La parábola del forajido

Posted: sábado, marzo 03, 2012 by Godeloz in
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Jesse James en su ataúd.
Por las ráfagas disparadas en los duelos del atardecer, por los hombres salvajes sin dios, sin ley; por los pusilánimes que tienen fortuna e impunidad, por los tahúres y los hacendados sanguinarios; por la pena capital y por la horca templándose en horas puntuales; por los ferrocarriles y por los indios; por Butch Cassidy, por Buffalo Bill, por William Munny, por Sundance Kid; Por los hermanos Younger, por el infame General Custer y por Wyatt Earp; por la fiebre del oro y los asaltos a pleno sol; por las emboscadas en los meandros de los ríos, por los balazos en la espalda, por las cabezas que tienen precio y se valoran como las acciones de la bolsa, por las persecuciones y por los pacientes alguaciles que persisten en ellas durante semanas o meses hasta encontrarse al fin con su asesino; por la Colt 45, por la pipa de la paz y por el Winchester; por los crepúsculos convertidos en adjetivo para la decadencia, por los tomahawks arrojados con puntería, por las piernas de las chicas de salón y los centavos que las atraen a las habitaciones; por las fugas, las pandillas, las diligencias y los caballos que relinchan cuando los llaman Plata; por el último de los mohicanos y por el llanero solitario; por la estirpe de los cherokees y las cárceles asediadas durante la medianoche; por el Shangri-la de los fugitivos: la frontera mexicana; por John Wayne y su corpulencia de acantilado, por los ríos de Howard Hawks, por Peckinpah y las muertes en cámara lenta, por Clint Eastwood y su talento para hacerle quite a las balas; por Billy The Kid y su asesino Pat Garret, por Pat Garrret y su amigo Billy The Kid; por Jesse James, por Robert Ford; por las geniales mentes que fundieron en una misma historia la música de Bob Dylan y los pechos al aire de bellas mexicanas, o la música de Nick Cave y el triste semblante de un pistolero atormentado; simplemente por todo, el western es una palabra de hierro que permite la misma analogía hecha por Isaac Babel acerca de los puntos que puestos en el sitio preciso penetran el corazón con la misma intensidad que un metal candente. Así de hondo está el western en el corazón del cine, imprimiéndole algunas de sus facetas más salvajes, describiendo la mayor parte del tiempo un estado primitivo del ser humano, una condición básica pero letal: la condición del forajido.

Según el western, el final del siglo XIX en Estados Unidos fue tan convulsionado como la lucha de los primeros hombres por el predominio de la especie en la prehistoria. Enfrentados a la naturaleza y a la amenaza de sus semejantes, los forajidos eran los depredadores más habilidosos de las praderas. Pocos alcanzaban el umbral de la vejez, y es probable que la mayoría compartiera el deseo de tener también una cara en la espalda para no caer en las trampas de la muerte. Pero el destino de casi todos describía una trayectoria parabólica que hubiera podido medirse con la exactitud de la física: tras algunas peripecias afortunadas o no, memorables o intrascendentes, caían en un mismo punto: eran borrados del mapa por la ley, la horca, el amor de una mujer o las balas. Un ascenso y caída predecibles que les entregaba una pequeña recompensa: el prestigio de la inmortalidad. Y parte de ese prestigio ha sido el combustible del western para hacer brillar algunas estrellas en sus frescos crepusculares.

En un contexto no mediado por el celuloide, los forajidos del lejano oeste no pasan de ser miembros de la historia violenta que precede el nacimiento de las naciones. Todavía con brazos cortos,  la ley no podía alcanzarlos y en esa inmunidad encontraban el libre albedrío para sus fechorías: asesinatos a sangre fría, atracos cuantiosos y pillajes que podían convertirlos de la noche a la mañana en poderosos terratenientes a costa de la sangre nativa. Sin embargo, sus hazañas también podían fungir como materia prima para el entretenimiento. Al mismo tiempo que los forajidos, viajaban por el lejano oeste los folletines que los rodeaban de un aura mítica y heroica. Y ese voz a voz sobrevivió a la llegada de la modernidad, mutó a nuevos formatos y encontró en el cine el medio ideal para la supervivencia. Billy The Kid o Jesse James dejaron una firma de plomo en la historia, pero fue el cine lo que los convirtió en figuras canónicas. Así como la revolución mexicana tiene a su Pancho Villa y la cubana es impensable sin un esténcil del Che Guevara, la épica del lejano oeste se sostiene sobre la figura del forajido, descrita ampliamente desde los inicios del género. Si los héroes del primer westernThe great train robbery (1903), de Edwin S. Porter- eran bandidos que carecían de nombre, muy pronto otros directores elegirían bautizarlos y entregarles personalidades dignas de admirar y emular. King Vidor iniciaría la saga en 1930 con la película Billy The Kid, una historia retomada a lo largo de las décadas encontrando versiones afortunadas como la de Arthur Penn en 1958 y la de Sam Peckinpah en 1973; y otras versiones menos elaboradas como las dirigidas en la década de los ochenta cuando el género no se levantaba de la decadencia.

Al igual que Billy The Kid, otro forajido ilustre prestó su nombre y biografía para que atestiguara el desarrollo del género, su imparable declive y un resurgir prometedor en el siglo XXI: Jesse James. 

La historia de Jesse James cabe en una canción. Una rabiosa canción gritada en los bares por juglares melancólicos y harapientos. La canción que relata los grandes asaltos y las incomparables cualidades de un forajido perseguido, arrinconado y traicionado por uno de sus amigos. En 1939 Jesse Woodson James tenía la cara de Tyrone Power, una cara agradable, pulida, sonriente; la cara de un galán del Western que se prestó para que el director Henry King la deformara a cuentagotas y la convirtiera en el espejo de un alma envilecida. Este Jesse James es independiente del paisaje sureño que lo envuelve, pero está firmemente alineado con algunas de las convenciones del western: la línea del ferrocarril es un portal a la modernidad pero ante la tierra expropiada Jesse James no se quedará de brazos cruzados e intentará mantener su estilo de vida declarando una guerra que no tarda en volverse sed de venganza y desdibujarse hasta endurecer su corazón.  El ágil pistolero del principio se convierte en hombre temible y esta transformación lo horroriza porque con ella viene la condición de solitario. Y aunque todos saben el final de Jesse James, una muerte que es también metáfora, pues el forajido gasta sus últimos momentos intentando enderezar su mundo torcido (un cuadro que cambia de estampa de película en película sin dejar de representar lo mismo), acompañamos al héroe con una esperanza dividida: por un lado la expectativa de la fuga exitosa y por otro lado las ganas de desviar los balazos que dispara el cobarde Robert Ford. Pero la trayectoria de los balazos no es una parábola fingida, es una verdad que cae por la espalda y directores que intentaron evadir esta verdad cometieron la mayor injusticia que merece el personaje: volverlo prosaico.

Está bien que el western es el más gringo de los géneros, pero el intento de película que Les Mayfield rodó en 2001 es una soberana gringada. Colin Farrel es el chico lindo que se apropia del nombre. Es heroico, aguerrido, sagaz, noble, justo, tranquilo, invencible: es decir, tan ficticio que si hubiera usado capa y proviniera de Kriptón no hubiera desentonado con el contexto abundante en ramplonerías, con la mayor de ellas al final cuando el héroe –que ni siquiera merece que lo llamen forajido- se queda con la chica y es perdonado por el blando Pinkerton. Por lo menos estos pistoleros de American Outlaws ratifican que el buen western requiere de historias sólidas (no importa que la historia sea la misma, ahí está el precedente que dejó Howard Hawks al caer como un rayo tres veces sobre el mismo guión) y directores tan salvajes como los bandoleros que retratan.

Durante la hibernación del western, Jesse James no sólo fue víctima de American Outlaws, sino que sufrió el atropello de tener que conocer a la hija de Frankenstein en la película de 1966 dirigida por William Beaudine, y  de pertenecer en 1980 al argumento de The Long Riders  que además de solamente adular a los hermanos Carradine, quienes interpretan al clan Younger, logra transmitir un incómodo aburrimiento por la manera desarticulada en la que el director Walter Hill aborda la historia. No hay sentido lógico en el transcurso del tiempo, el desarrollo de Jesse James como personaje es torpe y queda a medias. Nada en la película tiene el aire épico de su verdadera historia y parece encajar forzada en las reglas del género porque ni siquiera a base de lugares comunes consigue dar la talla a la estampa peculiar de los forajidos.

Por fortuna, entre las casi 37 producciones que se han realizado sobre este famoso asaltante de trenes y bancos, figuran nombres que por sí solos son un alivio: Fritz Lang o Philip Kaufman son dos buenos ejemplos. Con la película Sin ley ni esperanza, Kaufman exploró en 1972 la congestionada relación entre Jesse James (Robert Duval) y su compinche Cole Younger (Cliff Robertson) que asociados a un deprimente entorno de lodo y polvo declinan hasta la rivalidad y el antagonismo. Por su parte, Fritz Lang termina en 1940 lo que empezó en 1939 Henry King y hace la película El regreso de Frank James. En esta secuela, el reparto casi que ni tiene variaciones: falta Tyrone Power pero su fantasma es latente, el mesurado Henry Fonda es el hermano que busca venganza y John Carradine es el mismo pusilánime Robert Ford que le disparó a Jesse en el film del 39; pero Fritz Lang agrega a su película una presencia que la fortalece y es la de Gene Tierney, bella como siempre en un papel de curiosa periodista que escarba en la inquietante historia de los hermanos forajidos como si estuviera desenmarañando el hilo de una tragedia griega. En su primer western (también su primera película a color), Fritz Lang respeta los mandamientos del género pero en ocasiones los tuerce a su antojo, entregando un retrato intimista de Frank James, intentando alguna definición muy personal de la venganza, demostrando su asombro por la mitología del salvaje oeste y tomándose la licencia de poner en primer plano los dilemas morales del protagonista que, al igual que su hermano en la película de Henry King, se vuelve oscuro, rudo y amargo, y aun cuando lleva a buen término su venganza, repele cualquier redención.

Y es que los buenos directores saben aprovechar las oportunidades que ofrece una historia como la de Jesse James, en la que abundan líneas de fuga para romper la camisa de fuerza de las convenciones. No se hace obligatorio un duelo a la luz de la tarde, los motivos del héroe van más allá de un puñado de monedas de plata o una doncella ofendida y la dicotomía de los chicos malos y los chicos buenos se expande en matices que permiten darle respiros al género, lo que además es un deleite para los directores porque pueden enfocar su mira telescópica en los personajes sin tomar partido y asombrándose ante guiones que parecen escribirse sobre la marcha. 

Algo así debió sucederle a Samuel Fuller cuando rodó I shot Jesse James en 1949. Una historia que deja al buen bandido a un lado para enfocarse en el hombre que le disparó por la espalda. Fuller presenta un Jesse James con aire de mártir y un asesinato solemne, casi ritual,  que deja entrar en la vida de Robert Ford una niebla de mala suerte con tanto poder como para espantar el amor y atraer a las balas.  La violencia de I shot Jesse James es más brutal cuando no suenan disparos ni corre la sangre. Es brutal, por ejemplo, cuando irrumpe esa rabiosa canción que señala a Ford como cobarde, es brutal cuando Ford obliga al harapiento juglar a cantarla en un ejercicio memorable de autoflagelación, y sería todavía más brutal si se suprimiera al galán de poca monta encargado de abalear a Ford al final y se le diera este privilegio a un pistolero sin nombre o a un tiro de gracia surgido de las sombras para corroborar todos los terrores que asediaron al protagonista –y de paso al espectador- durante la película.

Varias décadas después, cuando el género abandonó su edad dorada, visitó las inmediaciones de Almería y de deslizó finalmente en la conocida decadencia, esa rabiosa canción fue escupida por el andrajoso pero imponente Nick Cave en las propias narices del infame, interpretado virtuosamente por Casey Afleck en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007). Esta película merece cada una de las letras con las que se escribe western porque contribuye a revitalizarlo en una época donde el género parece tomar nuevos bríos. Pero  El asesinato de Jesse James… pertenece a una familia muy distinta a la de por ejemplo Open Range (2003), The missing (2003), Apaloosa (2008) o 3:10 to Yuma (2007). Este ejercicio de buena narrativa es más de la familia de Unforgiven de Clint Eastwood o Dead Man de Jim Jarmush (una familia que seguramente comparte genes con Sam Shepard y Wim Wenders): por la fotografía deslumbrante y fantasmal, por el guión redondo nutrido de metáforas delirantes (como aquella en la que Jesse James acribilla su reflejo en el hielo) y por las interpretaciones densas que curten a los personajes de estados tan dispares como la ira y la melancolía, la envidia y la locura, la culpa y la lujuria, el ego exacerbado y la inmolación. El asesinato de Jesse James  deja traslucir la misma ausencia que se siente en las versiones de King, Fuller y Lang, pero en este caso, por algún motivo, es más difícil reponerse a un vacío tremebundo contagiado además por una banda sonora capaz de contener toda la tristeza del mundo. Esa saudade de que era víctima Brad Pitt en la película le da al western nuevos horizontes que explorar, porque detrás de las peripecias de los forajidos, las tribus masacradas, las tierras conquistadas para el forjamiento de futuras ciudades y los demás modelos clásicos que hacen del western un género tan sólido, están los individuos y están sus almas, valientes pero frágiles, míticas pero dotadas de una maleabilidad que podría provocar en los buenos directores el impulso de desbocarse sobre el western como si de una nueva fiebre del oro se tratara.

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