Cuentos de la selva

Posted: lunes, marzo 01, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Las probabilidades son curiosas. Por ejemplo, cuáles son las probabilidades de que un misil lanzado con la mayor precisión que permite la tecnología detone sobre un cuerpo inocente –pongamos por caso el de una niña o el de alguien que conduce un camión lleno de gallinas- y no sobre el infame cuerpo de un militante del bando contrario, llámese sirio, árabe, palestino o, para resumir –según han resumido los que mucho saben de política, guerra y esas cosas- terrorista. Apegados a los documentos oficiales, la estricta planeación de los ejércitos y las declaraciones de los inteligentísimos generales en los que recae la responsabilidad y el deber de decir “está bien, no hay más opciones, DISPAREN”, no hay ninguna probabilidad y si llega a suceder, que de hecho sucede y mucho, se trata simplemente de un hecho aislado, un daño colateral o un pequeño error que no se volverá a repetir.


Pero las posibilidades son mucho más curiosas que las probabilidades. Por ejemplo, ¿existe la posibilidad de que un director de cine pueda meter a todo su equipo de producción en el interior de un tanque de guerra y filmar la historia de cinco personajes que viajan en él por un Líbano devastado digno de los sueños orgásmicos de George W. Bush? Y si a eso además se suma la posibilidad de que en ese reducido espacio del tanque de guerra tengan cabida cientos de personas que ni siquiera caben en la ropa por el entusiasmo, asombro, agonía o claustrofobia que  este inusitado viaje les pueda causar a lo largo de noventa y tres minutos cargados de imágenes y ruidos, colores y música, palabras y atrocidades, las posibilidades serían tan ínfimas como las probabilidades de que esa guerra desalmada que se libra entre el mundo árabe y el mundo judío encuentre solución. Pero si en un caso las ínfimas posibilidades tuvieron chance de nacer en el mundo de los hechos gracias al director Samuel Maoz; en el otro caso, un poco de esperanza no se le podría reprochar a nadie.


Líbano (2009) es una proeza técnica. Toda la película transcurre en el interior de un tanque de guerra, todas las imágenes, excepto dos*, parten de ese punto de vista descabellado, un punto de vista que a veces parece un espejismo, otras parece el mundo percibido por un robot primitivo y la mayoría del tiempo parece el punto de vista de un depredador que persigue, mata y se alimenta, y al que persiguen y quieren matar para servir en la cena.


¿Y cómo es el mundo en el interior de este caparazón de acero? Es oscuro, lúgubre, estridente. Es helado aunque los personajes sudan a mares por las altas temperaturas. Si uno despertara de un profundo coma que ha durado doscientos años y viera la película, creería que se trata de un viaje subterráneo que pretende descubrir si existe o no el infierno. Inmediatamente el comatoso pediría un sedante o la eutanasia porque el mundo observado a través del periscopio de este rinoceronte mecánico –los soldados apodan Rhino a su maquinita- ofrece suficientes evidencias de que el infierno es probable, porque es un mundo insoportable, crudo, injusto y real. Un mundo que día a día se sumerge muy profundo en las sombras del deterioro y los que se atreven a compartir por azar, compromiso o autoflagelación, aunque sea por pocos minutos, este punto de vista, pueden presenciar de primera mano cómo es que se desmorona la realidad entre las fisuras de nuestras manos.



El periscopio de la máquina es el único ojo para esta experiencia de visión colectiva. Un ojo que se va malogrando, fragmentando, que va perdiendo sus propiedades ópticas, un ojo que enmudece. Detrás es ese ojo están los personajes representando todo lo que tiene de reprochable la guerra: que la juventud se vaya por un caño, que la presencia del otro (en este caso un prisionero Sirio que viaja encadenado en el interior) y  su diferencia puedan desatar una carnicería que ambas partes justifiquen a su manera, que en medio de unos y otros caigan –en todas direcciones, despedazados- los que menos tienen que ver, que la muerte nos amenace y atemorice cuando debería ser una compañera de viaje silenciosa que al hablar genera sosiego y no horror.


Con esta película, Samuel Maoz lanza un grito contra el vacío. Como sabía que su blanco era el vacío, aplicó toda la precisión que le brindó la tecnología para que su misil diera en el blanco y no causara ningún daño colateral sino que fulminara a los que de verdad tiene que fulminar. Y se cargó de un arsenal delicado por lo explosivo.


Su primer arma es el lenguaje: los diálogos irónicos, la diversidad de lenguas y la manera en que son nombradas las cosas, le dan al filme el ambiente propio de un zoológico con orangutanes iletrados, aves de rapiña que rompen el cielo a la velocidad del sonido y moscardones que extienden sus probóscides hacia los muertos.


El montaje de le película es un proyectil frenético, intenso, lleno de esquirlas y fogonazos que alcanzan diferentes puntos de ebullición, como en la escena del primer tiroteo –pobre del señor de las gallinas, tan mutiladito que quedó; pobres de las gallinas, tan desplumaditas ellas-, o la secuencia de la persecución final en la que los rostros de los tripulantes, saturados de espanto, son más ruidosos que las ráfagas de metralleta que impactan en la dura piel de Rhino.


El sonido, por otro lado, es la pieza más explosiva de este arsenal. Un amigo me hizo notar que acostumbramos ver a los tanques de guerra en las películas bélicas como máquinas sutiles que se deslizan en silencio sobre cadáveres y ruinas, infalibles a pesar de su torpeza y lentitud. Como si se condujeran solos, pocas veces había imaginado a los que tiran de las palancas, presionan los botones, apuntan y disparan. Cuando los imaginaba, era para verlos acabados porque usar tanques no es cosa de los buenos, es cosa de los malos y como cosa de malos tiene que parar. Pero Líbano no solamente nos hace imaginar a los seres humanos en el interior de la máquina, hace que nos convirtamos en ellos y sintamos el ruido del metal retorciéndose sobre sí mismo: aturde la entropía acústica de los estallidos, se oyen las voces del interior como inflexiones secas y las del exterior como susurros corrosivos, los mensajes que llegan de la radio llegan con el tono reverberante del vacío y la música opera como una carretera de hielo seco que hace crujir el acero y, de manera invisible, los huesos (si ven la película y no opinan lo mismo, escuchen después alguna canción de Einstuerzende Neubauten y sabrán de lo que hablo).


Líbano nos muestra que en el corazón de la máquina hay un corazón humano y que cuando un corazón llevado a circunstancias tan salvajes se detiene lo hace salpicando a todos los que encuentra alrededor.


*SPOILER: Las dos únicas imágenes que se ven en un punto de vista diferente están ubicadas al principio y al final. La primera es un campo de girasoles sacudidos por un viento tímido. La segunda es el mismo campo de girasoles: el viento tímido fue capaz de rescatar a un enorme tanque de guerra del infierno y transportarlo hasta ese pequeño cielo en la tierra.

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