La ciudad, quimera de celuloide

Posted: viernes, marzo 02, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Los cineastas han recorrido el mundo de cabo a rabo dejando un legado en imágenes de ciudades que, por recónditas que sean, se convierten en un referente compartido por todos, un ideal colectivo perseguido en la intimidad de la sala de cine.   

Para el turista de pura cepa que viaja sin descanso, de ciudad en ciudad, memorizando el nombre de los aeropuertos, anotando las palabras clave de idiomas desconocidos y trazando rutas obligadas hacia las atracciones turísticas que no puede dejar de ver antes de morir, existe una sensación muy próxima al déja vu

Gran parte de la culpa la tiene el cine. Gracias a las imágenes proyectadas en pantalla y que cada año una persona normal acude a ver una vez por semana o un par de veces al mes, las ciudades más importantes del mundo son recordadas por unanimidad, anheladas multitudinariamente, deseadas en secreto y perseguidas con delirio.  El cine y las ciudades se orbitan mutuamente creando un poderoso influjo que atrae la mirada y provoca el sueño de partir, alzar el vuelo, quemar las naves, visitar otros puertos. Con el cine podemos saciar en parte la ambición de conocer el mundo como la palma de la mano y, en un ejercicio en el que suplantamos a la cámara o a los personajes, recorremos románticos callejones, deambulamos sin rumbo fijo por los parques, trepamos una a una las escaleras de imponentes rascacielos, nos embriagamos con el resplandor nocturno de las grandes avenidas y alimentamos el espíritu con la música cosmopolita que fluye del gran paisaje urbano construido como uno solo por el arte cinematográfico. 

No importa su condición social, su benevolencia o maldad, si tienen buena o mala fortuna, los héroes que habitan las ciudades del cine son alter egos que se encarnan con gusto. Cómo negarse a vivir la aventura romántica que Audrey Hepburn emprendió por las calles de Roma, ocultando su verdadera identidad, en La princesa que quería vivir (Roman Holiday, 1953). El director William Wyler no usa la ciudad como decorado o como tema, la convierte en una red que envolverá cada vez más a los amantes a medida que se adentran en ella. Un juego opuesto al que protagoniza la misma actriz años más tarde en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961) donde la vemos bella, bohemia, bestial, transitando la ciudad con una elegancia fuera de este mundo y con una permanente actitud de huida. Nueva York, a pesar de sus encantos y sus fiestas, a pesar de premiar a los prófugos con el anonimato, será incapaz de retener el espíritu indomable de Holly Golightly,  quien permanece indiferente al ajetreo citadino por razones tan simples como buscar un gato en un callejón o rematar la última escena con un beso bajo la lluvia.

Por un beso como ese es posible creer que bajo la sombra del erguido Empire State es inevitable enamorarse. Por las historias que transcurren en las ciudades del cine es posible pensar en la existencia de ángeles que vigilan desde las alturas o caminan entre nosotros como los hombres celestiales que en El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987) se enamoran de gráciles trapecistas, renuncian al paraíso y descienden a la ciudad para conquistarlas. Es como si Wim Wenders hubiera intuido la cercanía que el mundanal ruido de lo urbano tiene con lo fantástico y lo divino.  Ejemplos de esto sobran en la mirada aérea que Alfred Hitchcock hace sobre el frenesí de Londres o en los colores que Jean-Pierre Jeunet elige para pintarle a Amélie un París digno de un cuento en el que las hadas fueron reemplazadas por hombres de vidrio y príncipes en motocicleta. Un París que se antoja romántico e irreal y comparte la atmósfera que Billy Wilder recreó en el set de Irma la Dulce (Irma la Douce) donde la poesía visual se arranca de la exploración callejera y un sentido del misterio impreso en cada secuencia.

Este podría ser el secreto: el misterio, mostrar a la ciudad como un pozo de enigmas del que surgirán cosas asombrosas en el instante menos esperado. Por eso no tiene nada de inverosímil que en la Nueva Jersey de Woody Allen el galán de una película salte de la pantalla para vivir un breve amorío con su más fiel admiradora como sucede en La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985), que en Los Ángeles que imagina Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) las viejas glorias del cine mudo se reúnan para jugar al póquer o que en las conflictivas calles del Distrito Federal un oscuro vagabundo encuentre la redención en un perro salvaje como lo hizo ver Alejandro González Iñárritu en la película Amores Perros.

Pareciera que el ejercicio de los cineastas es recorrer el mundo de cabo a rabo en busca de un Shangri-la personal reconstruido en escenarios que se vuelven familiares a todos: la  película de Michael Curtiz convirtió a Casablanca en el nirvana del reencuentro; Luchino Visconti hizo de Venecia una ciudad para los amores fortuitos y Pedro Almodóvar le ha dado a Madrid el alma de un personaje de carne y hueso. Versiones personales de las ciudades que se convierten en utopías colectivas. Un logro visible, por ejemplo, en el Tokio que Sofia Coppola muestra como una quimera en la que lo ancestral se funde con lo moderno para permitirles a dos desconocidos alcanzar juntos un breve estado de felicidad que hasta el momento les era ignoto.    

Finalmente eso es lo que quizá todos persiguen cuando emprenden un viaje hacia cualquier ciudad del mundo: alcanzar un placer inexplorado para después atesorar su recuerdo en imágenes que se proyectan en la mente como si se tratara de la sala de cine más íntima y secreta. 

Un imperio llamado cine
Lo que hace el cine con las ciudades no sólo opera en la pantalla. En el espacio real también es una fuerza transformadora gracias a la industria que con grandes estudios o prestigiosos festivales va conquistando territorios. Hollywood es el ejemplo más obvio, una ciudad consagrada a las películas cuyo modelo está siendo replicado por Bombay, llamada Bollywood en un parafraseo evidente. Pero no son las únicas. Hay antecedentes en la Cinecittá que conquistó el costado oriental de Roma y en el gigantesco complejo de estudios de Babelsberg construido en la ciudad alemana de Potsdam en 1911. Por su parte, el circuito de distribución de las películas ha convertido a ciudades como Cannes, Toronto o San Sebastián en escenarios de los festivales más importantes del planeta, gracias a los cuáles, cualquier persona común y corriente puede estar frente a frente con las estrellas.



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