La ciudad en el diván

Posted: martes, marzo 27, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Capítulo primero
Una extensa fila se extiende a lo largo de Broadway. Los aspirantes a figurar en la próxima película de Woody Allen llevan su currículo bajo el brazo. El nerviosismo se condensa en el aire, es asfixiante al punto que cualquiera diría que Godzilla ha invadido –otra vez- a Nueva York. La competencia es por el papel principal de la película y los aspirantes, en su mayoría, gozan de fama sin límites. Venecia cree que sus calles inundadas no constituirán ningún problema por si el director quiere grabar en exteriores uno de sus acostumbrados paseos; San Francisco sabe que California no es el estado preferido de Woody Allen pero por lo menos puede tener veranos tan fríos como los inviernos de Nueva York; Londres baja de una limosina pero pierde su porte aristocrático cuando intenta colarse en la fila; Barcelona se le interpone y le golpea la cara con la gruesa trayectoria de una arquitectura fotogénica y un jugoso cheque al portador; algunas ciudades latinoamericanas llegaron en manada con la esperanza de figurar tan siquiera como una alegoría; Roma piensa esgrimir el argumento de ser una metáfora viviente de los complejos inventados por Freud; París luce muy convencida reflejando un aire romántico a cuyo alrededor ya revolotean las moscas, y Los Ángeles ha pagado un soborno pero es muy difícil que su bonita basura convenza al director.
 
Capítulo segundo
La fila de aspirantes se ha hecho más extensa. Ya se han presentado choques entre algunos y romances turbios entre otros. No tardan en aparecer rencillas y la brillante tarde de domingo se ha tornado radicalmente en un tifón. Todos quieren aparecer en la película pero el papel sólo puede ser de uno y la euforia ha convertido a la multitud en una brigada de linchamiento del Ku Klux Clan. Mientras tanto, suena Wagner de fondo y Woody Allen despierta sudoroso, agitado, no ve la hora de llamar a su analista y se repone del terrible sueño, abriendo las cortinas para contemplar a su adorada Nueva York.

A la escena poco le falta para ser real. Entre las tensiones típicas de cualquier rodaje está la de escoger protagonistas y, en el cine de Woody Allen, el papel protagónico es entregado primero a una ciudad. Casi siempre es Nueva York la escogida por las obvias razones de ser la amante incondicional del director, pero, de vez en cuando, para darse un respiro quizá, Allen decide variar un tanto su escenario. Aunque el último experimento no le salió tan bien y, perseguido por una crítica que acusó a su ojo de haber volado sobre Barcelona capturando apenas su esencia de postal, volvió a las calles de Manhattan con una historia que retoma su hilarante mirada sobre el amor y lo difícil que le resulta a éste mantenerse incólume en la ciudad.

A lo largo de su carrera, Allen ha entregado distintas versiones de Nueva York. En Días de Radio (1987) la mostró mítica a pesar de la gran depresión y, la dejó aparecer monótona en el futuro que imaginó con El dormilón (1973). La concibió como una babilonia moderna en Celebrity (1998), y constantemente como una Grecia de pequeñas tragedias actualizadas en Manhattan (1979), Hannah y sus hermanas (1986) Poderosa Afrodita (1995) o Annie Hall (1977). También la ha preferido para homenajear a sus ídolos, entregando una cómica versión de Hitchcock en Misterioso asesinato en Manhattan (1993)  y una tétrica pero cándida mirada del mundo del espectáculo en Broadway Danny Rose (1984). Cada película de Allen ubicada en Nueva York es también una película sobre Nueva York. La ciudad presta sus locaciones y a cambio Allen escucha su voz. No la interpreta y tampoco la deconstruye, solamente la observa y regocija sus caras invisibles: descubre edenes particulares entre callejones maltrechos, defiende los contrastes de la arquitectura, saborea los encuentros planeados furtivamente a la medianoche, comprende lo necesario que es en la vida lo irracional, no se cansa de visitar los lugares símbolo como el restaurante Elaine’s, cuna de escritores; el antiguo emplazamiento judío del Lower East Side; o el Cotton Club que, conociendo el amor de Allen por la música, no necesita descripción. La ciudad de Allen es una en la que hay hoteles para el libre albedrío de los amantes en los que, de hecho,  puedes encontrar involuntariamente a uno en la salida del ascensor, y en la que los cambios súbitos del clima deben celebrarse porque en ningún lugar del mundo podrías huir de los rayos asesinos de una tormenta eléctrica dando un paseo por el sistema solar.

La ciudad de Allen es al tiempo varias ciudades. Y en su máxima declaración de amor por Nueva York -Manhattan (1979)- intenta desde el principio entregar justamente todas las ciudades que ha visto en ella. Cada intento no corresponde a un método de ensayo y error sino a uno más holístico que sin imágenes y celuloide es difícil de explicar. “Él adoraba Nueva York, la adoraba fuera de toda proporción. No, mejor, la romantizaba fuera de toda proporción. Para él, sin importar la estación, era una ciudad que existía todavía en blanco y negro, y que latía al son de las melodías de George Gershwin.”, es lo primero que escuchamos de un todavía oculto Isaac Davis que a continuación intenta describir una y otra vez su definición personal de Nueva York: ajetreo de multitudes, mujeres bellas, hombres experimentados, decadencia de la cultura contemporánea, falta de integridad individual, dificultad de existir en una sociedad insensibilizada... y, etcétera… Isaac mejor decide abandonar su sermón y dejar a un lado el enojo para decir muy conciso que era rudo y romántico como la ciudad que amaba, mientras las imágenes sin tiempo de calles, mercados y autopistas hacen que en el espectador nazca una especie de amor a primera vista. Y estar lejos de la gran manzana es un hecho que empieza a ser abominable, porque sin sus calles multitudinarias y bohemias, sin el tráfico pesado o la alargada sombra de los rascacielos delimitando rutas inesperadas, sin las estaciones que dejan brotar entre la bruma la silueta de los edificios, sin la ebullición nocturna de los cafés y los bares, sin las mil luces titilantes que corresponden a más de mil corazones rotos, sin los cines subterráneos que programan ciclos de Bergman, Fellini o los hermanos Marx, sin los bailarines de tap cojos o el Guggenheim, la libertad carece de significado porque no hay una ciudad más viva, por lo menos no en el cine.

Hacia Nueva York se dirigen todas las miradas. La de escritores, artistas, diseñadores, empresarios, líderes mundiales… también, por desgracia, la de temidos terroristas. Es un resumen del mundo. Un aleph de grandes proporciones. Paris o Londres podrían igualar su esplendor pero algo les falta, son ciudades cosmopolitas y un neoyorkino puede sentirse provinciano paseando en los Campos Elíseos o sacándose una foto frente al palacio de Buckingham pero siguen siendo ciudades muy locales, universales, sí, pero introspectivas. Nueva York en cambio es universal por su infinita aglomeración de localismos. Decir que allí vive por lo menos una persona de cada país del mundo no es exagerado y tal diversidad ya es un gran insumo para la construcción de cualquier obra. En una ciudad que se expande y se contrae, que palpita y en la que cada latido es impredecible, hasta la monotonía de una  vida es una voraz lucha por la supervivencia. Este conflicto es un diamante en bruto para los cineastas. Wilder, Polanski, Stone, Lumet y otros grandes la han convertido en musa de primera categoría pero ninguno tan reiterativo como Woody Allen.

Él tiene esa abertura diferente que le describe a Diane Keaton en Manhattan. Esa fisura por donde entra todo lo que en verdad es valioso, “porque nada que valga la pena puede ser entendido con la mente”. Allen podría ser el narrador invisible del gran reportaje que Gay Talese le dedicó a la ciudad. En inglés, su título es New York, a serendipeter’s journey. La traducción al español es menos compleja: Nueva York, una ciudad de hallazgos casuales. Sería mejor encontrar un equivalente al término Serendipeter´s, que podría traducirse como aquella persona que tiene la facultad para encontrar siempre lo inesperado, lo que es a todas luces improbable, lo que es accidental pero afortunado. “Nueva York es una ciudad de hallazgos casuales.” Dice Talese en su libro, “Es una ciudad de gatos que dormitan debajo de los autos aparcados, de dos armadillos de piedra que trepan la Catedral de San Patricio y de millares de hormigas que reptan por la azotea del Empire State”. ¿Y quién llevó  a las hormigas hasta los dominios de King Kong? Hay cosas que es mejor no preguntar, pero si se pudiera entablar con la ciudad una relación como la que se entabla con el psicoanalista… ¡qué sinfín de historias contaría! ¡Qué complejos traumas exhibiría!

En algún punto de su carrera Allen debió hacerse la misma pregunta y, sin más, sentó a la ciudad en el diván para escucharle un monólogo interior semejante al que se repiten, por ejemplo, los personajes de Hannah y sus hermanas, otra abierta declaración de amor en la que Allen de nuevo se toma el tiempo de observar el paisaje urbano inseparable de las emociones humanas. Hasta incluye en el reparto a un arquitecto para contagiar su asombro por una desbordada arquitectura que acepta lo Art Decó junto a lo republicano, y lo minimalista junto a lo barroco. Una arquitectura protegida por gárgolas de piedra y grúas que giran día y noche sobre sus ejes. Muestra primero una ciudad enorme para luego dejar ver a sus personajes empequeñecidos de ansiedad, de frustración, de miedo, de lujuria, de hipocondría…  Así, el monólogo de la ciudad no surge de su costosa infraestructura sino de pasajeros que algún día se esfuman. “No te pasará nada. Estás en medio de Nueva York, esta es tu ciudad. Estás rodeado de gente y tráfico y restaurantes. ¿Cómo es que un día desapareces?”. La pregunta la hace Mickey Sachs o, lo que es lo mismo, Woody Allen, antes de emprender una búsqueda espiritual que cree necesaria porque está tambaleándose en la orilla de un abismo. Es irracional que algún día dejemos de existir o que la ciudad siga existiendo sin nosotros en ella. Es curioso, bello y gratificante que la respuesta al predicamento la encuentre precisamente en el cine. Caminando para tomar aire, Mickey encuentra un teatro furtivo y entra sin fijarse en la película. La proyección es un disparate de los hermanos Marx que adoraba cuando era un chico. Y la conclusión resulta siendo la más natural cuando al principio todo parecía tan violento e irreal: “¿Qué pasa si no hay Dios y sólo puedes vivir una vez? ¿No quieres ser parte de la experiencia?”
 
Para Woody Allen no ha sido tan fácil trasladar esta experiencia y no reemplaza a Nueva York con la misma facilidad que cambia de superestrellas a la hora de conformar un reparto para sus películas. Intentó de un modo muy vacacional con París y Venecia en Todos dicen te amo (1996), algún escenario Romano dejó sugerido en Poderosa Afrodita (1995), en Bananas (1971) viajó al epítome de la ciudad latinoamericana, y ha explorado California pero sólo ridiculizando la superficialidad de Los Angeles y denunciando la estulticia creciente de Hollywood. Sin embargo, es Londres la ciudad donde hizo hallazgos similares a los que encontró en Nueva York. Match Point (2005), Scoop (2006)  y Cassandra’s Dream (2007) componen una variopinta trilogía londinense muy a la altura del Woody Allen de siempre y, en especial, del Woody dramático, el que es hábil extrayendo con seriedad, pero con bastantes toques de ironía y sarcasmo, tragedias que confirman el peligro de la uniformidad. La carrera por el éxito obliga a Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers) en Match Point, y a los hermanos Ian (Ewan McGregor) y Terry (Colin Farrel) en Cassandra’s Dream a cometer actos atroces. Y, como un Jack The Ripper moderno, lo mismo hace el millonario Peter Lyman (Hugh Jackman) en Scoop pero en este caso para evitar el aburrimiento que trae el éxito. Dos tragedias y una comedia que tienen como telón de fondo canchas de tenis, muelles grises, galantes óperas, casas de campo en las afueras, calles elegantes y lúgubres perfectas para una persecución, el famoso Puente de Londres y las míticas inmediaciones de Brighton, el Covent Garden o Chelsea. Escenarios que se encuentran a kilómetros de la verdadera cuna del director pero que mantienen la identidad urbana que lo caracteriza y que comparte con los personajes de sus historias, sea que hagan reír o llorar, o las dos cosas a la vez. 

Porque las dudas, las convicciones, los personajes y las historias saltan de una película a otra, y también entre ciudades. ¿Acaso no es la misma Nola la que vemos en Celebrity buscando amantes a la salida del metro y la que años más tarde aparece con aspiraciones actorales en la Londres de Match Point? La primera es Winona Ryder y la segunda Scarlett Johannson pero en el fondo son las mismas. Y el escenario no ha variado tanto porque la ciudad es polimórficamente perversa. Una facultad que Allen endilga a algunas de sus mujeres, a Annie Hall junto al puente de Brooklyn y a la modelo interpretada por Charlize Theron en Celebrity. En la Penélope Cruz de Vicky Cristina Barcelona (2008) también vemos que exuda ese erotismo. Las tres –las cuatro si se incluye la ciudad de turno- son receptores gigantescos que ante cualquier estímulo dejan escapar orgasmos, gritos o susurros que piden auxilio desde el cielo (¡Help!) en nombre de quienes fueron depredados y no tuvieron la suficiente rudeza para aguantar la esfera irracional y salvaje –tanto que incluso tu madre amenaza con ser omnipresente proyectándose en el cielo- de la ciudad: el gesto deprimente de Kenneth Branagh al final de Celebrity y la derrota de Jonathan Rhys Meyers en el epílogo de Match Point (2005) son alaridos gemelos.

Sangrientos errabundos

Posted: jueves, marzo 15, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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"El amor exige sacrificios y no hay sacrificios sin sangre"
Joseph Sheridan Le Fanu, Carmilla.


En el mito, el reino de los vampiros es la noche pero la realidad, desde que se estrenara Nosferatu en 1922, señala que el verdadero reino de los vampiros es el cine, básicamente un mundo de luz y de sombras y al principio un mundo de silencios, de profundos misterios, que insinuaba con elocuencia la existencia de una naturaleza escurridiza a la comprensión, una naturaleza maligna, voraz y sedienta, que hacía arder en el alma una hoguera de miedo. Pero con las producciones de los últimos años la elocuencia se había perdido y el vampiro, despojado de su aura romántica, explotada su figura sin consideración hasta volverla intrascendente, descartable, incluso ridícula, veía corromperse su reino natural de celuloide con el auspicio de Hollywood y las hibridaciones naturales que pululan en su industria.

Producciones relativamente recientes como Blade (1998), Underworld (2003), la grotesca Van Helsing (2004) y la aclamada saga de Crepúsculo (2008) cruzan al vampiro con héroes de acción, mercenarios de amplio presupuesto, científicos locos o príncipes iridiscentes en lo que hasta el momento es una de las peores malversaciones del mito para quien escribe estas líneas. Las películas de la última década que en algo lograron contribuir a que el vampiro permaneciera como amo del horror no son muchas y se encuentran muy espaciadas en el tiempo: La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, 2000), por ejemplo, auguraba justo en el umbral de entrada al siglo XXI una memorable revisión no sólo del mítico chupasangre sino de su inextricable simbiosis con el cine y lo mucho que se deben el uno al otro. Sin embargo, el augurio no encontró un terreno fértil y quizá el siguiente ejemplo a destacar sea 30 días de noche (30 Days of Night, 2007), producción del año 2007 en la que el punto de partida del horror es presentar bruscamente sangre en abundancia y profusión de vísceras: el vampiro en el rol de bestia salvaje, sin la complejidad de aquellos que convirtieron a Bela Lugosi o a Christopher Lee en íconos del subgénero, pero por lo menos más respetuoso con el origen sobrenatural y demoníaco de la criatura.

Es que hay vampiros que no olvidaremos. Cómo diluir de la historia del cine la figura encorvada y levemente repugnante de Max Schreck o la estilizada languidez de Klaus Kinski en la versión de Nosferatu rodada por Herzog en el 79. Igualmente difícil es ignorar la versatilidad camaleónica de Gary Oldman en su interpretación de Drácula o la actitud groseramente dionisiaca de Brad Pitt, Tom Cruise y Antonio Banderas en la primera entrega cinematográfica de la saga creada por Anne Rice.  Imposible descartar al sugestivo Christopher Walken de Adicción (The Addiction, 1995) o al andrógino David Bowie que se dejó tentar por la inmortalidad en El ansia (The Hunger, 1983). Y entre todos ellos –entre el cúmulo de emociones parientes de la repulsión, la angustia o la agonía- cómo ignorar esa especie de ternura mezclada con asco que produjo Willem Dafoe en su versión del Conde Orlok. Listones altísimos en un hall de la fama al que tienen negada la membresía –cómo no- los bufones que aparecen en los últimos culebrones taquilleros donde los vampiros brillan como si fueran descendientes de Campanita y no del príncipe de las tinieblas.

Por fortuna para los correligionarios fieles, de vez en cuando surgen obras que comparten el espíritu mortecino y antártico de las historias clásicas que nutrieron poco a poco al mito. 

Así como un admirador de la sobrecogedora Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer puede correr a las páginas de Carmilla para comprobar las coincidencias del relato con las virtudes visuales de una narración moderada y sagazmente sugestiva, un empecinado lector de Polidori, Sheridan Le Fanu, Stocker o Rymer podría acudir a una película como Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008) para ver el modo en que un director es capaz de reconquistar el reino perdido del vampiro: arrojando al caldero de una poderosa historia dos personajes marginales de interpretaciones brillantes, un paisaje sin escala de grises, de una luz glacial que parece proyectada desde las propias almas de los personajes secundarios a quienes vemos moverse y gesticular palabras y expresar dolor o ira o miedo sin transmitir la intensa vida que en cambio sí chisporrotea cuando Eli y Oskar están juntos en el acto de hacer colisionar –fundir en una sola- la singular intimidad que cada uno lleva a cuestas. Todo con un lenguaje muy puro, elemental, al modo de una antigua leyenda en la que solo operan unas pocas sustituciones: un escueto edificio de apartamentos clase media reemplaza al viejo castillo de las montañas; un par de ojos abisales hacen innecesaria la aparición de puntiagudos colmillos; una ciudad aislada y el microcosmos de una escuela en lugar de la aldea donde el alimento del vampiro ya no es pastoreado por un grotesco y jorobado ayudante sino por un silencioso individuo, sumiso, incluso elegante, cuyo oficio –el del homicidio con método- acaba entrando en decadencia. Por lo demás, Déjame entrar es fiel al canon, podría asegurarse incluso que lo renueva y le inyecta la vitalidad que surge cuando un lenguaje, un código, es utilizado con fruición. Por ejemplo, el uso moderado del primer plano es sucedáneo certero de la violencia gráfica que exigen algunos seguidores del género pero que aquí hubiese operado como detalle vulgar. Basta recordar lo que dice el crítico español Carlos Losilla para olvidar cualquier exigencia de violencia extrema que pudiera hacérsele a esta película sueca: “El primer plano en sí mismo supone algo así como una apoteosis del despedazamiento”*. Esta clase de logros visuales elevan a Déjame entrar a la cumbre de un género que posee un conjunto de normas bien definidas y que, curiosamente, el realizador tuvo poco interés en acatar.
 
Alfredson ha declarado que sabe poco o nada sobre vampiros, mucho menos sobre el género de horror. Y aunque de cierto modo la autoría de esta historia es atribuible en mayor grado a John Ajvide Lindqvist, autor de la novela homónima y guionista de la película, fue Alfredson a fin de cuentas quien tomó las decisiones que convierten a Déjame entrar en una joya del subgénero vampírico y también del universo restante del cine. Las evidencias no dejan duda: cada plano, cada secuencia, excluye por completo las obviedades; lo vemos en la actitud del pequeño niño cuando es oprimido por sus compañeros de la escuela: en su silencio permisivo, en esa clase de trance con el que se evade de la realidad, en esa erudición de lo macabro que empieza a cultivar se incuba algo monstruoso pero lógico, incluso envidiable. Por el lado del vampiro, no vemos un despliegue pretensioso de efectos, de escenas de relleno cuya única utilidad es volver a contar lo ya contado (que chupan sangre, que vuelan, que viven para siempre, que la luz del sol los acribilla, que el ajo los ahuyenta, que una estaca en el corazón los asesina y que si te muerde puedes morir o enamorarte) sino que su condición se va revelando en sutilezas, en ciertos gorjeos guturales que delatan un hambre inhumana, en la autoridad con la que Eli esclaviza al hombre que la acompaña, de quien no sabemos si es su padre o, como quisiéramos adivinar, un amante hipnotizado cuando era niño a quien la edad ha convertido en objeto descartable.

Si Alfredson renuncia a lo obvio para presentar a los dos protagonistas y el modo en que escapan de la marginalidad el uno en el otro, también se encarga de salpicar el metraje con un par de escenas que en un futuro cercano serán objeto de réplicas, plagios, homenajes, citas, notas a pie de página y parodias. No tardarán Los Simpsons o Padre de Familia en hacer un chiste de la escena más emblemática: esa toma subacuática que no nos deja ver nada pero en la que adivinamos todo, un punto de vista que con el fuera de campo hace visibles los paradigmas que uno pudiera hurtar de ese estudio juicioso hecho por Lovecraft en su ensayo El horror en la literatura. Lo que yo vi sumergido bajo esa piscina y con el apacible rostro de Oskar actuando como un catalejo que apunta hacia lo abominable, también me mimetizó en actitud de ahogo y me hizo pensar en el modo en que Lovecraft concibió la idea del horror a partir de la obra de Edgar Allan Poe o de relatos como Melmoth el Errabundo, en los que descubrió “la visión magistral del terror que nos acecha fuera y dentro de nosotros, y el gusano que se retuerce y babea en el abismo espantosamente cercano. Penetrando en cada uno de los horrores supurantes de esa burla pintada con colores alegres llamada existencia, y de esa mascarada solemne llamada pensamiento y sentimientos humanos”**. Lo mismo o algo parecido puede ser descubierto cuando la silueta de Oskar se vuelve fantasmal en el reflejo de un cristal, cuando Eli desafía sus propios límites y entra sin ser invitada a un recinto o cuando  en el alféizar de una ventana imparte un último beso al hombre que mataba por ella, porque lo que hace no es chuparle la sangre, es despedirse con el único amor que sabe dar, es anunciar la llegada de un sucesor y por ello no es casualidad que otra imagen emblemática sea un primer beso sangriento entre Oskar y Eli en el que no está en juego la inocencia sino algo que escapa a todas las convenciones, ese algo que convierte a los dos niños en criaturas sin lugar en este mundo, y no es para menos porque aun en el código de amor inventado por este par de errabundos se nota a leguas que este mundo no los merece.  

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*LOSILLA, Carlos. El cine de terror, Una introducción. Ediciones Paidós: Barcelona.1993. 207 págs.
**LOVECRAFT, Howard Phillips. El horror en la literatura. Alianza Editorial: Madrid. 2002. 107 págs.

La parábola del forajido

Posted: sábado, marzo 03, 2012 by Godeloz in
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Jesse James en su ataúd.
Por las ráfagas disparadas en los duelos del atardecer, por los hombres salvajes sin dios, sin ley; por los pusilánimes que tienen fortuna e impunidad, por los tahúres y los hacendados sanguinarios; por la pena capital y por la horca templándose en horas puntuales; por los ferrocarriles y por los indios; por Butch Cassidy, por Buffalo Bill, por William Munny, por Sundance Kid; Por los hermanos Younger, por el infame General Custer y por Wyatt Earp; por la fiebre del oro y los asaltos a pleno sol; por las emboscadas en los meandros de los ríos, por los balazos en la espalda, por las cabezas que tienen precio y se valoran como las acciones de la bolsa, por las persecuciones y por los pacientes alguaciles que persisten en ellas durante semanas o meses hasta encontrarse al fin con su asesino; por la Colt 45, por la pipa de la paz y por el Winchester; por los crepúsculos convertidos en adjetivo para la decadencia, por los tomahawks arrojados con puntería, por las piernas de las chicas de salón y los centavos que las atraen a las habitaciones; por las fugas, las pandillas, las diligencias y los caballos que relinchan cuando los llaman Plata; por el último de los mohicanos y por el llanero solitario; por la estirpe de los cherokees y las cárceles asediadas durante la medianoche; por el Shangri-la de los fugitivos: la frontera mexicana; por John Wayne y su corpulencia de acantilado, por los ríos de Howard Hawks, por Peckinpah y las muertes en cámara lenta, por Clint Eastwood y su talento para hacerle quite a las balas; por Billy The Kid y su asesino Pat Garret, por Pat Garrret y su amigo Billy The Kid; por Jesse James, por Robert Ford; por las geniales mentes que fundieron en una misma historia la música de Bob Dylan y los pechos al aire de bellas mexicanas, o la música de Nick Cave y el triste semblante de un pistolero atormentado; simplemente por todo, el western es una palabra de hierro que permite la misma analogía hecha por Isaac Babel acerca de los puntos que puestos en el sitio preciso penetran el corazón con la misma intensidad que un metal candente. Así de hondo está el western en el corazón del cine, imprimiéndole algunas de sus facetas más salvajes, describiendo la mayor parte del tiempo un estado primitivo del ser humano, una condición básica pero letal: la condición del forajido.

Según el western, el final del siglo XIX en Estados Unidos fue tan convulsionado como la lucha de los primeros hombres por el predominio de la especie en la prehistoria. Enfrentados a la naturaleza y a la amenaza de sus semejantes, los forajidos eran los depredadores más habilidosos de las praderas. Pocos alcanzaban el umbral de la vejez, y es probable que la mayoría compartiera el deseo de tener también una cara en la espalda para no caer en las trampas de la muerte. Pero el destino de casi todos describía una trayectoria parabólica que hubiera podido medirse con la exactitud de la física: tras algunas peripecias afortunadas o no, memorables o intrascendentes, caían en un mismo punto: eran borrados del mapa por la ley, la horca, el amor de una mujer o las balas. Un ascenso y caída predecibles que les entregaba una pequeña recompensa: el prestigio de la inmortalidad. Y parte de ese prestigio ha sido el combustible del western para hacer brillar algunas estrellas en sus frescos crepusculares.

En un contexto no mediado por el celuloide, los forajidos del lejano oeste no pasan de ser miembros de la historia violenta que precede el nacimiento de las naciones. Todavía con brazos cortos,  la ley no podía alcanzarlos y en esa inmunidad encontraban el libre albedrío para sus fechorías: asesinatos a sangre fría, atracos cuantiosos y pillajes que podían convertirlos de la noche a la mañana en poderosos terratenientes a costa de la sangre nativa. Sin embargo, sus hazañas también podían fungir como materia prima para el entretenimiento. Al mismo tiempo que los forajidos, viajaban por el lejano oeste los folletines que los rodeaban de un aura mítica y heroica. Y ese voz a voz sobrevivió a la llegada de la modernidad, mutó a nuevos formatos y encontró en el cine el medio ideal para la supervivencia. Billy The Kid o Jesse James dejaron una firma de plomo en la historia, pero fue el cine lo que los convirtió en figuras canónicas. Así como la revolución mexicana tiene a su Pancho Villa y la cubana es impensable sin un esténcil del Che Guevara, la épica del lejano oeste se sostiene sobre la figura del forajido, descrita ampliamente desde los inicios del género. Si los héroes del primer westernThe great train robbery (1903), de Edwin S. Porter- eran bandidos que carecían de nombre, muy pronto otros directores elegirían bautizarlos y entregarles personalidades dignas de admirar y emular. King Vidor iniciaría la saga en 1930 con la película Billy The Kid, una historia retomada a lo largo de las décadas encontrando versiones afortunadas como la de Arthur Penn en 1958 y la de Sam Peckinpah en 1973; y otras versiones menos elaboradas como las dirigidas en la década de los ochenta cuando el género no se levantaba de la decadencia.

Al igual que Billy The Kid, otro forajido ilustre prestó su nombre y biografía para que atestiguara el desarrollo del género, su imparable declive y un resurgir prometedor en el siglo XXI: Jesse James. 

La historia de Jesse James cabe en una canción. Una rabiosa canción gritada en los bares por juglares melancólicos y harapientos. La canción que relata los grandes asaltos y las incomparables cualidades de un forajido perseguido, arrinconado y traicionado por uno de sus amigos. En 1939 Jesse Woodson James tenía la cara de Tyrone Power, una cara agradable, pulida, sonriente; la cara de un galán del Western que se prestó para que el director Henry King la deformara a cuentagotas y la convirtiera en el espejo de un alma envilecida. Este Jesse James es independiente del paisaje sureño que lo envuelve, pero está firmemente alineado con algunas de las convenciones del western: la línea del ferrocarril es un portal a la modernidad pero ante la tierra expropiada Jesse James no se quedará de brazos cruzados e intentará mantener su estilo de vida declarando una guerra que no tarda en volverse sed de venganza y desdibujarse hasta endurecer su corazón.  El ágil pistolero del principio se convierte en hombre temible y esta transformación lo horroriza porque con ella viene la condición de solitario. Y aunque todos saben el final de Jesse James, una muerte que es también metáfora, pues el forajido gasta sus últimos momentos intentando enderezar su mundo torcido (un cuadro que cambia de estampa de película en película sin dejar de representar lo mismo), acompañamos al héroe con una esperanza dividida: por un lado la expectativa de la fuga exitosa y por otro lado las ganas de desviar los balazos que dispara el cobarde Robert Ford. Pero la trayectoria de los balazos no es una parábola fingida, es una verdad que cae por la espalda y directores que intentaron evadir esta verdad cometieron la mayor injusticia que merece el personaje: volverlo prosaico.

Está bien que el western es el más gringo de los géneros, pero el intento de película que Les Mayfield rodó en 2001 es una soberana gringada. Colin Farrel es el chico lindo que se apropia del nombre. Es heroico, aguerrido, sagaz, noble, justo, tranquilo, invencible: es decir, tan ficticio que si hubiera usado capa y proviniera de Kriptón no hubiera desentonado con el contexto abundante en ramplonerías, con la mayor de ellas al final cuando el héroe –que ni siquiera merece que lo llamen forajido- se queda con la chica y es perdonado por el blando Pinkerton. Por lo menos estos pistoleros de American Outlaws ratifican que el buen western requiere de historias sólidas (no importa que la historia sea la misma, ahí está el precedente que dejó Howard Hawks al caer como un rayo tres veces sobre el mismo guión) y directores tan salvajes como los bandoleros que retratan.

Durante la hibernación del western, Jesse James no sólo fue víctima de American Outlaws, sino que sufrió el atropello de tener que conocer a la hija de Frankenstein en la película de 1966 dirigida por William Beaudine, y  de pertenecer en 1980 al argumento de The Long Riders  que además de solamente adular a los hermanos Carradine, quienes interpretan al clan Younger, logra transmitir un incómodo aburrimiento por la manera desarticulada en la que el director Walter Hill aborda la historia. No hay sentido lógico en el transcurso del tiempo, el desarrollo de Jesse James como personaje es torpe y queda a medias. Nada en la película tiene el aire épico de su verdadera historia y parece encajar forzada en las reglas del género porque ni siquiera a base de lugares comunes consigue dar la talla a la estampa peculiar de los forajidos.

Por fortuna, entre las casi 37 producciones que se han realizado sobre este famoso asaltante de trenes y bancos, figuran nombres que por sí solos son un alivio: Fritz Lang o Philip Kaufman son dos buenos ejemplos. Con la película Sin ley ni esperanza, Kaufman exploró en 1972 la congestionada relación entre Jesse James (Robert Duval) y su compinche Cole Younger (Cliff Robertson) que asociados a un deprimente entorno de lodo y polvo declinan hasta la rivalidad y el antagonismo. Por su parte, Fritz Lang termina en 1940 lo que empezó en 1939 Henry King y hace la película El regreso de Frank James. En esta secuela, el reparto casi que ni tiene variaciones: falta Tyrone Power pero su fantasma es latente, el mesurado Henry Fonda es el hermano que busca venganza y John Carradine es el mismo pusilánime Robert Ford que le disparó a Jesse en el film del 39; pero Fritz Lang agrega a su película una presencia que la fortalece y es la de Gene Tierney, bella como siempre en un papel de curiosa periodista que escarba en la inquietante historia de los hermanos forajidos como si estuviera desenmarañando el hilo de una tragedia griega. En su primer western (también su primera película a color), Fritz Lang respeta los mandamientos del género pero en ocasiones los tuerce a su antojo, entregando un retrato intimista de Frank James, intentando alguna definición muy personal de la venganza, demostrando su asombro por la mitología del salvaje oeste y tomándose la licencia de poner en primer plano los dilemas morales del protagonista que, al igual que su hermano en la película de Henry King, se vuelve oscuro, rudo y amargo, y aun cuando lleva a buen término su venganza, repele cualquier redención.

Y es que los buenos directores saben aprovechar las oportunidades que ofrece una historia como la de Jesse James, en la que abundan líneas de fuga para romper la camisa de fuerza de las convenciones. No se hace obligatorio un duelo a la luz de la tarde, los motivos del héroe van más allá de un puñado de monedas de plata o una doncella ofendida y la dicotomía de los chicos malos y los chicos buenos se expande en matices que permiten darle respiros al género, lo que además es un deleite para los directores porque pueden enfocar su mira telescópica en los personajes sin tomar partido y asombrándose ante guiones que parecen escribirse sobre la marcha. 

Algo así debió sucederle a Samuel Fuller cuando rodó I shot Jesse James en 1949. Una historia que deja al buen bandido a un lado para enfocarse en el hombre que le disparó por la espalda. Fuller presenta un Jesse James con aire de mártir y un asesinato solemne, casi ritual,  que deja entrar en la vida de Robert Ford una niebla de mala suerte con tanto poder como para espantar el amor y atraer a las balas.  La violencia de I shot Jesse James es más brutal cuando no suenan disparos ni corre la sangre. Es brutal, por ejemplo, cuando irrumpe esa rabiosa canción que señala a Ford como cobarde, es brutal cuando Ford obliga al harapiento juglar a cantarla en un ejercicio memorable de autoflagelación, y sería todavía más brutal si se suprimiera al galán de poca monta encargado de abalear a Ford al final y se le diera este privilegio a un pistolero sin nombre o a un tiro de gracia surgido de las sombras para corroborar todos los terrores que asediaron al protagonista –y de paso al espectador- durante la película.

Varias décadas después, cuando el género abandonó su edad dorada, visitó las inmediaciones de Almería y de deslizó finalmente en la conocida decadencia, esa rabiosa canción fue escupida por el andrajoso pero imponente Nick Cave en las propias narices del infame, interpretado virtuosamente por Casey Afleck en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007). Esta película merece cada una de las letras con las que se escribe western porque contribuye a revitalizarlo en una época donde el género parece tomar nuevos bríos. Pero  El asesinato de Jesse James… pertenece a una familia muy distinta a la de por ejemplo Open Range (2003), The missing (2003), Apaloosa (2008) o 3:10 to Yuma (2007). Este ejercicio de buena narrativa es más de la familia de Unforgiven de Clint Eastwood o Dead Man de Jim Jarmush (una familia que seguramente comparte genes con Sam Shepard y Wim Wenders): por la fotografía deslumbrante y fantasmal, por el guión redondo nutrido de metáforas delirantes (como aquella en la que Jesse James acribilla su reflejo en el hielo) y por las interpretaciones densas que curten a los personajes de estados tan dispares como la ira y la melancolía, la envidia y la locura, la culpa y la lujuria, el ego exacerbado y la inmolación. El asesinato de Jesse James  deja traslucir la misma ausencia que se siente en las versiones de King, Fuller y Lang, pero en este caso, por algún motivo, es más difícil reponerse a un vacío tremebundo contagiado además por una banda sonora capaz de contener toda la tristeza del mundo. Esa saudade de que era víctima Brad Pitt en la película le da al western nuevos horizontes que explorar, porque detrás de las peripecias de los forajidos, las tribus masacradas, las tierras conquistadas para el forjamiento de futuras ciudades y los demás modelos clásicos que hacen del western un género tan sólido, están los individuos y están sus almas, valientes pero frágiles, míticas pero dotadas de una maleabilidad que podría provocar en los buenos directores el impulso de desbocarse sobre el western como si de una nueva fiebre del oro se tratara.

La ciudad, quimera de celuloide

Posted: viernes, marzo 02, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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Los cineastas han recorrido el mundo de cabo a rabo dejando un legado en imágenes de ciudades que, por recónditas que sean, se convierten en un referente compartido por todos, un ideal colectivo perseguido en la intimidad de la sala de cine.   

Para el turista de pura cepa que viaja sin descanso, de ciudad en ciudad, memorizando el nombre de los aeropuertos, anotando las palabras clave de idiomas desconocidos y trazando rutas obligadas hacia las atracciones turísticas que no puede dejar de ver antes de morir, existe una sensación muy próxima al déja vu

Gran parte de la culpa la tiene el cine. Gracias a las imágenes proyectadas en pantalla y que cada año una persona normal acude a ver una vez por semana o un par de veces al mes, las ciudades más importantes del mundo son recordadas por unanimidad, anheladas multitudinariamente, deseadas en secreto y perseguidas con delirio.  El cine y las ciudades se orbitan mutuamente creando un poderoso influjo que atrae la mirada y provoca el sueño de partir, alzar el vuelo, quemar las naves, visitar otros puertos. Con el cine podemos saciar en parte la ambición de conocer el mundo como la palma de la mano y, en un ejercicio en el que suplantamos a la cámara o a los personajes, recorremos románticos callejones, deambulamos sin rumbo fijo por los parques, trepamos una a una las escaleras de imponentes rascacielos, nos embriagamos con el resplandor nocturno de las grandes avenidas y alimentamos el espíritu con la música cosmopolita que fluye del gran paisaje urbano construido como uno solo por el arte cinematográfico. 

No importa su condición social, su benevolencia o maldad, si tienen buena o mala fortuna, los héroes que habitan las ciudades del cine son alter egos que se encarnan con gusto. Cómo negarse a vivir la aventura romántica que Audrey Hepburn emprendió por las calles de Roma, ocultando su verdadera identidad, en La princesa que quería vivir (Roman Holiday, 1953). El director William Wyler no usa la ciudad como decorado o como tema, la convierte en una red que envolverá cada vez más a los amantes a medida que se adentran en ella. Un juego opuesto al que protagoniza la misma actriz años más tarde en Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961) donde la vemos bella, bohemia, bestial, transitando la ciudad con una elegancia fuera de este mundo y con una permanente actitud de huida. Nueva York, a pesar de sus encantos y sus fiestas, a pesar de premiar a los prófugos con el anonimato, será incapaz de retener el espíritu indomable de Holly Golightly,  quien permanece indiferente al ajetreo citadino por razones tan simples como buscar un gato en un callejón o rematar la última escena con un beso bajo la lluvia.

Por un beso como ese es posible creer que bajo la sombra del erguido Empire State es inevitable enamorarse. Por las historias que transcurren en las ciudades del cine es posible pensar en la existencia de ángeles que vigilan desde las alturas o caminan entre nosotros como los hombres celestiales que en El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987) se enamoran de gráciles trapecistas, renuncian al paraíso y descienden a la ciudad para conquistarlas. Es como si Wim Wenders hubiera intuido la cercanía que el mundanal ruido de lo urbano tiene con lo fantástico y lo divino.  Ejemplos de esto sobran en la mirada aérea que Alfred Hitchcock hace sobre el frenesí de Londres o en los colores que Jean-Pierre Jeunet elige para pintarle a Amélie un París digno de un cuento en el que las hadas fueron reemplazadas por hombres de vidrio y príncipes en motocicleta. Un París que se antoja romántico e irreal y comparte la atmósfera que Billy Wilder recreó en el set de Irma la Dulce (Irma la Douce) donde la poesía visual se arranca de la exploración callejera y un sentido del misterio impreso en cada secuencia.

Este podría ser el secreto: el misterio, mostrar a la ciudad como un pozo de enigmas del que surgirán cosas asombrosas en el instante menos esperado. Por eso no tiene nada de inverosímil que en la Nueva Jersey de Woody Allen el galán de una película salte de la pantalla para vivir un breve amorío con su más fiel admiradora como sucede en La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985), que en Los Ángeles que imagina Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) las viejas glorias del cine mudo se reúnan para jugar al póquer o que en las conflictivas calles del Distrito Federal un oscuro vagabundo encuentre la redención en un perro salvaje como lo hizo ver Alejandro González Iñárritu en la película Amores Perros.

Pareciera que el ejercicio de los cineastas es recorrer el mundo de cabo a rabo en busca de un Shangri-la personal reconstruido en escenarios que se vuelven familiares a todos: la  película de Michael Curtiz convirtió a Casablanca en el nirvana del reencuentro; Luchino Visconti hizo de Venecia una ciudad para los amores fortuitos y Pedro Almodóvar le ha dado a Madrid el alma de un personaje de carne y hueso. Versiones personales de las ciudades que se convierten en utopías colectivas. Un logro visible, por ejemplo, en el Tokio que Sofia Coppola muestra como una quimera en la que lo ancestral se funde con lo moderno para permitirles a dos desconocidos alcanzar juntos un breve estado de felicidad que hasta el momento les era ignoto.    

Finalmente eso es lo que quizá todos persiguen cuando emprenden un viaje hacia cualquier ciudad del mundo: alcanzar un placer inexplorado para después atesorar su recuerdo en imágenes que se proyectan en la mente como si se tratara de la sala de cine más íntima y secreta. 

Un imperio llamado cine
Lo que hace el cine con las ciudades no sólo opera en la pantalla. En el espacio real también es una fuerza transformadora gracias a la industria que con grandes estudios o prestigiosos festivales va conquistando territorios. Hollywood es el ejemplo más obvio, una ciudad consagrada a las películas cuyo modelo está siendo replicado por Bombay, llamada Bollywood en un parafraseo evidente. Pero no son las únicas. Hay antecedentes en la Cinecittá que conquistó el costado oriental de Roma y en el gigantesco complejo de estudios de Babelsberg construido en la ciudad alemana de Potsdam en 1911. Por su parte, el circuito de distribución de las películas ha convertido a ciudades como Cannes, Toronto o San Sebastián en escenarios de los festivales más importantes del planeta, gracias a los cuáles, cualquier persona común y corriente puede estar frente a frente con las estrellas.