Al diablo el Ragnarok

Posted: lunes, abril 19, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Los que se dedican a escribir guías turísticas podrían aprender mucho de la película Cómo entrenar a tu dragón. Un estudio juicioso del tono en que Hiccup describe su adorable villa podría generar en cualquiera la elocuencia necesaria para hacer ver como un destino idílico los incontables, tenebrosos, escarpados y gélidos infiernillos de la mitología. Las opiniones de este lánguido personaje, que en la jerarquía de su aldea ocupa el último lugar, menospreciado por sus fornidos compañeros y sus bárbaros tutores, lo convierten en un outsider prometedor del tamaño –guardando las debidas proporciones- de un Rimbaud o un Kafka. 

Imaginen que Kafka no hubiera nacido en la tremebunda Praga sino en la peligrosa Escandinavia, que en lugar de levita y corbatín estuviera sujeto a usar una indumentaria de malla y cornamenta. Imaginen que su arte no está en la filigrana de la narración sino en la pericia de esquivar nada más y nada menos que a dragones hambrientos y piromaniacos; pongan a un tipo como el Kafka que conocemos en este escenario, cúrtanlo con la misma melancolía,  cambien algunos detalles, dejen los fundamentales, como la incurable sombra del padre o los titubeos románticos con guapas vecinas y obtenemos algo más o menos parecido a lo que se ve en esta película. Ojalá no hubiera que pensar en los niños, pero como ellos están ahí y gozan, y más tarde pueden convertirse en kafkas más oscuros, mientras se amargan hay que darles esporádicos divertimentos y por eso es que el personaje de la película es un chico básicamente alegre pero, uno, que ya está más crecidito y un poco amargado, no se la cree del todo. Ese tal Hiccup, que no puede matar dragones, que no puede matar ni moscas, tiene el potencial para ser alguien distinto, un bárbaro marginado, solo y voraz en una variante de la historia que sucede fuera de pantalla cuando se abandona la sala y se consideran los caminos por los que puede discurrir su vida adulta. En la película, ante un camino de cuatro bocas, donde tres de ellas tienen umbrales de violencia, barbarie y destierro, Hiccup opta por la cuarta con un aparente umbral de ostracismo pero que es solo el disfraz para la aventura, una de las tremendas: la amistad que entabla con el misterioso dragón –uno que no aparece en los libros- hace rebosar al filme de tensión y humor. Es como una versión de E.T. en la que el chaparro extraterrestre de dedos lumínicos fue reemplazado por Depredador. Sus viajes a lomo de dragón por arrecifes mortales inunda las arterias del celuloide  con pura adrenalina, el enfrentamiento con un dragón que de haber existido hubiera sido un digno rival para los meteoritos es uno de los mejores clímax de acción vistos este año en pantalla y la curiosa universidad estilo circo romano en la que los jóvenes vikingos se profesionalizan en la masacre de dragones supera al alma mater de Harry Potter. Pero atrás sigue la violencia y la barbarie y el ostracismo y por delante queda el tiempo. El ejercicio de completar las historia con una imaginación sombría hace parte del deleite de ver esta clase de películas, pues para los antihéroes los finales felices tienen la duración de un relámpago.

Hiccup, además, tiene un aire de Leonardo Davinci que hace sentir nostalgia por el tiempo remoto en el que casi nada estaba inventado, los libros hablaban de ciencia y magia con el mismo rigor y misterio, y los ciudadanos tenían un sentido del apocalipsis permanente: ahí está el caso de los antiguos escandinavos afanados en mantener siempre las uñas cortas por el temor que suscitaba la amenaza de los gigantes que en el otro mundo construían naves con las uñas de muertos desaliñados para zarpar algún día y masacrar a sangre fría a los dioses y a cualquiera que se les pareciera. Como se supone que ese Ragnarok ocurrió hace miles o millones de años es probable que en el grueso de la masacre hubieran caído los dragones y los cazadores de dragones y los domadores de dragones como Hiccup, sin dejar alguna huella; y como se supone que la mitología verdadera es la de Jesusito y sus secuaces la única huella que nos queda de ese imaginario antiquísimo es la que se recrea en el cine, pero como también se supone que el regalo que nos dio el papá de Jesusito, osea Dios, es el libre albedrío, esto otorga la licencia de dar por hechos otras mitologías. A lo mejor en algún sustrato recóndito del suelo estén ocultos los fósiles de criaturas supremas o permanezca el rastro dejado por los cadáveres de los dioses en fosas comunes que revelarán la verdadera magnitud de todo aquello que ha escapado a la imaginación logrando lo que nadie ha podido lograr: torcer el sentido de realidad que nos ha rodeado hasta el sol de hoy (aunque el cine en ocasiones se acerca peligrosamente a lograrlo).

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