De la ciudad no hay huella

Posted: viernes, febrero 26, 2010 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Si la primera película proyectada en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias hubiera carecido de las inevitables imágenes de postal (atardeceres escarlatas, cúpulas resplandecientes, la arquitectura colonial retratada con el ojo de un modista de quinceañeras) hubiera resultado una buena historia contada en una ciudad invisible.


El título de esta producción es explícito: Cartagena, pero en francés tiene uno tal vez más sugerente, más apegado a la historia que el realizador quería contar: L'homme de chevet. Apegados a este título la película tiene una historia íntima, muy real: Una mujer cuadrapléjica y caprichosa (Sophie Marceau); una criada heroinómana y bilingüe (Margarita Rosa de Francisco); un sosías de Bukowski exboxeador y alcohólico (Highlander o lo que es lo mismo Christopher Lambert), y una puta que en sus ratos libres juega a ser imbatible boxeadora (Linett Hernández Valdéz). Entre ellos las vicisitudes del dolor. Entre ellos el erotismo reprimido. Entre ellos la literatura, el carnaval de los sentidos. Ellos y sólo ellos eran suficientes para llenar los noventa y dos minutos de película pero el director Alain Monne decidió asumir también un rol de decorador de interiores y pintó los metros que tenía de celuloide con imágenes que van a encender el espíritu colombiano porque la gran Cartagena ha salido otra vez en una película con sus calles, con sus parques, con sus carretas arrastradas por famélicos caballos y sus humildes pescadores y sus hoteluchos de mala muerte y sus casonas aristocráticas. Nada nuevo se ve de la ciudad en esta película. Aunque la fotografía es cuidada -los colores que se ofrecen al turismo están bien capturados por el cinematografista-, el montaje es árido en sorpresas y la exploración del bajo mundo de la ciudad tiene una apariencia profunda la película bien podría llamarse Venecia, Alejandría, Dubai o Cuzco.


Para que una ciudad deje su huella en el cine hay que hacerla invisible. Como supo hacerlo Wim Wenders en Alicia en las ciudades o Woody Allen en Manhattan. En una ciudad invisible tienen más poder las historias que hay tras las paredes. Se vuelve verosímil una bella francesa paralizada bajo un mosquitero, se vuelve verosímil una biblioteca en la que el azar siempre dirige su magnetismo hacia las páginas de Bukowski o hacia tres filosos versos de Rimbaud, en una ciudad invisible, incluso, se vuelve verosímil el mar en un final de hambrientas olas.


De todos modos es divertido ver a Christopher Lambert (¿dónde se había metido nuestro inmortal favorito?) surgir entre la muchedumbre caribeña con la cara de un náufrago pisoteado, y no deja de ser delirante hasta el espasmo encontrar repetidas imágenes de Sophie Marceau tendida en la cama, indefensa, lúbrica, triste y –todo hay que decirlo- ganosa.

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