A puerta cerrada

Posted: lunes, marzo 08, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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El tiempo juega contra nosotros, no la muerte, ella se limita a esperar el final para recoger las sobras; las sobras de la monótona querella que cualquier individuo libra contra los días, contra los años, contra el tiempo que pasa con indiferencia sobre cualquiera de nosotros o incluso a nuestro lado, tocándonos apenas con sus extremos espinosos, muchos de los cuáles se desprenden para adherirse como parásitos a nuestra memoria, dándole origen al dolor. 

Hay dolor cuando se visitan las sombras de los días. Uno va tranquilo por un recuerdo jovial (el rostro de una amante que perdimos o alguna rutina adictiva que solía ejecutarse junto a los amigos como ir a los bares sin dinero, reírse durante horas hablando sobre nada o lanzarse a ciegas en un viaje de carretera) y de pronto tropiezas con una espina que te hace sangrar a mares, por la que se desborda tu vida, la pasada, la presente y la que ya no tendrás en el futuro a no ser que te apresures a evaporar esa espina de tu pasado para siempre. 

La puerta de la memoria debería tener en un lugar visible un aviso de advertencia que dé cuenta de todo lo que se perderá si fracasamos en el juego y también de aquello que se ganará, si es que lo hubiere, si los dados caen a favor. Benjamín Esposito, el protagonista de El secreto de sus ojos, atraviesa este portal sin leer el aviso, aunque no se le puede culpar: ya estaba muy cerca de caer desangrado. Se nota en la soledad hecha penumbras de su apartamento, en la mirada atrincherada tras párpados inseguros, en el gesto de su boca que titubea entre la sonrisa y alguna clase de remordimiento, en las páginas descartadas cuando el principio de la historia que se dispone a contar es apenas tan sólido y tan frío como una fina capa de hielo. Así de estable es el suelo que pisaremos durante toda la historia: oiremos el crujido, los ecos de las profundidades, intuiremos la oscuridad que abre su boca allá abajo, sentiremos su aliento, uno de tristeza, de melancolía, de furia, un aliento de dulce venganza, incluso de rebeldía, pues deseamos que más adelante en el camino esa superficie que tiene el color de las calles de Buenos Aires en los años 70 sea cada vez más delgada, incapaz de sostenernos. Queremos, y es verdad, caer en los líquidos hediondos arremolinados en el estómago de la bestia que se esconde detrás de esta película.     

Los padres de esa bestia son el director Juan José Campanella y el escritor Eduardo Sacheri. Sacheri escribió la novela y Campenalla secuestró de su imaginación las bellas imágenes que conforman la película: cometió un crimen perfecto, facultado con planos idénticos a los que cualquiera desearía para ilustrar sus malos sueños. Benjamín Esposito recorre en esos planos un camino diferente a los de cualquier héroe. Un héroe por ejemplo baja al infierno y aprende un montón de cosas, luego sale victorioso, asciende y se instala en su gloria hasta una muerte prematura o hasta la vejez. Benjamín Esposito no. Él bajó al infierno y huyó de él horrorizado, pero, veinticinco años después, cuando tranquilamente hubiera podido dedicarse a la jardinería mientras le llegaba la muerte, decide descender otra vez  y permitir que las llamas le propinen quemaduras sobre las cicatrices de las anteriores:  la espina que lo hace sangrar tiene la forma de un crimen horrendo, tiene el cuerpo de una hermosa muchacha violada y asesinada, el hedor de un delincuente fanático con talento para la impunidad, esa espina tiene el rostro –un rostro que llora- de su colega y amigo Sandoval, tiene la enfermiza paciencia de Ricardo, el esposo de la ultimada, y tiene los labios de Irene que son dulces pero que son los que hacen sangrar más. Así que es el intento de Benjamín por sacarse esa espina (resolver el crimen, encontrar por segunda vez el paradero del asesino, cumplirle la promesa al amigo que se sacrificó en su lugar y quedarse con la chica) el que se tragará toda la energía de la película, el que le entregará, de hecho, toda la energía a la película: una energía estática cuando Benjamín contempla a través de la escritura pantallazos borrosos del pasado y dinámica cuando se desliza por sus escarpados detalles (no hay otra palabra para describir el plano secuencia mejor logrado que se ha rodado en Latinoamérica. La cámara aérea que se acerca lentamente al estadio del Racing sencillamente se DESLIZA, quién sabe si como un fantasma o un ángel, hasta mezclarse con las afiebradas barras, seguir como un sabueso la búsqueda de Esposito y Sandoval, ver por un rabillo al asesino y a continuación perseguirlo frenéticamente, ya no como un ángel o un fantasma, sino como un muerto viviente que se quiere alimentar). 

También es una energía que podría ser familiar de la materia oscura, no la que todavía es un enigma para los astrónomos, sino de la materia oscura que ha servido para fecundar las imágenes del arte que nos aterrarán hoy y nos seguirán aterrando mañana: ver el final de El secreto de sus ojos –descubrir ese secreto- es una experiencia perfectamente igualable a leer las últimas frases de una historia de Edgar Allan Poe. Ni por un segundo adivinarán el tamaño y la fealdad de ese gato negro que les saltará en la cara, confórmense con saber que de haber un final feliz, éste sucederá a puerta cerrada.

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