Álbum de olores de un viajero

Posted: jueves, diciembre 29, 2011 by Godeloz in Etiquetas: , , , , , , ,
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Viaja y encontrarás sustituto de lo que has dejado.
Y esfuérzate, porque en ello está el sabor de la vida.
Hay más deleite en las aguas que corren
que en las que se pudren estancadas.
 Poema árabe de Casida de Safi-Eddin Alhili (citado por Mohamed Chukri en Tiempo de errores)


A lo largo de un día, una persona inhala y exhala sin llevar la cuenta, de manera involuntaria, sin detenerse  y dejando pasar a través de sus fosas nasales, millones de olores que no tienen lo necesario para quedar adheridos a la memoria.

Haciendo la simple operación matemática de comparar el número de respiraciones con la cantidad de aromas que recordamos durante un día, la diferencia salta a la vista. En promedio, cada minuto completamos un ciclo de 12 a 20 respiraciones, lo que en 24 horas alcanza la suma aproximada de 28.800 respiraciones en un día tranquilo, es decir, sin sobresaltos, sin ejercicio, sin la taquicardia que produce un beso o la ansiedad que rodea el principio y el final de un viaje.

Sería agotador para la memoria almacenar los detalles odoríferos que succionamos en cada bocanada de aire. Intentar el ejercicio es una invitación a la locura y aunque el sentido del olfato no es tan selectivo como el de la vista, pues en el flujo de  la rutina nuestras vías respiratorias se enfrentan por igual a hedores inaguantables y a efluvios cargados de encanto, tiene una facultad especial para asociar los mejores momentos de la vida con las fragancias más sutiles y delicadas.

Esto no lo advertimos siempre, pero el sentido del olfato nos brinda una conexión directa con facetas misteriosas de la existencia.

Fácilmente recordamos el contorno de un cuerpo y las particularidades de un rostro. Al pensar en una melodía, esta resuena casi idéntica en la privacidad de la mente. Evocando los sabores de un plato determinado, la saliva se corta y pasa por las papilas gustativas para engañarlas y hacerlas sentir la dulzura, el picor o la acidez de esos bocados. Pero intentar recordar con fidelidad los detalles de una esencia siempre nos pone ante un desafío que el lenguaje suele perder. Las palabras quedan atascadas en la punta de la lengua porque no se atreven a configurar las verdaderas características de esas fragancias que intentamos recordar: el perfume específico de un amante o el vaho enigmático que envuelve a las ciudades hacen parte de una dimensión intangible de la memoria a la que solo podemos acceder con nuestro olfato, que opera como una clavija que activa una máquina del tiempo. De repente nos topamos por accidente con lánguidas emanaciones que se convierten en poderosos torrentes al atravesar las ventanas de la nariz y nos arrastran a viajes emprendidos años atrás. Vemos de nuevo las calles de las ciudades visitadas y a nuestros rostros vuelve el calor de esos vapores que invadieron nuestro aliento y se sumaron a ese álbum de olores que fuimos llenando a lo largo de nuestros recorridos.

Las ciudades tienen su arquitectura, su cultura y sus pobladores para dejar huella. También tienen su aire, cargado de millones de partículas a través de las cuáles podemos trazar un mapa singular de cada lugar visitado, pues las fotografías tomadas al azar y las fruslerías adquiridas en las tiendas de regalos pueden ser trofeos idénticos en las mochilas de cientos de turistas, pero la imagen de una ciudad a través de sus olores es irrepetible y cada viajero la atesora a su modo. 

Hay ciudades rodeadas por imponentes desiertos como Casablanca, en Marruecos, pero su aire no es seco sino que fluctúa entre la frescura salina que sopla el mar y  la brisa salpicada de polen que viene del Sahara, que le arranca un dulce tufillo de especias y miel a los naranjos, narcisos y violetas que florecen en los jardines.

También hay ciudades que parecen abrigadas todo el tiempo por el jadeo avasallador del mar que baña sus costas. Las calles de Lima y los canales de Venecia están en hemisferios distantes pero comparten una atmósfera en la que se mezclan las esencias combinadas de la salvaje vida marina con el añejamiento que siglos de historia ha depositado en sus cimientos. Hay quienes solo pueden ver en el cóctel de estos olores una humeante pestilencia pero una vez superada la primera impresión aparecen los silvestres bálsamos de un buen ceviche peruano o la glamurosa conjunción de inciensos que levitan en la Plaza de San Marcos durante el Carnaval de Venecia, donde hombres y mujeres enmascarados contonean sus vestidos de oro y plata como si estuvieran liberando esporas que contagian el ansia erótica de Giacomo Casanova.

Otras ciudades parecen ser más inabarcables que el propio océano que las circunda. Nueva York, madre de las junglas de concreto, acero y cristal, es el ombligo aglutinante de los olores del mundo que viajan como polizones en la ropa, los alimentos, las bebidas, las colonias y la transpiración de ese ciudadano universal que llega a la gran manzana desde otra populosa urbe o desde una recóndita aldea al otro extremo del planeta.

Es el olor de las salchichas asadas en esquinas a cielo abierto y de las nieblas repentinas desprendidas de los trenes subterráneos que fácilmente albergan en un solo vagón a un representante de cada nacionalidad con su respectiva esencia a cuestas: si un hombre con altivez parisina lleva un pan baguette bajo el brazo, podría despedir algo de esa nube edulcorada que ocupa las calles solitarias de una Paris donde apenas amanece, en la que el pan se hincha en los hornos y los crepes del Barrio Latino son bañados con chantilly, queso, nueces o Nutella.     

O si la elegancia de cierto pasajero presagia una fuerte llovizna podrían adivinarse en sus ademanes las brumas de olor a madera vieja o lana mojada que preceden las tormentas de la Londres nocturna. 

Porque las fragancias citadinas pueden tener origen en un dulce manjar, como el caramelo que en verano se prepara en las calles de Santiago; o de las piedras que acordonan el trazado de calles, como esas paredes que le dan a la Cartagena antigua un olor que sólo podría calificarse como el perfume de las murallas.   

Si en México D.F. es el del maíz el olor que intenta hacerle contrapeso a la nube de polución que la ciudad irradia, en el territorio de agua de Bariloche es el chocolate el vapor que predomina y establece con los efluvios del whisky y el vino una relación de amantes.

Río de Janeiro solo tiene carnaval durante cuatro días al año pero alcanzan para curtir los 361 días restantes del aroma que se desgaja del maquillaje, los penachos y aceites de las garotas endiosadas.

Y una ciudad más tranquila, como Córdoba, Argentina, donde predomina una atmósfera universitaria, puede ofrecer al viajero la aventura simple de sentir el aroma de unas pastas cociéndose a fuego lento mientras la desnudez de dos amantes forcejea en el cuarto de al lado, intentando perpetuar el momento para que, a pesar del transcurso de los años, los vapores únicos de ese viaje hiervan en la memoria con la misma intensidad y con la misma dulzura.

(Una versión corta de este texto fue publicada en la revista En Alza)


2 comentarios:

  1. Culturosa says:

    Leer "Si en México D.F. es el del maíz el olor que intenta hacerle contrapeso a la nube de polución que la ciudad irradia…" me pareció una idea bucólica y poética. El olor de DF es una mezcla indescriptible, principalmente de la contaminación, del bióxido de carbono de los autos y de los puestos de comida que yacen en cada esquina. Otros olores son los de sus millones de habitantes, gordos, flacos, pero eso sí bien jacarandosos. DF tiene olores fuertes, casi hediondos, pero bien fascinantes.

    El texto me encanto!

  1. Godeloz says:

    Nadie como tú sabe más de los olores de las ciudades. Para mi próximo texto pensaré en preguntarte... ¿Recuerdas la misión de los parques de diversiones? Sigo preparando ese texto...