La erudición macabra

Posted: sábado, octubre 02, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"El tacto es invariablemente fragmentario: divide las cosas. Un cuerpo conocido a través del tacto no es nunca una entidad; es, si acaso, una suma de fragmentos."
Jan Kott, citado por Sergio Pitol en El mago de Viena. 
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Esta imagen no tiene edad y es todo lo que cualquiera esperaría ver en una película de vampiros, o en una película de fantasmas o en una película donde alguien, durante mucho tiempo, ha guardado un terrible secreto que a pesar de lo terrible o lo nauseabundo o lo abyecto, a pesar de lo oscuro y horripilante que pueda ser ese secreto, es la esencia de su belleza, es lo que justifica su belleza, es lo que redime cualquier acto de corrupción. En el caso de Déjame entrar este secreto es la soledad incurable, también la imposibilidad que termina por separar a casi todos los amantes: por muy unidos e incondicionales que sean ninguno podrá vislumbrar nunca un ápice de la realidad del placer del otro o de la realidad de su dolor. Sin embargo, en esta imagen, por un segundo, Oskar y Eli se convierten en la excepción de esa regla. Recuerdo mucho una frase que leí de Alberto Manguel: “Cualquier acto de amor, aún en su momento de mayor intimidad, es un acto solitario”. En estas palabras yacen escritos innumerables destinos y no son totalizadoras ni rimbombantes ni pretensiosas; solo son el resultado de una mente lúcida y tranquila –regocijada en su propia soledad- que puede hablar de todos los seres humanos con la libertad ganada a costa de infinitas lecturas. Déjame entrar parece escrita con una sencillez similar y en sus imágenes, sin duda, muchos de nosotros podremos ver el reflejo del destino propio.

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Miren bien estos ojos, penetren en ellos tan hondo como puedan y escucharán el silencio que contiene el significado de su mirada: estarán rodeados de un murmullo invernal y aislados de los terrores nocturnos que pudieran agobiarlos: estos ojos son la entrada a una madriguera que los hará inmunes a sus miedos elementales: en ellos no importará el transcurso del tiempo, no importará el estruendo que hacen los huesos cuando pesan sobre ellos los años, podrán enviar al diablo el terror a su vacua mortalidad; dejarse succionar por esos ojos es renunciar a la frivolidad y abrazar un manto tejido con la infinitud añorada de manera unánime por todos los hombres, por los magnánimos y los miserables, los viles y los virtuosos, los crueles y los compasivos: la eternidad. Algo adicional que deben saber es que el silencio de esos ojos también insinúa que el precio de pasar a través de su mirada es el dolor. Pero siempre vale la pena. Todos, en algún momento, hemos pagado el tiquete de entrada a unos ojos similares. Yo por lo menos he gozado de esa eternidad, aunque fugazmente.

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Oskar, sin duda, pagará el precio. Pero eso no lo veremos y tampoco nos hace falta. Lo que haya comprado para obtener esta sonrisa es invaluable y digno de toda nuestra envidia. Sin embargo, ni si quiera toda nuestra envidia multiplicada por diez alcanza para codiciar  dignamente aquello que a Oskar le produjo este gesto: sin articular una sola palabra logra decirnos que ha encontrado, más allá de toda duda, el lugar secreto donde la pureza permanece guarecida. Esta sonrisa es el reflejo de una experiencia insuperable que no se compara ni siquiera con la de quienes dicen haber visto directamente a los ojos de Dios.

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Me da curiosidad pensar en cómo será mi fantasma. Qué lugares frecuentará. Dónde preferirá aparecerse. Cuáles serán sus costumbres. ¿Terminará apareciéndose en un parque o en un pasillo de alguna de las casas en las que he vivido? ¿Arrastrará cadenas? ¿Será fosforescente, sombrío? ¿Lo verán llevando todos los rasgos que me caracterizan o será una sombra sin rostro, sin nada que haga pensar que es la sombra de alguien que alguna vez fue humano? ¿Lo aplacarán con un exorcismo?  O por el contrario,  ¿será un fantasma implacable y mezquino que encontrará el mayor goce en infundir espanto? Pero hay algo más importante: ¿ese fantasma guardará algún recuerdo de lo que fue mi vida y serán esos recuerdos tan lúgubres como para impedir que mi espíritu transite con fluidez hacia el buen clima del edén o hacia las buenas compañías del infierno? ¿Me convertiré en fantasma a causa de una venganza no consumada o por culpa de un inmenso amor fallido? Oskar parece tener la respuesta a estas preguntas o por lo menos parece estar cerca de encontrarlas: hay una violencia inconmensurable anidada en su parquedad, una erudición macabra inusual para su edad pero apenas lógica para la desolación que debe poblar a sus pocos años, una sed lacónica que veremos saciada sin que necesariamente su drama sugiera algo burdamente cercano a cuatro palabras que parecen intrínsecas a las historias protagonizadas por niños: pérdida de la inocencia. En Déjame entrar nadie pierde la inocencia, ni más faltaba. Algunos personajes secundarios pierden la vida, es cierto, pero de un modo que no deja espacio para el horror típico de las películas de este género. La sangre derramada, la acechanza mortal de un ser de las tinieblas y la fragilidad ingenua de los seres humanos alimentan más bien un horror atípico que produce gozo y todas las emociones que le son cercanas: tierna fruición cuando Eli comparte, desnuda, el lecho de Oskar; éxtasis cuando calma por primera vez su hambre inhumana; embriaguez cuando el uno bebe por fin el beso del otro y euforia durante la catarsis subacuática que nadie –nadie que aprecie la ironía y la creatividad al mismo nivel- dejará de recordar como un momento sublime del cine en una época de franca decadencia.  El reflejo borroso de Oskar tiene la habilidad de volverse déja vu: lo ya vivido, lo ya visto, algo innombrable impreso con dolor en los sentidos, algo que debe ser la carga engorrosa de todos los que vagan como fantasmas sin haber muerto primero. 

Continuará...

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