Carreteras secundarias de la historia

Posted: viernes, mayo 10, 2013 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Comparada con la realidad, la ficción ofrece mejores formas para ganar una guerra. La historia oficial suele ser compleja, vaga, brutal, poco compasiva con sus protagonistas y plagada de dolor. La historia alternativa que suele ofrecer una novela o una película, sin faltar a la verdad, logra acercarnos como lectores o espectadores a una dimensión más legendaria de la existencia, donde los personajes pueden ser extraordinarios sin perder la cercanía que permite ver en sus figuras destellos de lo que somos o ansiamos ser. Parte del valor de El discurso del rey (2010) reside en este hecho. A pesar de ser una historia basada en el drama íntimo de una monarquía imperial que se ha esforzado a lo largo de los siglos por mantener sus secretos bajo llave, se presenta como una situación doméstica que involucra, como las fábulas, ideales perseguidos por la mayoría: perseverancia, amistad, nobleza y una valentía que, en lugar de surgir tras el bautizo infernal que viven los héroes de trinchera, aparece tras la confrontación del personaje con todos los factores externos e internos que lo empequeñecen.

Esta forma de recorrer la historia por carreteras secundarias, sin embargo, ha hecho multiplicar los detractores de El discurso del rey, quienes la señalan como una obra poco fiel con la historia verdadera, pues la figura del rey George VI no tuvo un papel tan relevante en la victoria de los aliados contra el monstruo de bigote chistoso que ya todos conocen y en cambio caricaturiza a los verdaderos protagonistas del conflicto, como a Winston Churchill, que en la corte que desfila por los modestos recintos de la película viene a ocupar una posición de bufón entremezclado con sabio consejero. Sin embargo, esto sólo revela que los autores de esta película no cayeron en la trampa de empañar el argumento con un discurso demagógico que una vez más les recordara a las santas almas que pisan esta tierra las infamias que inauguraron el siglo XX. Al centrarse en una dimensión más anecdótica que histórica, la película se desliga de compromisos políticos y se vuelve tan vigente como la saga de cualquier rey medieval acompañado de su Merlín, su fantástica Morgana y su Excalibur monofónica.

Imaginen nada más la vergüenza que hubiera sentido Arturo si la espada se hubiera resistido a salir de la piedra. Todo príncipe desmerece atravesar semejante embarazo. Sin embargo, el de esta película es un príncipe vilipendiado por su irrevocable tartamudeo, sometido al escarnio de la multitud, menospreciado por su propia familia y obligado a seguirle la corriente a los farsantes que prometen una cura logrando el efecto contrario de llevar su dignidad hasta la mínima expresión. Si el actor hubiera sido otro y no Colin Firth, se hubiera visto la parodia de un rey pero la elegancia de este hombre logra evadir cualquier faceta caricaturesca para que la atención se concentre en la furia que nace a partir de su miedo. El peso de la historia cae en igual medida sobre los hombros de Geoffrey Rush, que interpreta al terapeuta del lenguaje Lionel Logue; y en menor medida sobre la enigmática Helena Bonham Carter que se pone las vestiduras de la reina madre pero con un aire de salvaje amazona que encaja muy bien como contrapunto de la árida atmósfera que es natural a una realeza más convocada a aparentar que a reinar.

Las vicisitudes de un rey tartamudo, los tropiezos de una amistad naciente, la inminencia de una guerra brutal y el lenguaje como esperanza, son los ingredientes sobre los que se fundamenta El discurso del rey: que el cine empiece a obrar desde este punto y que de la Historia se ocupen los historiadores.

El triunvirato de actores de esta obra acapara casi toda la atención pero no es porque sean estrellas con luz propia como podría pensarse. El talento que cualquiera puede demostrar frente a las cámaras sería de humo sin un guión de diálogos impactantes y una puesta en escena que no se rinde ante lo exuberante, alcanzando la estética del Londres más sutil que por momentos se revela como la ciudad fantasmal que Stevenson, Conrad, Dickens o Woolf soñaron. La majestuosidad que hay en algunas imágenes no se le debe agradecer a la Abadía de Westminster ni al Palacio de Buckingham sino al manejo virtuoso de la luz, a una ambientación correcta de la época y a una acumulación de singulares planos que contribuyen a diluir esa línea que separa lo histórico de lo fantástico. Estos son los méritos que le valieron al filme sus nominaciones a los Premios Bafta (14), los Globos de Oro (7) y los Oscar (12) con los resultados que ya la prensa se encargó de divulgar.

El director Tom Hooper demostró con la factura de este filme aptitudes correctamente circunscritas en las convenciones del arte cinematográfico pero es posible que tenga que rodar un par de películas más para encontrar el estilo que lo haga inconfundible. Si bien fue él quien llevó las riendas de la película, aún no merece el reconocimiento de una autoría absoluta. Una gran tajada de esta torta se la lleva el guionista David Seidler quien investigó los detalles de la historia impulsado por sus propias vivencias de adolescente tartamudo y podría atribuirse cierta responsabilidad estilística al director de fotografía Danny Cohen, pues su trabajo es exquisito y su participación en la memorable This is england (2006) ya permitía ver avances importantes en la construcción de un sello personal.

La película, en fin, calza un esquema de superación con un desenlace bastante usual para este tipo de argumentos pero que no redunda en triunfalismos gratuitos y sugiere una idea poderosa tras el esperado discurso sin titubeos escuchado al unísono por una nación a la que se integra uno como espectador: también estamos en las calles de la invernal ciudad, atentos a los sonidos que escupen los megáfonos, ignorando momentáneamente la amenaza latente de un bombardeo porque a pesar de que suelen ser las primeras víctimas fatales de los conflictos, las palabras, la inteligencia y la imaginación son más importantes que los misiles y las balas.  

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