirones de seres que se nos quedan incrustados dentro, como esquirlas. Y a veces duele, a veces duele mucho..."
Eduardo Lago. Llámame Brooklin

"La chica tenía novio y religión, una combinación infernal."
Neeli Cherkovski. Hank



Nace una tristeza inefable cuando aquello que debería ser recordado del modo más vívido se desvanece en la memoria y en el tiempo con una facilidad abrumadora. El rostro de las madres muertas se vuelve líquido en la memoria del niño que va madurando, se convierte en una presencia transparente que a veces envía una proyección de su voz o de sus distintos perfumes sin proporcionar un recuerdo concreto, un momento específico, haciendo imposible adivinar si esas palabras o humores pertenecían a la persona que fue en realidad o constituyen nuestro vano esfuerzo de llenar los vacíos. Sí, esas presencias se van llenando de vacíos, como los besos. El tiempo o la muerte tienen parte de la culpa pero con el azar y la espontaneidad también germinan esas lagunas que nos mortifican.

Los besos son portadores de esta gran contradicción. ¿Hay algo que pueda desearse con tanta fiereza como el primer beso de una mujer a la que empezamos a amar? Antes de tan siquiera rozarle una mano pienso en sus labios con una intensidad metódica encaminada a descubrir las rutinas de su versatilidad, es decir, memorizar las formas exactas que corresponden a cada gesto: por ejemplo, ver en ellos, cuando sonríen, a un valiente caballito marino pariendo de su rotunda barriga a un infinito ejército de sonrisas diminutas enfrentadas con inocencia a la voracidad del mar; también, cuando de súbito se contraen en una forma provocadoramente circular, los puedo asociar con planetas que chocan con otros planetas o con burbujas de jabón que ascienden temblorosas en el aire hasta que hacen pum o plop. La esperanza de verlas renacer es embriagadora y de cuando en cuando esos labios me han premiado con nuevas e interminables explosiones. En mis intentos por encontrar palabras que describan el resplandor único de estos labios he llegado a considerar la idea de que en nosotros existen rasgos que delatan nuestros vínculos furtivos con mundos inasibles. Así que, a veces, cuando los labios que deseo besar bailan articulando las palabras de una conversación, por breves momentos cualquier alocución deja de ser audible y se convierten en dos traviesos diablillos que entrechocan sus elásticas piernas para seducir a los dioses y llevarlos a la perdición. En una ocasión creí ver en la piel de estos labios una entramada red de canales, pasillos y corredores que se extendían desde el oriente hasta el occidente de la boca mostrándome la miniatura de una ciudad iluminada por lunas gemelas, bañada por el mar más impetuoso y azotada por huracanes de profundo olor a cardamomo. Así he intentado llevar un catálogo minucioso de sus formas y es agotador, especialmente cuando la imaginación no encuentra más objetos o bestias en el repertorio de ninguna mitología que permitan una nueva asociación. Gran parte de la versatilidad de los labios que deseo besar permanece sin nombre, y me siento como los extranjeros que ignoran el idioma del país que visitan y deben comunicarse por señas, lo que hace más difícil aún mantener fiel en la memoria cualquier imagen de los labios deseados pues su flexibilidad sin antecedentes debe llamarse de otra forma, la suavidad que proyectan debe llamarse de otra forma, el poder que despliegan con cada gesto espontáneo -una risotada, un puchero, una contracción de oprobio, una risita irónica, un encogimiento de ira, un espasmo de placer- debe llamarse de otra forma. Por la espontaneidad y el azar que los gobierna es claro que hay una gran dificultad y por eso el esfuerzo debe ser metódico, calculado, se requiere fortaleza, se requiere perseverancia, se requiere un grado de abstracción que puede rayar en la locura. Se requiere del mismo embeleso que hundió al primo de Berenice en su inconsciencia profanadora. Y cuando se logra reunir todo aquello, cuando el sentido del riesgo nos da la valentía necesaria para saltar al vacío, cuando es insoportable la embriaguez del deseo, cuando esos labios nos llaman con un magnetismo ineludible, es curioso, contradictorio y trágico que el mayor logro se convierta en el agujero que terminará por desinflar nuestra memoria.

Si un primer beso no contiene la garantía del segundo y del tercero y de una cantidad que quisiéramos imaginar infinita, se convertirá en algo más liviano que los sueños porque en el intento de perpetuarlo, de mantener indeleble cada segundo y cada palpitación que nos recorrió mientras duraba, se estará marcando la ruta de todo lo que a continuación olvidaremos: ¿Juguetearon por un momento las lenguas sobre la hilera de los dientes? ¿Hasta qué grado estuvieron húmedas las inmediaciones de nuestras bocas? ¿Por momentos ella replegaba su lengua para que yo pudiera buscarla? ¿Y por qué fui tan cobarde y evité arrojarme al desfiladero de su paladar? ¿Jugamos a mordernos o simplemente fuimos torpes? ¿Fue mi mano la que se escurrió entre las telas de su ropa para acariciar su magnífica espalda? ¿Fue su pierna la que me envolvió como si intentara enseñarme algo acerca del origen del mundo? ¿Por qué temblaban mis manos si tocarla a ella era todo lo que necesitaban? ¿Por qué un calambre recorrió mis piernas si el éxtasis del momento debió mantenerlas blindadas? ¿Existía de verdad algún modo de que a ese grandioso fragmento de eternidad que fue nuestro beso no lo corroyera esta lepra desmemoriada? La escritura es solo un placebo con el que registro las preguntas y la lectura un modo de enfrentar la dureza de las respuestas. Unas cuantas palabras, unidas con genialidad y delirio, pueden ser murallas que nos hacen invencibles o acaso duros, impenetrables. Ahora mismo estoy atrincherado en una frase escrita por Montaigne hace más de cinco siglos: El amor no es más que el deseo furioso de algo que huye de nosotros. Una sola línea que resume una infinita tarea pues el amor será huidizo siempre y si pudiéramos resistir la ceguera implícita en su persecución no habría deseo, no habría furia, no habría nada: sin persecución estaría muerta la literatura.

1 comentarios:

  1. Yo quería decir y esto no me deja que cuando a uno se le muere alguien, los besos se convierten en la idealización de la ausencia.